El espacio. La frontera final. Ese principio del infinito donde no terminamos de identificar a nuestro país como un actor relevante, a pesar de que los logros espaciales argentinos no son pocos ni triviales. Aunque no sea un conocimiento muy popular, Argentina tiene varios hits espaciales: fue el cuarto país en llevar a un ser vivo al espacio (el mono Juan) y retornarlo con vida a la Tierra; el tercero en lanzar cohetes desde la Antártida; uno de los pocos que viene desarrollando desde entonces diversos (y a veces controversiales) proyectos de cohetería; y uno de los que se animan a pensar en formas dramáticamente distintas de ocupar el espacio.
Podríamos empezar por preguntarnos por qué luchar contra la gravedad. Por qué andar subiendo cosas que, suponemos, tarde o temprano van a querer bajar. Una primera razón es que, mediante los datos de la Tierra que los satélites nos proporcionan, podemos comprender y anticiparnos/resolver algunos de los grandes problemas que enfrenta y enfrentará la humanidad: enfermedades, inundaciones, producción y distribución de alimentos y energía, sequías, detección de lugares óptimos para cultivo, etc. En este contexto, Argentina es el país con la octava mayor superficie del mundo, pero ocupa el puesto 31 en cantidad de población, por lo que observar y comunicar semejante territorio desde el espacio es una necesidad. Afortunadamente, nuestro sistema científico-técnico viene perfeccionando un know-how envidiable en materia satelital.
Quizás la experiencia más temprana y graciosa sea la del satélite Victor-1 en 1996, para el que se utilizó nada menos que el embrague de un Fiat 128 como elemento de separación entre el satélite y su lanzador. Pero desde entonces, la historia satelital argentina pasó por la fabricación de satélites como el SAC-A (68 kg), lanzado desde el transbordador espacial de la NASA; el SAC-C (352 kg) que rompió un récord en órbita al operar por casi 13 años monitoreando el ambiente y catástrofes naturales; y el SAC-D (1600 kg) que demostró, muy canchero, que le sobraba capacidad para trabajar codo a codo con agencias de primer nivel como la NASA a fin de medir la salinidad del mar. Y cómo no mencionar, también, a los satélites de telecomunicación geoestacionarios: Arsat (3000 kg), un hito que puso al país dentro de los pocos capaces de diseñar e integrar satélites de este tipo; o los SAOCOM 1A y 1B (3000 kg) que, con el objetivo de estudiar la humedad de los suelos, lleva una antena radar de 10 metros a lanzarse en octubre de 2018 con cohetes de la popular empresa SpaceX del amigo Elon.
Cuestión de peso
Que los pesos y tamaños de estos satélites nacionales se hayan ido incrementado es producto de la complejidad del instrumento a bordo y de las condiciones extremas que deben soportar. Pero además es evidencia de cuánto avanzó la capacidad científico-tecnológica del país. Como instrumento, el Arsat lleva a bordo una serie de equipos de comunicaciones capaz de dar servicio de transmisión/recepción de datos sobre todo el continente americano. Este instrumento debe funcionar bajo condiciones extremas, como la operación ininterrumpida durante 15 años (tiempos larguísimos comparados con los de otras tecnologías) y a más de 36.000 km de distancia, lo que requiere de una desafiante y hermosa maniobra (y mucho combustible a bordo del mismo satélite) para dejarlo en esa altura.
Pero, si bien fabricar y lanzar satélites gigantes da lugar a importantes servicios de observación o de telecomunicaciones, existe una serie de limitaciones para nada despreciables a la hora de fabricarlos, y muchas tienen que ver con cómo venimos pensando los satélites casi desde siempre. El diseño, planificación, construcción, prueba y finalmente lanzamiento de bestias como estas implican procesos de muchos años. Por ejemplo, el SAOCOM (ese que va a salir con un cohete de SpaceX), volará con un radar único en el mundo que precisó de aproximadamente 10 años de desarrollo. Mientras más grande el satélite, más tiempo de desarrollo, más costoso, y claro, mayor necesidad de asegurarse que la cosa sea confiable. Entonces, para que no falle, se aplican redundancias a nivel sistemas y componentes: o sea, si algo puede fallar, pongo una réplica al lado de repuesto y una perillita para elegir cuál usar. Pero a más réplicas, más peso, más tamaño, más tiempo de desarrollo, mayor costo, más necesidad de que no falle y así hasta el infinito y más allá.
