Crítica al paradigma prohibicionista

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En el capítulo “Nacimiento y crisis del prohibicionismo” hablamos sobre los comienzos de esta postura y cómo ha entrado en reconsideración y crisis a inicios del siglo XXI. Las razones de este proceso de cambio tienen que ver con que, al día de hoy, disponemos de más datos y evidencia en torno a las consecuencias que trajeron aparejadas las políticas prohibicionistas duras. Es decir, no se trata de una crisis basada sólo en modificaciones en la manera en que pensamos “el problema de las drogas”, sino más bien de una crisis centrada en el análisis de las consecuencias indeseables que la llamada “guerra contra las drogas” acarreó.

El precio justo

Independientemente de las razones morales, religiosas y políticas que contribuyeron a la generación de las políticas prohibicionistas, estas se construyeron bajo la creencia de que controlando la oferta de drogas, se controlaría también su demanda, limitando su uso a fines médicos y/o científicos. Evidentemente, esto no ocurrió como se esperaba.

Uno de los indicadores principales para evaluar cómo va el partido de la “guerra contra las drogas” es el del precio de la sustancia en la calle. La hipótesis inicial era que la persecución de la oferta (y su disminución en la calle) se traduciría en un aumento del precio que el consumidor no estaría dispuesto a pagar, desalentando de esta forma la cadena de producción y venta, y así se ganaría la guerra en cuestión. Sin embargo, el curso de los acontecimientos fue totalmente el contrario. A comienzo de los ‘80, un gramo de cocaína en Estados Unidos costaba a alrededor de USD 800, mientras que a fines del 2013 su precio en las calles era de menos de USD 100 (Aguilar Valenzuela, 2013). Lo mismo sucedió con todas las drogas ilegales: desde que se declaró oficialmente la guerra contra las drogas en los ‘70, las sustancias se volvieron cada vez más baratas y accesibles.

Si bien es imposible determinar si la ausencia de persecución del narcotráfico hubiese generado una caída mayor en los precios de las drogas, sí podemos afirmar que la “guerra contra las drogas” no fue capaz de evitar su descenso (y mucho menos de lograr el tan deseado incremento). Por lo tanto, tener en cuenta los costos y múltiples consecuencias que ha generado, más su incapacidad para dificultar el acceso al consumo (mediante altos precios), nos lleva inevitablemente a cuestionar la efectividad de esta estrategia.

En 2006, el Observatorio Europeo de Drogas y Toxicomanías afirmó que la primera investigación realizada en Europa sobre el precio final de las drogas ilegales mostró que “ha ido disminuyendo a lo largo de los últimos cinco años y es probable que, en la actualidad, la droga sea más barata que nunca” (OEDT, 2006). Por otro lado, según los informes de Naciones Unidas, en los últimos años el precio de las drogas en las calles de Estados Unidos y Europa muestra estabilidad o tendencia a la baja: la heroína en el año 2003 promediaba en Europa los USD 270 el gramo, mientras que para el año 2010 se la podía conseguir en las calles y al menudeo a un precio de USD 160 (ONUDD, 2012).

¿Cuáles serían las razones? Es que a pesar de los diversos esfuerzos para reducir la oferta, esta continuó expandiéndose. Como consecuencia, el incremento en la disponibilidad de drogas redujo los precios mucho más de lo que los elevó la “guerra contra las drogas”. ¿Cómo se explica un crecimiento tan enorme del negocio a pesar de las condiciones de ilegalidad y los esfuerzos de persecución? El grupo de expertos economistas que integran la Escuela Londinense de Economía y Ciencias Políticas (Collins, 2014) explica que los factores son varios y además señala la relevancia de un impulso clave, que es la alta rentabilidad asociada a este negocio y la disponibilidad de una demanda asegurada. En primer lugar, la producción de las sustancias es un proceso extremadamente barato y los precios aumentan enormemente a medida que estas avanzan en la cadena de suministros (aumento que avanza exponencialmente conforme nos acercamos al punto de distribución en un país de ingresos altos). En segundo lugar, la economía describe a las drogas como un bien con una demanda inelástica, lo que significa que entre sus consumidores hay un porcentaje que, a causa de su patrón de consumo abusivo o adictivo, tiende a adquirir el producto independientemente de su precio. En tercer lugar, por el lado de los resultados obtenidos sobre la reducción de la oferta, se verifica una muy limitada efectividad de medidas como la erradicación de plantaciones en los países productores de materia prima (como Colombia, Bolivia y Perú en el caso de la coca), y la prohibición de sustancias ya procesadas o necesarias para la síntesis en los países por donde transita inicialmente, así como de los operativos de incautación de sustancias.


