Sustancias psicoactivas: de alimento y medicina a condimento cognitivo
Si rebobinamos la historia humana a los ojos de la evolución, podemos llegar hasta la aparición de los mamíferos, hace unos doscientos millones de años. Esto no quiere decir que en algún momento hayamos montado Velociraptors (la aparición del Homo sapiens ocurrió decenas de millones de años después de la desaparición de los dinosaurios) sino que, como especie que forma parte de los mamíferos, podemos establecer ahí un comienzo para nuestro cuento.
Durante cientos de millones de años de evolución, se seleccionaron en hongos y plantas armas que les permitieron a estos organismos defenderse de los mamíferos y otros depredadores (aunque también pudo haber sido por otras causas). Algunos de estos mecanismos de defensa resultaron ser sustancias que imitan la estructura de los neurotransmisores, se unen a los receptores del cerebro de los mamíferos y son capaces de alterar su conciencia, motivo por el cual se las denomina “sustancias psicoactivas”.
Esta relación de coevolución (es decir, evolución conjunta) entre hongos, plantas y sus predadores mamíferos puede ser rastreada hasta mucho tiempo antes de que aparecieran los primeros seres humanos capaces de usar herramientas, hace unos 2,5 millones de años (Homo habilis). Eso se explica al observar la capacidad de las sustancias psicoactivas naturales de generar reacciones fisiológicas parecidas a las de los neurotransmisores endógenos que tienen los animales (incluyendo a los humanos), aun siendo sustancias químicas a veces dramáticamente diferentes.
Pero para entender el significado del uso de sustancias psicoactivas en los ambientes ancestrales, es necesario sacarnos de la cabeza el concepto occidental y moderno de “drogas”, que nos hace imaginar esas sustancias empaquetadas y procesadas en forma de cigarrillos, pastillas y hasta
Muchos circuitos neuronales y receptores fueron descubiertos mediante el uso de sustancias psicoactivas en modelos animales de laboratorio, como los receptores nicotínicos, opioides y cannabinoides.
polvos que aparecen en la tele en los típicos operativos policiales. Estos productos no existían en los entornos de las culturas antiguas. Las drogas eran simplemente partes o extractos de plantas y hongos y, por lo tanto, se consumían como alimento o medicina, tal como lo sugieren los estudios etnobotánicos realizados en comunidades cazadoras-recolectoras de la actualidad. Los Hausa de Nigeria consumen como alimento la mitad de las plantas que utilizan para tratar problemas gastrointestinales (107 en total). En otro continente, de 2600 plantas utilizadas por los nativos norteamericanos, 1200 son de uso medicinal exclusivo, 750 son usadas sólo como alimento y 680, de ambas maneras (Etkin y Ross, 1982).
Como vimos en el capítulo “Evolución de las sustancias psicoactivas en la Naturaleza”, las sustancias psicoactivas son el producto de un sistema químico de defensa ante los predadores (y quizá de otras funciones, como la comunicación). Entonces, resulta extraño que los humanos, como predadores de los vegetales, podamos “ignorar” las señales de toxicidad con el fin de consumir plantas y hongos con compuestos potencialmente letales sin ningún beneficio nutricional aparente. Es razonable,
Los alcaloides de las plantas y hongos son sintetizados a partir de los aminoácidos tirosina y triptófano. Este último es un aminoácido esencial para la construcción de proteínas, por lo que el consumo de estos compuestos podría haber sido beneficioso en términos nutricionales.
al menos, sospechar que quizás existió alguna ventaja que equilibrara la balanza a favor del consumo de sustancias potencialmente peligrosas. Al igual que en todos los animales, el consumo de plantas y hongos con contenido de sustancias psicoactivas por parte de los seres humanos se inició probablemente con fines alimenticios, quizás imitando el comportamiento de otros animales. Esta idea no resulta extraña cuando entendemos las propiedades nutricionales de muchas plantas que poseen sustancias psicoactivas, como las hojas frescas de Coca (Erythroxylum coca): 100 gramos de esta sustancia contienen cantidades mayores a la dosis diaria recomendada de calcio, fósforo, hierro, vitaminas A, B2 y E; o el Khat (Catha edulis), una planta estimulante que se consume en el este de África y que posee abundantes cantidades de vitamina C y del complejo B.
