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Entre mediados del siglo XVIII y finales del siglo XX, el descubrimiento de nuevos elementos se produjo a un ritmo más o menos constante. Los químicos del momento se la pasaban disolviendo algunas cosas por aquí, calentando otras por allí, y haciendo explotar algo por allá. Cada dos o tres años, la suerte los encontraba trabajando y un elemento nuevo hacía su aparición. Pero no fueron sino los intentos de hallar un orden más o menos lógico para este nuevo conocimiento lo que orientó los esfuerzos de esta gente, haciendo que, por momentos, el ritmo se volviera mucho más vertiginoso.
Uno de los primeros obsesionados con este tema fue Antoine Lavoisier, quien allá por el 1789 −aprovechando que todavía tenía la cabeza unida al resto del cuerpo− publicó su Tabla de sustancias simples, compuesta por 33 “elementos” (incluyendo, entre otras cosas, la luz, el calor y distintas tierras, que luego resultaron ser mezclas de más de un elemento). De repente, la química se volvió viral, como si algo se hubiera desbloqueado. En los años siguientes, nuevos elementos se daban a conocer uno tras otro cada unos pocos meses. Aunque despacito, con el correr del tiempo y el paso de la moda, la voracidad por encontrar alguno nuevo fue disminuyendo.
Tuvieron que pasar exactamente 80 años para reavivar la llama. En 1869, el ordenamiento sistemático de los elementos publicado por Dmitri Mendeléyev (con 63 para ese momento) impulsó un frenesí por descubrir elementos nuevos que no se veía desde hacía casi un siglo. Toda la comunidad científica surfeando una segunda ola de bonanza de la química. Sin embargo, la mayor genialidad de este ordenamiento estuvo en los agujeros que dejó, en su predicción del lugar que iban a ocupar cosas que todavía no se conocían. Su mayor genialidad y su mayor problema, claro. Porque ¿a quién le vendemos un rompecabezas al que le faltan piezas? Quizás pudiendo deducir algo a partir del hueco que dejan las que están alrededor, pero sin saber bien si la pieza que toca es una parte de cielo, puente, castillo, o globo aerostático.
Un poco habrá ayudado el descubrimiento del galio al llenar el hueco del elemento que le seguía al aluminio (eka-aluminium) y del escandio como el que le seguía al boro (eka-boron). Pero la tercera fue la vencida. Fue el germanio (eka-silicium) el que hizo su aparición triunfal y le dio el golpe de gracia a quienes no terminaban de comprar la propuesta de Mendeléyev. Porque tan buenas fueron sus predicciones sobre las propiedades del germanio, tan cerca estuvieron de las características que encontró Clemens Alexander Winkler cuando lo aisló en 1886, tanto se parecían los valores esperados a los experimentales, que a la comunidad científica no le quedó otra que tomar a Dmitri muy en serio.
Hoy en día, 150 años después de la primera tabla de Mendeléyev, se llenaron todos los huecos e incluso se agregaron más elementos de los predichos originalmente. Y ya se conocen 118. Alrededor del mundo, distintos grupos de investigación están en carrera para sintetizar el 119. Este elemento inaugurará la octava fila de la tabla periódica y nos acercará a una nueva e hipotética isla de estabilidad de elementos superpesados. Una región oscura y algo mágica donde suceden cosas raras. Según cuenta la leyenda, podría existir una buena cantidad de elementos radioactivos monstruosos pero particularmente estables. No sólo lo suficientemente estables como para ser detectados por algún valiente surfista que se aventure por esta tenebrosa isla, sino también con alguna potencial aplicación práctica. ¿Será que se viene una tercera ola? Por las dudas, yo siempre salgo con mi tabla.