El intento de perseguir la producción de drogas con el objetivo de llevarlas a un precio inalcanzable tuvo como “efecto secundario” que distintas etapas de la cadena de producción y distribución se transformaran en una alternativa laboral tentadora en países que ofrecen pocas oportunidades de desarrollo económico a sus ciudadanos con mayor desventaja social.

Un segundo objetivo perseguido con la prohibición era que, al circular menos drogas debido a su alto costo, desaparecerían los dealers y vendedores al menudeo, mejorando de esa forma la seguridad ciudadana (Cabieses, 2011). Pero, por el contrario, sucedió que en Latinoamérica la cadena de cultivo, tráfico, fabricación y distribución de cocaína arrastró a cada vez más personas y familias a involucrarse en la “salida laboral informal” que implica el microtráfico. El punto es que, por tratarse de un mercado ilegal y perseguido, la participación en cualquiera de sus fases implica los riesgos que, en definitiva, son los que le dan valor al producto. Por ejemplo, la pasta base o la cocaína en realidad no deberían ser sustancias costosas en términos de producción; su valor agregado no está en su constitución como mercancía, sino en la carga económica que le añade el riesgo de participar en la cadena de distribución. Por ende, lo que en realidad tiene valor económico no es tanto la droga en sí misma, sino el precio del riesgo de la cadena “producción-venta al menudeo”, que es alto como consecuencia de la prohibición.

Así, el tráfico de drogas es un negocio con altísima rentabilidad, al utilizar materia prima de bajo costo y mano de obra informal, mayoritariamente proveniente de sectores de bajos recursos. No por nada se le llama crimen organizado. Esta situación trajo como resultado una historia donde se distinguen por lo menos dos grandes fases. La primera es la referida a la etapa de los grandes carteles, especies de monopolios productores y exportadores de drogas a los grandes mercados consumidores, es decir, Estados Unidos y Europa. Fueron los ‘80 la época que se caracterizó por ese tipo de apariciones, siendo el narcotraficante Pablo Escobar Gaviria de Colombia el caso más famoso. A partir de finales de los ‘90, el narcotráfico se multiplicó a través de continuas fragmentaciones, penetrando cada vez más en distintas regiones de Latinoamérica y asociándose con otras formas de criminalidad, como lo es el tráfico de personas y de armas. Esta incursión no se restringió al asociacionismo con los tipos de criminalidad descriptos, sino que avanzó en la infiltración de instituciones gubernamentales, generando corrupción y violencia, y llegando a poner en riesgo el sistema democrático de distintos países latinoamericanos.

La excusa perfecta

Ante el aumento de la incidencia del narcotráfico en América Latina, el paradigma prohibicionista ofreció como respuesta un aumento de la influencia bélica estadounidense en la región, amparándose en la idea de que así se ayudaba a los gobiernos locales a dar su batalla contra el narcotráfico.

A raíz de la implementación del llamado “Plan Colombia” (1999), surgido por un acuerdo entre Estados Unidos y Colombia, el problema del narcotráfico fue definido dentro de la Doctrina de Seguridad Nacional y se le respondió con una ofensiva netamente militar. En el marco de este Plan, continúan hoy reiteradas aspersiones con glifosato a fin de reducir las plantaciones de coca en la selva colombiana. El resultado de esas intervenciones, sumadas a la violencia asociada a esos contextos, fue el desplazamientos de poblaciones y daños en la salud de comunidades campesinas y nativas. En respuesta a esta situación, el Ministerio de Salud de Colombia desaconsejó al Ministerio de Defensa continuar con dichas aspersiones en razón de recomendaciones de la OMS. Sin embargo, estas se mantienen. La realidad es que, si bien se puede evidenciar una disminución del porcentaje de plantaciones de coca en los países andinos, la tasa de producción por hectárea de cocaína ha aumentado debido a la implementación de tecnología agrícola.

La estrategia alternativa a la fumigación fue la intercepción de cargamentos de cocaína hacia Estados Unidos, pero los estudios demuestran que la exitosa interrupción de envíos de cocaína a Estados Unidos desde Colombia trasladó los centros de operaciones de las bandas criminales a otros países, principalmente Venezuela y México, generando graves problemas derivados del narcotráfico en ambos países.

