7:35 AM, abro los ojos. Me invaden el mal humor y un sonido tan molesto como familiar que me avisa que dentro de 10 minutos me va a taladrar otro sonido igual al anterior para confirmar mi malestar. Deambulo, zombi, sorteo maradoneanamente ropa sucia y por fin llego al baño. Maldigo haber corrido tanto en el partido de fútbol de los martes (recuerdo vagamente 2 pelotas que debieron entrar). Con la luz en la cara, levanto la mirada y ahí estoy reflejado, me miro soy yo. Lo sabía pero lo confirmo.
En un acto instintivo entro a la ducha. A las 9 tengo que estar en el laboratorio porque a las 10 hay reunión de grupo, me repito unas 4 veces. ¿Subte o colectivo? Subte, porque está Santa Fe cortada por obras. A la tarde viene gente al laboratorio… me voy a tener que poner una camisa, la de jean está sucia pero creo que aguanta un día más. ¿La crema de enjuague es la que tiene el pico para arriba?, sin lentes no veo esa letra pequeña que la distingue del champú, puteo el marketing. Salgo tarde (como siempre).
Camino y pienso, me hablo y sobre todo recuerdo. Recuerdo mi cara, mi agenda, mis amigos, mis deberes, mis deudas, la ropa sucia. Recuerdo el camino para llegar a la estación, recuerdo las veredas rotas y las caras de los porteros. Recuerdo la canción que estoy escuchando, su letra y su banda. Recuerdo a la novia que me dejó y las miles de veces que la escuché para olvidarla. Recuerdo quién soy pero lo afirmo en cada segundo que me recuerdo. Pero, ¿cuál era la capital de Rumania?, y ahí nomas me frustro. Antes de angustiarme, cosa que probablemente hubiese hecho la gente que vivió allá por la década del ’90, saco mi smartphone del baticinturón y (si el 3G me lo permite) obtengo toda la sabiduría en escasos minutos (léase segundos si leés esta columna desde un país donde el 3G es 3G). Qué buena la tecnología, ¿no?
Para poder resolver esta pequeña pregunta en principio tenemos que saber algo muy simple e importante: todos esos recuerdos están en el cerebro y llegaron ahí gracias a dos procesos: adquisición y consolidación.
Es decir, cuando aprendemos algo no formamos instantáneamente memorias sino que desencadenamos un proceso de consolidación que irá fijando el recuerdo a lo largo del tiempo. Recién después viene evocar, que es como llamamos a la parte a la cual vamos a buscar ese recuerdo al fondo de la pila de otros recuerdos que nos avisan que era Bucarest.
Dentro de este salpicón conceptual suena bastante lógico creer que está bueno conservar la memoria tanto como a la novia. Por suerte, luego de tal comparación pollera, siempre hay un científico de Harvard y una idea genial para culpar. Él es el Dr. Wegner (Don Pollera) y su genial idea se llama “memoria transactiva” que versa (siempre había querido usar esa palabra) lo siguiente:
Cuando dos personas se conocen mucho (pareja, amigos, etc) forman un sistema de memoria en común, la memoria transactiva. Esta hipótesis hace referencia a la capacidad de dividir la ardua tarea de recordar información compartida. Es decir que tácitamente y a fin de ahorrar espacio en la memoria “uno se pone las pilas con las fechas de cumpleaños y el otro se encarga de recordar el nombre de la cajera del Chino”, evitando la duplicación de la información.
Y es todo lindo el amor, hasta que Google.
Aunque sintamos inofensiva esa hermosa sensación de ser Juan Pablo Varsky y cantar de memoria la formación de Polonia Mundial ‘74 mientras pispeamos de reojo el celular, la tecnología nos afecta. Y por sobre todo nuestra a memoria. Desde que todos nosotros colocamos a Google como aliado mnésico en nuestras vidas, cual disco externo enchufado al cerebro, la necesidad de memorizar disminuyó considerablemente.
Saber que nuestro cerebro tiene una novia digital que puede almacenar miles de millones de datos y que la disponibilidad sólo requiere escasos segundos nos quita la enorme responsabilidad de guardar recuerdos, por lo tanto evitamos esforzarnos innecesariamente. Este extraño comportamiento marital de información compartida tiene efectos tan severos que hasta podría explicar la insoportable sensación de vacío que genera un divorcio. Tu pareja se va pero no sólo se lleva el perro, sino parte de tus recuerdos. Si aún no te sentiste vulnerable, esta pérdida también se puede sentir cuando tu conexión de internet muere o cuando un virus borra dictatorialmente parte de tu disco rígido.
No adquirimos, no aprendemos y no consolidamos, básicamente por una razón tan simple como la vagancia. Para evitar una autocrítica tan mundana podríamos argumentar que dicha adaptación tecnológica nos puede permitir ganar más espacio y recursos para otras tareas. Error: lo único que ha mejorado es nuestra habilidad para encontrar más información, otra razón para justificar nuestro matrimonio por conveniencia energética con Google. Seguramente la forma más tecno de perpetuar un círculo vicioso neurodegenerativo. Una potencial ventaja adaptativa que podríamos usar para ser mejores, pero la usamos solamente para hacer menos.
Suena el celular, me avisa que mañana a las 13 hs doy un seminario que aún no preparé. Agradezco y pienso ‘qué tontos estos tipos de Google que seguro usan Google para recordar la forma de manipular nuestras mentes’, y es terrible. Triste y cruel, paranóico y conspirativo, pero en una de esas no, y la culpa no es de Google, sino del que le da de olvidar.