Capítulo 9.2

Fecundación in vitro y modificación de genes en embriones

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Reconocer el hecho fundamental de que nuestras decisiones deben basarse en las verdades científicas sobre el sufrimiento y el bienestar de seres sintientes es el comienzo de la discusión, no su final; nos sirve, de forma más o menos directa, como principio ordenador para abordar dilemas morales como los que recién señalamos (pastilla del día después, investigaciones con células embrionarias, aborto y muerte digna). Pero en otros asuntos su aplicación práctica no es tan inmediata. Por ejemplo, de todos los desafíos morales que la ingeniería genética plantea, el más urgente de resolver, el que desvela por las noches a más de un genetista, es el de regular la fecundación in vitro y la inseminación artificial, incluyendo los bancos de óvulos y esperma. Dijimos que ya se permite el análisis genético para la detección de algunas enfermedades, y abordamos el dilema de si deberíamos poder elegir o no entre todos los espermatozoides o los embriones fecundados, los de mayor puntaje poligénico para el nivel educativo o el deporte. Pero debemos tener mucho cuidado en creer que con responder esas preguntas el tema quedará saldado; sólo abriremos más preguntas que también es necesario responder: ¿construiremos políticas internacionales unificadas para esto? ¿Deben cubrir los gastos de estos tratamientos las obras sociales? ¿Qué mediciones vamos a permitir hacer sobre los óvulos fertilizados para decidir cuál implantar en el útero?

Es un dilema parecido, aunque no igual, al dilema sobre si vamos a permitir la manipulación, a través de técnicas para cortar y pegar genes, de alelos en el embrión −algo que quizás pueda hacerse en un futuro no tan distante− o en óvulos fecundados in vitro. Esto último es lo que el científico chino He Jiankui hizo ilegalmente y anunció al mundo en noviembre de 2018. He Jiankui fue condenado a tres años de prisión por mutar un gen en los embriones de dos gemelas antes de implantarlos en el útero de la madre. 

Cuando hizo el anuncio las gemelas ya habían nacido: el mundo se enteró de un día para el otro de que ya existían los primeros humanos de diseño. Dijo que lo hizo para modificar un gen que protegería a las gemelas de contraer HIV. No parece un objetivo inmoral. ¿Por qué no vale? No vale porque la técnica todavía no se ha estudiado lo suficiente, por lo que no sabemos, por ejemplo, si no causa mutaciones indeseadas, y porque tampoco estamos seguros de que mutar ese gen no tenga otras consecuencias colaterales más allá de protegerlas contra el HIV. 

Pero si se pudiera hacer de forma segura, si se pudiera modificar el gen que queramos en los embriones humanos y esas mutaciones, en muchos casos, no conlleven daños colaterales, ¿permitiríamos que se haga? ¿En qué casos? ¿Acaso no podría ser este el primer paso hacia una sociedad como la de Un mundo feliz, de Aldous Huxley, donde los humanos nacen diseñados para tareas específicas? ¿Cómo vamos a evitar que estas técnicas se transformen en lo que podría ser el mayor amplificador de desigualdad social que haya existido? ¿Cómo las vamos a regular? ¿Vamos a prohibirlas y ya?

Volviendo al dilema de la elección de óvulos fertilizados para decidir cuál implantar en el útero, este asunto es, además de complicado, mucho más urgente que el de la modificación de genes en embriones, porque ya se puede hacer sin peligro para la persona gestante ni para su descendencia. Es el dilema que mencioné en el primer capítulo y que plantea la posibilidad real de que en unas pocas décadas exista una distopía parecida a la representada en la película Gattaca. Tecnológicamente estamos listos para leer el genoma de cualquier embrión fertilizado in vitro. Hoy en día, decenas de miles de personas en todo el mundo nacen a través de esta técnica. ¿Vamos a permitir, por ejemplo, que se use el puntaje poligénico de diferentes embriones desarrollados a partir de la fecundación asistida para elegir al que supuestamente tiene más chances de ir a la universidad? ¿O al que supuestamente tiene más chances de ser crack en el fútbol? Si un país no lo permite pero el país vecino sí, ¿qué hacemos? ¿Estamos teniendo las conversaciones necesarias sobre estos asuntos? 

Como ya mencioné, antes de la implantación hoy ya se hacen pruebas para detectar miles de alteraciones provocadas por mutaciones raras. Si una persona gestante puede saber con un test que el embrión desarrollará malformaciones y no nacerá, o que morirá poco después del nacimiento con dolores intratables, a todos nos parecerá más o menos razonable que realice ese test y no elija ese embrión, sino que elija implantar alguno de los tantos otros disponibles. ¿Por qué lo permitimos cuando es para detectar óvulos fertilizados que desarrollarán ciertas enfermedades −y, en consecuencia, sufrimiento− y no para detectar óvulos con un bajo puntaje poligénico para el deporte o la matemática? De nuevo, ¿dónde está el límite? ¿Cómo establecerlo?