En este sentido, suele responsabilizarse al ex presidente mexicano Felipe Calderón por haber iniciado una espiral de violencia al declarar su guerra contra las drogas en diciembre del 2006. Al 2017, esto lleva ocasionadas alrededor de cien mil muertes y veinte mil desapariciones. Ahora, si bien es cierto que a partir de esa decisión política se desató una ola de violencia en aquel país, investigaciones recientes concluyen que dicha escalada comenzó tiempo antes de la decisión de Calderón, cuando grupos mexicanos del norte se disputaban el mercado de cocaína proveniente de Colombia, disminuido por las incautaciones. Esta caída de la oferta colombiana se tradujo en una guerra entre bandas criminales mexicanas que disputaban hacerse del producto en cuestión (Collins, 2014).

Correlación inversa entre la caída de la producción neta de cocaína en Colombia y el incremento de tasa de homicidios en México desde el año 2000

El gráfico muestra una correlación inversa entre la caída de la producción neta de cocaína en Colombia (calculada como producción potencial menos confiscaciones) y el incremento de tasa de homicidios en México desde el año 2000, lo que apoya la teoría de que el aumento de la violencia en México se relaciona con la reducción de la disponibilidad de cocaína y, por lo tanto, por la lucha territorial entre bandas criminales. Basado en (Mejía y Restrepo, 2014). Fuente: cálculos de los autores con base en datos del Instituto Nacional de Estadísticas y Geografía de México, la ONUDD y la Policía Nacional de Colombia.

Peleas de cartel

En verdad, la llamada “guerra contra el narcotráfico” tiene también mucho de “guerra entre el narcotráfico”. Son las tensiones entre bandas armadas que disputan territorio las que llevan contabilizadas decenas de miles de víctimas en Latinoamérica. Cuando a esto se le suma la acción del Estado sólo desde las fuerzas de seguridad, pero sin ninguna estrategia política fuerte de integración y desarrollo social, la cosa empeora, llegando a confundirse el rol de los actores al generarse los “narco-Estados”. Este fue el caso de Bolivia. A comienzos de los ‘80, el presidente golpista Luis García Meza Tejada comandaba un grupo de militares y funcionarios al que se le atribuía el manejo del tráfico de cocaína. Hay testimonios que indican que el gobierno militar argentino de entonces acordó con el narco-Estado boliviano funcionar como un país de paso para sacar el producto hacia Europa y Estados Unidos.

Con respecto a la seguridad ciudadana, el prohibicionismo lo único que logró fue empeorarla. De alguna manera, eso ya se sabía por las lecciones que había dejado la Ley Seca en Estados Unidos. Esta fue el vehículo para que los violentos gángsters de la época pelearan entre sí y contra el Estado a fin de producir y/o distribuir el oro líquido de aquella época: el alcohol. Corrupción en la Policía, en el sistema judicial, crecimiento de bandas criminales, fabricación y venta de alcohol no apto para consumo humano que produjo miles de muertes y cegueras, tráfico interestatal, inseguridad y, sobre todo, hipocresía social fueron algunas de las consecuencias de los catorce años de prohibición del alcohol en Estados Unidos.

Uno de los factores que llevó a terminar con la Ley Seca fue el impacto social que produjeron los crímenes entre las bandas. En febrero de 1929, durante el día de San Valentín, pistoleros disfrazados de policías literalmente fusilaron a siete miembros de una banda que les disputaba la distribución de alcohol en Chicago −se presume que fueron enviados por el célebre Al Capone−. La masacre tuvo un fuerte impacto en la mentalidad


La prohibición del alcohol hizo de los norteamericanos una nación de infractores con consecuencias tan evidentemente desastrosas que la Ley Volstead fue revocada en 1933.

del pueblo estadounidense. No sólo llevó la carrera criminal de Al Capone a su fin, sino que también funcionó como un detonante para que pocos años después de aquel fracasado “experimento social”, el presidente Franklin D. Roosevelt derogara la ley.

La prohibición había puesto en jaque el equilibrio institucional de Chicago en particular, y de Estados Unidos en general. Las guerras entre bandas se habían constituido en un gran problema. Algo similar ocurre hoy con las consecuencias del prohibicionismo ligado a las otras drogas. Al ser esta una actividad ilegal y generar competencia entre facciones que se disputan territorios y dinero en la clandestinidad, es imposible arbitrar sus diferencias como quien acude a un juez o mediador social. El último recurso siempre es el mismo: la violencia, que termina instalándose en diferentes grados en la cadena del narcotráfico, pero principalmente en aquellos relacionados con la administración de las vías de distribución del producto.

