Mentime que me gusta
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Mentime que me gusta

¿Y si todos los recuerdos son falsos?

Te bajás del avión. Hace rato que no estabas en casa. La brisa del río trae el olorcito a bondiola de la Costanera. En el primer parlante que te cruzás suena la aplanadora del rocanrol y, como si eso fuera poco, el oficial de migraciones mira la foto de tu pasaporte y te dice ‘Bienvenido, ¡estás igual!’ en perfecto castellano. Se te pianta un lagrimón. Sentís que volviste a ese lugar hermoso en donde todo es como a vos te gusta; todo encaja y tiene sentido.

Al toque te cruzás con tu ex, te ponés a discutir de política con un tachero o escuchás por ahí una conversación sobre que los zurditos esto y aquello. Algún triste evento de ese tipo te pega un patadón mental que te contextualiza y te hace escuchar la vocecita interior que te devuelve a la realidad para mostrarte que, claramente, estabas idealizando.

Esa tanguera manera de ver la vida, en la que la adolescencia fue una época linda y tranquila, el barrio era perfecto, aquella novia no parecía tan arrancacorazones y el presente siempre pierde al compararse con el pasado, es una forma de definir la nostalgia.

¿Será que idealizar el pasado y modificarlo un poco para que quede más piola cumple alguna función en nuestras vidas, además de vencer el dique del lagrimal de vez en cuando? Hay estudios psicológicos al respecto que comparan sujetos a los que se les induce la sensación de nostalgia (por ejemplo, mediante la escritura y reflexión de eventos autobiográficos), y sujetos a los que se les pide que escriban sobre un evento ordinario y cotidiano. Al evaluar estos dos grupos, el grupo melanco muestra mejor humor, menor pena existencial y aburrimiento, y disminución de la sensación de soledad, entre otras cosas.

Si en el fondo parece que nos hace bien, entonces quizás no sea tan malo retocar nuestros recuerdos. Pero, ¿quién dijo que la edición de memorias sólo adorna para mejor?

Si nuestra maquinita editora de memorias cerebral puede agregarles unas gotas de esencia de vainilla por acá y una cereza por allá a nuestros recuerdos, quizás también sea capaz de ponerle vinagre a la cerveza. Incluso esta edición podría no ser sólo un condimento sino proporcionarnos un plato entero. Quizás el hecho realmente ocurrido, en el cual se basa nuestra memoria, sea simplemente el recipiente donde nuestro editor fabrica una jugosísima ensalada de frutas. O sea que algo que estamos seguros de que pasó puede no tener casi nada que ver con la realidad.

Este proceso de retoque de la memoria es algo que se ha demostrado que puede ocurrir cada vez que un recuerdo se activa, comúnmente llamado reconsolidación, que es lo que sucede cuando evocamos algo y, después de traerlo de vuelta y jugar un ratito, lo volvemos a guardar.

En la vida cotidiana, la activación, edición y almacenamiento de la memoria alterada es lo que nos permite asociar cosas, aprender, modificar la información asociada a un concepto, lugar o hecho. En casos menos cotidianos y más imaginativos, esto mismo podría presentarse como un mecanismo generador de la sensación de déjà vu. En situaciones más complicadas podría ser responsable de delirios, síntoma propio de la psicosis. O, incluso, uno podría imaginarse una situación en la cual el testigo de un crimen identificase a la persona equivocada como el perpetrador, con total convicción de que ese muchachote pelirrojo sentado en el banquito de los acusados es el rubiecito autor del siniestro.

En los ‘90, en EEUU, hubo un auge de acusaciones legales basadas en memorias traumáticas repentinamente recuperadas. El caso más famoso es el de un hombre que fue condenado a cadena perpetua luego de que su propia hija brindara testimonio en su contra. La mujer dijo que, en 1969, su padre había asesinado a una de sus amigas. Seis años después, cuando salió a la luz que esa ‘memoria’ había sido recuperada mediante una sesión de hipnosis y las nuevas pruebas de ADN no apuntaban hacia el padre, el tipo fue exonerado.

Por suerte, casos como este no sólo dispararon el rating de los noticieros, sino que inspiraron estudios en psicología sobre la autenticidad de las memorias. O, dicho de otro modo, hasta qué punto podemos confiar en nuestros recuerdos.

En una serie de experimentos, se les presentó a los participantes cuatro eventos de su infancia, producto de información colectada de sus familiares. Después se les pedía que escribieran lo que recordaban sobre las historias y se los entrevistaba posteriormente en dos oportunidades en el transcurso de hasta cuatro semanas. Lo que no se les decía era que, en realidad, sólo tres de los cuatro eventos realmente habían sucedido, y que uno era falso e igual para todos los participantes. La historia falsa estaba basada en detalles reales brindados por los familiares (como en qué barrio vivía de chico o con quién solía ir de compras), e implicaba haberse perdido en un shopping de pibe, llorar y, de la mano de un extraño, reencontrarse con su familia. De todos los participantes, el 25% ‘recordó’ haberse perdido en el shopping, incluso relatándolo en las entrevistas. Es decir, a un cuarto de los entrevistados se les había implantado una memoria falsa.

La crítica más común a ese trabajo fue que, como es un evento creíble e inocuo, es fácil tragarse ese buzón. Pero fueron apareciendo otros estudios en los que las memorias implantadas eran, por ejemplo, casi morir ahogado y haber sido rescatado por un salvavidas, un ataque violento de un animal, o incluso haber presenciado una posesión demoníaca.

Editar nuestras memorias es lo que nos permite relacionar cosas; es decir, aprender. Es una herramienta fundamental, un poder especial que nos trajo hasta acá a través de cientos de miles de años de evolución. Pero un gran poder conlleva una gran responsabilidad.

Dudemos, que lo que a veces nos hace imaginar que todo tiempo pasado fue mejor, otras veces puede mandar en cana a alguien inocente.