Es importante notar que lo que permitamos o no depende de lo que es posible o no hacer. Si los genes no tuviesen nada que ver con las capacidades cognitivas, deportivas o artísticas, no habría mayor problema en permitir que se decida en base a ellos, porque de todas formas la selección no produciría ningún resultado, no habría manera de que un grupo de humanos comience a ser más atlético o “inteligente” que otro que no pueda o no quiera acceder a las técnicas para seleccionar embriones. El escenario de la película Gattaca sería imposible en ese caso. Pero no lo es. 

Si me preguntaran, una de las ideas fundamentales de este proyecto (este libro) es que conocer sobre neurociencia y genética es necesario para poder regular sus aplicaciones. El avance del conocimiento y de la tecnología siempre implica desafíos tanto éticos como legales y regulatorios, propios y particulares, dados por la naturaleza de esos conocimientos y las potencialidades de esas tecnologías. No podemos no hablar sobre el componente genético de los rasgos, no podemos no hablar sobre los descubrimientos de la genética del comportamiento. Creo que no hacerlo es no sólo un error desde el punto de vista de nuestro conocimiento sobre la naturaleza, sino además peligroso e inmoral, ya que nos expone potencialmente como sociedad a un incalculable nivel de sufrimiento evitable. 

El punto exacto sobre hasta dónde llegan las mediciones que vamos a permitir hacer sobre los óvulos fertilizados depende de qué es posible hacer o no con esas mediciones. Es difícil decidir el punto exacto y de ninguna manera pretendo tener la respuesta; ni siquiera sé si hay una sola respuesta correcta. Pero vale subrayar que la discusión debe ser sobre qué reglas producen un mundo con menos sufrimiento, no sobre la sacralidad o no de tales cosas basada en textos de edades antiguas. En ese sentido es que sostengo que el debate sobre la investigación con células embrionarias o el aborto en las primeras semanas después de la concepción es, en un sentido, más trivial y fácil de resolver cuando lo enmarcamos correctamente: si el óvulo fecundado no sufre ni siente, según el principio de igualdad, no tiene intereses que debamos tener en cuenta (situación que se torna más evidente aún, como ya dijimos, cuando el resguardo de estos intereses inexistentes implica la desconsideración de los intereses reales de las personas gestantes). 

Este otro debate −el de las mediciones que vamos a permitir en óvulos fecundados in vitro antes de ser implantados− es más indirecto, pero eso no quiere decir que no se tenga que dar utilizando los mismos principios de minimización del sufrimiento y maximización del bienestar. El hecho de que sea difícil establecer qué reglas producirían una sociedad con menos sufrimiento y que no puedan hacerse experimentos controlados con dos sociedades iguales en donde aplicamos diferentes regulaciones para estudiar su impacto en el sufrimiento y bienestar de estas sociedades no implica que el debate no deba desarrollarse en términos de la plausibilidad teórica de los diferentes escenarios y el sufrimiento que generarían, orientados por lo mejor del conocimiento disponible. En ese sentido, podemos nuevamente hacer una analogía con la pregunta de si la economía debería ser proteccionista o librecambista. Aunque no podamos hacer un experimento en el que tengamos dos Argentinas (o el país desde donde estén leyendo esto), una proteccionista y otra librecambista, la discusión debe sin dudas darse en términos de evidencias y razonamientos sobre qué pasaría en los dos casos, en términos científicos. Es un ejercicio de imaginación basada en evidencia.

Veamos otro dilema moral y cómo podemos encuadrarlo bajo estos principios. Es un experimento mental interesante porque la mayoría tenemos una fuerte intuición al respecto. Imaginemos que cinco personas necesitan un trasplante de órgano, pero cada una de un órgano diferente. Una necesita un trasplante de corazón, otra de riñón, otra de pulmón, y así. ¿Por qué no permitimos, por ejemplo, que el Estado haga un sorteo entre la población saludable para ver quién será sacrificado como donante, y así mejorar la vida de las otras cinco personas? ¿Acaso, bajo el principio de la minimización del sufrimiento, no estaríamos haciendo algo moralmente correcto, disminuyendo el sufrimiento de cinco personas y familias, frente al de una persona y una familia? Intuitivamente, sentimos que tiene que haber algo de equivocado en ese razonamiento, pero ¿qué es?

En mi opinión, lo que está detrás de ese rechazo es válido: en una sociedad con esta dinámica, creo que habría mucho más sufrimiento; por innumerables razones, desde el miedo a ser sorteados al hecho de que ser más saludables podría ser una desventaja, ya que si no sos saludable, no servís para el sorteo. Se me ocurren infinidad de razones para creer que una sociedad así generaría más sufrimiento. 