Los vehículos de acceso al espacio hoy son exclusivos de países como Estados Unidos, Rusia, China, o la Unión Europea entre otros pocos. Esto nos implica derivar fondos nacionales hacia el exterior. Fondos siempre escasos y (lamentablemente) disponibles o no de acuerdo a la situación del gobierno de turno más que a un gran plan espacial hermoso y transversal que nos haga felices a todos. Por suerte, gracias a cooperaciones estratégicas, Argentina sólo ha pagado dos de todos los lanzamientos realizados. Y digo ‘por suerte’ porque, en general, el lanzamiento puede representar entre el 20% y 50% del costo del proyecto. Estacionar en el espacio en estas condiciones implica subordinarse a prioridades de países extranjeros, quienes claramente atenderán sus necesidades antes que las nuestras, además de ser necesario tramitar permisos formales y transportar los satélites a estos países, lo que a su vez requiere de una logística nada despreciable. A esto se le suma que cada lanzamiento dependa muy directamente del estado actual de nuestras relaciones internacionales, lo que en el caso de nuestro país tiende a variar bastante. Por ejemplo, el SAC-D estuvo embargado en Estados Unidos por algunos meses debido al reclamo de la deuda externa. Además, la importación de partes calificadas para uso espacial en general está sujeta a criterios y estrictos controles extranjeros, lo que dificulta y encarece su utilización.
Un último punto (no menor) es que lanzar en estas condiciones también implica perder confidencialidad de desarrollos nacionales. Aunque la cosa está cambiando con los lanzamientos privados, como es el caso de SpaceX, en general nadie quiere poner en su cohete una caja metálica sin saber qué hay adentro. Entonces, suele ser necesario revelar planos y detalles de los satélites que se lanzan, lo que complica mantener en secreto o reserva lo que se envía al espacio.
Si bien este paradigma de acceso al espacio nos ha permitido llegar a donde estamos, todo parece invitarnos a explorar alternativas para el futuro espacial nacional. Nuestro país, así como otros en condiciones similares, podría beneficiarse mucho de explorar modelos y metodologías que permitan un acceso ágil y autónomo a la información espacial.
Modelo para armar
Como estrategia alternativa y potencial solución para muchos de estos desafíos, la Comisión Nacional de Actividades Espaciales (CONAE) ha propuesto en el Plan Espacial Nacional dos pilares estratégicos: la Arquitectura segmentada y la Serie de lanzadores Tronador.
Los cohetes de transporte Tronador son etapas sucesivas de un lanzador nacional pequeño y de bajo costo capaz de depositar satélites en órbitas bajas y polares, utilizadas para observar territorios en altas latitudes como es el caso argentino. Al día de la fecha, el proyecto está en vías de desarrollo y ya se lanzaron tres vehículos experimentales llamados VEx. Se espera que una vez constituido como tal, el programa Tronador sea capaz de realizar entre 5 y 10 lanzamientos al año. Sin embargo, la capacidad de carga para órbita baja de las primeras versiones del lanzador se estima entre 250-350 kg, lo que a priori impediría lanzar satélites de gran peso como los que se venían lanzando.
La Arquitectura Segmentada (también conocida como arquitectura colaborativa) viene a articular e integrar una red cooperativa de satélites pequeños, puestos en órbita por medio de lanzamientos sucesivos de cohetes Tronador. Luego, cada segmento compartirá recursos por medio de una red inalámbrica en órbita. El eje de la idea es que varios segmentos pequeños, más fáciles y rápidos de fabricar, logren generar en conjunto un producto equivalente o mejor que el de un gran satélite monolítico. Por ejemplo, varios segmentos con cámaras ópticas de baja resolución podrían cooperar para generar una sola imagen de mayor resolución similar a la que podría obtenerse con un satélite de gran tamaño y peso.
Además de cumplir el objetivo de acceder rápida y autónomamente a la información espacial, el combo tronador-segmentada aporta otras ventajas operacionales importantes. La primera tiene que ver con que los lanzadores a veces fallan (los nacionales y los internacionales, los chicos y los grandes, no zafa nadie). Escalonar un lanzamiento en muchos de menor magnitud permite que un fallo no implique la pérdida de la misión, sino sólo una degradación de su rendimiento. También aparecen ventajas en la reparación y actualización, porque el fallo de un satélite ya no supone el fin de la misión, además de que podría ser rápidamente reemplazado. Por otro lado, segmentos obsoletos podrían igualmente ser actualizados con mejores y actualizadas capacidades. La vida útil del sistema resulta así tan extensa como se la desee mantener. Esto al mismo tiempo permite pensar en una extensión de funcionalidad, ya que el sistema completo puede extenderse con el agregado de un nuevo segmento a la red que incorpore un nuevo instrumento, mejorando la capacidad de observación u otros recursos de valor para la red tales como memoria, procesamiento o capacidad de descarga (cualquier parecido con un Megazord es pura coincidencia). A todo esto se suma que en principio, y dependiendo de las capacidades de propulsión y orientación de los segmentos lanzados, la constelación satelital podría acomodarse y adaptarse a nuevas formaciones para satisfacer diferentes necesidades de misión (lo que llamamos adaptabilidad en órbita).
Una última ventaja es que la Arquitectura Segmentada habilita configuraciones inexistentes en satélites monolíticos. Un mismo objetivo puede ser observado desde diferentes ángulos o bien se puede cubrir una mayor superficie de observación. Así, la distribución espacial de segmentos incrementa las tasa de visita a un mismo punto sobre la Tierra. Dicho de otro modo: ¿para qué conformarnos con un solo punto de vista cuando podemos tener muchos?