Sin embargo, el “uso medicinal” de las plantas empezó mucho antes de que aparecieran los humanos. Está bien documentado que los mamíferos consumen plantas para mejorar su salud y bienestar (como cuando los gatos o perros comen pasto), en un proceso que se llama automedicación o farmacofagia. La lógica es similar a la de tomar cualquier medicamento: tratar una condición patológica, ya que ciertas sustancias tóxicas pueden ayudar en el mantenimiento y recuperación de la salud cuando son ingeridas en la dosis y en el contexto adecuado (Masi y otros, 2012).
Un ejemplo claro de lo anterior es la ingestión de nicotina. Si bien es conocida por los fumadores por su capacidad de mejorar el rendimiento y la concentración así como el estado de ánimo, los herbívoros la utilizan desde hace muchísimo más tiempo como una forma de eliminar parásitos intestinales. Esta también es una tradición observada en varias culturas. En un estudio realizado en una comunidad cazadora-recolectora de la República Democrática del Congo llamada “Aka”, se intentó poner a prueba la hipótesis de que el uso recreacional de plantas neurotóxicas ayuda a combatir los parásitos. Los miembros de esta comunidad tenían la particularidad de consumir grandes cantidades de tabaco de manera recreacional, pero a su vez también tenían altas tasas de infecciones con helmintos debido a las estupendas condiciones ambientales para que los parásitos se reprodujeran. Los investigadores encontraron que, a mayor concentración sanguínea de cotinina (metabolito de la nicotina), la presencia de gusanos intestinales era menor, así como la tasa de reinfección luego de un tratamiento con antibiótico (Roulette y otros, 2014). Como menos parásitos intestinales siempre es mejor que muchos, ahí podría estar la ventaja del consumo de nicotina (en el tabaco) como medicina en esa población.
Las sustancias psicoactivas y el surgimiento de las religiones
Cuando el linaje humano desarrolló un cerebro y una conciencia compleja con capacidad para aprender sobre las propiedades particulares de las plantas −ya sea por su dimensión curativa o por su capacidad psicoactiva−, la finalidad del consumo también se orientó hacia distintos fines.
Al igual que en los herbívoros, el humano contó con una presión de selección positiva al controlar y regular la ingesta de una amplia gama de sustancias psicoactivas. De esta manera, nuestros ancestros podrían haber consumido de forma regular y con conocimiento pequeñas dosis de sustancias potencialmente letales, soportando los efectos adversos como el sabor amargo o las náuseas, para fines completamente diferentes al nutricional o medicinal, como por ejemplo, fines espirituales o religiosos (Hagen y otros, 2013). El uso ritual de sustancias psicoactivas capaces de inducir trances mediados por experiencias desagradables se mantiene incluso en la actualidad en muchas culturas del mundo. Algunos ejemplos incluyen el uso de fuertes caldos de tabaco en las Antillas, el consumo de daturas extremadamente tóxicas (toloache) en América Central, ayahuasca (una cocción psicoactiva y vomitiva) en la cuenca del Amazonas, y vegetales con ibogaína (un alcaloide con fuertes propiedades disociativas) en ciertas regiones de África.
El uso de las sustancias psicoactivas con fines espirituales y religiosos es algo que ha formado parte de casi todas las culturas antiguas. Muchas de estas sustancias fueron y son consideradas sagradas por su capacidad de inducir estados alterados de conciencia que los antiguos consideraban puertas hacia la conexión con dioses, hacia el conocimiento esotérico y la comunicación con otros mundos (Guerra-Doce, 2015). El uso ritual de sustancias psicoactivas generalmente sigue dos modelos diferentes. En el primero, un grupo de individuos consume colectivamente una sustancia bajo la supervisión de un chamán; mientras que, en el segundo modelo, solamente el chamán es el encargado de realizar el “viaje” y contactarse con la “realidad del más allá”, puesta de manifiesto por la droga (esto ocurre generalmente cuando se emplean drogas altamente tóxicas, como las daturas). No es descabellado pensar que los estados alterados de conciencia −inducidos por diversas sustancias, particularmente las psicodélicas o enteógenas−, desencadenan una serie de pensamientos o sensaciones que, en combinación con la tendencia de nuestro cerebro a buscar patrones y reconocer rostros aun donde no los hay, fueron dotados de significado divino debido a la falta de conocimiento de su acción sobre el cerebro.
