Capítulo 1.2

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Así lo define el intelectual francés Norbert Elias, y su prosa es formidable. Pero un fenómeno tan complejo como la muerte no puede ser conceptualizado en apenas quince palabras. O al menos eso pienso, cuando todavía es muchísimo lo que ignoro sobre un objeto de estudio tan desafiante. Cada campo del conocimiento —seré más específico—, [...]

La muerte es un hecho biológico
al que se le da un tratamiento
social específico.
 
 
La soledad de los moribundos
Norbert Elias

Así lo define el intelectual francés Norbert Elias, y su prosa es formidable. Pero un fenómeno tan complejo como la muerte no puede ser conceptualizado en apenas quince palabras. O al menos eso pienso, cuando todavía es muchísimo lo que ignoro sobre un objeto de estudio tan desafiante. Cada campo del conocimiento —seré más específico—, cada temática en particular posee su menú de autores. Aquellas plumas que, si el lector ingresara a tientas en el tema, no podría dejar de consultar. Sus referentes, sus fundadores, sus clásicos. Y son clásicos porque, pese a que pueden (y deben) ser criticados —en la medida en que los contextos cambian, las ideas trastabillan—, sus conceptos y categorías parecen no envejecer tanto. O al menos parecen tener una vejez saludable. Bueno, Philippe Ariès es uno de esos autores para los estudios históricos sobre las actitudes de los seres humanos ante la muerte en Occidente.

Como son clásicos, se trata de personas a las que resulta fácil llegar. Los libros de Ariès ocupan un lugar importante, tanto en el campo teórico dominante de la historiografía acerca de la muerte como también en las librerías y locales de usados, donde suelo sentirme más a gusto. No hay librero adiestrado en la feria del Parque Rivadavia, en el barrio porteño de Caballito, que desconozca quién es Ariès. Así llegué a su obra: no me encontré con él, me hicieron chocar de frente con él. A cada persona que le preguntaba, me respondía con la recomendación: “Si te interesa la historia de la muerte, tenés que leer a Ariès”; con la pregunta: “¿Todavía no leíste a Ariès?”; con la orden: “Leé a Ariès, empezá por él”. Sin más remedio, una mañana de ese verano estupendo de 2015, volví a mi casa con unos cuantos libros de Ariès y algunos de Elias.  

Una vez devorada la lectura, pude advertir que Ariès maneja, esencialmente, dos hipótesis: una más a mano y otra más oculta. La primera: las personas no siempre murieron del mismo modo. Si bien las actitudes que las sociedades tuvieron frente a la muerte parecen inmutables, en verdad no lo son. Se han producido, por el contrario, cambios imperceptibles, que podrían dejar entrever un puñado de confortables generalidades. En las carreras de Antropología y Comunicación Social de diversas universidades nacionales, por caso, enseñan que las culturas no soportan un abordaje de corte generalista; sin embargo, aquí —siguiendo los rastros del autor— haré una excepción. Una clasificación que elude las heterogeneidades pero que sirve para acercarme en puntitas de pie a un objeto de estudio tan dinámico y desobediente como al que intento aproximarme. También es verdad que si intentara relevar las formas específicas en las que cada cultura vive la muerte, este libro sería interminable. Y los libros, como la vida, deben tener un fin.

La segunda hipótesis, Ariès la suelta con mayores dosis de disimulo: los rituales mortuorios funcionan como pistas —termómetros— para entender la dinámica vital, para desentrañar los humores sociales. La muerte como pulso de la vida y la vida como pulso de la muerte. Más concreto: ¡como se vive, se muere! Esa es la idea del autor y decido atesorarla, hacerla mía.

A continuación, recuperaré —al menos de forma sucinta— las etapas que el historiador utiliza en sus libros de mayor circulación —como Morir en Occidente. Desde la Edad Media hasta nuestros días— para calificar las formas del morir. Haré un repaso por los modos desplegados en la Antigüedad y la Edad Media (“muerte domesticada”), en la Edad Media y principios de la Edad Moderna (“muerte propia”), en la Edad Moderna (“muerte del otro”) y en la Edad Posmoderna (“muerte prohibida”). Luego, sumaré por cuenta propia un análisis más actual, esto es, una reflexión acerca de cómo se transformó la actitud ante la muerte y las formas del morir durante la pandemia de la COVID-19, sobre todo, en los primeros meses de 2020. Cuando todo el mundo estaba revuelto, cuando nadie sabía cómo manejarse. Cuando nadie sabía cómo vivir, cuando nadie sabía cómo morir. 

Muerte domesticada

Así denominó Ariès a la actitud más antigua, más extendida y común frente al acontecimiento de muerte. Se trata de la resignación familiar pasiva al destino colectivo de la especie y puede resumirse en la fórmula: todos moriremos. Durante la Antigüedad y la Edad Media, las personas, salvo en muertes excepcionales —súbita, como producto de pestes o como resultado de las guerras—, fallecían sabiendo que iban a morir. Y la advertencia, claro, estaba dada por signos naturales, antes que por las llamadas “premoniciones mágicas”. Las personas sabían cuando se aproximaba su fin y decidían tomar sus recaudos. Esperaban acostados, yacentes, pensativos. Pacientes. La muerte era un hecho sencillo, discreto, por el que nadie debía alarmarse más de la cuenta. 

El historiador resume, a modo general, cuál era la actitud corriente que los hombres y las mujeres cultivaban:

Si la muerte era el destino colectivo y el mundo occidental había aprehendido la máxima todos moriremos, era perfectamente comprensible que los humanos de aquella época aguardasen el momento con total naturalidad. Además, ya habían sido socializados de ese modo: con abuelos y abuelas, con padres y madres que se habían comportado de una forma similar. ¿Cómo? El moribundo descansaba en su cama y los asistentes (familiares, amigos y demás seres queridos que iban a visitarlo) rodeaban el lecho. Pronto, como conocía el protocolo y a sabiendas de que se trataba de un evento público y organizado, quien se preparaba para morir se convertía en una especie de director de orquesta. Aprovechaba la llegada del sacerdote para encomendar a Dios a todos los presentes y el clérigo, a cambio y según se estilaba, absolvía al moribundo de todos sus pecados. Una buena manera de morir en paz, a pesar de los errores; una buena manera de desmarcarse de las faltas cometidas. Luego, el hombre de la Iglesia realizaba la extremaunción: rociaba con agua bendita el cuerpo; un cuerpo todavía vivo aunque próximo a su final.

