Capítulo 0.2

Prólogo

12min

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Todas las personas vamos a recordar el año 2020 de manera especial. Cuando digo todas, me refiero a todas. No hubo lugar en el mundo donde no se sufrieran los efectos de la COVID-19. En el futuro, las nuevas generaciones nos verán como los sobrevivientes de una de las pandemias más grandes y dañinas de la historia de la humanidad. Tendremos nuestros recuerdos más o menos dramáticos que compartir, pero cuando me pregunten a mí, probablemente les diga que fue el mejor momento para ser psiquiatra y dirigir una institución de salud mental: en medio del caos social, económico y sanitario, a mí y a mi equipo nos fue increíblemente bien. Algunos llegaron a pensar que yo tuve algo que ver con este desastre. Mi instituto, el Centro Integral de Salud Mental Argentino (CISMA), y Zoom serán tremendamente sospechosos por varios años. Por supuesto, que nos vaya bien a quienes nos dedicamos a la salud mental es algo que no deseo, ya que eso implica un escenario de muchísimas personas sufriendo, entre las que también estamos mis allegados y yo mismo. 

Pero, ante la imposibilidad de cambiar el curso de la Historia, solo queda aprender de ella. Mientras todos los esfuerzos se concentraban en detener el avance imparable de ese pedazo minúsculo de materia que llamamos SARS-CoV-2, por lo bajo se estaba gestando una bomba que no vimos venir. El miedo generado por un microorganismo desconocido, el confinamiento y la fragmentación social, la incertidumbre en torno a la duración del fenómeno y el enfrentamiento a desafíos para los que no teníamos preparación alguna pusieron en evidencia el enorme contraste entre la importancia que tiene la salud mental para nuestro bienestar y la poca atención que le prestamos tanto a nivel individual como social en términos del tiempo y los recursos invertidos en mantenerla y mejorarla. Durante la pandemia, aumentaron los casos de depresión y ansiedad, el consumo de sustancias y las adicciones en general, la ideación y los intentos suicidas, y la violencia familiar y de género, entre otros problemas. Más allá de las cifras que cobraron relevancia pública por su gravedad, también hubo un incremento (difícil de cuantificar) en el malestar general cotidiano: es bastante obvio que el encierro en casa todo el día puede ser desequilibrante. Quedó claro que, con frecuencia, no tenemos a mano las herramientas necesarias para lidiar con estas situaciones. 

Creo que la pandemia fue un catalizador que amplificó la carencia de habilidades psicológicas en la mayor parte de las personas. Muchos de los desafíos psicológicos que se nos presentaron a partir de marzo de 2020 ya estaban latentes en nuestra vida anterior: el estrés laboral y el de la vida hogareña, la ansiedad que causa la inestabilidad económica, el debilitamiento de los lazos sociales y comunitarios en los que solemos apoyarnos, la hiperestimulación de las nuevas tecnologías, la falta de descanso por la sobreexigencia de la vida contemporánea. Dicho de otro modo, en todos los niveles, en cada esfera de la sociedad, día a día, vimos afectada nuestra salud mental. Pero comencemos desde el principio: ¿qué es la salud mental?

Llamamos salud mental al estado de equilibrio interno que nos permite desenvolvernos con armonía en la sociedad. Dicho estado no es estático, sino dinámico, ya que puede ir y volver dependiendo de las circunstancias de la vida. Las habilidades cognitivas y sociales, la capacidad de reconocer, expresar y modular las propias emociones, así como de empatizar con los demás, la flexibilidad y la capacidad de hacer frente a los acontecimientos adversos y de funcionar en los roles sociales, y la relación armoniosa entre el cuerpo y la mente representan componentes importantes de la salud mental. Componentes que contribuyen, en diversos grados, al estado de equilibrio interno. Sin embargo, la salud mental está también moldeada por las circunstancias en las que vivimos. Es bien sabido que el estrés físico y psicológico de la cotidianidad al que están sometidas las personas de los sectores más vulnerables (en situación de pobreza, inmigrantes, minorías étnicas y disidencias) es la causa de la mayor prevalencia de problemas de salud mental observada en estas poblaciones.  

Lamentablemente, y a pesar de la importancia que tiene, la educación emocional y el cuidado integral de la salud mental no forman parte activa de la agenda política ni de la currícula de la mayor parte de las instituciones educativas. Como resultado, muchos adultos tienen severas dificultades para entender su propia experiencia interna y reaccionar habilidosamente ante sus desafíos. Creemos, por ejemplo, que la tristeza o el enojo son malos. A esto se agrega una fuerte crisis comunicacional, basada, en buena medida, en esta incapacidad para entendernos, cada quien a sí mismo, pero también a las demás personas (muy notable entre padres/madres e hijos/as adolescentes). Además, hay muchos mandatos sociales y formas de ver la vida que, nos guste o no, condicionan nuestras emociones y comportamientos. Frecuentemente, estas reglas que se transmiten de generación en generación nos modelan por dentro, a pesar de sus consecuencias negativas. Por ejemplo, aún sigue muy incrustada en nuestra sociedad la cultura del “sentirse bien", y la vemos reflejada en creencias como “si querés, podés” y estereotipos como “los hombres no lloran”, entre muchas otras. Todas estas ideas suelen tener efectos colaterales nocivos. ¿Por qué? Porque simplifican realidades que en el fondo son complejas. 