Los psicodélicos son capaces de inducir estados mentales de sensación de unidad y conexión con el todo, de trascendencia del tiempo y el espacio y de comprensión de la realidad, así como sentimientos de amor, paz y alegría muy parecidos a los generados por algunas experiencias religiosas. Por otro lado, el consumo de plantas alucinógenas o delirantes de la familia de las solanáceas (por ejemplo, belladona o daturas) es capaz de cortar completamente la relación con la realidad y desencadenar, efectivamente, la sensación convincente de que el usuario ha contactado a entidades ajenas a la experiencia ordinaria. Con el paso del tiempo, estas experiencias y su relato pueden haber cristalizado en forma de ideas que se propagaron y reforzaron en las comunidades, acompañando el origen de lo que eventualmente sería el concepto de “religión” en sus más diversas formas.
Si bien no es nuestro objetivo discutir extensivamente los orígenes de la religión, en general se considera que, al igual que muchos otros caracteres biológicos, permaneció a lo largo del tiempo porque pudo haber tenido algún beneficio adaptativo, o bien porque fue el subproducto evolutivo de ciertos módulos fundamentales de la cognición (como puede ser la evaluación de reciprocidad, el monitoreo de reputación, etc.) (Kapogiannis y otros, 2009). Con respecto a la primera posibilidad, diversas investigaciones indican que la religión tuvo grandes beneficios evolutivos para nuestra especie, no sólo por funcionar como una amalgama social, sino también porque brindó posibles explicaciones para los fenómenos cotidianos más enigmáticos (como las enfermedades, la muerte y los nacimientos, la lluvia, los truenos, el Sol, la Luna, etc.) y, por lo tanto, pudo haber reducido el estrés ligado a la incertidumbre.
Es curioso el hecho de que, hoy por hoy, varios de los principales agentes en contra del consumo de sustancias psicoactivas sean instituciones religiosas –y los valores que promueven–, con contadas excepciones socialmente aceptadas (por ejemplo, el vino en la religión católica). Esta aparente contradicción se disipa al comparar la actitud de las religiones occidentales politeístas que regían en la era anterior al cristianismo con los preceptos adoptados luego del surgimiento de las grandes religiones monoteístas.
En la antigüedad, el consumo ritual de sustancias psicoactivas estaba arraigado socialmente y los sacerdotes que realizaban estas prácticas gozaban incluso de poder y prestigio. Tal es el caso de los misterios eleusinos asociados a Deméter y Perséfone (diosas griegas de la agricultura y el inframundo, respectivamente) en los cuales se ofrendaban cereales (principalmente cebada) contaminados con ergot (Claviceps purpurea), un hongo del cual puede derivarse químicamente el LSD. Experiencias como esta se realizaban una o pocas veces en la vida y su componente central eran intensas alteraciones de la conciencia en combinación con un entorno sugestivo y altos niveles de secretismo.
Por el contrario, las religiones monoteístas como el cristianismo, no se basan en experiencias extáticas aisladas, sino en el aprendizaje continuo de estrictos credos y códigos morales y su refuerzo mediante ceremonias periódicas puramente formales. Si bien las religiones ancestrales promovían el uso de sustancias psicoactivas como medio de contacto con el “más allá”, las nuevas religiones monoteístas aplazan dicho contacto para ofrecer a cambio la promesa de una transformación hacia la vida eterna, siempre y cuando el devoto rija su vida de acuerdo con estrictos preceptos morales.
De la misma manera en que los “paganos” de la antigua Roma persiguieron salvajemente a los primeros cristianos, la Iglesia Católica desencadenó su poderío en los siglos subsiguientes contra supuestas brujas y hechiceros que continuaban con el tradicional uso de drogas visionarias para fines rituales. Es a partir de esta antagónica concepción del uso ritual de psicodélicos que debemos entender el contexto actual de oposición religiosa a la inmensa mayoría de las drogas psicoactivas.
El mapa histórico-psicoactivo
No hay dudas sobre el importante papel que las sustancias psicoactivas jugaron en el desarrollo de las sociedades en todo el mundo y quizá también hasta en la evolución de la conciencia. Algunos investigadores, como el reconocido Dr. Ronald Siegel, sugieren que el consumo histórico de drogas en nuestra especie puede haber desencadenado un impulso natural para buscar estados alterados de conciencia. Esta idea se plasma en la postulación de la “hipótesis del mono ebrio”, de acuerdo con la cual el gusto de los seres humanos por el alcohol podría ser un resabio de los beneficios de consumir fruta fermentada (el alcohol aporta calorías) en la época en la cual nuestros antepasados primates empezaron a estar menos en los árboles y un poco más en el suelo, hace aproximadamente unos diez millones de años (Carrigan y otros, 2015).