Los sobrevivientes que se amontonaban alrededor de la cama trataban de acompañar el último signo vital; sin embargo, algunas veces no todo era tan sencillo. ¿Por qué? Porque aunque es posible estimar cuando una persona está por fallecer, el instante preciso no se puede programar. Entonces, la segunda pregunta golpea como cachetada, pues ¿cómo era el proceso cuando la muerte se demoraba en llegar? Se cree que el moribundo aguardaba en silencio, como quien espera una noticia importante e inevitable. Sin exasperarse, con una mezcla de resignación aceptada, con gesto apacible; sin dramatismos ni emociones exacerbadas. Alrededor quedaban los que estuviesen. Siempre mucha gente: principalmente conocidos, pero también los había desconocidos.

Imaginé por un segundo esa situación en 2021. Uno de nosotros, tal vez yo, está por morirse en la cama de un hospital (no ya en una casa) y comienzan a desfilar por el lugar completos desconocidos. ¡Váyanse, por favor, quiero morir en paz! Hoy morir en paz es algo bien distinto. Las formas del morir cambian, eso aprendí de Ariès.  

Es que, en la Antigüedad y en la Edad Media, la muerte era un evento público. Todo el mundo que pasaba por las casas en las que yacían los moribundos ingresaba y daba el pésame. Será mucho más adelante, a partir de los preceptos higienistas de la medicina moderna (siglos XVII y XIX), que comenzará a cuestionarse la superpoblación en las habitaciones de los individuos que agonizaban. Mientras tanto, todos eran bienvenidos, más aún los parientes, sin importar la edad y lo preparados que estuvieran. Los niños y las niñas asistían sin problemas, no había tapujos ni tabúes al respecto.

Más tarde, una vez que el hecho se consumaba y era constatado, ¿cómo seguía el procedimiento? Pese a la familiaridad con la muerte, desde la Antigüedad precristiana se ha desconfiado de la cercanía física entre los vivos y los difuntos. Según se creía —sin ninguna evidencia científica, la ciencia como institución social aún no existía–, los muertos podían perturbar la cotidianidad de los vivos. Por este motivo, se procuraba que ambos mundos estuviesen separados. A paso lento pero firme, el proceso de asociarlos comenzó con los cristianos que, antes de morir, empezaron a pujar —en especial los que gozaban de algún estatus en la sociedad— por ser enterrados al lado de sus santos y mártires. Así fue como dejó de haber separación entre iglesia y cementerio, por lo que vivos y muertos también se entremezclaron. Esta actitud se prolongará hasta bien entrada la Edad Media.

Muerte propia

La segunda de las concepciones referidas por Ariès emerge entre los siglos XII y XIV. Desde su perspectiva, esta nueva actitud ante la muerte traslada la importancia a la existencia individual, reconocida durante los tiempos modernos que se avecinaban, y puede sintetizarse bajo la fórmula muerte propia. Desde aquí, se producen cambios que trastocan la vieja idea de destino colectivo —todos moriremos— hacia la preocupación por la individualidad de cada persona.

Pasión por la vida: con conciencia de la finitud, emerge el mandato de aprovechar cada segundo como si fuera el último. Esta actitud ante la muerte tuvo su correlato en los rituales. Si bien los cementerios de la primera mitad de la Edad Media fueron producto de acumulaciones de sarcófagos anónimos, a partir del siglo XII se individualizaron las sepulturas, pues surgió el deseo de conservar la identidad de la tumba y la memoria de quienes se habían “marchado de este mundo”. Se comenzó a identificar las inscripciones funerarias, las placas murales y los testamentos. ¿Los testamentos tal cual se conocen en la actualidad? Bueno, no tanto. En realidad, se utilizaban como un medio a través del cual cada ser humano se explayaba en sus pensamientos, voluntades y convicciones, más que un acto de derecho privado para transmitir una herencia.

Hacia el fin de la Edad Media y comienzos de la Edad Moderna, a las personas empieza a interesarles participar en su muerte, concebida ya como un instante excepcional en el que su individualidad adquiere una forma definitiva. La muerte le pertenecía al individuo, no era de nadie más que de él. El ser humano como centro del mundo. No obstante, a partir del siglo XVII, las cosas vuelven a transformarse un poco. El individuo resigna una cuota de soberanía sobre su propia vida y la muerte es compartida, de nuevo, en familia.  

La muerte del otro

A partir del siglo XVIII, el ser humano que habitaba Occidente otorga un nuevo sentido a la muerte. La exalta, la dramatiza y la vuelve impresionante, aunque ya no estará preocupado por su propio final, sino por el de sus seres queridos. Las emociones, que en siglos precedentes eran contenidas, a partir de aquí son exteriorizadas, expulsadas hacia el teatro de lo público: espectacularizadas. Ante el muerto, los sobrevivientes gesticulan, se agitan, rezan, imploran, dramatizan. Lloran, languidecen, se desvanecen, ayunan. Como si el sacrificio fuera una medida del amor para con la persona que perdió su vida. Ariès explica lo que ocurre con las emociones así:

Tras siglos de sobriedad y solemnidad, el duelo se volvió ostentoso, pomposo. Lo que los deudos estaban representando era una dificultad mayor para aceptar la muerte del otro. Esta concepción brindará como efecto, durante los siglos XVIII y XIX, un renovado culto para las tumbas. Tan es así que la acumulación de los difuntos en los terrenos de las iglesias se tornó intolerable: la tierra estaba saturada de cadáveres y los cementerios ubicados en campos anexos estaban tan abarrotados que violaban la dignidad de los restos mortuorios, los cuales solían exhibirse a plena luz del día. Por otra parte, los mandatos modernos de la salud pública indicaban que las emanaciones de olores podían poner en riesgo a los vivos. Se los consideraba focos infecciosos y epidémicos.

