La belleza no se mancha

6min

Cada cosa que siento

mueve la sombra de la luna en el mar,

el Universo se agita, oscuro, dentro mío.

Lía Herrera, En las esquinas del viento

Una de las razones por las que, sospecho, el dualismo cartesiano es tan atractivo puede tener que ver con la creencia de que la ciencia le quita belleza a las cosas: a las flores, al atardecer, al amor, a nuestras emociones, a nuestra mente; cierta sensación de que, al tratar de entender el mundo, vamos a destejer el arcoiris, a embarrar la magia de la naturaleza. Por el contrario, muchas personas creemos que el conocimiento agrega, más que resta, excitación, asombro, fascinación y maravilla a los fenómenos del universo. 

Al mismo tiempo, creo que existen ciertas experiencias que, a falta de una mejor palabra, seguimos llamando “místicas” o “espirituales”, pero que son posibles sólo gracias al conocimiento. Por ejemplo, yo podría mostrarles una remera que es una réplica exacta, átomo por átomo, de la remera que usó Maradona en el legendario partido de los dos goles a los ingleses. Sería impresionante, pero no sería lo mismo que mostrarles la remera que usó, la verdadera, la original. El conocimiento de la historia de esa remera hace que nos relacionemos con ella de forma diferente y nos permite construir experiencias mentales que no puedo sino llamar “espirituales” hasta que encontremos una mejor palabra para describirlas. El conocimiento hace que nos relacionemos diferente con el mundo que nos rodea, sea con una remera, con las otras personas, con la naturaleza o con el cosmos. 

Uno de los recuerdos más hermosos que viví fue en 2011, en Cabo Polonio, Uruguay, donde solía pasar mis veranos de más joven. Es un cabo rodeado de mar, pero con una particularidad que lo hace único en el continente: tiene dirección norte-sur. Esto hace que se pueda apreciar tanto la salida del sol, por el este, como su puesta, por el oeste, ambos sobre el mar, de uno u otro lado del Cabo.

Ese año había terminado de leer el libro Los ojos de la mente, de Oliver Sacks, donde relata los casos de personas que nacen ciegas de un ojo. Aunque de grandes, por una cura o cirugía, podían empezar a ver con ambos ojos, difícilmente conseguían ver en tres dimensiones (no tenían visión estereoscópica). Es cierto que en dos dimensiones podemos tener fuertes sensaciones de tridimensionalidad, gracias a los trucos que pintores y dibujantes usan desde hace siglos, pero nada se compara con la sensación que nos ofrecen los anteojos 3D en el cine. Hoy, sin embargo, distintas técnicas cognitivas permiten que estas personas puedan ver en tres dimensiones, al menos en parte. En el libro, Sacks relata la enorme belleza que perciben estos adultos al tener sus primeras vivencias tridimensionales. Ver la lluvia en 3D es una experiencia maravillosa, nos recuerdan. Pueden pasar horas viendo las gotas caer, asombrados, perplejos. Y Sacks cuenta una escena que me quedó guardada en el corazón: meterse al mar de noche y ver noctilucas flotando en 3D, como un éxtasis espiritual.

¿Qué son las noctilucas? Organismos unicelulares, fluorescentes, que brillan en el mar y están desparramados en la playa. En Cabo Polonio, a veces, en condiciones adecuadas, florecen las noctilucas. Yo las vi por primera vez en 2011. Me acerqué a la playa, en medio de la oscuridad del cielo (no hay luz eléctrica en el Cabo), moví la arena, que comenzó a brillar intensamente, para luego apagarse, y me sentí en otro planeta. El brillo de la espuma de las olas se veía en la noche oscura, como lámparas de neón efímeras que se formaban, deformaban y desaparecían en una danza continua. Fueron unos segundos pero creo que lloré; no sabía que se podía llorar de tanta belleza. Hoy, sospecho que, al menos en parte, fue el conocimiento dado por el libro de Sacks sobre la naturaleza biológica de las noctilucas, sobre la percepción del espacio en 2D o en 3D, lo que me permitió sentir semejante emoción. O, como mínimo, amplió las cualidades y la intensidad de esa experiencia. 

La idea de que existen ciertas experiencias hermosas y hasta espirituales que sólo el conocimiento científico permite es lo que trato de transmitir en los shows de humor y ciencia que hago regularmente en el Paseo La Plaza de Buenos Aires. Me permito compartir una parte del guión que escribí adaptando un texto del youtuber Philhellenes:

Los números no son sólo prácticos, o divertidos como hoy. Los números nos ayudan a fascinarnos, a preservar nuestra capacidad de asombro. Para que me entiendan lo que les quiero decir, déjenme contarles algo que me pasó hace unos días. Fue acá cerca, pero lejos de las luces de la ciudad. Estábamos en un campo, festejando, cuando decidí salir a caminar para tomar un poco de aire fresco. Y después de algunos momentos de disfrutar de la oscuridad, noté que esa noche podía ver el resplandor de mi mano, algo que no había podido hacer las noches anteriores. Entonces miré hacia arriba, esperando encontrarme con el resplandor de la luna llena. 

Pero la luna no estaba. En su lugar, había una larga nube brillante. Los romanos le decían “la Vía Galáctica” (la vía de la leche), nosotros le decimos “la Vía Láctea”. Y si se preguntan cómo es que los números pueden asombrarnos, déjenme recordarles algunos datos. Sabiendo que un año luz equivale aproximadamente a 9 millones de millones de kilómetros (9 billones de kilómetros), nuestra galaxia tiene un diámetro de 100.000 años luz. Nuestro sol está ubicado a unos 26.000 años luz del centro de la galaxia y tarda de 200 a 250 millones de años en dar una vuelta alrededor de ese centro. Por encima y debajo del disco esférico, en una aureola esférica, existen unos 200 cúmulos estelares, que pueden contener hasta un millón de estrellas cada uno.

Estos números son esenciales para comprender qué es una galaxia, pero cuando la contemplamos, una parte de nuestra mente protesta, como si no pudiera ser así. Y, sin embargo, un examen de las evidencias muestra que es así. Y si agarran esa conclusión, a la que llegamos con ciencia, con números, con conocimiento, y la llevan con ustedes en una noche clara y despejada, pueden ver algo que les cambie la vida: lo que van a ver es cómo se ve una galaxia desde adentro, desde los suburbios de nuestro sol. Con binoculares, por cada estrella que pueden ver con sus ojos a simple vista, pueden ver otras 100, todas flotando en una nube de polvo azul grisáceo. Y con un telescopio, modesto, si esperan a que sus ojos se acostumbren a la oscuridad, van a ver qué es, en realidad, ese polvo: más estrellas, perdiéndose en lo que se parece al infinito.

Pero tenés que tener el conocimiento, tenés que conocer los números. Esa noche, hace unos días, yo conocía la escala de las cosas. La inmensidad del tiempo y del espacio cósmico, la gigantesca gravedad y las energías monumentales. Y entonces, cuando conocés, es como si el universo te dijera: “¿Tenés idea de lo que soy? ¿Cuán grande soy? ¿Cuán viejo soy? ¿Podés siquiera comprender lo que soy? ¿Y qué sos vos en relación a mí?”. Cuando conocés suficiente ciencia podés simplemente sonreírle al universo y decirle: “Maestro, yo soy vos, yo soy un pedazo del universo”. Cada átomo de nuestro cuerpo nació en el interior de una estrella que tuvo que explotar y morir para que nosotros podamos vivir. Todos somos hijos de una estrella que explotó. Todos somos hijos de una supernova.