En su libro sobre la historia de la genética del comportamiento, Tiempo, amor, memoria, Jonathan Weiner comienza con un epígrafe en el que transcribe dos fragmentos que dialogan a la perfección y que enmarcan la historia con simpleza y elegancia, como las buenas teorías científicas. El primero es un extracto de Zoonomía, libro escrito en 1794 por Erasmus Darwin, el abuelo de Charles Darwin, que dice:
¿Sería demasiado osado imaginar que, con el paso del tiempo, desde que la Tierra empezó a existir, quizá millones de eras antes del comienzo de la historia del género humano; sería demasiado osado imaginar que todos los animales de sangre caliente salieron de un filamento vivo, provisto de la facultad de continuar mejorando merced a su propia actividad inherente y de transmitir esos mejoramientos de generación en generación a su posteridad? ¡Un mundo sin fin!
El siguiente fragmento es de Darwin, Charles, el que todos conocemos. Se trata apenas de un garabato en un cuaderno escrito en 1838, cuando Darwin tenía 29 años y todavía faltaban 21 años más para que publicara el excepcional El origen de las especies. La frase de Darwin es corta: “Mi letra es como la del abuelo”.
Leo y releo aquel epígrafe, las dos frases hablándose a través del tiempo, y siento que sintetiza demasiadas cosas: la fascinación acerca de la evolución de la vida, preguntas sobre la herencia de comportamientos complejos como puede ser la caligrafía, y los comienzos de una gran idea que revolucionará el mundo en todo sentido. Pero, sobre todo, puedo percibir, casi ver, como si se tratara de una obra de arte, las reflexiones sobre la naturaleza humana saltando de generación en generación. Ideas, como genes, que mutan, cambian, se transmiten, se seleccionan, se expresan.
Somos un primate que se pregunta sobre sí mismo: ¿de dónde venimos? ¿Cómo comenzó todo? ¿Por qué me parezco a mi abuelo? ¿Cuánto de mí quedará en las próximas generaciones? Preguntas que nos venimos haciendo hace miles de años, y que siguen siendo relevantes, más allá de que hayamos encontrado algunas respuestas que nos satisfagan en menor o mayor medida. Cada pieza de conocimiento acumulado no es más que una gota de lluvia cayendo en un gran lago de ignorancia, pero que al caer genera una onda que se propaga en la superficie y se hace cada vez más grande, extendiendo los límites, como en un infinito juego de concéntricos círculos de agua.
En este libro, Andrés Rieznik propone una conversación sobre la biología del comportamiento humano y sus desafíos éticos. La considera urgente. Busca arrojar algo de luz sobre temas de neurociencias y de genética del comportamiento de los que no estamos hablando, o de los que no estamos hablando lo suficiente, o que constituyen una conversación que están teniendo algunos pocos. Lo leo y no puedo evitar que los dos libros, el de Andrés y el de Jonathan Weiner, resuenen dentro de mí. Dialogan las ideas, a través del tiempo, esta vez, en la intimidad de mi consciencia.
En Tiempo, amor, memoria se cuenta la búsqueda de los átomos del comportamiento. Si bien la historia incluye todo el siglo XX, utiliza como hilo conductor y se centra en la vida y las investigaciones de Seymour Benzer, uno de los fundadores de la genética del comportamiento, quien se dedicó a estudiar la mosca de la fruta diseccionando los genes subyacentes a sus conductas. Benzer describió mutantes de diversos comportamientos de Drosophila melanogaster (literalmente “amante del rocío de vientre negro”). Encontró moscas con variaciones en sus relojes internos y su sentido del tiempo estropeado, hembras a las que no parecían gustarles los machos, moscas que se orientan hacia la luz, otras que prefieren la oscuridad, y longevos insectos que vivían más de 100 días, mucho más que el promedio para una mosca.
Sobre el final del libro se plantea lo obvio: está bien hablar de los genes de las moscas, pero eso no tiene nada que ver con el comportamiento y la naturaleza humana. ¿O sí? El autor cuenta que a Benzer le gustaba una frase de Richard Feynman, el físico y brillante divulgador estadounidense, que pronunció una vez mientras impartía una conferencia sobre la visión en color. Feynman estaba entusiasmado explicando toda la cadena de eventos moleculares que ocurren en las células de la retina del ojo para que podamos ver los colores. De repente –y con razón– un estudiante le cuestionó: “Pero... ¿qué es lo que sucede realmente en la mente cuando uno ve el color rojo?”. A lo que Feynman le respondió –me lo imagino con una sonrisa–: “Los científicos tenemos una manera de tratar esa clase de problemas: los ignoramos, temporalmente”.
Esa frase le quedó resonando a Benzer y se la repetía a sus estudiantes: “Los ignoramos… (pausa)..., temporalmente”. Como una especie de mantra para poder avanzar en sus investigaciones con las moscas.