A pesar de que el consumo de estas sustancias es algo tan antiguo como las mismas sociedades, la investigación de su contexto cultural e histórico es relativamente reciente. Existen evidencias que respaldan el uso de sustancias psicoactivas en el pasado, como el hallazgo de restos de fósiles de plantas que sabemos que contienen estas sustancias, residuos de bebidas alcohólicas, restos de alcaloides en instrumentos y huesos, y arte (como las pinturas rupestres).
Debido a que se considera que la estructura neurológica de nuestra especie (Homo sapiens) se ha mantenido prácticamente sin cambios desde hace unos doscientos mil años,
Los alcaloides de las plantas y hongos son sintetizados a partir de los aminoácidos tirosina y triptófano. Este último es un aminoácido esencial para la construcción de proteínas, por lo que el consumo de estos compuestos podría haber sido beneficioso en términos nutricionales.
se cree que la inspiración detrás de algunas de las expresiones artísticas de la prehistoria estuvo asociada con estados alterados de conciencia, a menudo inducidos por agentes psicotrópicos (evento no circunscripto al pasado lejano, si pensamos en obras como Dark Side of The Moon y el contexto en el que los mismos artistas la presentan) (Lewis-Williams, 2004).
Los estudios etnográficos y etnobotánicos nos brindan un montón de información sobre las plantas que se han utilizado para inducir estados alterados de conciencia alrededor de todo el mundo, particularmente en el continente americano, donde los psicodélicos han tenido un papel particularmente importante en la vida espiritual de los nativos. Aunque, lamentablemente, no podemos afirmar con seguridad desde hace cuánto se consumen, ya que los misioneros católicos destruyeron prácticamente todos los registros históricos (Andersson y otros, 2009). Sin embargo, se ha demostrado mediante análisis de carbono 14 y otras técnicas, que los nativos americanos han estado recogiendo peyote (Lophophora williamsii, un cactus cuyo principio activo es un alcaloide denominado “mescalina”) desde hace, al menos, cinco mil años.
Afortunadamente, existen varios registros botánicos y antropológicos del uso de sustancias psicoactivas en ciertas culturas americanas. Los aztecas y chichimecas fueron los primeros usuarios registrados de hongos con la sustancia psicodélica psilocibina, a los que denominaron “teonanácatl” (“carne de dios”). Si bien es probable que este uso se remonte hasta tres mil quinientos años atrás, la primera mención fue realizada por Andrés de Olmos a mediados del siglo XVI, en su trabajo Tratado de las Antigüedades Mexicanas (citado en Andersson y otros, 2009).
Los españoles que regresaban de México durante la primera mitad del siglo XVI describen el efecto de consumir teonanácatl, así como su uso durante rituales sagrados. En la mayoría de los casos relatados, el consumo de los hongos causaba alteraciones en la percepción del tiempo y del espacio, acompañadas de una sensación de euforia y alegría o felicidad, mientras que otros usuarios presentaban ansiedad y depresión, e incluso pérdida del conocimiento. Estos son efectos típicos de psicodélicos serotonérgicos como la psilocibina, y otros similares como el LSD (se profundizará sobre estas sustancias en el capítulo “Psicodélicos”). Por otro lado, también se tienen registros de consumo de San Pedro (Echinopsis pachanoi, otro cactus que contiene mescalina) durante ceremonias de culturas andinas, así como de ayahuasca en la cuenca del Amazonas.
Otro actor importante en América ha sido la coca (Erythroxylum coca), especialmente para los pueblos nativos de los Andes, desde hace por lo menos siete mil años. Esta planta ha sido importante no sólo debido a su consumo a través del coqueo (mascado y salivación de las hojas frescas de coca en la boca), sino también por su uso en ofrendas a las huacas y a la Pachamama, rituales de iniciación y fúnebres, sacrificios, tributos, obsequios y hasta como medicina (Rivera y otros, 2005). El mascado de la hoja de coca libera el contenido de cocaína –y otros alcaloides que se encuentran en la planta–. La cocaína funciona como anestésico local y para combatir las consecuencias perjudiciales de las elevadas alturas en las que se encuentran las poblaciones andinas (apunamiento). Además, incrementa la resistencia y la capacidad de atención al mismo tiempo que suprime el apetito, efectos deseables en los períodos de caza y recolección durante los tiempos de escasez de alimentos y las largas travesías.