Como resultado, con el propósito de mejorar los parámetros de salubridad y a causa de que la muerte del otro debía ser más y mejor reconocida, en los ritos de inhumación y en las tumbas se comenzó a exhibir el rechazo de los deudos a aceptar el fallecimiento del ser querido. Muchas familias, en el afán de aferrarse a sus cuerpos, decidieron conservarlos en los patios que correspondían a sus propiedades, o bien, más allá de los preceptos religiosos, escogían los cementerios públicos como nuevo destino para sus restos. De esa manera, podían visitarlos todas las veces que quisieran. 

Las flores y otras muestras de cariño (como juguetes en las tumbas de los más pequeños) se convirtieron en exhibiciones fehacientes de que en esas porciones de tierra yacían los restos de individuos que, efectivamente, habían sido queridos en vida y que continuaban siendo recordados con cariño expreso. Pero, por otro lado, un miedo afloró durante esta época: el miedo a ser enterrado antes de tiempo. 

El entierro prematuro

Durante estos siglos, la literatura de suspenso tuvo a una de sus máximas estrellas. Me refiero a Edgar Allan Poe, cuyos cuentos más citados giran en torno a un temor muy vinculado con la época: la catalepsia y el miedo a ser enterrado vivo.

De hecho, la catalepsia y el miedo a ser enterrado vivo estaban ampliamente conectados: muchas personas temían las inhumaciones prematuras a causa de la catalepsia. ¿Qué es la catalepsia? Algo así como una muerte aparente. En casos excepcionales, las personas aparentaban estar muertas porque sus funciones cardíacas, respiratorias y neurológicas funcionaban al mínimo. Como los deudos creían que el individuo había fallecido, se disponían a celebrar los rituales mortuorios.

El maravilloso escritor describe ambos fenómenos. Lo hace desde la subjetividad plena, colocándose en el centro de la escena. Aquí va un fragmento de su cuento titulado, precisamente, “El entierro prematuro”: 

El personaje del cuento narra cómo solía avisar a sus amigos que sufría catalepsia, con el único propósito de evitar ser enterrado vivo —ese temor, cuando es irracional y persistente, se conoce como tafofobia—. Y enseguida, con un relato espasmódico, describe el manojo de precauciones que había tomado para salvar su pellejo en caso de que la catalepsia lo encontrara lejos de sus afectos y un grupo de desconocidos se topara con su cuerpo “semidormido”.

Esto que describe Poe parece bizarro, un producto más de su portentosa imaginación. Pero no lo es tanto. Ricardo Péculo, a quien ya mencioné y con quien me encontraré de nuevo más tarde en el transcurso de este libro, suele explicar que el temor a ser enterrado vivo sigue muy latente en la actualidad:

En su texto, Poe describe —como buen periodista que era— una serie de antecedentes que sirven como ejemplos de entierros prematuros, de los que él mismo tuvo noticia. Aquí va uno ocurrido en Francia, en 1810, mientras la Revolución de Mayo ardía del otro lado del Atlántico.

En el presente, gracias a los avances de la medicina legal y forense, la catalepsia se detecta antes y los entierros prematuros no son frecuentes, sino más bien excepcionales. No obstante, no falta la ocasión en que, una vez cada tanto, alguna noticia sorprende con que un individuo fue inhumado cuando aún no había fallecido.

En Argentina, hay una investigación del Conicet para cada tema. Ana María Risco analiza la presencia de estos fenómenos en la literatura de Edgar Allan Poe y en el periodismo local, específicamente, el de la provincia de Tucumán. Apenas me enteré de su experticia, decidí contactarla. Aproveché mi trabajo como periodista como una excusa para saciar tanta pregunta atragantada. Por aquella época, todo lo que rozara al menos de manera lateral a la muerte se llevaba mi atención. Durante la entrevista, su punto de vista quedó condensado en apenas unas líneas.

De la muerte del otro y el miedo al entierro prematuro, lo que sigue es la muerte prohibida. Como tabú, como fenómeno inenarrable. 

La muerte prohibida

Existen múltiples comunidades dentro y fuera de Argentina que viven la muerte de una manera diferente, para quienes el acontecimiento no es necesariamente un tabú, y cada una de ellas ameritaría un libro aparte. Pero la actitud predominante que según Ariès se ha desarrollado en el último cuarto del siglo XX es la de la muerte prohibida. Así es como un evento que se vivía de manera familiar pasa a ocultarse. Se esfuma. La muerte se torna vergonzosa y se transforma en un objeto de censura. En el hospital, el cementerio, o en el sitio que sea, los deudos no tienen derecho a emocionarse. Y si lo hacen, deben hacerlo de una manera medida, calibrada, quirúrgica, prolija. Deben comportarse como si se estuviesen disculpando por el llanto, por los mocos, por la flojera, por pedir un pañuelo, por secarse, por la transpiración, por el desgarro interno, por la parte del mundo que se les va.

Como la muerte se oculta, ya nadie se acostumbra y cuesta aceptarla como un eslabón más en el proceso natural de la vida. Fue arrancada del ámbito cotidiano con el propósito de que la sociedad —es decir, los amigos, los vecinos, los colegas del trabajo y los compañeros del gimnasio— perciba lo menos posible que por allí ha pasado la muerte. Las ceremonias deben ser discretas y evitar lo grotesco. El funeral del periodista Bernardo Neustadt, cuya liturgia fue liderada por su compinche Mariano Grondona, es tan recordado —precisamente— por representar un ejemplo de lo que no debe hacerse en el rito, de lo disruptivo, de lo que quiebra el ambiente. De lo que no. El espectáculo, por supuesto, está disponible en YouTube. 