El libro de Jonathan Weiner, que cuenta la maravillosa historia de la búsqueda de los genes del comportamiento, se publicó en 1999; el Proyecto Genoma Humano terminó en 2003. El año en el que Andrés publica su libro es el 2020. Quizás ya sea momento de dejar de ignorar ciertos problemas.
Una vez, en una clase de una materia introductoria a las neurociencias, la profesora nos mostró varios artículos científicos de Simon LeVay en los que se creía haber encontrado diferencias anatómicas entre los cerebros de hombres homosexuales y los de heterosexuales, en particular en el hipotálamo. Recuerdo que salimos de la clase con mis compañeros y compañeras impactados por ese estudio. Rememoro a la distancia la indignación de la mayoría, enojados incluso con la profesora por haber mostrado eso, cuando ni siquiera era ella la que había hecho el estudio. Sólo estaba dando una clase y mostrando resultados de otra persona. La indignación y el enojo por lo que consideraban –¿considerábamos?– un error garrafal –confundir las preferencias sexuales con la anatomía del cerebro– no nos permitió tener una discusión amplia sobre el significado del estudio. Ni siquiera llegamos a pasar a una segunda capa del asunto. Se acabó ahí, horrorizados ante la mera sospecha de la reducción del comportamiento humano a genes y anatomía.
Quizás no había llegado aún el momento de tener esa conversación.
Es cierto que los titulares de los diarios no ayudan al diálogo. El experimento de realizar una rápida búsqueda en Google de las palabras “gen” y “felicidad” me arroja los siguientes resultados: “El secreto de la felicidad podría estar en un gen”, “El gen de la felicidad tiene un nombre: 5-HTTLPR”, “El gen de la felicidad existe, pero sólo funciona en las mujeres” (este me encanta). Después de una búsqueda más profunda, encuentro un artículo científico en el que se describe cómo la variación de una zona regulatoria del gen del transportador de la serotonina estaría asociada a la probabilidad de reportar un mayor bienestar y satisfacción con la vida en cuestionarios subjetivos. ¿Existe, entonces, el gen de la felicidad? Claro que no. La cuestión acerca de la biología del comportamiento humano es muchísimo más compleja que lo que permiten los titulares. Pero ¿tiene sentido preguntarse acerca de la genética y la neurociencia humanas? Claro que sí.
Más allá de la idea romántica y contemplativa de la búsqueda científica simplemente por amor al conocimiento (lo cual ya es en sí mismo un montón), conocer los ladrillos de los que están hechos nuestros comportamientos tiene y tendrá implicancias tremendamente útiles: puede contribuir, por ejemplo, a minimizar el sufrimiento y promover el bienestar de los seres sintientes. Pienso en las investigaciones sobre la memoria, desde las bases moleculares estudiadas por Eric Kandel en un caracol marino, hasta todo lo que aprendimos sobre neurociencia cognitiva en los últimos años. Además de la belleza en sí misma de entender cómo, a partir de neuronas conectándose con neuronas, se produce una traza, algo duradero, que le da sentido y continuidad a nuestra existencia, pienso en todo el conocimiento que esas investigaciones nos aportan y en cómo nos permitirán reducir el sufrimiento.
Así como me maravilla entender y comprender más acerca de la memoria, también me horroriza imaginar un mundo en el que las personas tomamos pastillas para olvidar. Sin embargo, pienso en lo útil que puede resultar entender las bases neurológicas de la mente para mejorar los tratamientos para personas que sufren de estrés postraumático. ¿Cuántas vidas se ven profundamente afectadas por recuerdos y secuelas de violaciones, abusos y traumas de diversidad índole? ¿Significa eso acaso que nos parezca bien desarrollar tratamientos para el olvido? ¿Y para potenciar la memoria, en caso de querer mejorar algunas habilidades? Suena a ciencia ficción, pero no estamos lejos de imaginar que existe la posibilidad de borrar un recuerdo, y ya se comercializan moléculas que aumentan nuestra capacidad de atención. La incomodidad que me produce la sola idea de suprimir una memoria, eliminar la esencia de lo que somos, ¿significa que no vayamos a investigar acerca de las bases neurológicas de la mente? ¿O que no vayamos a hablar de las implicancias éticas que pueden traer estos hallazgos; por ejemplo, discutir acerca de la libertad de elegir si se quiere borrar o no un recuerdo?
