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En los últimos años se pusieron de moda muchas dietas que proclaman ser la forma real de alimentación humana. Todas ellas prometen que, si seguís ciertas reglas, podrás conectarte con la verdadera naturaleza de tu cuerpo, alcanzar un equilibrio metabólico y acceder a la salud perfecta. En un extremo, están quienes sostienen que los humanos evolucionamos gracias al consumo de carne y otros tejidos animales, y que entonces esos alimentos deben ser los protagonistas de nuestros platos. En el otro extremo, están las personas que afirman que la anatomía y fisiología de nuestros cuerpos es frugívora y crudívora, y que nuestra salud se vería beneficiada de comer principalmente frutas y alimentos crudos. También hay quienes aseguran que, sin lugar a dudas, nuestra “naturaleza alimentaria” —si existe tal cosa para nuestra especie— se perdió cuando abandonamos la recolección de plantas silvestres y la caza de animales salvajes, y que los alimentos derivados de la agricultura y ganadería moderna son nocivos para nuestra salud. Y no faltan quienes aseveran que gracias a la tecnología podemos sintetizar nuestros alimentos con todos los nutrientes necesarios a través de impresoras 3D y otras innovaciones contemporáneas. En el medio, hay de todo. Pero, a pesar de este amplio abanico de opciones y posturas respecto a la alimentación humana, la realidad es mucho más sencilla y simple: no existe una dieta específica que los humanos deban seguir. El linaje de los humanos —y entre ellos nuestra propia especie, Homo sapiens— tiene unos 2 millones de años en la Tierra. Durante ese tiempo, el planeta sufrió múltiples cambios ambientales, como sequías severas y glaciaciones, que modificaron rotundamente los paisajes donde vivían nuestros antepasados. Quienes no se movían hacia otros lugares en búsqueda de comida o no se adaptaban a las nuevas condiciones impuestas por la naturaleza simplemente morían. Pero aquellos individuos que superaban los desafíos y lograban dejar una descendencia con capacidades de adaptación similares fueron forjando, acaso sin saberlo y a lo largo de muchísimas generaciones, una característica maravillosa: la flexibilidad alimentaria. A diferencia de una gacela, que sólo se alimenta de pasto, o de un león, que necesita de la carne para vivir, los humanos podemos alimentarnos de una enorme variedad de alimentos: frutas, carnes, verduras, huevos, granos, semillas, anillitos de colores, hamburguesas, helados, etcétera y etcétera. Por supuesto, poder comer de todo no significa que debamos hacerlo, y tampoco quiere decir que podamos consumir cualquier alimento en la cantidad que sea sin sentir las consecuencias. Encontrar el equilibrio en la alimentación es una tarea que ha desvelado a muchas personas dedicadas al estudio de la nutrición humana, y que aún hoy sigue siendo tema de debate. Difícilmente la respuesta sea tan sencilla como recomendar comer lo que comían nuestros antepasados, pero eso no significa que no podamos aprender nada de ellos. Somos el producto de una serie de procesos evolutivos y de un devenir histórico. Desandar ese camino, entender nuestra naturaleza humana, sus bordes y sus implícitos, puede resultar fundamental para comprender nuestro vínculo con la comida. Y lo mismo funciona a la inversa: rastrear a lo largo de los milenios las sucesivas mutaciones de ese vínculo servirá, también, como otro camino hacia el autoconocimiento. Lo primero que podemos asegurar en ese sentido es que los humanos somos animales pertenecientes al diverso grupo de los primates, entre los que se encuentran también el mono capuchino, el lémur de cola anillada y el papión, entre otros. Más específicamente, formamos parte de la familia de los grandes simios, junto con los gorilas, los orangutanes, los chimpancés y los bonobos; con estas últimas dos especies compartimos hasta el 99% de nuestros genes. Esta sorprendente similitud genética se debe a que la línea ancestral fue la misma para todas estas especies hasta hace unos 7 millones de años, momento en el que en África emergió una nueva rama de grandes simios significativamente distinta a las demás. El conjunto de especies que abarca desde ese animal parecido a nuestros primos chimpancés y bonobos hasta nosotros se llama Hominina. Si bien se han encontrado al menos unas 21 especies distintas de homininos, nosotros, los Homo sapiens, somos la única sobreviviente. Algunas de ellas tenían cuerpos más similares al de los simios —como brazos largos, mandíbula de gran tamaño y baja estatura—, y otras poseían cuerpos con forma claramente humana. Es decir, eran primates corpulentos de brazos relativamente cortos, que pasaban la mayor parte del tiempo parados sobre sus dos extremidades y con una anatomía que les permitía caminar largas distancias. Todas las especies del género Homo que surgieron desde hace 2 millones de años cumplen con esta última definición, como Homo erectus, originada hace unos 1,9 millones de años, Homo heidelbergensis, hace 800.000 años, y nosotros, Homo sapiens, hace 300.000 años. Por todo esto, a lo largo de este libro, me tomaré la licencia de decirle humanos a todas las especies del género Homo, y me referiré a nosotros como sapiens, excepto en los períodos donde seamos la única especie viva de humanos. Pero arranquemos desde el principio. Si para hablar de comida tenemos que remontarnos al origen de los tiempos, bueno. Que así sea.

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248 páginas, cuño seco y 3 tintas (negro y dos Pantone)

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