En el presente, el funeral del conductor televisivo sigue siendo recordado con sorna por los programas de archivo, como algo a la vez espectacular y que no debe ocurrir. Es que, durante las últimas décadas, las manifestaciones de duelo comenzaron a ser rechazadas; los deudos ya no llevan ropa de luto ni adoptan una apariencia diferente al resto de los días. Como dice Ariès, una pena demasiado visible no inspira piedad, sino repugnancia; es un símbolo de desarreglo mental, de mala educación. Por lo tanto, nadie quiere exhibir sus penas a flor de piel para no impresionar a los niños, que cuanto menos sepan, mucho mejor; que cuanto menos entiendan, menos complicaciones. Que ya sabrán cuando sean más grandes.

En el cuento “Conducta en los velorios”, Julio Cortázar, con maestría implacable, exhibe la cocina de los funerales, los comportamientos estereotipados de la gente. Lo que hay que hacer en el momento y en la forma en que se debe hacer. Descubre las dinámicas, el reverso; enseña la eficacia del ritual. De su texto se desprende la idea de que el ritual es un teatro, o mejor dicho una obra en la que cada uno de los participantes actúa según el libreto de la cultura a la que pertenece. Y la cultura en Occidente indica que las explosiones en llanto y las crisis deben apagarse apenas surjan, con decoro, con delicadeza programada.

En este marco de negación rotunda y emociones contenidas, es comprensible que la cremación se convierta en la forma masiva de ritual. Es considerado como el medio más radical, ya que después del fuego, las cenizas, y luego de las cenizas ya no queda más nada. Es el final, “el final-final”, solía repetir Liliana Colotto, una de las personas a cargo del área de Archivo y Patrimonio Histórico del Cementerio de la Chacarita, con quien trabé una relación muy cordial.

La cremación es una opción por la pulcritud, pero al mismo tiempo una vía que excluye el peregrinaje; que elimina, en la mayor cantidad de los casos, la posibilidad de visitar los cementerios. Aunque las cenizas puedan colocarse en urnas y estacionarse en el cementerio, las familias —por lo general— deciden llevárselas y esparcirlas por algún lugar escogido y convenido previamente con la persona fallecida. Un río, una cancha de fútbol, cerca de papá y mamá.   

Para Ariès —y luego supe: para tantos más—, la muerte es un tabú tan definitivo que, durante las últimas décadas, reemplazó al sexo como objeto principal de censura. Se volvió clandestina. El autor enhebra sus justificaciones de esta forma:

¿Cómo se hace, entonces, para desarmar el tabú? La primera respuesta asoma como instinto de supervivencia: hay que comunicar(se). El diálogo rompe el hechizo que confiere el secreto y el aura alrededor de la vida eterna. Aún nadie ha descubierto una poción, una piedra filosofal; no hay magia negra ni blanca ni multicolor que nos vuelva inmortales. Pero si no hay vida eterna, entonces, ¿qué pasa cuando morimos? ¿Cómo enfrentar ese final? En el transcurso de mi investigación, esa pregunta me obsesiona. Pero no logro encontrar una respuesta. Corro en círculos, improviso tarascones y lo único que encuentro es mi propia cola.

Hay autores que son buenos con los documentos y otros que son buenos con las reflexiones. Norbert Elias es de los segundos, pero sus libros no se consiguen tan fácil como los de Ariès. Es agosto de 2018 y camino a ritmo normal por la peatonal de Mar del Plata. La emoción transcurre por dentro. Como ocurre con la muerte y los velatorios, decido no exteriorizar el entusiasmo, me sentiría en la obligación de dar explicaciones que nadie quiere escuchar. Luego de tanto buscar, doy con un ejemplar de La soledad de los moribundos. No lo puedo creer, lo he buscado por años y lo conseguí en el lugar menos pensado: una mujer, en plena calle, vendía cientos de libros. Quería deshacerse de su biblioteca, necesitaba el dinero para pagar el alquiler de su casa. “Ese está bueno, Elias es muy lúcido. ¿Leíste Sobre el tiempo?”. Le digo que no y también me lo llevo.  

En La soledad de los moribundos, Elias realiza un abordaje original cuando reflexiona sobre qué significa enfrentar la muerte y por qué sería clave prepararse para “un buen morir”.

Es que, piensa Elias, los humanos no somos más que una vasta comunidad de mortales. Desde su perspectiva, habría que hacer como los gladiadores romanos, que saludaban al César con la frase “Morituri te salutant” (“Los que han de morir te saludan”). La plena conciencia sobre la muerte permite una mejor planificación del final con el propósito de evitar que el proceso sea más duro para quienes sobreviven.

No obstante, según su enfoque —y en esto concuerda con Ariès—, en el presente los seres humanos no están muy entrenados en mirar de frente a la muerte. Más bien, levantan una pared de hierro, impenetrable, contra la sola idea de que morirán. No quieren interferencias, no están dispuestos al ruido. Ya bastante tienen con sus vidas como para andar preocupándose por sus muertes. Las creencias, y dentro de estas, las religiones, han desempeñado un rol central como “remedio simbólico”, analgésico del confort —pecado de la procrastinación—. La promesa de una vida después de la muerte, de una vida eterna, ha servido a las sociedades para no abandonarse al dolor y a la corrosión interna. El problema es que si la anestesia es ilusoria, el dolor nunca se va realmente.

Frente al dolor, otra vez, la comunicación. La privatización de la muerte quiebra una dinámica que en el pasado era pública, para que todos vieran, incluso los niños y las niñas. Niños y niñas que necesitan una explicación, que la merecen, porque el abuelo no se fue al cielo, porque la mascota no se perdió, porque la vida es finita y por ello hay que vivirla. Se argumenta que ya sabrán la verdad completa, y mientras tanto se les ofrece esta verdad a medias. Dice Elias: 

En la actualidad, coinciden los autores, se vuelve más difícil acariciar al moribundo, abrazarlo, brindar una demostración de cariño. Demostrar ternura está mal visto. Cuánto más lo estará una vez que la persona ya está muerta. El tabú es excesivo, la represión social impide las manifestaciones libres. Las personas se despersonalizan; el peso de la cultura suele ser demasiado opresivo. La distancia con la muerte proviene de un pensamiento simple: como nunca me va a tocar, vivo como si nunca fuera a morir. 

