Inteligencia emocional

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¿No te gusta trabajar en un banco? No te preocupes, ese problema está muy lejos. Pensá que ahora tenés diecisiete años, estás terminando el colegio y te preocupa empezar la facultad. ¿Por el estudio que va a implicar? En absoluto, eso no te asusta. Lo que te preocupa es si podrás hacerte amigos y amigas. Durante la secundaria siempre mantuviste el mismo grupo, se conocen desde la infancia. Sin embargo, te peleás seguido. Dos por tres, alguien se va del grupo de WhatsApp. Luego de unos días, siempre vuelve. Pero la sensación queda y empezás a preguntarte: si con tu grupo de siempre hay tantas peleas, ¿será que no tenés la capacidad de mantener amistades? No, no, la culpa es de los demás. Vos siempre decís lo que sentís y lo que pensás. Y eso no puede estar mal… ¿no?

Más que mil palabras | La expresión de las emociones

Algunas personas piensan que las emociones juegan un rol importante solo en las situaciones románticas o en una confrontación física, pero en realidad, están presentes todo el tiempo en nuestras vidas: nos ayudan a tomar decisiones, a entender el mundo, y son cruciales en todas nuestras interacciones sociales.

El conocimiento acumulado y el refinamiento de los métodos de la ciencia moderna nos brindaron una respuesta simple, sencilla y elegante sobre qué son las emociones: un complejísimo sistema heredado a través de la evolución para sobrevivir. Dicho sistema se pone en marcha ante estímulos al interactuar con el ambiente, lo que genera una serie de cambios en el cuerpo que tienen un impulso de acción característico. Si vamos distraídos caminando por la calle y de repente suena una bocina muy fuerte, inmediatamente nos asustaremos y reaccionaremos de manera automática para huir del peligro sin pensar. Si vemos a un ser querido que está llorando, entenderemos automáticamente que está angustiado y tendremos el impulso de brindarle nuestro apoyo. Es decir, una emoción es nada más y nada menos que una respuesta automática de nuestro cerebro, un “algoritmo” que se activa automáticamente para no tener que pensar nuestra respuesta en una situación en la que, justamente, hay que actuar rápido. Joseph LeDoux, un gran neurocientífico que además es guitarrista y líder de la banda The Amigdaloyds (en alusión a la amígdala cerebral), propone llamarlas simplemente circuitos de supervivencia. Tiene sentido, ¿no?

Charles Darwin, en uno de sus tratados clásicos, titulado La expresión de las emociones en el hombre y los animales, extendió su teoría de la evolución natural más allá de las estructuras físicas hacia el campo del comportamiento. Lo que sostenía su argumento era el hecho de que ciertas emociones son expresadas de la misma manera a lo largo y ancho del mundo, incluso en personas de lugares desolados que habían tenido muy poco contacto con otros pueblos, lo que descartaba la posibilidad de que esas respuestas hubieran sido culturalmente aprendidas. Concretamente, Darwin descubrió que la manifestación facial, la “cara” de las emociones, era universal. Es decir, que acá o en China las personas ponemos más o menos la misma cara cuando sentimos enojo, tristeza o alegría. Esto le sugirió que debía haber un componente heredable en las emociones. Por otro lado, también se dio cuenta de que muchos de los gestos por fuera de la cara que acompañan a las emociones sí son aprendidos. Un ejemplo concreto es el festejo que hace un jugador de fútbol al hacer un gol. Basta comparar videos de jugadores de la década del 70 con la forma en que festejan hoy. Probablemente, la emoción en ambos casos sea la alegría y la cara sea la misma, pero la gesticulación con el resto del cuerpo es muy diferente. Otra observación importante fue que ciertas emociones se expresan de manera similar entre las mismas especies, lo que sugiere la posibilidad de que dichas emociones se hayan conservado dentro del mismo árbol evolutivo. 

Muchas veces las emociones nos muestran nuestros valores, y a su vez los valores condicionan nuestras emociones. No solo sentimos miedo ante predadores, sino también ante las nuevas tecnologías que invaden nuestra privacidad o limitan nuestra autonomía, o si hay posibilidades de que gane las elecciones algún político que no nos gusta. Por otro lado, un mismo hecho puede hacer que algunas personas sientan alegría y otras, enojo o tristeza. 