Aunque resulte extraño pensarlo así, lo cierto es que una causa muy importante del sufrimiento humano es la evitación de las emociones (como la tristeza, el enojo o la culpa). Es decir, el fenómeno por el cual una persona no está dispuesta a permanecer en contacto con sus experiencias interiores y trata desesperadamente de alterar la forma o la frecuencia en que estas aparecen. Las emociones tienen funciones concretas para nuestra supervivencia, y nuestros intentos de controlarlas, ya sea con medicación, cigarrillos, redes sociales o golosinas son por lo general en vano y hasta contraproducentes. ¿Qué tan útiles son nuestros intentos de control? ¿Cuántas veces quisimos olvidar algo y no hacíamos más que evocarlo? ¿Cuántas veces intentamos obligarnos a dormir y eso nos genera insomnio? Esto se denomina actualmente la paradoja del control: si no lo querés, lo tenés. 

Por otro lado, las emociones pueden ser complejas. Lo que es efectivo, útil, a corto plazo, puede ser dañino en el largo plazo. Si bien el miedo o el estrés nos permiten huir, evitar y/o afrontar eficazmente amenazas y resolver problemas con rapidez mediante una activación de nuestro organismo, la exposición crónica al estrés genera una serie de cambios neuroquímicos que pueden generar mucho daño en nuestra salud. De la misma manera, mientras que la tristeza es una emoción que nos puede ayudar a procesar una pérdida irreparable, una persona triste que se aísla puede desarrollar depresión. Además, la intensidad de las emociones varía entre personas. Algunas son tranquilas y casi inmutables, y otras pueden tener comportamientos autoagresivos o incluso llegar al suicidio debido a la dificultad para atravesar estos estados. 

Una adecuada educación emocional nos debería permitir notar cuándo es necesario aceptar el sufrimiento como parte de la vida y cuándo resulta innecesario. El sufrimiento en general es algo inevitable en la vida humana, y todos lo sentiremos cada vez que perdamos algo que nos importa. Además, ser un padre responsable y amoroso, una amiga empática y presente, e incluso una estudiante aplicada implica lidiar con emociones que tienen sufrimiento asociado (preocupación, ansiedad, angustia o frustración). Atravesar ese proceso es parte de vivir una vida valiosa. Pero la otra forma de sufrimiento humano, el innecesario, que representa una gran parte de todo el sufrimiento que padecemos, se debe a nuestra falta de habilidades para manejar las experiencias que vivimos. Las historias que nos contamos en la soledad de nuestras conciencias sobre los hechos que vivimos condicionan la percepción que tenemos de la realidad, adornando la experiencia y, en muchas ocasiones, echándole sal a las heridas. La psicología contemporánea y la educación emocional nos brindan las herramientas necesarias para cuidarnos en el viaje, para aceptar las emociones como parte de la vida, y a la vez manejarlas efectivamente para no sufrir sin sentido.

Quizás te resulte extraño que estas palabras provengan de un psiquiatra: por lo general se espera que un profesional de mi área resuelva todo haciendo recetas. Por supuesto, como médico, acepto el hecho de que los psicofármacos son herramientas poderosas que pueden ayudar mucho y mejorar la calidad de vida de las personas (y hasta prevenir muertes) cuando están bien indicados. Pero también considero que frecuentemente nos convertimos en un quiosco de pastillas, clasificadores de las personas y jueces de la normalidad. En este sentido, el paradigma clásico de salud-enfermedad no aplica de la misma manera a la salud mental. Ver, por ejemplo, la depresión como una enfermedad similar a la neumonía, en la cual solo se requeriría de medicación (antidepresivos) para su resolución, no ha demostrado ser un enfoque muy efectivo. Afortunadamente, este paradigma está cambiando gracias a una mejor comprensión de la psiquis humana y de la integración de diversas disciplinas. En este sentido, la inclusión de la filosofía ha vuelto más humanista a la psicología científica. 