En comparación con América, el norte de Europa y el norte de Asia son relativamente pobres en sustancias psicoactivas naturales. Allí se destacan solamente algunas especies de hongos. De particular importancia cultural en estas zonas es el hongo Amanita muscaria, identificado fácilmente por su típico color rojo manchado con blanco. Los principios activos de este hongo son el muscimol y el ácido iboténico, los cuales ejercen –entre otros– fuertes efectos disociativos en los usuarios. Desde los países bálticos hasta Siberia se relaciona el hongo con tradiciones rituales; es muy valorada por los nativos por el hecho de que sus principios activos no se absorben totalmente por el cuerpo y pueden recuperarse a partir de la orina, por lo tanto es costumbre beber la orina de personas que hayan ingerido Amanita muscaria previamente.
En el resto de Europa (central y occidental), abundan solanáceas alucinógenas, que se distinguen de los psicodélicos por sus efectos “delirantes” en vez de visionarios (es decir, por la sensación subjetiva de estar viviendo una experiencia real y no causada por la droga). Las solanáceas nativas de Europa incluyen el beleño, la belladona, la mandrágora y las daturas. En cuanto a los hongos, frecuentemente encontramos en el sur de Europa el ergot o cornezuelo del centeno (Claviceps purpurea), un hongo que parasita cereales y que puede desencadenar efectos psicoactivos luego de su consumo (frecuentemente accidental, aunque a veces intencional, como se cree que se realizaba durante los misterios eleusinos comentados anteriormente).
En el continente asiático hay registros de uso de varias plantas, entre las cuales se destaca la adormidera (que contiene opio), utilizada por los sumerios en la Mesopotamia hace cinco mil años. Las notables cualidades psicoactivas y medicinales del opio fueron un factor sociopolítico y económico fundamental en la relación entre Europa y Oriente, incluso en tiempos muy recientes.
Los egipcios también hicieron uso de un gran número de plantas con fines medicinales y religiosos, tal como lo evidencian papiros que datan de hace cuatro mil años. Por otro lado, el consumo de bebidas alcohólicas producidas a partir de la fermentación del azúcar de la miel, las frutas, los granos de malta, la savia de los árboles y la leche fue muy común en Asia y Europa, incluso quizá desde mucho antes de que se inventara la cerámica, tecnología fundamental para almacenar líquidos para su
Las normas sociales implícitas o legales en la antigua Europa solían limitar el consumo de vino a adultos.
fermentación. La cultura del vino no tuvo lugar hasta un milenio antes del año 1, durante la Edad de Hierro, y está vinculada a la expansión comercial de los fenicios, griegos, romanos y etruscos (Guerra-Doce, 2015). Es interesante notar que es posible que el vino consumido en la antigüedad europea haya sido reforzado con otras sustancias psicoactivas, probablemente solanáceas.
Una descripción más exhaustiva del consumo de sustancias psicoactivas en distintas regiones geográficas y sociedades se encuentra fuera del alcance de este capítulo, ya que ameritaría un libro en sí mismo. Ejemplos que no fueron mencionados con detalle incluyen el consumo de khat en el noreste de África y la ibogaína en África occidental, el tabaco y la nicotina consumida por los aborígenes australianos y americanos, la marihuana y la nuez moscada en el centro y sudeste de Asia, etc. No obstante, hemos intentado demostrar el amplio espectro de sustancias naturales psicoactivas que fue aprovechado por distintos pueblos en prácticamente todas las regiones del mundo, casi sin excepción.
¿Por qué antes sí y ahora no?
Si bien el consumo de sustancias no parece haber sido un problema durante la mayor parte de la historia humana, nuestra biología se encuentra en un aparente conflicto causado por el avance tecnológico y cultural. A través del cultivo, la purificación y la modificación química hemos aumentado la potencia y disponibilidad de las sustancias psicoactivas. Como consecuencia, las cualidades que una vez confirieron una ventaja adaptativa en los ambientes ancestrales podrían haber dado lugar a una mayor propensión para el consumo problemático (Lende y Smith, 2002). Para ponerlo en una perspectiva más familiar, es interesante comparar el problema de las drogas con el de la comida.