Así de taxativo es Elias. Así de rotundo. Sin embargo, sus conclusiones no calman, no quitan la ansiedad, no reconfortan. Cuando la realidad pesa, la ficción libera. Busco en Google: “muerte + literatura”. Me sale esto: José Saramago, Las intermitencias de la muerte.

¿Y si las personas dejaran de morir?

La pregunta que articula Las intermitencias de la muerte es la siguiente: ¿qué pasaría si un día cualquiera, de cualquier año, la gente dejara de morir? Si se interrumpiera, en efecto, el ciclo de la vida. Si la vida fuera eterna, pero no solo para unos pocos, sino para todos y todas.

Saramago pinta un paisaje desconocido, pero sus hipótesis en forma de prosa —exquisita y revolucionaria, pues diseña un manual de sintaxis propia— no son tan descabelladas. De hecho, algunas pueden llegar a sonar bastante convincentes.

Para empezar, narra que la suspensión de la muerte por tiempo indeterminado causaría problemas económicos, políticos, religiosos y morales. Con una “huelga de muerte”, el autor describe —del mismo modo que ocurrió con la pandemia— el descalabro que se inicia con las autoridades sanitarias, que pronto advierten cómo la infraestructura se ve desbordada. No saben, al comienzo, qué hacer, cómo actuar ante poblaciones en constante envejecimiento y con una estructura de asilos y hospitales incapaz de hacer frente a un inminente colapso. La gente deja de morir, pero no deja de enfermar. Si la muerte abandona su letalidad y se toma un descanso, los viejos —explica el autor— se convierten en un estorbo y la vejez eterna se ubica como el único destino de la humanidad. 

Los líderes de la Iglesia se rompen los sesos intentando hacer que el discurso de la resurrección no quede obsoleto. La oración que sigue la escribiré al estilo Saramago porque debe leerse al estilo Saramago: si no hay muerte no hay resurrección si no hay resurrección no hay Iglesia si no hay Iglesia no hay religión que aguante. Los filósofos, lo mismo: hay filosofía porque existe conciencia acerca del final. Si no hay final, la necesidad de reflexión se apaga. Los vendedores de seguros, por su parte, buscan qué asegurar ahora que la vida de nadie corre peligro; los empresarios funerarios hacen lobby ante el gobierno para declarar obligatorio el entierro y los funerales de animales. Los políticos, mientras tanto, ensayan malabares para explicar lo inexplicable a partir de expresiones discursivas ya gastadas e ineficaces. 

Pronto, es tal la incertidumbre que los personajes de Saramago claman a coro: “Si no volvemos a morir no tendremos futuro”. La muerte es necesaria, la muerte funciona.   

El antropólogo Bronislaw Malinowski, en su libro Magia, ciencia y religión (1948), desarrolla una perspectiva funcionalista sobre la muerte. El autor describe el suceso como un elemento constitutivo de la vida humana, un engranaje que forma parte de un proceso funcional. La muerte, desde aquí, es una necesidad básica que debe cumplirse para satisfacer el orden social. Su visión sistémica, incluso, alcanza a los ritos que también cumplen con un propósito. Las prácticas funerarias de duelo que siguen al acontecimiento de muerte responden a un deseo paradójico que impulsa a los deudos a mantener los lazos afectivos con el fallecido y, en simultáneo, los insta a romper de forma inmediata y definitiva toda relación con el objetivo de asegurar el dominio de la voluntad y la autonomía de los sobrevivientes por encima del sentimiento de desesperación e injusticia.

De esta manera, los ritos funerarios conservan la continuidad de la vida humana al impedir que los vivos se abandonen al impulso de huir sobrecogidos de pánico, o al impulso contrario de acompañar al muerto a la tumba. En este marco, algunas veces ingresa la religión para reducir la incertidumbre y conservar la homeostasis social. Con su creencia en la inmortalidad, en la independencia de cuerpo y espíritu, y, en efecto, en la idea de que existe una vida después de la muerte, la religión no solo canaliza, sino que incluso genera fe en los creyentes y les ofrece una posibilidad de salvación. Incluso, en las ceremonias que se celebran tras la defunción de un individuo, la religión atempera la desmoralización, el miedo, y reconstruye el grupo.

Sin embargo, la realidad no es una sola ni los fenómenos suceden de manera tan esquemática. El antropólogo estadounidense Clifford Geertz, desde el interpretativismo, describe y analiza las causas que llevaron a la interrupción de un ritual tras la muerte súbita de Paidjan, un niño de 10 años de Modjokuto, una pequeña ciudad de Java oriental, en Indonesia. En esa ocasión, la muerte, en lugar de ser seguida por las habituales ceremonias funerarias javanesas y por sus prácticas de entierro metódicamente eficaces, inició un extendido período de tensión social. Y la religión tuvo mucho que ver.

Tradicionalmente, en Java, cuando la noticia de la muerte de un aldeano circula, los vecinos deben abandonar lo que están haciendo para dirigirse a la casa de los parientes del difunto. Las mujeres llevan alimentos, que luego servirán en el funeral, y los hombres cavan la tumba. Llega el modín, el individuo que por sus conocimientos dirige la ceremonia: el cadáver es lavado con agua especial y se lo envuelve en una muselina. Una docena de personas entonan oraciones arábigas junto al cuerpo durante 5 o 10 minutos. El cuerpo, luego, es llevado al cementerio con los rituales prescritos y es enterrado. Allí, el modín, junto a la tumba, dirige un discurso en el que le recuerda al muerto sus deberes como creyente musulmán. El funeral termina a las dos horas y le siguen las reuniones conmemorativas en la casa de los parientes del difunto a los tres, a los siete, a los cuarenta y a los cien días. Al milésimo día, se considera que el muerto ya retornó al polvo y que el abismo que lo separa de los vivos es absoluto.