Yo no puedo, por mí misma, responderme todas estas preguntas. Porque la ciencia se construye a través del diálogo constante entre personas. Hay que explicarle a un otro cuál es tu idea, cuál es tu modelo, cuál es tu supuesto descubrimiento. Los científicos y científicas hacen dibujos, gráficos, cuentan cómo hicieron lo que hicieron, explican en qué basan sus razonamientos. Otras personas miran esas ideas; las observan con detalle, las discuten, las contrastan con las propias y con las de otras personas. Las giran, las mueven, las vuelven a mirar, ya sea en las reuniones recurrentes que los grupos de investigación tienen puertas adentro, en los congresos donde se juntan investigadores de algún área en particular o en los trabajos publicados en las revistas, donde también sucede un escrutinio minucioso de cada párrafo. En todas estas instancias las personas que investigan hacen críticas, preguntas y comentarios. Es la manera de construir el conocimiento y consensuar formas de entender el mundo. Y es, creo, lo más maravilloso que tiene la ciencia, lo que la hace única y tan especial.
Con las personas en general ocurre algo parecido. Contrastamos nuestras ideas sobre el funcionamiento del mundo, e incluso sobre los posicionamientos morales. Argumentamos, consideremos otros puntos de vista; a veces enriquecemos y complejizamos “nuestras” ideas preconcebidas, a veces cambiamos de opinión. Una gran parte de ese contraste sucede con amigos, amigas, compañeros y compañeras, con quienes intercambiamos ideas acerca del mundo. A veces más trascendentes que otras, por supuesto. En ese ir y venir de pensamientos, en esas conversaciones, encuentro la riqueza de ver cosas que antes no veía. Creo que la amistad amplifica o expande nuestros sentidos. Aquellas personas con las que intercambio charlas son las responsables, día a día, de ampliar mi visión del universo. Y resulta que tengo la suerte de que Andrés sea mi amigo. Alguien que no me va a juzgar, sino que me ayuda a pensar, a separar los problemas complejos en capas. A verlos de otra forma.
En este libro Andrés propone una conversación que, aunque difícil de a ratos, él se anima a tener, y sueña con que muchas otras personas puedan hacerlo. Es consciente de que los temas que aborda son complicados, pero lejos de subestimar al lector, confía en que no lo va a juzgar a él, sino que va a juzgar las ideas y los razonamientos. Desde que Andrés me comentó que tenía ganas de escribir este libro hasta que leí la (hasta el momento) última versión del escrito, tuvimos muchas conversaciones que me hicieron pensar; algunas me hicieron cambiar de opinión sobre temas y muchas me ayudaron a tener mejores conversaciones con otras personas.
Recuerdo, por ejemplo, una conversación en la que estábamos intercambiando ideas sobre salud mental con una compañera con la que me gusta mucho hablar, porque también me ayuda a pensar. Hablábamos sobre las causas de ciertas condiciones, y claramente no estábamos de acuerdo. En un momento me dí cuenta de que no pensábamos tan diferente, sino que simplemente no nos estábamos entendiendo. Quise explicarle mi punto de vista y qué significaba que algo tuviera un componente genético, ya que ahí me parecía estaba la clave de la cuestión, y descubrí, con un poco de vergüenza, que yo tampoco lo entendía bien, y por lo tanto, no podía explicarlo con claridad. Recurrí al borrador de este libro: me ayudó a tener una conversación con menos supuestos y más definiciones precisas que evitaban discutir sobre una presunción.
Este libro es un disparador de conversaciones.
Y un disparador de un sinfín de preguntas sobre ciencia y moral. ¿Qué pasa cuando la verdad aumenta el sufrimiento? ¿El valor de la verdad está por sobre el de la libertad? Vivimos en un mundo injusto, regado de sufrimiento (gran parte, altamente evitable): ¿qué vale la pena investigar? Si sabemos que hay hallazgos que podrían traer conflictos o acrecentar las desigualdades sociales, aunque sea indirectamente, ¿debemos investigarlos de todas formas? No sé si estoy de acuerdo con absolutamente todo lo que se plantea en las próximas páginas, pero no podría estar más de acuerdo en que “el mundo es como es, y no como nos gustaría que fuera”. Y conocerlo es el primer paso para intentar transformarlo.
Muchas de las cuestiones que se abordan en el libro suenan a ciencia ficción. También sonaba improbable hace meses imaginarnos una pandemia que obligara a permanecer en sus hogares a millones de personas alrededor del mundo y matara, en poco tiempo, a varios cientos de miles. La ciencia ficción, como los sueños y la imaginación, nos permite prepararnos para el futuro. Elijamos qué futuro queremos. Los detractores de la genética del comportamiento y los temerosos de las neurociencias tienen miedos que son razonables; podrían pasar cosas atroces, ya han pasado antes en la historia de la humanidad. Debemos estar atentos, siempre. Seamos quienes construyen ese futuro en el que nos ponemos de acuerdo en qué mundo queremos, uno justo, equitativo y basado en la mejor evidencia posible, y tengamos todas las conversaciones que haya que tener.
Eugenia López