La invención del lobby

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El primer cultivo transgénico comercialmente disponible fue el tomate Flavr Savr, desarrollado por la empresa Calgene en la década de 1990. Sus semillas fueron alteradas con el propósito de retrasar el proceso de maduración y descomposición de los tomates, y así aumentar su tiempo de vida útil, y facilitar su transporte y distribución a larga distancia. La idea era interesante porque el tomate es un cultivo que madura muy rápido, y en consecuencia una proporción importante de la cosecha termina tirada a la basura. Pero el tomate Flavr Savr no tuvo la aceptación esperada entre los consumidores y fue retirado del mercado en 1997. Aun así, el experimento sirvió de inspiración para aplicar la ingeniería genética para otros propósitos. Monsanto, en asociación con la empresa biotecnológica Nidera, no demoró en desarrollar una semilla capaz de tolerar la toxicidad del glifosato, lo que permitía aplicar el herbicida en cualquier momento sin lastimar los cultivos. En 1996, un año antes de que Monsanto comprara Calgene, se aprobó la soja RR (por Roundup Ready, lista para el glifosato) en Estados Unidos y varios países del mundo como Argentina, México, Brasil, Uruguay, Paraguay y Sudáfrica. 

Junto con la incorporación de la siembra directa, el nuevo paquete tecnológico simple, económico, rentable e increíblemente efectivo terminó facilitando y automatizando aún más el trabajo de los productores, y lo convirtió en lo que es hoy: en lugar de pasar el tractor con el arado y los discos varias veces por el campo para eliminar las malezas y dejar lista la tierra para sembrar las semillas, ahora basta con aplicar herbicidas para matar las malezas un tiempo antes de realizar la siembra. Luego, con unas máquinas especiales, las semillas transgénicas se inyectan directamente en el suelo, y se fumigan nuevamente cuando las plantas ya están crecidas para asegurar la ausencia total de la competencia. 

Monsanto no demoró en patentar otros cultivos tolerantes al glifosato, y en los años siguientes lanzó al mercado sus nuevas semillas de maíz, algodón (que llevó a la India), canola, alfalfa y caña de azúcar. Por su conveniencia, la utilización del glifosato no se vio limitada a los cultivos transgénicos, sino que también se extendió a todos los cultivos comerciales a gran escala como el trigo, la cebada cervecera, el girasol y el sorgo. Con estas tecnologías, la agricultura se expandió como nunca en lugares donde antes no había arados ni cosechadoras. El año previo a la comercialización de la soja RR, la producción global de glifosato estaba sólo en manos de Monsanto y era de unas 56.000 toneladas. Pero en el año 2000 la patente del herbicida expiró y muchas empresas comenzaron a sintetizarlo, y la producción global aumentó a 1,7 millones de toneladas para 2020 (un aumento de treinta veces). En el mismo período de tiempo, la superficie de cultivos transgénicos pasó de 1,7 millones de hectáreas a 185 millones de hectáreas. Dada su versatilidad y la predilección por el glifosato, actualmente la superficie fumigada con el herbicida representa al menos el 20% de los 1400 millones de hectáreas que están ocupadas con cultivos a nivel global.

El glifosato fue considerado por algunos como el herbicida ideal debido a su supuesta inocuidad y alta efectividad, y su descubrimiento fue puesto al mismo nivel que el de la penicilina. Pero también tuvo sus detractores desde que se comenzó a comercializar: durante los últimos quince años, surgió una masa creciente de personas preocupadas por los efectos (potenciales o comprobados) causados por su aplicación a gran escala. Y con el tiempo, la controversia no hizo más que acentuarse: mientras que los habitantes de las zonas rurales y los movimientos sociales denunciaban un aumento en los casos de cáncer, otros aseguraban que eso era imposible, porque la sustancia supuestamente era biodegradable y actuaba específicamente sobre las plantas y no sobre los animales. Diferentes profesionales de la salud se sumaron al reclamo y destacaron otros problemas, pero los fabricantes respondieron con más de 800 estudios toxicológicos hechos en animales que aseguraban que el glifosato no causaba cáncer, ni defectos de nacimiento, ni daños en el ADN, que no tenía efectos sobre los sistemas nervioso e inmunológico y que tampoco producía trastornos endocrinos o problemas reproductivos. El conflicto escaló aún más con las diferentes declaraciones por parte de algunas organizaciones. En el año 2015, la Agencia Internacional de Investigación sobre el Cáncer (IARC) lo clasificó como “probablemente cancerígeno para los seres humanos” 36Significa que existe suficiente evidencia en animales para sugerir que la sustancia puede causar cáncer en los seres humanos, aunque la evidencia en estudios humanos es limitada.., y un año después la Agencia de Protección Ambiental de Estados Unidos (EPA) dijo que “no es probable que el glifosato sea cancerígeno para humanos en las dosis utilizadas”. La polarización del debate llevó a que se hicieran acusaciones de sesgos ideológicos de un lado y del otro. Pero unos años después, se publicó un análisis que expuso la verdadera causa por la que ambas agencias habían llegado a conclusiones diametralmente opuestas. El motivo más importante era que mientras que la EPA se basaba en reportes de calidad realizados por los mismos fabricantes (de los cuales el 99% no encontraba efectos negativos), la IARC había utilizado como insumo estudios publicados en revistas científicas (de los cuales el 70% sí encontró efectos negativos).

Ninguna agencia ni organismo es inmune a la influencia de las empresas y los intereses particulares de nadie, pero el lobby realizado por Monsanto se destapó rápidamente unos meses después de publicado el artículo. Después de la publicación del informe de la IARC en el 2015, cientos de personas litigaron en contra de Monsanto por tener (ellas mismas o algún ser querido) una forma específica de cáncer con la que se asoció al glifosato (el linfoma no-Hodgkin).38Se trata de un cáncer del sistema linfático que, curiosamente, fue la causa de muerte de Norman Borlaug. A pedido de la Corte Suprema de Estados Unidos, Monsanto tuvo que abrir el acceso a la documentación que circulaba dentro de la compañía, incluyendo correos electrónicos. Lo que encontraron fue escandaloso: Monsanto había desarrollado una campaña en contra del informe de la IARC para influir sobre la opinión pública y proteger la reputación de su producto estrella. La estrategia consistió en pagarles a científicos renombrados para que firmaran, como autores, estudios escritos por personas que eran empleadas de Monsanto. Dentro de algunos de estos se encuentran los cinco artículos publicados durante el año 2016 que afirmaban al unísono que el glifosato no causaba cáncer, todos ellos utilizados por la EPA como insumo para sus declaraciones. También se encontró que un estudio muy importante, publicado en el 2000, que decía que el glifosato no causaba problemas a la salud, también había sido elaborado por “escritores fantasmas” y firmado por un científico respetado, lo cual develaba que la estrategia se utilizaba desde hacía muchos años. Lo cierto es que si el producto fuese tan inocuo como dicen, no existirían motivos para mentir e influenciar sobre la opinión pública. Sin embargo, al igual que sucedió en el pasado con el plomo, el asbesto, el cloruro de vinilo y el tabaco, la evidencia en torno a los efectos sobre la salud y el ambiente que causa el glifosato se acumuló a lo largo de los años y ya no puede ser escondida. En 2018, Monsanto fue comprada por Bayer. El Roundup sigue siendo ampliamente utilizado en los campos del mundo.