Pensar ya no en un satélite enorme sino en segmentos ofrece también otras ventajas, esas que no tienen que ver con el producto final en sí sino con la forma en la que diseñamos, desarrollamos y fabricamos. Armar varios segmentos en serie permite generar un aprendizaje y reutilización de la ingeniería, bajando tiempos de producción y costos, algo que no es posible en satélites monolíticos que deben ser diseñados prácticamente desde cero para cada misión. Esto mismo también habilita un enorme potencial de cooperación, porque si decidimos usar comunicaciones inalámbricas estándares y abiertas, nada impediría sumar segmentos de otras instituciones nacionales o extranjeras. Implica, también, una gran oportunidad para que esta arquitectura pueda devenir en una suerte de Internet espacial donde agencias se presten (o vendan) servicios de procesamiento, almacenamiento o descarga de datos en órbita.
Desafiante el chiquitín
Claro que los satélites se ponen en el espacio pero se fabrican en la Tierra, con tecnología terrícola que acá funciona lo más bien pero que podría no hacerlo tanto una vez que se la suspende en el vacío, helado, oscuro y para nada simpático espacio exterior. En particular, la presencia de radiación y los rangos de temperatura (-170°C a 123°C, dependiendo de la exposición solar) en el espacio impiden el uso indiscriminado de chips o microelectrónica de celular. La vibración que se debe soportar en los lanzadores es otro factor clave a tolerar (algo que se ensaya con parlantes de altísima potencia). Además, el vacío favorece la emisión de gases de materiales así como también genera la imposibilidad de refrigerar componentes con coolers (pequeños ventiladores) y disipadores como hacemos dentro de nuestra querida atmósfera.
Cualquiera sea la aproximación tecnológica para lidiar con estos problemas, los satélites también deberán ser capaces de operar autónomamente y de forma coordinada en órbita, sin intervención humana para resolver. Será fundamental para estas constelaciones contar con herramientas que permitan integrar observaciones de pequeños instrumentos en diferentes satélites para obtener una de mayor calidad o valor. Para la observación terrestre se requiere de técnicas mediante las cuales se combinan varias imágenes de baja resolución para obtener una de mayor resolución (a las que se llama ‘de superresolución’), mientras que para aplicaciones basadas en radares cooperativos se deben desarrollar antenas (partidas), que permitan integrar varias mediciones de radares de baja capacidad de detección en una mayor.
Además, toda esta coreografía espacial va a necesitar coordinarse, de manera que los diferentes segmentos requerirán mantener una formación (distancias constantes y predecibles) en el espacio. Esto puede implicar el uso de pequeños propulsores disparados autónomamente en base a datos muy precisos de sensores de posición y orientación, para evitar que nuestros bailarines se conviertan en autitos chocadores espaciales.
Estas hormigas cósmicas también van a tener que aprender a pensar juntas: los segmentos deberán coordinar y distribuir entre ellos tareas de adquisición de datos de observación así como su transmisión, almacenamiento, procesamiento, entre otras funciones. Estas decisiones requieren del desarrollo de un sistema de software inteligente, autónomo y distribuido adaptado al espacio basado en técnicas modernas de aprendizaje automático. También vamos a tener que superar el desafío de hablar idiomas compartidos. El sistema se deberá basar en una tecnología de comunicaciones inalámbricas sin precedentes en el espacio. En este marco, es fundamental buscar consenso por medio del uso de tecnologías estandarizadas que habiliten la cooperación con otras agencias y proveedores. Ni hablar de la dificultad para obtener y almacenar energía, que será recolectada por medio de paneles solares, lo cual implica un gran limitante a la hora de comunicar satélites a cientos o miles de kilómetros de distancia, por no nombrar problemas de interferencia y de seguridad entre otros desafíos actualmente bajo estudio.
Superar todas estas dificultades técnicas es condición necesaria pero no suficiente: también tenemos que superar desafíos humanos. La puesta en marcha del paradigma segmentado requiere, además, de un cambio de mentalidad de aquellos involucrados en la dirección y ejecución de los proyectos espaciales nacionales, muchos con amplia experiencia en metodologías tradicionales. No es que estas sean peores o mejores, simplemente que el contexto y los tiempos son otros.
Contar con un lanzador pequeño pero propio como el Tronador empuja fuerte para que ciclos de desarrollo de varios años se conviertan en ciclos ágiles de producción en el orden de meses. Contar con estrategias para integrar funcionalidades en órbita (como la Arquitectura Segmentada) habilita a replantearse misiones y objetivos espaciales nacionales que, es pertinente mencionar, no reemplazan sino expanden los actuales.
Los sectores privados tanto a nivel internacional como nacional (por ejemplo Satellogic) parecen ya haber entendido el nuevo lenguaje y están encaminados en proyectos de pequeños satélites con fines de lucro. El combo Tronador-Segmentada se perfila como la expresión pública de este nuevo paradigma enfocado en responder a necesidades socio-productivas de interés nacional. Y entender todas las dificultades que se interponen entre el presente y este futuro, lejos de asustarnos, debería ponernos a hacer la listita de todo lo que tenemos que mirar para seguir aprendiendo y logrando nuestro lugar en la conquista del espacio.