Peor el remedio que la enfermedad

En su última fase de comercialización, o “narcomenudeo”, el tema de la violencia entre bandas se ha convertido en una preocupación de cada vez más países latinoamericanos, donde fuerzas policiales y hasta ejércitos han sido involucrados en esta guerra, intentando desbaratar redes de narcotráfico con el supuesto objetivo de reducir los niveles de violencia. El Centro Internacional de Ciencias Políticas en Drogas de Toronto, Canadá (ICSDP, por sus siglas en inglés), realizó en 2010 una investigación clave sobre este asunto con el fin de determinar en qué medida la intervención de las fuerzas de seguridad hace descender las tasas de violencia ligadas al narcotráfico, sobre todo al del tipo “narcomenudeo” (Werb y otros, 2010). El estudio (que en realidad es un meta-análisis sobre 306 investigaciones realizadas en este campo a nivel mundial) concluye que, según la evidencia, la violencia y los homicidios por drogas son consecuencia natural de la prohibición, que los métodos sofisticados de represión pueden resultar en un aumento involuntario de la violencia y que, al retirar de circulación a vendedores de drogas, lo que en realidad ocurre es que dicho puesto es rápidamente ocupado por potenciales sucesores que esperan esa oportunidad. Por otra parte, esos reemplazos no implican necesariamente una rotación de líderes, pero sí la oportunidad para que nuevas facciones se independicen, reproduciéndose así el sistema. Finalmente, el informe propone ensayar métodos alternativos.

¿Cuáles son esos métodos alternativos? La opción al prohibicionismo con fuerte intervención estatal no es la de “dejarle hacer lo que quiera” al narcotráfico con la ingenua pretensión de que, de esa manera, la violencia disminuirá. No se trata de retirar al Estado ni de debilitar su respuesta. Al contrario, la alternativa más clara es aquella que aborda al potencial microtraficante vulnerable socialmente como un trabajador informal, al cual se lo debe redirigir hacia alternativas legales de trabajo y desarrollo social. La mezcla estaría compuesta así por el desarrollo de alternativas de integración social a través de la facilitación del acceso al mercado laboral y, por supuesto, alternativas asistenciales para quienes lo necesiten, por una parte, y de represión policial del narcotráfico, por otra.

La construcción de una mirada que pone énfasis en la represión también se traduce en la financiación que los gobiernos están dispuestos a destinar al “problema de las drogas”. En política pública, dicha inversión debería estar destinada de manera equilibrada −respetando el criterio de “proporcionalidad”− tanto al campo de la oferta de drogas (persecución del crimen organizado, control de precursores químicos, lavado de dinero, venta ilegal, etc.), como al campo de la demanda de drogas (investigación, prevención, asistencia, reducción de riesgos y daños). Sin embargo, el paradigma prohibicionista de la guerra contra las drogas impactó de manera muy desigual en diferentes países, produciendo notables desequilibrios en la forma en que se administran los recursos económicos destinados al problema de las drogas.

Del presupuesto total que Estados Unidos dirige al problema de las drogas en su territorio, el 55% es para persecución del narcotráfico y el 45% para temas vinculados a la demanda de drogas. En cambio, en el año 2015, Argentina invirtió el 1,4% de su PBI para lo mismo, pero el 95% fue para combatir la oferta y sólo el 5% para abordar la demanda. (Tokatlian, 2015)

Tu veneno

Ya repasamos el factor del precio de las drogas y de la violencia institucional y comunitaria en relación con la prohibición. Queda una tercera consecuencia de alto costo social de este enfoque: la calidad del producto. La prohibición implicó poner en el terreno de la marginalidad a ciertas sustancias psicoactivas, lo cual se tradujo en serias consecuencias para la Salud Pública. En su obra Una historia cultural de la intoxicación, el historiador Stuart Walton relata que, en épocas de la prohibición del alcohol, la gente bebía alcohol industrial diluido, como


Los malos olores de esos alcoholes se mezclaban con azúcar y jugos de frutas con el objetivo de hacerlos más atractivos al paladar, dando origen a los actuales “tragos largos”.

así también colonias o perfumes. Como estos eran de pésima calidad, se recurría a la mezcla del dietilenglicol (un alcohol tóxico) con pomadas para pies con el objetivo de conseguir un sabor similar al licor. El número de víctimas causadas por el alcohol venenoso ascendió a decenas de miles y un número incalculable de personas quedaron ciegas o paralíticas a causa de los “venenos alcohólicos” que circulaban en la clandestinidad por esos tiempos.

