Cuando áreas del cerebro antes aisladas se conectan, comienzan a ejercer una nueva función, diferente a la forjada a lo largo de la evolución. Es la modificación del cerebro a través del ambiente, específicamente de la cultura y la educación, lo que le permite realizar los cómputos necesarios que dan lugar a los comportamientos más complejos del ser humano, como la lectoescritura o, enseguida veremos, la matemática. Estas áreas ahora conectadas se reciclan, entonces, para realizar una nueva tarea y, como consecuencia, hasta pierden algo de las capacidades que antes tenían. Por ejemplo, las personas no alfabetizadas o los niños son mejores que las personas alfabetizadas en identificar, al mostrarles dos dibujos de dos caras (una que mira a la derecha y otra a la izquierda) si son o no la misma cara. En términos más generales, los niños y las personas no alfabetizadas son más rápidos y precisos en decir si un dibujo es o no una imagen espejada del otro. Esto se debe a que, por defecto, nuestro sistema visual de reconocimiento de patrones no distingue entre un objeto que mira para un lado y uno que mira para el otro −característica que, quizás, haya sido seleccionada en la evolución por lo ventajoso de entender que, si aparece un león, más vale salir corriendo antes que interpretar para qué lado está mirando−. Por eso a los chicos les cuesta tanto distinguir entre las letras minúsculas de imprenta “b” y “d”. Para ellos, son lo mismo. En cambio, cuando aprendemos a leer y escribir, aprendemos que dos imágenes espejadas no son necesariamente lo mismo, al costo de perder la capacidad de identificarlas rápidamente como la misma imagen.
Este es, entonces, el tercer concepto poco intuitivo de la neurociencia del aprendizaje, el de reciclaje neuronal: la idea de que los aprendizajes complejos se dan a través de la interconexión de circuitos cerebrales en principio aislados, permitida por la plasticidad neuronal y guiada por el ambiente −el contexto, la cultura, la educación−. Veamos otro ejemplo, el de la matemática.
Como dijimos, sabemos que, ya desde bebés, somos capaces de distinguir −aunque no necesariamente de forma consciente− el número de elementos en un conjunto con pocos elementos: si se le muestran a un bebé varias pantallas (una detrás de la otra) que lo que tienen en común es que en todas ellas hay tres elementos, aunque cambien los elementos, el brillo, el color, la forma, la distribución en la pantalla, o cualquier otra cosa, después de un rato el bebé se aburre y no mira más. Pero si aparece una pantalla con cuatro elementos, o dos, vuelve a mirar con mayor interés. Es que desde que somos muy chicos existe una parte del cerebro, ubicada en el lóbulo parietal, que se encarga de estimar números. 1Sobre estos y otros estudios acerca del cerebro y la matemática, ver el libro El cerebro matemático, de Stanislas Dehaene (Siglo XXI Editores, 2016).
Hoy sabemos que la parte del cerebro dedicada al procesamiento de números en el humano está presente también en muchos otros animales que, al igual que nosotros, son capaces de llevar adelante tareas que requieren contar cosas. Primates, mamíferos en general y hasta abejas pueden ser entrenados para, por ejemplo, buscar comida después de pasar tres obstáculos o escuchar tres sonidos. En monos incluso se detectó la presencia de neuronas que codifican números únicos: por ejemplo, una neurona que se activa siempre que el mono ve una imagen con tres elementos, o si escucha tres sonidos, o si se lo toca tres veces seguidas; una neurona que sólo se activa frente a la presencia del número tres y no de otro número, independientemente de su modalidad de presentación. Es esta parte del cerebro que procesa números la que empieza a conectarse con otras regiones −particularmente con la corteza prefrontal− cuando aprendemos matemática en la infancia. Así se recicla y empieza a realizar una función diferente a la seleccionada originalmente a lo largo de la evolución; una tarea aprendida a través de la cultura y la educación, con concentración y foco.
Los conceptos de módulo cerebral, plasticidad cerebral y reciclaje neuronal nos ayudan a entender qué tenemos en común los seres humanos; son de gran importancia práctica en muchísimas áreas, incluyendo, como veremos, la educación y la salud mental. Pero uno no puede mirar solamente la mitad del sol, así que ahora conozcamos cómo se estudia lo que tenemos de diferente; de qué maneras se busca entender la compleja interacción que existe entre genes y ambientes y que resulta en cada ser humano, con sus infinitas individualidades: nos metemos en la genética del comportamiento.