No obstante, nada de esto sucedió durante el funeral de Paidjan. Apenas se constató el fallecimiento, su tío (a cargo de su cuidado) envió un telegrama a los padres del niño diciendo que su hijo estaba muy enfermo. No les notificó su muerte porque consideró que el choque con el sufrimiento podía ser muy duro. Mientras tanto, llamó al modín para que comenzara la ceremonia.

Sin embargo, cuando llegó a la casa, el hombre encargado de orientar las acciones alegó que no podía presidir el entierro porque el tío pertenecía a otro bando político y a otra religión, y él no conocía los ritos correctos de esa religión, sino solo los del islam. Esta negación dejó desconcertado al tío: jamás se le había ocurrido que las agitaciones partidarias y religiosas podían impedir oficiar al modín. En paralelo, nuevos actores hicieron lo suyo para alimentar el conflicto. El policía de la aldea manifestó al modín que, de acuerdo a las usanzas consagradas con el tiempo, tenía el deber de sepultar a todos con imparcialidad, estuviera o no de acuerdo con sus ideas políticas. Pero el conflicto se profundizó cuando el jefe del subdistrito, por el contrario, apoyó al modín; entre ambos instaron al tío a que firmara un documento ante el jefe de la aldea donde constara que él se convertiría en musulmán. El tío se encolerizó y salió de su casa.

La noticia de la muerte de Paidjan había circulado por toda la aldea y, para ese momento, ya había mucha gente que aguardaba el comienzo de los rituales, incluyendo al mismísimo Geertz. De hecho, cuando Geertz llegó al patio, notó que había dos grupos de hombres bien diferenciados, mujeres susurrando en el interior de la casa y un nivel de incertidumbre que no tenía nada que ver con la habitual serenidad en circunstancias como esas. Nadie sabía qué hacer. Para colmo de males, una de las razones por las cuales los javaneses acostumbran a realizar inhumaciones rápidas es porque, desde su perspectiva, resulta peligroso tener el espíritu del difunto por la casa.

Abu, un viejo sastre, llamó al tío para que conversaran y dieran inicio a la ceremonia. Abu se encargaría del ritual según las costumbres no musulmanas a pesar de su religión. Pero de nuevo el desconcierto: nadie sabía exactamente cuáles eran los pasos a seguir en el funeral —si eran necesarias tres personas para lavar el cuerpo, si se debía bendecir el agua, cómo había que colocar los algodones—, atrapado por dos tradiciones políticas y religiosas. La mujer del tío rompió en llanto, algo a todas luces “incorrecto”. Justo en ese momento, llegaron los padres de Paidjan. En un principio, demostraron la usual compostura, pero, al acercarse su hermana, la esposa del tío de Paidjan fue corriendo hacia ella y ambas rompieron en llanto. Fueron separadas y arrastradas a casas opuestas. La madre de Paidjan, sin embargo, se escurrió entre las mujeres que intentaban calmarla, se acercó al cuerpo del niño y comenzó a besar sus genitales. El marido la arrancó con fuerza, avergonzado de la situación.

El padre, finalmente, decidió que su hijo fuera sepultado según la ley islámica. Tres días después se celebró el primer encuentro conmemorativo. El padre de Paidjan pidió la palabra y dijo que él mismo no era de ningún bando político, que lamentaba las confusiones producidas y que quería, simplemente, que el muchacho fuera enterrado a la manera antigua. Aquel desorganizado funeral, desde el punto de vista del autor, no era más que un ejemplo microscópico de conflictos mayores, de disoluciones estructurales y de intentos de reintegración que, de una manera u otra, son característicos de la sociedad indonesia contemporánea. Así es como el conjunto de creencias y ritos que durante generaciones había guiado y tranquilizado a incontables ciudadanos en el período posterior a la muerte dejó repentinamente de producir sus acostumbrados efectos. La religión, de pronto y sin que nadie lo esperase, dejó de funcionar como remedio simbólico.

Medicalización

Uno de los procesos que más y mejor caracterizan la muerte durante la posmodernidad es la denominada medicalización. Lo contaré con un ejemplo, uno del que ya hablé pero al que no puedo evitar volver: hace siete años falleció mi gran maestro y amigo, el profesor Leonardo Moledo. Tenía cáncer de pulmón y, para cuando su corazón dejó de latir, desde hacía semanas su única casa era la clínica. Se había ganado la estadía, luego de décadas de cigarrillo. Era un fumador empedernido, de esos que no terminan uno que ya están prendiendo el siguiente.

Fui a visitarlo y me recibió como siempre, con un: “¿Qué hacés, Pablito? Gracias por venir”. La incomodidad era manifiesta, mi amigo estaba moribundo e híperconectado a tecnologías que nunca había visto en mi vida. Rodeado de médicos y enfermeras que, cada tanto, se acercaban a revisar que todos los artefactos estuvieran funcionando del modo esperado. Médicos y enfermeras cuyas visitas comenzaron a ser menos asiduas conforme transcurrió el tiempo. Tubos que iban y que venían, suero, alimentación y baño asistido, sábanas impecables, olor a nada, olor a todo eso junto. Estaba en cueros, mientras los cables atravesaban su cuerpo a cierta altura, como si fuesen autopistas. Recibía visitas cronometradas de familiares y otros seres queridos.

Esta escena que me tocó presenciar en 2014 encastra de manera perfecta con el proceso de medicalización de la muerte que Ariès puntualiza para las formas del morir que prevalecen en el contexto actual. La gente ya no muere en su casa, al calor de los suyos; por el contrario, cuando los signos vitales se apagan, los sujetos se hallan en un centro de salud y, por lo general, aguardan a solas o con la compañía de apenas un ser querido. Se cree que solo así, con un alto grado de asepsia, puede brindarse un mejor pasar al vivo que está por morirse. Ariès lo retrata del siguiente modo: 

La “gran acción dramática de la muerte”, desde la óptica del autor, dejó el paso a un fallecimiento controlado, asistido, solapado. El hospital, centro de la razón y la ciencia, se encarga de los últimos cuidados, pero, como reverso quizás, se ha tragado de un bocado y sin masticar ni una vez todo el ritual. Con ello, ha alejado al moribundo de su vida cotidiana, de sus afectos, de sus paisajes y de sus olores. 