La prohibición vuelve imposible el control de calidad del producto. En la ciudad de Córdoba, por ejemplo, se estima que entre el 8 y 12% de lo que se vende como “cocaína” es en realidad clorhidrato de cocaína. Es decir que alrededor del 90% de la sustancia que se consume bajo el nombre de “cocaína” tiene otros componentes químicos desconocidos para el consumidor. Lo que se llama “paco” en Argentina, en realidad no se sabe bien qué es lo que contiene, ya que eso dependerá de los precursores químicos que se utilicen en la fabricación de la cocaína y en las sustancias de corte que se agreguen. Un estudio reciente de la Comisión Interamericana para el Control del Abuso de Drogas de la Organización de los Estados Americanos (CICAD-OEA) sobre el consumo de pasta base y cocaína en América del Sur alerta sobre las distintas complicaciones orgánicas de su consumo, debido a que su composición varía de acuerdo con la región donde circule, pudiendo contener ácido de baterías, broncodilatadores, cafeína, solventes, amoníaco, querosén y cal, entre otras sustancias (Pascale y otros, 2014). Incluso en algunos estudios aparecen referencias a sustancias como pesticidas y fertilizantes químicos, con el fin de “estirar” el producto (Capalbo, 2013).

Parecería que la prohibición ha desplazado el consumo de drogas clásicas y conocidas hacia otras de componentes novedosos no siempre conocidos o identificables. Así, el opio ha sido reemplazado por la heroína inyectable, la cocaína degeneró hacia el crack, la marihuana natural está siendo sustituida poco a poco −sobre todo en Europa− por variedades de marihuana de mayor potencia y THC sintético causante de distintos daños. Esto hace que las personas nunca sepan lo que en realidad están consumiendo, añadiendo vulnerabilidad a una situación ya de por sí vulnerable. Los riesgos asociados a ignorar la


Uno de los argumentos más repetidos por el movimiento para la regulación del cannabis es justamente que, de esta manera, la marihuana consumida superaría un necesario control de calidad, que se traduciría en menos riegos para los consumidores.

composición de lo que se consume son, entre otros: incremento del riesgo de daño o muerte por sobredosis (por desconocer la potencia de la sustancia), probabilidad de envenenamiento, otras complicaciones a la salud y desconocimiento clínico sobre cómo tratar la intoxicación.

Esta situación ha dado pie a que, por ejemplo, una ONG de Barcelona llamada “Energy Control” desarrolle una iniciativa de reducción de daños −hoy repetida en varios países− que consiste en ubicar stands informativos en fiestas masivas donde además las personas puedan llevar allí sus drogas y realizarles un análisis químico rápido para conocer su composición.

Estigma

El cuarto y último efecto no deseado del prohibicionismo es uno referido específicamente al campo de la Salud Pública: la estigmatización del consumidor y la construcción de “adicto” que se estableció en este proceso. La prohibición puso inevitablemente al consumidor de drogas en el lugar de delincuente. En el caso de la ley de drogas de Argentina, el consumidor de sustancias ilegales, al transgredir dicha ley, está obligado a hacer algún tipo de tratamiento o proceso psicoeducativo. Nótese que aclaro “ilegales”, porque esto mismo no pasa con el alcohólico, el dependiente de nicotina o de adicciones “no tóxicas” como el juego, el sexo, el trabajo o las compras.

El abogado argentino e investigador sobre las consecuencias jurídicas del consumo de drogas ilegales, Dr. Alejandro Corda, realizó un estudio publicado en el año 2011 sobre el encarcelamiento vinculado a estupefacientes en nuestro país (Corda, 2011). Según su investigación, la aplicación de la Ley de Drogas en Argentina, redactada en consonancia con los acuerdos internacionales sobre drogas, implicó que las fuerzas policiales operaran sobre los consumidores de sustancias, lo cual llevó a que el 70% de las intervenciones federales relacionadas con las drogas se orientaran hacia esa población. Algo similar, aunque en menor porcentaje, es señalado por un estudio citado por la prensa en diciembre de 2015, donde se afirma que el 51,4% de una muestra de jóvenes (en su mayoría de 16 a 24 años) detenidos por la Policía por temas de narcotráfico eran, en realidad, consumidores.

Más allá de que en el año 2009 la Corte Suprema de Justicia de la Nación Argentina resolviera, en un caso particular (la “causa Arriola”), que la tenencia de drogas para uso personal no podía ser considerada delito dado el derecho a privacidad que nos otorga la Constitución


La primera población sobre la que ha impactado la prohibición no ha sido tanto la de quienes manejan el negocio del narcotráfico, sino la de los consumidores.

Nacional, la ley penal a la fecha no ha sido modificada. Por lo tanto, la fuerza policial tiene competencia frente a la tenencia de drogas por más mínima que esta sea y cualquiera fuera la sustancia ilegal.