En un principio, las ramas de la psicología que estaban en el paradigma empírico, principalmente el conductismo de Watson y Skinner, solo se dedicaban al estudio de la conducta observable. Partían de ese punto en respuesta a las corrientes psicológicas que exploraban el inconsciente, y buscaban desarrollar una psicología más practicable o medible. Esta es la llamada primera ola. Pero, más allá de sus buenas intenciones, tenía algunos problemas: consideraba los pensamientos o creencias como algo que estaba dentro de una “caja negra”, algo con lo que no era posible hacer ciencia, y tenía una visión incompleta del lenguaje humano. Luego, a finales de la década de 1970, surgió la terapia cognitiva-conductual de la mano de Aaron Beck, que intentó comenzar a trabajar con los pensamientos y su influencia en las emociones y la conducta. Esta es la denominada segunda ola

El punto de quiebre, el que nos trae finalmente hasta este libro, ocurrió en la segunda mitad de la década del 90. Un estudio muy importante realizado por el psicólogo Neil Jacobson en el año 1996 demostró, realizando un análisis de los componentes de las terapias, que la terapia cognitivo-conductual de la depresión era igual de efectiva para el manejo de este cuadro que la terapia puramente conductual. Este estudio fue también replicado en otras partes del mundo. Esto llevó a una vuelta al conductismo, pero sabiendo también que era necesario afrontar desde una perspectiva científica cuestiones como el sentido de la vida, la felicidad y el lenguaje. Así nacieron las nuevas psicoterapias (denominadas terapias de la tercera ola), como la terapia de aceptación y compromiso (ACT, por Acceptance and Commitment therapy), la terapia dialéctico conductual (DBT, por Dialectical and Behavioural Therapy) o cualquier modelo basado en mindfulness (conciencia plena). 

Estas terapias están construidas sobre los cimientos sólidos de las neurociencias y las ciencias psicológicas, que nos brindan un modelo cada vez más integral sobre la conciencia humana, lo que nos permite desarrollar estrategias para cambiar la relación que tenemos con nuestras emociones y pensamientos, así como nuestras reacciones ante su surgimiento, y canalizar de forma saludable estas emociones. A su vez, las terapias de la tercera ola nos brindan un marco filosófico para afrontar los vaivenes de la vida, dejar de negar nuestro mundo interior y conectarnos con nuestras emociones y pensamientos, por más incómodos y desagradables que sean. En este proceso, nos vamos haciendo personas cada vez más sabias, fuertes y habilidosas.

Por supuesto, la vida no se trata solo de surfear la ola del sufrimiento. Todos los seres humanos buscamos el bienestar en menor o mayor medida. Sin embargo, como mencioné anteriormente, en nuestra cultura existen mandatos erróneos (como “estamos en la vida para divertirnos”, “hay que poner más voluntad” o “pensá en positivo”) que generan aún más sufrimiento que la aceptación misma de la realidad de nuestro mundo interno. De acuerdo a los descubrimientos realizados en la disciplina de la psicología positiva, el verdadero bienestar y lo que nos motiva a vivir es estar alineados con nuestros valores, alcanzar nuestras metas (que a veces pueden acompañarse o no de emociones agradables) y vivir una vida valiosa.

A lo largo de este libro te voy a ofrecer herramientas teóricas y prácticas basadas en las terapias de la tercera ola. Si te resultan de utilidad, vas a poder: (1) definir tus problemas de una manera más precisa, entender cómo motivarte y generar cambios en tu vida; (2) notar pensamientos y emociones y el modo en que te afectan, ser consciente del contenido de la mente y de las reglas arbitrarias que muchas veces la rigen; (3) aceptar la realidad y tus emociones tal cual son, entenderlas, sabiendo que son parte de una vida llena de sentido, y que brotan muchas veces de los mismos valores que nos mueven; (4) esclarecer tus propios valores como nuevos contextos o reglas libremente aceptadas que ahora dan sentido a nuestra conducta y al sufrimiento que a veces tenemos que afrontar; y (5) identificar y entrenar habilidades sociales para mejorar la relación con tus vínculos y tu entorno en general. Parece un montón porque es un montón. Pero al final del día son objetivos relativamente sencillos, al alcance de cualquier persona que quiera estar un poco mejor y esté dispuesta a probar una nueva forma de lograrlo. 

Conocer nuestras debilidades y fortalezas, entender cómo somos y aprender a gestionar nuestras emociones son procesos clave. Constituyen habilidades fundamentales para desarrollar resiliencia en un mundo cada vez más cambiante e incierto debido a las tecnologías disruptivas y a una crisis ecológica que ya llegó y en principio solo parece que vaya a empeorar. Lamentablemente, el cuidado de la salud mental aún no es un derecho conquistado en nuestra sociedad, y la mayor parte de la población se enfrenta a grandes dificultades para acceder a profesionales e instituciones de salud mental debidamente capacitados.

Este libro no reemplaza la ayuda profesional cuando sea necesaria. Pero confío en que sirva por lo menos como una humilde contribución al objetivo de brindar una aproximación al cuidado de la salud mental con herramientas de eficacia comprobada.