Considero que la conversación sobre el papel de la biología en nuestras capacidades, dificultades, personalidades o susceptibilidades a diferentes condiciones es un tópico inaplazable que no estamos atendiendo de forma abierta y responsable como sociedad. Creo que en buena medida lo que existe es desconocimiento y confusión sobre qué dicen y qué no dicen áreas como la genética del comportamiento o la psicología evolutiva sobre la naturaleza humana. Esto genera, a su vez, desconocimiento y confusión sobre qué nos dicen estas ciencias acerca de cómo deberíamos organizarnos en sociedad, qué leyes, normas y códigos morales debemos establecer y cómo definir lo que permitimos o no hacer.
El enredo es también generado justamente por esa falta de conversación. Es un bucle, un feedback en el que la confusión hace que no charlemos y la falta de conversación genera más confusión. Destilando esta espiral, pienso que el problema radica, en buena medida, en el desconocimiento y la confusión en torno a cómo la ciencia, la moral y la sociedad se relacionan entre sí, en general, y en particular a luz de los últimos descubrimientos de la biología moderna. Considero muy necesario romper ese bucle, comenzar a dar a conocer estos conocimientos masivamente y generar una conversación plural al respecto. Contribuir al desarrollo de esa conversación es la principal razón de ser de este ensayo, y lo que me motivó a investigar, reflexionar y escribir sobre algunos de estos desafíos actuales o inminentes.
En esta conversación (y en todas), creo que nuestra búsqueda no debe ser la de tener razón o no en tal o cual tema, sino que lo importante es el desarrollo de las ideas. Es que el cerebro es una máquina que construye realidades individuales, para cada uno indistinguibles de la realidad exterior, la del mundo que todos compartimos. Las personas, todas, estamos sesgadas de alguna u otra manera y no vemos el mundo como es, sino a través de filtros perceptuales y mentales; filtros que, para complejizar aún más el asunto, son diferentes en cada persona. 1Sobre el cerebro como máquina que construye la realidad, recomiendo el maravilloso libro La vida secreta de la mente, de Mariano Sigman.
Por eso la necesidad de expresar las ideas, de conversarlas, porque una vez expresadas, ya no pertenecen a sus autores ni son esclavas de sus sesgos. De ahí la importancia de compartirlas y de su libre expresión. A través del escrutinio colectivo, utilizando ideas “de otros”, poniéndolas a prueba ante diferentes desafíos, mirándolas desde distintas perspectivas, las ideas que mejor se aproximan a la realidad van emergiendo y se transforman en parte del conocimiento colectivo del momento. Acá ofrezco, entonces, “mis” ideas. Como diría el filósofo brasileño Rubem Alves, acá planto las semillas de mi más alta esperanza.
Para llevar adelante esta conversación, intentaré apegarme a lo que los académicos estadounidenses Francis-Noël Thomas y Mark Turner llaman “el estilo clásico de escritura”, inventado, según ellos, por los escritores franceses del siglo XVII, como Descartes o La Rochefoucauld 2Thomas, F. N., y Turner, M. (2011). Clear and Simple as the Truth: Writing Classic Prose. Princeton University Press.. La metáfora guía de este estilo clásico es la de procurar ver el mundo, no explicarlo: quien escribe ve algo e intenta orientar la mirada del lector hacia allí, para que lo vea “con sus propios ojos”. Este estilo asume que la verdad puede ser conocida, y no es lo mismo que el lenguaje que la revela: la prosa es una ventana hacia el mundo; el propósito de la escritura es la presentación, y su motivación, la verdad desinteresada. El estilo clásico deja en claro que el escritor ve el mundo desde una de las perspectivas posibles, entre muchas otras; perspectiva que le parece bella, asombrosa, interesante o útil, pero perspectiva al fin. Creo que es un estilo que fomenta una conversación más que una discusión, lo cual es un objetivo central de este proyecto.
Como dijimos, necesitamos conocer sobre genética y neurociencia para poder decidir de forma informada cómo regular sus aplicaciones. Este conocimiento es una herramienta fundamental para intentar establecer las normas que nos lleven a mejores sociedades. Hace unos años tuve la suerte de entrevistar al ingeniero de la NASA Miguel San Martín, jefe del mítico Laboratorio de Propulsión a Chorro. Miguel es argentino y se fue a vivir a Estados Unidos de muy joven. No conoció a Carl Sagan, pero sí trabajó con muchos de sus colaboradores más cercanos. En esa charla me contó, fuera de cámara, que la idea de hacer Cosmos se le ocurrió a Sagan luego de una conferencia de prensa que dio en nombre de la NASA y de la cual se fue afligido porque sintió que nadie lo entendía. “Necesitamos que se conozca más sobre estos temas”, pensó. Pienso lo mismo, hoy en día, sobre las ciencias del comportamiento humano. Si logro con este libro una mil billonésima parte de lo que logró Sagan con Cosmos, daré por cumplido su objetivo.
Pero antes de sumergirnos en estos revolucionarios conocimientos, necesitamos definir hacia dónde vamos a dirigirnos. ¿Qué queremos (¿debemos?) hacer, en términos morales, con lo que sabemos y sabremos sobre el mundo y sobre nosotros mismos? En definitiva, necesitamos dialogar en búsqueda de acuerdos elementales acerca de lo que entendemos por “sociedades mejores”.
En el siguiente capítulo intentaré compartir mi visión acerca de cómo podríamos reducir incertidumbres en este sentido. Lejos de desestimar la enorme complejidad que encierran estos asuntos o de insinuar soluciones generales o cristalizadas, creo indispensable que conversemos abiertamente acerca de cuál queremos que sea nuestro horizonte.