Paralelamente, entre quienes se encuentran en la venta al menudeo, la población mayormente encarcelada en Latinoamérica responde a mujeres y a extranjeros pobres que hacían de “correo” de drogas. En Estados Unidos, por ejemplo, encontramos una situación similar: la población negra tiene más posibilidades de ir a la cárcel por posesión de marihuana que la población blanca −3,7 veces más según la Unión Americana para la Libertad Civil (ACLU, por sus siglas en inglés)−, a pesar de que las tasas de consumo en ambas poblaciones sean similares, reforzando el factor racial. Además, la desaprobación de ciertas sustancias no sólo estigmatiza a los consumidores de manera individual, sino también a comunidades enteras −como en el caso boliviano en referencia a la utilización de las hojas de coca−. Esta construcción del consumidor de drogas como alguien marginal, delincuente o peligroso, pensado a la luz de la prohibición y sus efectos sociales, trajo como consecuencia una estigmatización que apartó a los consumidores de los ámbitos de salud, acercándolos a los de seguridad.


La judicialización por tenencia para consumo pone en riesgo la permanencia de las personas en sus trabajos o la posibilidad de acceder fácilmente a otros, ya que suele marcar un antecedente negativo propio de las prácticas delictivas.
Disponible

La prohibición, a través de los programas de intervención que se centran en arrestos o duras sanciones penales hacia personas que poseen drogas, puso inevitablemente al consumidor de sustancias ilegales en el lugar del delincuente. Esto trajo como consecuencia un incremento en la probabilidad de exposición a riesgos para su salud y relaciones con el delito, al mismo tiempo que lo deja, en primera instancia, en manos de los organismos de seguridad (Hallam y otros, 2012).

Pensar global, actuar local: posibles soluciones

Por todo lo planteado hasta aquí es que el enfoque de Salud Pública se ha propuesto ganar terreno en el problema del consumo de drogas, arrebatándoselo a cualquier enfoque jurídico-moral. Insistimos en la idea de que trabajar desde un enfoque de Salud Pública no implica dejar de responder represivamente a cómo el crimen organizado plantea hoy el narcotráfico. Sería ingenuo pensar que levantando toda restricción a la oferta de drogas y liberando ese mercado se solucionaría el problema. Los tiempos cambiaron y no se trata de rebobinar la historia y regresar al período anterior al año 1909, cuando todo esto comenzó.

Actualmente, gracias a los avances químicos, en la ilegalidad se diseñan decenas de nuevas drogas todos los meses que son puestas en el circuito de venta por las redes del narcotráfico, originando un riesgo para la Salud Pública al cual los gobiernos deberían responder protegiendo el derecho a la salud. En el prefacio del informe de 2014 del Observatorio Europeo de las Drogas y las Toxicomanías, hablando sobre este tema, João Goulão (ex presidente del Consejo de Administración del OEDT) y Wolfgang Götz (ex director del OEDT) advierten:

El fenómeno de las drogas es dinámico y sigue evolucionando […]. Las drogas que vemos hoy son, en muchos aspectos, distintas de las que conocíamos antes. Así se advierten en las drogas establecidas, con el notable ejemplo del cannabis, casos en los que nuevas técnicas de producción influyen en la potencia tanto del producto de la resina como de la hierba. Lo advertimos también en la producción de drogas sintéticas, con la aparición de una plétora de nuevas sustancias.

Debe ser motivo de grave preocupación la reciente aparición de nuevos opiáceos sintéticos y sustancias alucinógenas farmacológicamente tan activas que incluso cantidades minúsculas son suficientes para producir varias dosis. Apenas empezamos a vislumbrar las implicaciones futuras de estos cambios tanto para la Salud Pública como para el control de las drogas, pero parecen tener la capacidad de transformar la naturaleza de los problemas a los que nos enfrentamos. (OEDT, 2014)

Europa y Estados Unidos se encuentran ante esos desafíos (y Latinoamérica también, aunque no con la misma urgencia). Esto se debe a que en esta región la mayoría de las drogas ilegales provienen de plantas alcaloides que prosperan en la zona, como la coca, el cannabis y en estos últimos años también la adormidera. Sin embargo, el avance de las drogas de “diseño” configura un panorama que poco a poco va ingresando en nuestros países, obligándonos a construir nuevos tipos de respuestas.

Pareciera existir en nuestra civilización una especie de “vocación” por el consumo de psicoactivos y también una búsqueda constante de ciertos grupos sociales por exponerse a ese tipo de experiencias.

¿Qué hacer entonces ante el hecho de que la prohibición de drogas creó un problema que ahora la liberalización no podría resolver del todo?

