Este proyecto estudia los métodos óptimos para la persuasión. Es lo que intenta entender, por ejemplo, el marketing político o quienes estudian cómo incentivar la adopción voluntaria de políticas públicas, como en el caso de la vacunación. ¿Cómo convencemos a los padres y las madres de que vacunen a sus hijos? ¿O a los senadores para que apoyen la ley de interrupción voluntaria del embarazo?
A pesar de ser uno de los temas más investigados por la psicología experimental en los últimos años, lo cierto es que no es tanto lo que se conoce. Sabemos que las emociones juegan un papel preponderante, sabemos que solemos justificar a posteriori decisiones que tomamos por causas inconscientes que desconocemos, sabemos que los ambientes influyen mucho −y otro tanto los genes−; sabemos muchas otras cosas, pero, aun así, posiblemente nunca se descubra una fórmula para convencer a cualquier persona de cualquier cosa. Es que, si esa fórmula existiese, la podríamos aplicar para convencer a alguien de dos cosas contradictorias, por ejemplo de votar al candidato A y al B, y eso no es posible. Es como si alguien se jactara de tener la fórmula para ganar en la bolsa de valores. Esa fórmula no existe porque si existiera todos ganarían aplicándola, y la bolsa es un juego de suma cero (es decir, si hay ganadores, hay perdedores, a diferencia de otro tipo de dinámicas como la cooperación).
Lo que sí podría existir es una fórmula para convencer a las personas de ideas que son verdad, basadas en evidencias y razonamientos. No es lo mismo intentar convencer a alguien de que la Tierra es plana que intentar convencerla de que es más bien esférica. En el último caso estamos diciendo una verdad (más allá de toda duda razonable); tenemos la evidencia y los razonamientos de nuestro lado. Lo que sorprende es que aun así mucha gente no se convenza, pero esa es otra historia. 1Historia que, vuelvo a recomendar, se aborda en profundidad en Pensar con otros, de Guadalupe Nogués.
Como sociedad, si queremos que la verdad emerja y oriente nuestras decisiones sociales y de políticas públicas, debemos incentivar la libre expresión de las ideas, su libre discusión. De esta idea, la de que podemos convencernos de la verdad aun cuando entes malévolos apliquen técnicas de manipulación masiva, viene uno de los más importantes argumentos a favor de la libre expresión.
Es verdad que, en contra de la regla general, en ciertas ocasiones la libre expresión debe ser cercenada y está bien que así sea. Se suele contar un caso ocurrido en Ruanda en 1994, cuando centenas de miles de personas de la población tutsi fueron exterminadas. A través de la radio y con un discurso de odio implacable, algunos líderes tribales y religiosos llamaron a un genocidio que se pudo perpetrar gracias a que esos mensajes fueron escuchados por los responsables directos de los horrores. En ese caso, ¿no hubiera sido un acto moralmente aceptable prohibir la transmisión de esos mensajes que, inevitablemente, gatillarían un genocidio? Pero estos casos son excepciones. En nuestra sociedad asumimos que la libre expresión de las ideas es aceptable a menos que se demuestre lo contrario y, por todo lo dicho hasta acá, creo que está bien que así sea.
Hoy en día, creo, la sensibilidad para identificar cuándo debemos cuestionar esta regla tan fundamental es demasiado alta. Por ejemplo, sabemos que existe una diferencia de género grande en la mayoría de las condiciones psiquiátricas. De cada tres chicos con autismo severo, hay una chica. De cada tres mujeres deprimidas clínicamente, hay un varón. Y así con muchas otras dificultades psicológicas. Es absolutamente razonable suponer que estas diferencias entre varones y mujeres tienen un correlato neuronal (aunque, como dijimos, se puedan deber exclusivamente a cuestiones ambientales como la cultura, la crianza y la educación). Por eso, quienes estudian estas diferencias intentan entender las diferencias estructurales y de funcionamiento entre los cerebros del varón y la mujer.
Para enfrentar este desafío de la psiquiatría, se han realizado en los últimos 10 años muchos estudios sobre las diferencias entre el cerebro del varón y el de la mujer. La gran mayoría de los científicos y científicas que publicaron estos trabajos se identifica como progresista; están lejos de ser supremacistas blancos o machirulos encubiertos. Sin embargo, con el argumento de que hablar de diferencias en el cerebro alimenta la reacción política y puede ser usado por sexistas y antiderechos, se suele defender la idea de que no hay que tocar estos temas y se ataca a estos investigadores e investigadoras. Para quienes nos identificamos con las ideas progresistas, elegir no hablar sobre ciertos asuntos de la neurociencia o la genética puede ser totalmente contraproducente; corremos el peligro de dejar esta conversación en manos de sectores reaccionarios y sexistas que podrían utilizar estos conocimientos falazmente para justificar su ideología (de hecho, muchas veces lo hacen). Además, pienso, es como si en el siglo pasado no hubiésemos querido hablar sobre teoría de la relatividad o física cuántica, dejándoles esa capacidad de asombro, fascinación y transformación del mundo a los racistas del momento.
En resumen, pienso que, aunque no es tanto lo que sabemos sobre cómo las personas son persuadidas, la libre expresión de las ideas es el mejor camino que conocemos para que las verdades emerjan y sean aceptadas, incluso las verdades morales.
Hasta ahora hablamos sobre los prejuicios y sesgos de cada uno de nosotros a la hora de abordar asuntos delicados como los que venimos tratando. Son temas profundos y constitutivos de nuestra visión del mundo y de lo humano. Comenté y elaboré sobre algunas confusiones que creo que existen al respecto, sin ahondar demasiado en las causas históricas, políticas o sociales que dieron origen a este estado de situación. Sin pretender profundizar sobre estas causas ni minimizar la importancia de su estudio, en el siguiente y último capítulo, propongo que, en parte, y sólo en parte, esta situación podría deberse, también, a razones de orden más bien filosófico y evolutivo que nos impulsan instintivamente a negar el estudio científico de la mente humana y sus bases materiales.