Más allá del lugar hacia donde nos lleven las conversaciones particulares sobre la moral, la pregunta es por el cómo. Si no pensamos estos problemas en esos términos científicos, partiendo de la búsqueda de la minimización del sufrimiento, ¿en qué nos basaríamos? ¿Cómo podríamos justificar y argumentar que no se establezca la regla del sorteo? ¿Citando libros sagrados? ¿Imitando sin cuestionar lo que hubieran hecho nuestros antepasados? ¿Siguiendo el consejo de una persona a la que se le ha revelado de manera inefable la mejor manera de encarar este escenario? Creo que cuando explicitamos este tipo de preguntas e intentamos abordarlas de manera honesta y abierta, se transparenta que, aunque las respuestas provenientes del abordaje a través del principio de igualdad y del estudio del sufrimiento de seres sintientes puedan ser múltiples, complejas e incluso desconocidas, los enfoques a través de la religión, la revelación o la tradición están lejos de ser la mejor manera de conversar sobre este tipo de cuestiones. 

Las respuestas a las preguntas que nos hagamos intentando imaginar, basándonos en evidencia, los diferentes futuros posibles serán difíciles o imposibles de obtener, pero la discusión debe basarse en el hecho de que asumimos que debe haber una respuesta a la pregunta, por más que no la tengamos. Esto es, de hecho, lo que ocurre con muchas preguntas. Por ejemplo, ¿cuántos pájaros hay ahora volando en el aire sobre la Ciudad de Buenos Aires? O ¿cuántos “te amo” se dirán hoy en Latinoamérica? El hecho de que nunca vayamos a saber la respuesta no quiere decir que no podamos mantener una conversación asumiendo que esa respuesta existe, y que nos podemos aproximar a ella mediante argumentos con diferentes grados de plausibilidad teórica. 

Volviendo a los dilemas morales planteados por la selección de embriones fecundados in vitro, el ejercicio que necesitamos hacer respecto a cómo regular esto es el de imaginar cómo serían las diferentes sociedades con diferentes legislaciones, de forma análoga al ejercicio de imaginar cómo serían las sociedades con la regla del sorteo. Intentemos imaginar cómo serían estas sociedades y actuemos acordemente. 

Al momento, mi opinión es que, si permitiéramos elegir el embrión de acuerdo al puntaje poligénico para la “inteligencia” o el deporte, podríamos generar sociedades como la de Gattaca, y es por eso que, por ahora, lo prohibiría. Me parece positivo que se use el puntaje poligénico si es para evitar enfermedades o vidas de mucho dolor, pero no para que mis hijos tengan, desde sus condiciones iniciales, más chances de ir a la universidad que otros. Es lo que pienso hoy, pero sé que es un tema complicado y creo que puedo cambiar de opinión, siempre y cuando la discusión se base en el sufrimiento y el bienestar que generarían las diferentes regulaciones.  

Quisiera, en este punto, destacar dos cuestiones que me parecen importantes. La primera tiene que ver con un sesgo cognitivo que, en mayor o menor medida, todas las personas tenemos, y es el sesgo de omisión. Básicamente, ante ciertos dilemas tendemos a preferir un acto de omisión sobre un acto de acción, incluso si el no actuar genera el mismo daño o más que haber actuado. Es decir, aunque las consecuencias puedan ser las mismas, tendemos a juzgar como peores (desde un punto de vista moral) las acciones que generan determinado daño en comparación con las omisiones que generan igual o mayor daño. 1Un ejemplo clásico lo podemos encontrar en el “dilema del tranvía”, que tiene muchas versiones. En este experimento mental, se plantea lo siguiente: un tren sin frenos avanza por una vía hacia dos personas que se encuentran atadas a ella. Es posible accionar una palanca que desvía el tren hacia otra vía, en donde hay una sola persona caminando. Podemos salvar a las dos personas atadas accionando la palanca, lo cual indefectiblemente provocará la muerte de la persona que camina por la otra vía. ¿Accionar la palanca es correcto o incorrecto? A pesar de que el número de víctimas fatales al accionar la palanca es menor, muchas personas preferirán no hacerlo, precisamente porque a veces juzgamos como peores las consecuencias de nuestras acciones en comparación con el resultado de nuestras omisiones. En nuestro caso, el peligro es que la omisión del Estado y la sociedad en la regulación sobre la manipulación genética pueda crear condiciones para el desarrollo de grandes desigualdades sociales, entre otros posibles riesgos.   

El otro punto se relaciona con otro sesgo, y es nuestra dificultad para pensar a largo plazo, para atender cuestiones que quizás no tienen consecuencias urgentes o inmediatas, pero que pueden tenerlas en el futuro si no las abordamos más temprano que tarde. Esta limitación es común tanto a nivel individual (tener una alimentación no saludable, no protegerse del sol) como colectivo (cambio climático o, más recientemente, la pandemia más grande en la historia de la humanidad). Creo que de todas las cosas que debemos aprender a partir del virus que modificó de una día para el otro la vida de miles de millones de personas, una de las más fundamentales es la importancia de no esperar a que los eventos que sabemos que tarde o temprano ocurrirán sucedan. Por el bienestar (y hasta la supervivencia) de la humanidad, creo que habernos estrellado contra este acontecimiento es una oportunidad única para reflexionar acerca del valor de los expertos y expertas y de la ciencia a la hora de establecer prioridades y mejorar nuestros sistemas de organización política y social.