En los seres humanos esto es bastante fácil de notar. Con mayor o menor habilidad, nos damos cuenta de que una sonrisa significa alegría, que cuando alguien grita con el rostro fruncido y los músculos de la cara contraídos probablemente esté manifestando enojo, que si ante una pérdida alguien quiera quedarse en su casa es que está triste, y así sucesivamente. Tanto las expresiones faciales como la postura corporal, gestos, palabras y el tono de voz están también conectados biológicamente con las emociones. Podríamos decir que una expresión vale más que mil palabras. 

Es más, hay un examen (el test de Eckman) en el cual se evalúa la capacidad que tienen las personas de reconocer las emociones a través de la cara de un grupo de actores y actrices a quienes se fotografió pidiéndoles que pusieran expresión de tristeza, enojo, sorpresa, alegría o miedo. La capacidad de leer o hipotetizar qué emoción está teniendo una persona a través de su expresión facial es parte fundamental de la inteligencia emocional, y puede llegar a tener incluso importantes implicancias legales. Los estudios de Paul Eckam se utilizan actualmente en criminología.

Filosofía contemporánea | Emociones agradables vs. emociones desagradables

Si bien nuestras emociones constituyen herramientas importantes para entender nuestro entorno e interactuar con él, lo cierto es que son complejas, a veces confusas, y pueden impulsarnos a cometer errores. Es fundamental tener en cuenta que las emociones están ahí para asegurar nuestra supervivencia, pero no es su función asegurar nuestro bienestar, entendido tal como lo describimos en capítulos anteriores. Las emociones sirven para comunicarnos algo que es importante para nosotros, movernos a la acción, mantenernos con vida, para comer, cuidarnos del peligro y proteger a nuestras crías, pero poco tienen para decir sobre el “buen vivir” o la felicidad.

Como mencioné anteriormente, las emociones surgen automáticamente a partir de un estímulo (externo o interno) y, por lo tanto, no podemos decidir si experimentarlas o no. Sumado a lo anterior, hoy tenemos la certeza de que no es saludable ignorarlas. Por lo tanto, una gestión inteligente de las emociones implica enfocarnos en entenderlas e intentar modular las respuestas que nos surgen según si son efectivas o no, y si estas emociones (y su intensidad) se ajustan (o no) a los hechos. En algunas situaciones nos podemos volver personas excesivamente emotivas y no pensar claramente, lo que nos puede llevar a creer que nuestro juicio sobre determinada situación es correcto, y por extensión, también nuestras acciones (es decir, tenemos un sesgo, un error sistemático a la hora de procesar la información). Esto puede ser un verdadero problema si además nuestras emociones nos nublan tanto el pensamiento que nos llevan a ignorar los hechos (otra forma de sesgo). Cuanto más fuerte es una emoción, más fuerte resulta nuestra creencia de que esta se basa en una realidad incuestionable. Además, las emociones “se aman a sí mismas”, y si uno sigue el impulso de la emoción, esta aumenta, crece, se hace más intensa. Si le das el espacio, las emociones se retroalimentan, pero si hacés lo opuesto al impulso, la emoción decrece o incluso puede llegar a extinguirse. Sabiendo esto, es importante entrenarnos en distinguir si una emoción se ajusta o no a los hechos, y si actuar siguiéndola es o no efectivo en relación a mis valores y metas.

Si tengo miedo a los perros y huyo sistemáticamente de ellos porque pienso que me van a hacer daño, seguiré sintiendo miedo. Si me enfrento a los perros y aprendo a relacionarme con ellos, el miedo bajará progresivamente. Esta exposición progresiva a los estímulos estresantes es un protocolo muy utilizado en la clínica para tratar diferentes tipos de fobias.

Las emociones pueden tomar el control de nuestra mente y alterar nuestros pensamientos, generando distorsiones de la realidad que nos dificultan la interacción con el entorno. Cuando estamos en un estado de intensidad emocional, nuestra mente es bombardeada con pensamientos alarmantes e imágenes perturbadoras. Así, no queda espacio para el pensamiento racional y nuestro juicio se nubla. Por ejemplo: “me siento inseguro, este lugar es peligroso”, “si me deprimo cuando estoy sola, no valgo”, “si estoy asustado, hay algo amenazante”, “la amo, por lo tanto, ella debe ser la persona indicada”. Estos se denominan pensamientos emocionales. Es muy importante aprender a notarlos, porque pueden condicionar nuestro comportamiento y redisparar las mismas emociones que los generaron. 