Según Ariès, la ciencia ayuda a vivir a los enfermos, pero no los ayuda a morir (esto me obsesionaría más adelante, en un paso posterior de mi investigación, cuando llegara el momento de pensar en la eutanasia). El moribundo se descubre privado de sus derechos, de planificar su final como hacía en el pasado, de elegir quién quiere que esté y quién no. En resumen: no tiene una muerte digna. En el hospital, al moribundo rara vez se le comentan los detalles sobre su estado; simplemente, se asiste una teatralización de la muerte: los familiares se turnan para verlo y para preguntarle cómo se siente y para escuchar si se siente mejor, si se siente peor, o si está estable. Los médicos chequean el funcionamiento de las máquinas y revisan las funciones vitales de quien yace postrado, y el moribundo está ahí, sin decir nada, aunque su cuerpo grite de hastío, de fatiga. Ebrio de cansancio. 

Pero los gritos del cuerpo no se escuchan, nunca se escuchan, porque debe prevalecer la solemnidad: el enfermo tiene que tener la delicadeza de ser discreto. Quienes lo visitan deben comunicarse con él como si la muerte no estuviera cerca, como si no rondara por allí, como si nunca se presentase. Este proceso se reproduce durante días hasta que en un instante, cuando ya nadie presta atención a la escena, cuando todos finalmente se acostumbraron a la nueva vida cuidando del pariente a medio vivir, este finalmente muere con total higiene pero sin ningún ruido. En la penumbra de una lámpara encendida para nadie.  

Elias bautiza a este fenómeno la “institucionalización racional de la muerte”. Para definirlo, lo distingue de lo que sucedía en el pasado.

Los adelantos de la medicina son fantásticos. Con solo pensar que hace menos de dos siglos las intervenciones quirúrgicas se hacían sin anestesia… La medicina ha hecho, afortunadamente, que muchas enfermedades que tiempo atrás eran mortales hoy puedan tratarse sin problemas. Junto a la potabilización del agua, ha prolongado la vida y la ha dejado en un promedio de 75 años, mientras que en el siglo XIII, un hombre que alcanzaba las cuatro décadas era considerado casi un anciano. Para decirlo de una vez, las ciencias de la salud reemplazaron a la muerte con enfermedad. Enfermedades tratables, curables. 

Aunque también están las incurables y, en estos casos, la muerte es aplazada con medicamentos, con ortopedias de ocasión. Las preguntas que también caben son: ¿para qué? ¿Qué sentido tiene una vida en estas condiciones? ¿Eso es vida? ¿Tomar medicamentos hasta reventar? ¿Hacer tratamientos hasta que duela el estómago? ¿Qué es la vida cuando no es posible vivirla?

Muerte en pandemia

No podía escribir un libro sobre la muerte sin contar cómo ese fenómeno se trastocó con la pandemia. Para ello, conversé con Laura Panizo, antropóloga de la muerte, que durante los primeros meses de la propagación del coronavirus se propuso analizar cómo se transformaba el paisaje ritual a partir de la irrupción de muertes masivas y extraordinarias. El SARS-CoV-2, un virus microscópico que lo reventó todo. 

A diferencia de lo que ocurre en el universo ficticio creado por Saramago, en el nuestro la gente muere todo el tiempo, todos los días, a cada minuto. Pero muere en una cantidad tal que la inmensa red de infraestructuras de la muerte —instituciones públicas y privadas, cada Estado, cada provincia, cada partido y cada municipio— puede contener. Sin embargo, con la pandemia fue diferente. La pregunta que rondaba en la cabeza de los gobernantes desde los primeros días del brote en Wuhan hasta que la noticia explotó en los medios era más o menos la siguiente: ¿qué hacer con la irrupción de números inéditos de cadáveres en tan corto tiempo? Durante febrero y marzo de 2020 en Europa, y durante abril y los meses siguientes en algunos países de América Latina, morgues, funerarias y cementerios se saturaron casi de forma simultánea. En este desborde, tanto agonizantes como difuntos no pudieron ser acompañados. 

Entre todas las lógicas que se han trastocado por la COVID-19, los rituales de despedida destacan como una de las más importantes. Esto en algún punto no es nuevo: ha habido otras pandemias con similares consecuencias, pero esta probablemente sea la primera vez que nos toca verlo en primera persona a muchos de nosotros. Los Estados prohibieron los velatorios y funerales (así como las ceremonias religiosas), o bien los redujeron a su mínima expresión, al tiempo que las prácticas rituales de estética sobre los cuerpos fueron reemplazadas por otras, esta vez, prácticas de limpieza sobre los espacios con el propósito de evitar la contaminación. Se modificó, en resumidas cuentas, la estética mortuoria (la ya mencionada tanatopraxia). Los profesionales de la muerte se vieron obligados a cambiar sus rutinas de trabajo porque participar de los entierros se convertía en una tarea amenazante por los contagios. Ante la ausencia de rito, el duelo quedó suspendido.

Como no alcanzaban los espacios, hubo que crearlos. Panizo lo explica de esta manera:

Panizo, en un trabajo que realizó con su colega Valérie Robin Azevedo, dice que el concepto de mala muerte puede aplicarse en aquellos casos en que no se realizan las prácticas funerarias habituales, cuando la muerte no es esperada ni acompañada. Se trata de despedidas interrumpidas, que generan disrupción y conflicto para quienes las experimentan. Por el contrario, una “buena muerte” es la esperable: es transitada por el moribundo y por los deudos siguiendo los procedimientos normales, rutinarios. Es aquella que sucede al final de una vida, durante la vejez, por una enfermedad controlada y que no implica procesos penosos de larga agonía.