Hasta hace relativamente poco tiempo, la mayor parte del procesamiento de los alimentos (transformaciones químicas o mecánicas) se realizaba en el hogar. Sin embargo, la búsqueda de la ventaja competitiva –acelerada por el entorno capitalista– condujo hacia el procesamiento de los alimentos a una escala industrial sin precedentes y fomentó la utilización de diversas estrategias para el incremento de las ventas, como el mejoramiento del sabor de los alimentos y el marketing. Así, durante los últimos treinta o cuarenta años, la proporción de alimentos ultraprocesados (es decir, listos para comer) ha ido reemplazando progresivamente a aquellos sin procesar o mínimamente procesados. El problema radica en que los primeros se caracterizan por tener una mayor densidad energética y contener más azúcares, grasas saturadas y sodio que los segundos. Aunque los alimentos ultraprocesados no causen la resaca del alcohol o la euforia de algunas drogas estimulantes como la cocaína, el paralelismo entre estos puede llegar a ser sorprendente (Garber y Lustig, 2011).
Al igual que las drogas adictivas, los ingredientes de los alimentos ultraprocesados inducen una estimulación excesiva del sistema de recompensa del cerebro, tienen la capacidad de generar antojos y están asociados con el consumo compulsivo y la incapacidad para dejar de consumir, aun cuando los efectos negativos graves sean evidentes. De los tres ingredientes mencionados, se considera que el azúcar (particularmente la fructosa) parece ser el componente que explica el potencial adictivo que tienen algunos alimentos (Stice y otros, 2013). Además, la fructosa tiene la capacidad de disminuir las señales químicas que nos indican que estamos saciados.
Lo que sucedió con los alimentos ultraprocesados es una situación análoga a la de las sustancias psicoactivas, particularmente el alcohol y el tabaco (por su estatus legal). Durante el siglo XIX, los avances de la química orgánica permitieron identificar y aislar los principios activos de distintos vegetales con sustancias psicoactivas. Al cabo de unas pocas décadas, fue posible transportar en un maletín una cantidad del principio activo equivalente a la encontrada
La Organización Panamericana de la Salud (OPS) y la Organización Mundial de la Salud (OMS) han declarado a los alimentos ultraprocesados y las bebidas azucaradas como el motor de la epidemia de obesidad en América Latina.
en varias hectáreas cosechadas. Una lista parcial de dichos principios activos incluye la morfina (1806) y la codeína (1832) –ambas obtenidas a partir del opio–, la atropina (1833) –un alcaloide extraído de distintas solanáceas–, la cafeína (1833) –que proviene del café, el té y la yerba mate–, la cocaína (1860) –en las hojas de coca–, la heroína (1883) –otro derivado del opio– y la mescalina (1896) –el principio activo de cactus como el peyote y el San Pedro–. A partir de la extracción de estas drogas de alta pureza fue posible administrar dosis inauditas de los principios activos de las plantas y hongos que mencionamos a lo largo de este capítulo, con obvias consecuencias para la Salud Pública.
Sin embargo, los problemas y desafíos actuales que nos plantean las sustancias psicoactivas sólo pueden atribuirse parcialmente a la eficacia química para obtener productos ultraprocesados de alta pureza. Se trata también de un fenómeno más amplio que refleja normas de la sociedad contemporánea, muchas de ellas ausentes en tiempos pasados, ya que, en paralelo a la síntesis artificial de las sustancias psicoactivas y al incremento en la potencia, se desarrolló la industrialización de muchos países, con sus respectivos efectos en la sociedad: aumento de la desigualdad y la emergencia del “marginal” como una clase social propia.
En este escenario, pasamos de un consumo arraigado en la cultura –en la cual la tradición servía como regulador de las dosis y el contexto– a uno desinformado y, en ocasiones, alienante. Vivimos en una sociedad de consumo y nos encontramos muchas veces bajo la presión de llevar una existencia feliz, productiva y plena en cada uno de sus aspectos, lo cual depende en gran medida de nuestra capacidad de desenvolvernos competitivamente con respecto a nuestros pares. Esta presión es alimentada por modelos ficticios en los medios y la publicidad, que estigmatizan estados de ánimo como la tristeza y la angustia, y nos sugieren que una euforia constante es la manera natural de vivir la vida. En otras palabras: se nos plantea que todo debe ser una fiesta permanente, en un modelo en el que manda una suerte de dictadura del placer y la felicidad. Como inevitablemente nos damos cuenta de que este ideal que nos propone el sistema es inalcanzable, las drogas presentan, muchas veces, un atajo rápido para experimentar sensaciones similares.