Además, a veces una emoción es acorde a la situación, pero no así su intensidad. Por ejemplo, si una persona con la que estaba empezando a salir me deja de hablar, puedo estar triste, pero encerrarme a llorar tres días seguidos no es una respuesta proporcional ni efectiva. Hay que aprender a identificar nuestras emociones, comprender que siempre tienen un disparador (validarlas) y examinar si nuestra respuesta frente a ellas es efectiva o no. Si nuestra respuesta no es efectiva, podemos cambiarla mediante entrenamiento. Al aprender a observar nuestras emociones, aprendemos también a separarnos en lugar de identificarnos con ellas, y a verlas como fenómenos automáticos y biológicos. La abundante base experimental existente permite concluir que, si bien todas las personas venimos al mundo con un temperamento determinado (un set de programas de reacción automática), lo que vivimos durante los primeros años de vida tiene un efecto importante en nuestra configuración cerebral y, en gran medida, definen el alcance de nuestro repertorio emocional. Pero, afortunadamente, ni el temperamento ni la influencia de los primeros años de vida determinan de manera irreversible nuestro destino emocional. Es decir, la puerta para el desarrollo de nuestra inteligencia emocional permanece abierta durante toda la vida gracias a la neuroplasticidad de nuestro cerebro.

La neuroplasticidad cerebral se refiere a la capacidad que tiene el sistema nervioso para cambiar su estructura y su funcionamiento a lo largo de la vida. La neuroplasticidad les permite a las neuronas regenerarse tanto anatómica como funcionalmente, y formar nuevas conexiones sinápticas con otras neuronas, nuevos caminos de información para cumplir diferentes tareas. De esta manera, el cerebro es capaz de recuperarse de lesiones y reestructurarse para restablecer el funcionamiento. Si bien esta sorprendente capacidad existe durante toda la vida, es mayor en la infancia, y por ese motivo los y las infantes aprenden más rápido y se recuperan mejor que las personas adultas.

Aprender a identificar y expresar nuestras emociones nos puede ayudar a acercarnos a nosotros mismos y a quienes amamos, a cumplir nuestras metas alineadas a nuestros valores, y a vivir una vida valiosa. Por eso, necesitamos gestionar nuestras emociones de manera efectiva. Para empezar, tenemos que separar el trigo de la paja, y reconocer cuáles son esas emociones de entre un abanico enorme de palabras que le ponemos a lo que nos pasa. Tradicionalmente, solemos describir a las emociones según si nos hacen sentir de forma agradable (la literatura sobre el tema las llama emociones positivas: amor y alegría) o desagradable (emociones negativas: tristeza, enojo, culpa, envidia, celos y asco), pero no por ello unas son buenas y las otras, malas. Recordemos que todas las emociones son importantes y nos brindan información. Por lo tanto, no tiene sentido juzgarnos mal por experimentar emociones como la tristeza, la envidia o el enojo. Como dice Moria, filósofa contemporánea: “si querés llorar, llorá”.

Barrenar la ola | Cómo gestionar las emociones

Como ya vimos, todas las emociones tienen eventos disparadores, es decir, estímulos que gatillan la emoción. Los disparadores pueden ser externos (te enojaste porque en el grupo de WhatsApp hablaron mal de vos) o internos (te enojaste porque pensaste que en el grupo de WhatsApp hablaron mal de vos). 

De aquí surge un concepto muy importante, que es el de la validez de las emociones. Todas las emociones son válidas porque todas tienen disparadores. Ninguna surge de la nada. “Validar” quiere decir aceptar y comprender que las emociones tienen una función y su aparición tiene sentido porque siempre tienen un disparador (a menos que tengas un problema de salud mental particularmente complejo). Por supuesto, que sean válidas no quiere decir que tengamos que actuar según el impulso que nos generan. Una vez reconocido el disparador (y esto a veces es un desafío en sí mismo), tenemos que determinar si la emoción se ajusta o no a los hechos (lo que veríamos si filmamos la situación con una cámara, sin interpretaciones). 

Volvamos al ejemplo anterior. Tenés diecisiete años. No sirve que te digan que es una edad hermosa y tenés que disfrutarla. Vos tenés tus problemas y son tan enormes como los de cualquiera. En este caso, tu problema es que hoy cada vez que hacés una pregunta en el chat, te clavan el visto. No te responden. Eso, naturalmente puede disparar una emoción como el enojo. Pero, si bien el surgimiento de la emoción es válido, capaz deberías asegurarte de entender qué está pasando antes de actuar según esta emoción.