En las malas muertes nada de esto sucede. Se concibe, por tanto, que “los cuerpos no pueden descansar en paz”. Son casos en que el proceso del morir no culmina con la inhumación o la cremación. La gente, durante la pandemia, muere mal, una y otra vez. En Ecuador, para citar un ejemplo, los propios familiares fueron quienes, allá por mayo de 2020, transportaban los ataúdes de sus seres queridos por las calles en busca de algún sitio disponible para enterrarlos. Sucedió en Ecuador, pero también en Jujuy. Despedidas trastocadas, a media cocción.

Pero la mala muerte no solo se relaciona con la pandemia, sino que también puede hallarse en otros casos excepcionales, ya sea con los desaparecidos de la última dictadura, o bien con Malvinas, un tema que la especialista estudió en profundidad.

Que los cuerpos tampoco se pueden tocar no significa un detalle menor. Para que la muerte sea procesada a través de los diferentes rituales y siga su pasaje —es decir, que los muertos sean considerados efectivamente como muertos y los vivos retornen, despacio, a sus rutinas—, el cuerpo se tiene que poder tocar, ver, enfrentar. La mala muerte implica una ausencia de este proceso; la ausencia de un cara a cara con la persona que falleció y que ya no estará más.

Es complejo prepararse para una mala muerte, sobre todo cuando es fácil advertir la magnitud de la performance que los medios ensayan (música escalofriante, placas rojo sangre, imágenes de cementerios creados para la ocasión) en un contexto de pandemia. Son muertes que contaminan.

Panizo y su equipo han comprobado de qué manera se generan vacíos en los familiares y otros seres queridos por los cambios en los rituales. Por eso, cuando todo esto acabe, llegará el momento de la reconversión de la mala muerte:

A partir de marzo de 2020, en Argentina el coronavirus mantuvo a buena parte de la gente con temor por una muerte que podía ser inminente. A diferencia de lo que sucedía antes de la pandemia, las sociedades volvieron a experimentar el miedo a la muerte, a un contagio por un virus que podría culminar con la vida propia, con la de los seres queridos y con la de desconocidos que tampoco deberían morir en esas condiciones. El final de la vida pasó a estar en agenda cuando —como contaban Ariès y Elias— durante las últimas décadas los humanos habíamos intentado desplazarlo y posponerlo por todos los medios posibles. La especialista del Conicet lo explica de este modo: 

A mediados de 2020, surgió la Red Institucional Orientada a la Solución de Problemas (RIOSP) denominada “Red de Cuidados, Derechos y Decisiones en el final de la vida”. Creada por investigadores e investigadoras del Conicet y de otras instituciones afines a la temática, emergió con el objetivo de generar intercambios y proyectos entre científicos y científicas, profesionales, tomadores y tomadoras de decisiones y quienes gestionan políticas públicas en torno a los problemas vinculados al final de la vida.

“Muerte y duelo en el contexto de la pandemia por COVID-19. Contribuciones para fortalecer las políticas públicas en relación a los procesos de duelo como experiencia colectiva humanizada frente a la muerte en el contexto de la COVID-19” es el título que le dieron a un artículo en el que expresan una serie de aportes para que el final de la vida sea un poco más humano en un contexto de desequilibrio mundial que, a priori, poco tiene de humanidad.     

El nuevo coronavirus —como describió Panizo— afectó los ritmos y las prácticas de cuidado, de acompañamiento y de asistencia en las últimas horas de vida y los rituales durante las instancias críticas de los ciclos de vida y muerte. En el documento, la Red lo expresa de esta manera:

Además, a la falta de contención vinculada a la escasez de medidas concretas, lo discursivo —para los miembros de la Red— también atenta contra los deudos y la construcción de la memoria colectiva. Para los y las especialistas, no se repara lo suficiente en la frialdad de los números, se olvida que “detrás de estas figuras abstractas hay seres con rostros, con nombre y apellido, y deudos que sufren”. Como apuntan, la muerte

Desde aquí, plantean que el Estado acompañe el proceso del morir y el dolor de los deudos como experiencia colectiva humanizada frente a la muerte en el contexto de la COVID-19. Proponen, en contraposición a la comunicación —fría y despersonalizada— de la cifra de los fallecidos, nombrar públicamente las muertes, esto es, “individualizar sus biografías, poner en palabras el dolor por la pérdida, propiciar el proceso de memoria e involucrar en ello a la comunidad, siempre en consonancia con criterios respetuosos de la diversidad cultural y las necesidades, los derechos y la autonomía de las personas”.

Lo que ocurre es que, ante la magnitud del problema, se resigna sensibilidad, se pierde calidez. La suspensión de la empatía conduce al acostumbramiento por una muerte a escala, por una muerte masiva. Los muertos, advierten, “se transforman en números”, y los números son objetivos, certeros, serios, rigurosos, pero también inanimados, fríos y despersonalizados. Elias decía que durante las guerras mundiales, la sensibilidad hacia el hecho de matar, hacia la gente que moría y hacia la muerte se evaporó a las claras con bastante rapidez en la mayoría de las personas. La brillante intelectual Susan Sontag describía una situación similar en el clásico Ante el dolor de los demás.

Sin embargo, desplegar una estrategia de comunicación política en este marco no es tarea sencilla. El Estado debería intervenir, pero el plan tendría que contemplar un conjunto de acciones a varios niveles. ¿Por qué? Porque, de nuevo, a diferencia de lo que se puede aventurar, la heterogeneidad es la norma. Algunos deudos, por caso, ante una campaña pública que apunte a visibilizar los rostros de sus seres queridos fallecidos por coronavirus podrían negarse. Manifestarse en desacuerdo frente a la difusión de un acontecimiento que quizás prefieren, con toda razón, mantener en privado. Al mismo tiempo, el conteo de los fallecidos es necesario. Para el ensayista Alejandro Kaufman, de hecho, no solo es necesario, sino también fundamental.

La complejidad que supone la muerte en pandemia está servida. Solo dos premisas que, en un contexto de excepción como este, pueden operar a modo de pistas. Primera: no hay soluciones lineales ni únicas. Segunda: será vital acudir a los conocimientos —acumulados durante décadas— de los científicos y las científicas forenses, es decir, los profesionales que hablan con los muertos.