Personalmente considero que se trata de ofrecer alternativas lo más simples posible a un problema complejo. En primer lugar, debemos redefinir el concepto de “guerra contra las drogas” y cambiarlo por “persecución del narcotráfico ilegal”. Hacerle la guerra a las drogas ha tenido como consecuencia perseguir también al consumidor como si este fuera el último eslabón de la cadena comercial. La metáfora de la “cadena” es tramposa, porque en realidad el consumidor no comercializa con las drogas y no está allí por las mismas razones que el resto: el lucro. En lugar de eso, su naturaleza es diferente y a lo sumo es una víctima de dicha cadena, por lo tanto merece un trato diferente.


El desafío actual consiste en construir respuestas equilibradas entre la represión del narcotráfico y la implementación de estrategias alternativas tendientes a reducir la demanda mediante la prevención, la descriminalización del consumidor, ofrecer alternativas de asistencia y reducción de riesgos y daños, así como la integración socioeducativa y laboral de los involucrados en el microtráfico.

No se trata sólo de distinguir al consumidor, al cual se lo debe abordar desde una perspectiva educativa, sanitaria y social, sino también diferenciar los eslabones más vulnerables de la cadena, que también son víctimas de la compleja trama del crimen organizado. No por nada la “guerra contra las drogas” impactó fuertemente en los sectores vulnerables −especialmente en mujeres y ciudadanos pobres− comprometidos en la venta al menudeo o traslado “hormiga” de sustancias como modo de sobrevivencia. Esto hizo que en este último tiempo se instalara la necesidad de incluir a estos sectores más vulnerables (involucrados en la preparación o venta de sustancias ilegales) desde una perspectiva más benigna e integral en la respuesta que deben tener la justicia y el Estado.

Aun así, no hay consenso sobre las alternativas que deberían precisarse en esta cuestión. Incluso la Conferencia Episcopal Argentina propuso en 2015 distinguir entre el “narcotraficante” y el “chico pobre que es finalmente utilizado para hacer llegar la droga”, que destacó, no debe ser objeto de la descarga del “castigo” del Estado.A fines del 2016 la presidente del Tribunal Superior de Justicia de Córdoba, la Dra. Aída Tarditti, publicó un estudio realizado por el Centro de Perfeccionamiento Ricardo Núñez, en el cual se describe el perfil de los imputados por delitos vinculados a la comercialización o tenencia de estupefacientes en la Ciudad de Córdoba (Argentina) (Tarditti y otros, 2016). El estudio deja en claro la elevada proporción de mujeres madres, jornaleros, jóvenes con escasa instrucción y consumidores de drogas (la gran mayoría pertenecientes a sectores sociales de pobreza y alta vulnerabilidad) involucrados en el último eslabón de comercialización de drogas, que serían sometidos a una pena mínima de cuatro años de cárcel según la ley de drogas argentina por participar en la venta de sustancias al menudeo.

¿Cuál sería la respuesta adecuada del Estado para esta población? De nuevo, la mirada netamente punitiva no parece ser la más acertada, sino una que contemple la generación real de alternativas de inclusión social y reinserción educativa y laboral integral.

El giro dado por la administración del ex presidente Obama en Estados Unidos a partir del año 2009, en su discurso sobre las drogas, implicó un avance en el cuestionamiento de este paradigma beligerante, ya de por sí criticado por varios funcionarios, como el ex Secretario General de la ONU, Kofi Annan, la ex Alta Comisionada de la ONU para los Derechos Humanos, Louise Arbour, y los ex presidentes Fernando Henrique Cardoso (Brasil), Ricardo Lagos (Chile), César Gaviria (Colombia), Ernesto Zedillo (México) y Aleksander Kwasniewski (Polonia), además del ex Secretario de Estado de Estados Unidos, George P. Shultz, y el ex presidente de la Reserva Federal de ese país, Paul Volcker. Gil Kerlikowske, el primer “zar contra las drogas” de la gestión Obama, aclaró a poco de asumir que hacer la guerra contra las drogas implicaría para Estados Unidos hacer una guerra contra sus propios ciudadanos. El giro discursivo no fue menor: a la luz de toda la historia comentada en este libro, implicaba el cuestionamiento de una de las columnas centrales que sostienen el paradigma de la prohibición.

Es que hablar de guerra contra las drogas ha implicado no diferenciar actores, metiendo en la misma bolsa tanto el narcotráfico como a los consumidores. Ocuparse de la producción, distribución, comercialización y consumo problemático de sustancias exige repensar estrategias efectivas para que la persecución del comercio ilegal de drogas no implique pisotear los derechos civiles de los consumidores, particularmente si comprendemos que la participación de estos últimos en la cadena no está motivada por el lucro. En esa tensión se desarrolla la búsqueda de nuevas propuestas en políticas sobre drogas en la actualidad.