Consideramos entonces que la visión reduccionista de culpar a “las drogas” por todos los problemas actuales es absurda y peligrosa en cuanto a la elaboración de políticas públicas. La insatisfacción laboral, el estrés, la violencia social y familiar, no llegar a fin de mes, el aburrimiento de los adolescentes en los colegios debido a los programas educativos obsoletos, los hábitos poco saludables de los padres y la ausencia de proyectos satisfactorios son algunos de los motivos que empujan a muchas personas al consumo de sustancias que hacen olvidar la realidad o que esta parezca, al menos por un ratito, un poco menos hostil.
Vivimos en un mundo en el que los humanos se han vinculado al consumo de sustancias psicoactivas desde su descubrimiento, casi siempre de manera controlada y no problemática. Somos parte de una rica historia de co-evolución entre hombre y sustancias psicoactivas, que debemos recapitular si queremos encontrar nuevamente un equilibrio para evitar las consecuencias negativas del consumo problemático de sustancias y, a la vez, no caer en la falsa, autoritaria e hipócrita quimera de un mundo sin drogas.
Referencias
Bibliográficas
Andersson, C. y otros (2009). Occurrence and Use of Hallucinogenic Mushrooms Containing Psilocybin Alkaloids. Copenhague: Nordic Council of Ministers.
Carrigan, M. A. y otros (2015). “Hominids Adapted to Metabolize Ethanol Long Before Human-Directed Fermentation”. Proc Nat Acad Sci USA, 112(2): 458-463.
Etkin, N. L. y Ross, P. J. (1982). “Food as Medicine and Medicine as Food: An Adaptive Framework for the Interpretation of Plant Utilization among the Hausa of Northern Nigeria”. Soc Sci Med, 16(17): 1559-1573.
Garber, A. K. y Lustig, R. H. (2011). “Is Fast Food Addictive?”. Curr Drug Abuse Rev, 4(3): 146-162.
Guerra-Doce, E. (2015). “The Origins of Inebriation: Archaeological Evidence of the Consumption of Fermented Beverages and Drugs in Prehistoric Eurasia”. J Archaeol Method Th, 22(3): 751-782.
Hagen, E. H. y otros (2013). “Explaining Human Recreational Use of ‘Pesticides’: The Neurotoxin Regulation Model of Substance Use vs. the Hijack Model and Implications for Age and Sex Differences in Drug Consumption”. Front Psychiatry, 4: 142.
Kapogiannis, D. y otros (2009). “Cognitive and Neural Foundations of Religious Belief”. Proc Nat Acad Sci USA, 106(12): 4876-4881.
Lende, D. H. y Smith, E. O. (2002). “Evolution Meets Biopsychosociality: An Analysis of Addictive Behavior”. Addiction, 97: 447-458.
Lewis-Williams, J. D. (2004). “Neuropsychology and Upper Paleolithic Art: Observations on the Progress of Altered States of Consciousness”. Cambridge Archaeol J, 14(1): 107-111.
Masi, S. y otros (2012). “Unusual Feeding Behavior in Wild Great Apes. A Window to Understand Origins of Self-Medication in Humans: Role of Sociality and Physiology on Learning Process”. Physiol Behav, 105(2): 337-349.
Rivera, M. A. y otros (2005). “Antiquity of Coca-Leaf Chewing in the South Central Andes: A 3,000 Year Archaeological Record of Coca-Leaf Chewing from Northern Chile”. J Psychoactive Drugs, 37(4): 455-458.
Roulette, C. J. y otros (2014). “Tobacco Use vs. Helminths in Congo Basin Hunter-Gatherers: Self- Medication in Humans?” Evol Hum Behav, 35(5): 397-407.
Stice, E. y otros (2013). “The Contribution of Brain Reward Circuits to the Obesity Epidemic”. Neurosci Biobehav Rev, 37(9): 2047-2058.
Sullivan, R. J. y Hagen, E. H. (2002). “Psychotropic Substance- Seeking: Evolutionary Pathology and Adaptation”. Addiction, 97: 389-400.