Los congresos y simposios científicos posiblemente no sean el lugar donde uno espera emocionarse hasta el llanto. Pero una vez, una conferencia académica me robó una lágrima. Fue viendo una presentación de la doctora en Psicología Beatriz Diuk. Me pasó después de que mostrara cómo logró que una chica que estaba en séptimo grado y no sabía leer ni escribir (vivía desde primer grado en un orfanato) aprendiera en un período de tres meses a hacerlo a la par de sus compañeros de la misma edad. Enseguida, una señora grande, que (expresó) llevaba décadas como maestra de primaria, intentó hacer una pregunta, pero se le quebró la voz y no puedo seguir por la emoción. Pidiendo disculpas, se excusó en que ella nunca había visto algo así en toda su carrera. Nos emocionamos todos. Fue algo conmovedor.
Los métodos que aplica Beatriz fueron desarrollados a lo largo de los últimos años por una comunidad internacional de investigadores e investigadoras (de la cual ella es parte y ha contribuido con aportes originales) y son un ejemplo claro de cómo las ciencias de la educación y la psicología, aliadas a la neurociencia y la biología, pueden mejorar la vida de millones de personas.
Hace un tiempo, conversando con algunos de estos investigadores, me contaron algo que es un buen ejemplo de eso a lo que me refiero cuando digo que negar el componente genético de los rasgos cognitivos humanos genera sufrimiento innecesario y les deja servido un fuerte argumento en contra del progresismo a los más reaccionarios y al oscurantismo. Resulta que estos investigadores e investigadoras, que siempre se consideraron progresistas, fueron durante años duramente criticados por el mismo progresismo bajo la acusación de ser reduccionistas, biologicistas, cientificistas, positivistas y cómplices del neoliberalismo, por la simple razón de que participaban de un esfuerzo mundial de investigación que tenía en cuenta, también, aunque no solamente, el componente biológico del aprendizaje. Eso era sin dudas, para muchas personas, sinónimo de querer perpetuar y justificar la pobreza diciendo que los pobres son naturalmente menos inteligentes. Durante años los gobiernos progresistas los atacaron; irónicamente, fue el gobierno de Mauricio Macri, un gobierno que difícilmente alguien identifique como progresista, el que aumentó algunos de los fondos para poder aplicar estos métodos.
Y estos métodos funcionan. Por suerte, a pesar de la resistencia de lo que estos mismos investigadores llamaron el “progresismo retrógrado”, a lo largo de la última década y en todo el mundo se hicieron investigaciones científicas sobre el aprendizaje de la lectoescritura. Gracias a esto, hoy conocemos mejor las bases psicológicas y neurobiológicas del aprendizaje de la lectoescritura, y se han desarrollado métodos que mejoran la vida de millones de chicos y chicas en todo el mundo, sobre todo de los más vulnerables.
Los métodos no ofrecen, por supuesto, soluciones mágicas, generales y definitivas, pero funcionan, y muchas veces no se aplican por prejuicios contra ellos, por no querer mirar la evidencia científica, por perderse en debates teóricos rimbombantes que no se contrastan con la realidad y no evalúan nada, y quedan en eso, en la teoría. Que un chico o una chica terminen hoy en día la escuela primaria sin saber leer y escribir es, creo, una tragedia personal y una vergüenza nacional.
¿Y cómo sabemos que los métodos funcionan? Porque los ponemos a prueba. No hay otra forma de averiguarlo. Para saber qué funciona y con quién, hay que hacer estudios, idealmente controlados y aleatorizados; es decir, investigaciones que comparen diferentes grupos de personas separadas de forma aleatoria (al azar). Un estudio controlado aleatorizado (en inglés, randomized controlled trial, RCT) es un tipo de experimento que se usa para conocer el efecto de cierta medicina o intervención sobre un grupo de personas. El nombre se debe a que, en estos estudios, se divide a los participantes en por lo menos dos grupos, uno denominado “de tratamiento” y otro, “de control”. Esta división es realizada al azar para eliminar cualquier sesgo a la hora de separar a las personas. El grupo de tratamiento recibe una medicina o intervención diferente a la del grupo de control, que recibe algún tipo de placebo o intervención ya comprobadamente eficiente. Luego se comparan los resultados de los dos grupos. Si el de tratamiento tuvo un resultado mejor que el de control, se considera que la medicina o intervención tuvo un efecto positivo.