Este punto es muy importante porque el evento disparador suele acompañarse de interpretaciones. A veces condimentamos ciertas situaciones, les echamos sal y pimienta: agregamos pensamientos, creencias, suposiciones o valoraciones sobre un hecho. Es fácil equivocarse cuando estamos atravesados por una emoción, sobre todo si es intensa. Por ejemplo, podrías pensar que no te responden en el chat porque no te valoran, porque no te respetan o incluso porque no te quieren. Pero puede ser que no te respondan porque están en clase o simplemente no pueden hacerlo en ese momento. Si actuás según el enojo, suponiendo que no te responden porque no te respetan, lo más probable es que tus amistades se alejen.

Si bien la forma de expresar las emociones verbalmente varía de persona a persona, lo que se siente en el cuerpo son fenómenos bastante comunes,  incluso entre culturas diferentes. En el año 2014, Lauri Nummenmaa y su equipo publicaron un estudio muy interesante en el que mapearon las emociones en el cuerpo de más de 700 personas. Mientras que la ansiedad se suele sentir como una opresión en el pecho o la boca del estómago, la tristeza se experimenta como un vacío en el interior, y el cuerpo se siente pesado, como de plomo. Por su lado, el asco se suele sentir en la garganta y el tubo digestivo. En cambio, la alegría recorre todo el cuerpo. Somos animales sofisticados, pero seguimos siendo animales, y estas sensaciones corporales son manifestaciones de la respuesta fisiológica establecida por nuestro genoma.

Finalmente, no hay que olvidar que existen factores de vulnerabilidad que hacen que un individuo esté más sensible a una emoción, que sea más probable que haga interpretaciones emocionales o que sea más reactivo biológicamente a algunos disparadores. Eventos del pasado o del presente, falta de sueño, estrés situacional, mala alimentación, consumo de determinadas sustancias psicoactivas y no hacer ejercicio son algunos ejemplos.

Cuando vivimos una circunstancia similar a una experiencia del pasado asociada a determinadas emociones intensas, se gatillan las mismas emociones (o muy parecidas) que en aquel entonces, aunque la situación actual no se esté presentando bajo las mismas circunstancias. Esto se debe a una cuestión anatómica cerebral muy interesante: el área de la memoria, el hipocampo, está literalmente pegada a la amígdala cerebral, la región que se encarga de buena parte de nuestras respuestas emocionales, principalmente aquellas vinculadas con la ansiedad y el miedo. Así, las emociones le imprimen importancia a nuestros recuerdos, lo que permite su conservación. 

Te hice imaginarte que eras adolescente (quizás lo sos) y te paré frente a un problema absolutamente real y posible. Y después te dije cómo salir de ahí. ¿Lo hice aplicando sentido común? ¿Es acaso este un libro de consejos para problemas que quizás ni tenés? No, lo que hice fue aplicar un algoritmo. Este algoritmo simple intenta mostrar un camino a seguir ante cada emoción, y puede ser útil que lo consultes cada vez que estás sintiendo algo y no sabés bien qué hacer. Te va a permitir analizar si la emoción y su intensidad se ajustan o no a los hechos y, en función de ello, avanzar por distintos caminos de acción. En los próximos capítulos, lo aplicaremos a diferentes emociones. 

Bueno, me dirás ahora que te metiste adentro del personaje, la adolescencia es una etapa difícil donde a veces ni siquiera sabemos reconocer ni identificar nuestras emociones, en este caso, el enojo. Más o menos. Haciendo un análisis de cada componente, podríamos ver que, si solés enojarte seguido, probablemente los disparadores de tu emoción no sean hechos, sino interpretaciones o pensamientos de esos hechos. Si las peleas son por WhatsApp, es más probable que haya muchos más malentendidos que en una conversación cara a cara. Por otra parte, si siempre decís lo que pensás (esas fueron tus palabras hace unas páginas) o lo que sentís, o te vas del grupo cuando te contrarían, considerá que eso no es una conducta muy efectiva para mantener una amistad. Hay otras conductas más efectivas para gestionar el enojo: en primer lugar, chequear qué es lo que te enoja. Luego, cuando se ajuste a la situación, actuarlo, seguir el enojo; por otro lado, cuando tu emoción se ajuste a los hechos, pero no sea efectivo seguir los impulsos de la emoción, hacer lo opuesto a lo que se siente o aprender a tolerar ese malestar. A la vez, entender tu propio contexto: si estás en plena época de exámenes es común que estés más sensible porque estás vulnerable. No te queda otra que barrenar la ola. 



Esta es la segunda parte de Las olas. Aproximaciones al cuidado de la salud mental. Además de conceptos teóricos, este proyecto te propone ejercicios para practicar herramientas concretas de salud mental.

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