Una alternativa que está tomando cada vez mayor cuerpo y presencia en las políticas públicas es la de la “regulación”, al menos para algunas drogas que tienen mayor presencia en las prácticas culturales. Esto es lo que está sucediendo con el caso de la marihuana, en donde distintos países y/o Estados están avanzando hacia modelos regulatorios del comercio, a fin de incluir dentro del plano de una legalidad controlada prácticas sociales de consumo que de otro modo estarían sólo en el plano de la ilegalidad, sosteniendo así −como vimos− una incongruencia de altos costos sociales. El cambio de paradigma no se está dando sólo para la marihuana, sino también para otras drogas, en el marco de estrategias de las llamadas “políticas de reducción de riesgos y daños”. Esto implica la tolerancia del acceso al consumo de sustancias psicoactivas en ambientes controlados, con el fin de evitar mayores daños a la salud, como podría ser el contagio de enfermedades o la exposición a mercados peligrosos e ilegales.

La reducción de riesgos y daños es una perspectiva siempre en la mira de la crítica por parte de los defensores del prohibicionismo. Sus detractores le atribuyen una especie de derrotismo a una guerra que, para ellos, hay que continuar e intensificar y hasta le atribuyen una manera velada de estimular los consumos. En realidad, así como entre los prohibicionistas hay muchos “grises” en sus planteos, también los hay entre quienes proponen el enfoque de Salud Pública, siendo la reducción de riesgos y daños una pieza más en el menú de oferta de intervenciones. Las otras piezas de este rompecabezas son la prevención (ambiental, universal, específica, e indicada), la asistencia (en sus distintos niveles, comenzando por la atención primaria) y la reinserción social.

Poco a poco, el enfoque de Salud Pública va ganando protagonismo en el debate internacional sobre políticas de drogas. En abril de 2016 se llevó cabo una reunión de alcance mundial en el marco de las Naciones Unidas, con el objetivo de debatir una reforma sobre las políticas de drogas.

Las alternativas al prohibicionismo extremo son al día de hoy variadas, sin existir consenso sobre cuál sería la mejor. La escala pasa por el abstencionismo (una sociedad sin drogas), el enfoque de Salud Pública (una sociedad tolerante de la diversidad y enfocada desde los Derechos Humanos) y el liberacionismo (una sociedad con libertad para las drogas). Todas tienen sus defensores y críticos acérrimos, y entre ellas existe una gran cantidad de matices.

El llamado a dicha reunión fue propuesto por los presidentes de países (como Colombia, Guatemala y México) que pagan el costo más alto en violencia y muertes por un mercado de drogas que se consumen mayormente en los países más ricos. En esta reunión −conocida como “UNGASS 2016”− se debatieron distintas opciones al prohibicionismo, entre ellas el enfoque de Salud Pública. Si bien los resultados de esta Asamblea especial no dejaron conformes a quienes abogan por un cambio claro en el paradigma mundial respecto del tema drogas, se hizo notar la necesidad de incluir el enfoque de Salud Pública y de Derechos Humanos. En este sentido, el objetivo hoy es jerarquizar la evidencia científica como base en la elaboración de las políticas públicas, sostener la necesidad de respetar los derechos de los consumidores de sustancias y presentar la opción de la regulación de drogas como parte de la soberanía política de los países que estén dispuestos a hacerlo.

En una entrevista en la revista Búsqueda en 2015, el Secretario General de la OEA, Luis Almagro, ante una pregunta periodística, opinó sobre esta tensión entre el prohibicionismo y la perspectiva de Salud Pública:

Esta es un área donde la OEA puede hacer un aporte fundamental para profundizar el reencauzamiento del debate desde la perspectiva de la fallida guerra contra las drogas a la necesidad de poner en práctica una política regida por consideraciones de Salud Pública. Creo que sí es posible un consenso regional que se guíe por esta perspectiva y combine adecuada y equilibradamente la prevención y la represión del delito.

Así está el debate hoy en día. Pareciera que corren vientos de cambio hacia una mirada más social y humanitaria sobre el fenómeno de los consumos de drogas, en la que se opta por aprender de la evidencia de los daños que el prohibicionismo nos dejó.

Referencias
Bibliográficas

Aguilar Valenzuela, R. (2013). “La cocaína: producción y precio”. El Economista, 5 de noviembre.

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