En educación, este tipo de estudios controlados no son costumbre, y es algo que siempre intento señalarles con cariño a los docentes cuando me invitan a dar charlas en congresos y talleres; les transmito mi asombro con un ejemplo concreto: hace ya algunos años, muchos colegios en Argentina comenzaron a enseñar a los chicos y chicas a sumar en horizontal, no en vertical como a la mayoría de nosotros. La idea es que eso ayuda a organizar el pensamiento a la hora de entender cómo proceder. Podría ser cierto, es una teoría como mínimo verosímil. Ahora bien, cuando uno pregunta qué unidad, dependencia o persona del Ministerio de Educación u otro organismo pertinente se encargó de medir si quienes aprendieron a sumar en horizontal lo hicieron mejor o más rápido que el resto, se encuentra con que esa unidad, dependencia o persona no existe. ¿No es esto muy llamativo? A miles y miles de chicos, a centenas de miles de chicos se les empieza a enseñar de forma alternativa a la tradicional algo tan fundamental como la aritmética elemental, ¿y nadie se encarga de evaluar si funcionó o no?
Creo que una mayor conciencia sobre la necesidad de investigar con rigor científico todos los factores que constituyen el aprendizaje contribuiría a la mejora de la educación, empoderando a los y las docentes. No es que los estudios aleatorizados y controlados sean la única forma de avanzar; no siempre es posible hacerlos, pero necesitamos evaluar las propuestas utilizando la mejor evidencia disponible. Se podría generar un círculo virtuoso entre medir y publicar los resultados y el diseño de actividades y juegos para el aula. Se podría crear colectivamente un inventario de intervenciones en constante revisión y actualización. En mi concepción, cada vez que un docente prueba una nueva forma de explicar un concepto o de enseñar algo básico está, consciente o inconscientemente, haciendo un experimento, en el buen sentido de la palabra. No en el sentido de usar a los chicos como ratas de laboratorio, sino en el de estudiar y evaluar de forma colectiva y sin dogmatismos la mejor forma de enseñar y aprender.
Los estudios bien controlados a gran escala permiten estudiar qué tipo de intervención es óptima para cada persona. Por ejemplo, un estudio reciente que se llevó a cabo en la India con miles de estudiantes de escuelas primarias, hecho por un grupo de universidades entre las cuales están las de Oxford y Stanford, demostró que el ábaco (la antigua calculadora oriental) es una buena herramienta para aprender conceptos numéricos básicos como la suma y la multiplicación, pero sólo para estudiantes que tienen una buena memoria visoespacial. 1Barner, D., Alvarez, G., Sullivan, J., Brooks, N., Srinivasan, M., & Frank, M. C. (2016). “Learning mathematics in a visuospatial format: A randomized, controlled trial of mental abacus instruction”. Child Development, 87(4), 1146-1158. Fue sólo un estudio, hecho en la India, así que no estamos seguros de si lo mismo aplica en otros países o culturas. Pero valga como ejemplo del tipo de evaluación que, me parece, debemos realizar. En Argentina, mediante estudios que usan métodos similares, diversos investigadores del CONICET, como la Dra. Andrea Goldín y el Dr. Sebastián Lipina, junto con el resto de sus equipos, investigan técnicas para mejorar el aprendizaje en matemática y, junto con el equipo del Dr. Diego Golombek, hasta cuestiones asociadas al horario óptimo en que los adolescentes aprenden. El Dr. Fabricio Ballarini, especialista en educación, realiza junto con su equipo este tipo de experimentos y logró probar con rigor que recordamos mejor si al aprender estamos asombrados. Estos son sólo algunos pocos casos; hay muchos más y ojalá haya muchísimos otros en un futuro próximo.
Desarrollar intervenciones controladas y aleatorizadas no es simple, ni lo es la estadística necesaria para el análisis de los datos, pero tampoco es nada del otro mundo, y creo que, si realmente queremos mejorar la educación, este es el lenguaje que tenemos que aprender. No es que no existan otras formas de evaluar la efectividad de un método. Existe, por ejemplo, el análisis de “experimentos naturales”, en donde se comparan métodos que ya se implementan en diferentes regiones, sin necesidad de crear grupos de control aleatorizados (es decir, grupos a los que no se les aplique la intervención que se quiere ensayar y otros a los que sí); incluso hay métodos provenientes de la epidemiología. Entendiendo cómo funcionan los estudios controlados y aleatorizados podemos analizar mejor las limitaciones de cada método y conocer sus alcances. En cualquier caso, siempre se requiere una evaluación.
Los actores fundamentales en este avance van a ser los y las docentes, ya que son quienes saben mejor que nadie qué podría o no funcionar. Uno de mis sueños es que se genere un proyecto colectivo que involucre a los docentes de todo el país y que, de esta manera, a través de innumerables evaluaciones −muchas de las cuales serían controladas y aleatorizadas−, vayamos avanzando hacia métodos de enseñanza mejores y más humanistas, que tengan en cuenta la individualidad de cada persona. Hay políticas públicas, como la de las vacunas, que en base a muchas discusiones y evidencias han logrado consolidarse, fundamentarse en un consenso, por unanimidad. ¿Por qué no hacer lo mismo con la educación?