/ Tabú
Capítulo 11.1

El axioma fundamental de la neurociencia cognitiva

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Pienso que el miedo a una vida sin propósito, sin posibilidad de trascendencia, puede estar íntimamente ligado a la resistencia a una visión crítica y escéptica de la naturaleza y de la mente humana.  

Hay un axioma fundamental de la neurociencia cognitiva: el de que existe un correlato neuronal único para cada fenómeno mental, para cada pensamiento, emoción o sentimiento. Cada estado mental se corresponde con un estado en el mundo físico, el mundo de los átomos, las moléculas, las neuronas, el espacio y el tiempo. Existe, plantea este axioma, un isomorfismo entre estos dos mundos: el mundo de la mente (propio, subjetivo e inefable) y el mundo objetivo (compartido y común a todos). 

El psicólogo estadounidense Steven Pinker señala que, cuando el físico y premio Nobel Francis Crick −descubridor de la estructura en doble hélice del ADN junto con James Watson, Maurice Wilkins y Rosalind Franklin− tituló su libro sobre el estudio del correlato neuronal de los fenómenos mentales La hipótesis extraordinaria, muchos científicos se burlaron. Es que tanto nos hemos acostumbrado quienes trabajamos en el área a esta idea que a veces olvidamos o desestimamos su profundidad, su maravilla, su misteriosa calidad de extraordinaria. 

Aristóteles creía que el cerebro era un radiador de calor. Descartes creía que, en la glándula pineal −una estructura en el centro del cerebro−, se daba la conexión entre el mundo de la mente, regido por sus propias leyes, y el mundo natural en el que viven nuestros cuerpos. Para graficar la visión cartesiana de la relación entre mente y cuerpo, entre materia y consciencia, se suele dibujar a un hombrecito, un homúnculo, sentado dentro de la glándula pineal mientras recibe órdenes del mundo de las emociones y los sentimientos, el mundo inmaterial de la consciencia, y en base a esas órdenes jala las palancas y poleas que mueven nuestro cuerpo y producen nuestro comportamiento. Descartes era consciente de que, si postulamos la existencia de un mundo inmaterial o una consciencia inmortal que nos constituye e interfiere en nuestro comportamiento y nuestras decisiones, entonces, en algún lugar del cerebro, algo debía comportarse no de acuerdo a las leyes de la física y de la química, sino del mundo mental inmaterial, leyes a las que no tenemos acceso y que son en principio incognoscibles (a esto se lo suele llamar “dualismo cartesiano”).  

El isomorfismo entre el mundo de la mente y algún aspecto a descubrir del mundo natural está lejos de ser obvio. Pero hoy la hipótesis “extraordinaria” de un correlato físico del cerebro y del cuerpo para cada fenómeno mental es adoptada como axioma fundamental de trabajo por la neurociencia cognitiva. Este proceso, pienso, es bastante común en ciencia: la teoría de la relatividad, por ejemplo, fue percibida como extraordinaria, asombrosa y poco intuitiva en sus comienzos (¿a quién no le hubiera parecido un delirio al principio?), pero luego de observar una y otra vez su validez en infinidad de contextos, la asumimos como ley, como axioma para explicar el universo a gran escala. De la misma manera, a medida que vamos descubriendo los correlatos neuronales de innumerables procesos mentales, es sabio y confiable admitir, más allá de toda duda razonable, el hecho de que nuestra consciencia tiene un correlato en el mundo físico.

Pero es difícil aceptarlo. Esta dificultad se presentó ante mí en todo su esplendor cuando, en uno de los diarios de mayor circulación en Argentina, salió una nota sobre las diferencias en el cerebro de hombres y mujeres y se armó un gran revuelo. Muchas personas sostuvieron que creer que existe una diferencia entre los cerebros de hombres y mujeres es sexista. Pero si en varios aspectos los varones y las mujeres nos comportamos en promedio diferente −cosa sobre la que hay vasta evidencia (por ejemplo, las mujeres tienen, en promedio, mayor desempeño en el reconocimiento de emociones y en la fluencia verbal y los varones, en rotación mental y la estimación de porcentajes)−, ¿cómo podríamos no tener sistemas nerviosos también estructural o funcionalmente diferentes en promedio? ¿Acaso hay un mundo sobrenatural que gobierna nuestro comportamiento y se comunica con el nuestro haciendo que las mujeres y los varones se comporten diferente? ¿Cómo se puede sostener la idea de que nuestros cerebros no son diferentes sin abrazar una concepción esotérica y dualista de la naturaleza? 

Creo que aún no terminamos de aceptar esta hipótesis extraordinaria; a algunas personas las impacta y hasta las entristece. No es para menos. Es difícil no aferrarse a la intuición cartesiana. Las razones son, sospecho, en buena medida inconscientes, instintivas, más bien filosóficas y de origen evolutivo. Creo que tienen que ver con cierto temor a una vida nihilista sin propósito. Por un lado, como quien piensa que explicar el arcoiris le roba su magia, muchas personas sienten que, si la “hipótesis extraordinaria" fuese cierta, se perdería la belleza del ser. Por otro lado, implicaría la imposibilidad de trascendencia: la explicación científica de la mente nos enfrenta directamente con nuestro miedo a la muerte. Estos dos aspectos se manifiestan también como temas tabú, ya no en un sentido moral, sino más bien filosófico. 

A menudo (y esto es algo que, me parece, nos sucede más frecuentemente a los varones) aparece cierto pudor a sensibilizarnos respecto a temas relacionados con la belleza del universo, las maravillas de la vida o el misterio de la existencia. Quiero explicar mejor estas reflexiones, y para ello me pondré un poco cursi y más personal. Pero si hablamos de temas tan fundamentales, ¿cómo no hacerlo?

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