Todos estamos acá

35min

“Che, no te asustes. Pero tomé muchos hongos, más de los que estoy acostumbrado a tomar, y bueno… tuve una experiencia hermosa pero no sé muy bien en dónde estoy y me siento un poco desarmado… ¿Podrás pasar un rato?”

Un par de horas antes de mandarle ese audio de Whatsapp a su amigo, Alejandro Pasquale se levantó temprano, limpió todo su departamento con un trapo con agua, se bañó sin usar jabón ni ningún producto, y meditó durante dos horas para ponerse a tono. Toda esa rutina era parte de la preparación del viaje de hongos que estaba por empezar. Se iba a comer nueve gramos de la cepa Psilocybe cubensis, lo que en Argentina se conoce popularmente como cucumelo. Nueve gramos es el triple de lo que se considera una dosis alta de ese tipo de hongos. Pero Alejandro, que a sus 27 años ya había consumido varias veces la cantidad estándar sin sentirse del todo atravesado por la experiencia, estaba decidido a cruzar el umbral de la psicodelia. Era domingo y el ruido de la lluvia se mezclaba con una playlist de siete horas de cuencos tibetanos que reproducía desde YouTube. 

El momento que viene justo después de comer los hongos suele estar algo contaminado por la impaciencia. Uno trata de olvidarlo y distraerse, pero lo cierto es que cualquier ruido, una hoja que se cae de un árbol, la textura de una frazada, cualquier detalle puede ser el primer indicio de la sustancia en el cuerpo. Y para los que estamos acostumbrados a consumir psicodélicos, un primer indicio, por más chiquito que sea, puede darnos la pauta de lo fuerte que será el viaje. 

Para Alejando, esa primera señal psicodélica llegó con su perra, Frida. En ella vio el primer indicio de que se venía una aventura de una profundidad que hasta ese momento de su vida no conocía. Porque aquella perrita marrón y rubia, con fisonomía de ovejero alemán pero mucho más chiquita, ahora tenía todo un halo verde alrededor. 

“Se viene fuerte esto”, pensó y se levantó a bajar la persiana. Apagó el celular, desconectó el timbre y se acostó en su cuarto en total oscuridad. La lluvia y los cuencos seguían sonando, y de a poco ese departamento en el barrio de Saavedra dejó de tener ubicación, dejó de ser un lugar. 

—Fue un viaje bisagra. Desde ese momento se volvió una medicina para mí. Te diría que no hay un día de mi vida en el que no piense en eso —me dice Alejandro mirándome a los ojos—. Algo en mí murió para siempre, fue como renacer. 

Contar una experiencia con drogas psicodélicas se parece bastante a tratar de contar un sueño. Muchas veces, ni la persona que lo vivió lo recuerda con claridad. Son decenas, o cientos o miles o cientos de miles de reflexiones, de visiones, de pensamientos, y uno solo puede quedarse con tres o cuatro para relatar, no muchas más. Es como darse una ducha y pretender agarrar con las manos toda el agua que cae. 

Pero Alejandro recuerda bastante. Recuerda cómo sintió que se le desfiguraba la cara y que se le expandía formando muecas imposibles de recrear. Recuerda cómo apareció la imagen de su expareja, de quien se había separado hacía un año, y lo abrazaba muy fuerte para despedirse justo antes de desaparecer. También recuerda que al mirar hacia abajo y ver un charco muy grande, se encontró con la imagen de Gerardo, a quien estaba conociendo desde hacía poco tiempo, espejada en el agua. “Tenía los mismos movimientos que yo pero era él”, relata Alejandro, que en ese momento notó que una planta pasionaria crecía y trepaba por su cuerpo, y se entrelazaba con el reflejo de Gerardo. 

—Ese fue uno de los capítulos que recuerdo, con visiones muy claras.

Después de esa escena en el charco, todo se apagó. El mundo se convirtió en un vacío negro y él, que ya no tenía cuerpo, ni ojos, observaba todo desde lo que hoy define como un punto de energía, un grano de energía flotando en el vacío oscuro. En eso, un rayo de luz de un blanco tan blanco que lo aturdía salió de ese punto, o sea de él, y empezó a recorrer el vacío y a bifurcarse en muchas direcciones y perder fuerza. Después amainó y en unos segundos, todo volvió a negro. Oscuridad absoluta. Y con el sonido de la lluvia cada vez más presente, Alejandro empezó a despertar. 

—Ahí es donde te digo que siento que me morí y renací al mismo tiempo. 

En las experiencias psicodélicas fuertes puede suceder lo que algunos llaman rompimiento o disolución del ego, que es básicamente la sensación de dejar de ser un individuo para sentirse parte de un todo. Durante ese rato, la barrera entre el cuerpo y el mundo exterior resulta arbitraria. El yo deja de existir, o al menos, pierde importancia. Es una experiencia que puede ser extremadamente placentera y trascendental en la vida de una persona, porque sentirse parte de todo es mucho más agradable que sentir que ese todo está en contra de uno. En un estudio hecho por la Universidad John Hopkins, en donde le dieron psilocibina a pacientes con depresión, dos tercios de los participantes ubicaron la experiencia como una de las cinco más importantes de su vida, poniéndola a la altura, por ejemplo, del nacimiento de un hijo. De hecho, un tercio de esas personas directamente la clasificó como lo más importante y significativo de su vida. Y para muchas y muchos especialistas, el éxito de estas terapias reside, justamente, en la sensación de unidad con el mundo exterior. 

—En ningún momento tuve miedo, todo fue hermoso. Había leído sobre eso, pero la verdad es que nunca antes había estado en una situación así. 

Cuando volvió a tener noción del espacio, sintió que su cama era tan grande como una cancha de fútbol. Se empezó a rearmar de a poco, a recuperar lentamente la corporalidad y, cuando consideró que podía pararse, se levantó a hacer pis. Ahí decidió mandarle el mensaje de Whatsapp a su amigo que vivía muy cerca, cruzando el parque Saavedra. Prender y manipular el celular le llevó varios minutos de concentración plena. Una vez que pudo abrir la conversación, puso toda su energía en transmitirle a su amigo que la situación no era de emergencia. No quería que se asustara, porque él no estaba asustado. Solo necesitaba un poco de compañía, un soporte, alguien que le confirmara que no se estaba desintegrando. 

Alejandro sabía que no iba a poder bajar hasta la puerta de entrada, así que tiró la llave por el balcón. No sabe cuánto tiempo estuvo la llave tirada en la vereda bajo la lluvia. Su amigo llegó un rato después, empapado y acompañado de su novia. “Te trajimos algo, Alito”, le dijeron. Él sacó una flor hermosa y extraña, con pétalos blancos y una corona violeta y blanca. Ella le dio un fruto pequeño y naranja. Eran la flor y el fruto de la pasionaria, la planta trepadora que Alejandro había visto crecer hacía un rato entre su cuerpo y el de Gerardo. Los habían levantado del parque Saavedra. En el medio del diluvio habían hecho un parate para llevarle ese regalo a Alejandro, que ahora los miraba totalmente perplejo. 

—Más allá de la belleza visual, la experiencia dejó un coletazo en mí. Y ahí, después de mucho tiempo, volví a pintar con regularidad. Y a pintar cosas relacionadas a eso —me dice Alejandro.

Pasaron diez años desde aquel viaje psicodélico. Estamos conversando en su atelier. Gerardo, que acaba de llegar, prepara café para todos.

Uno de sus perros se llama Fungi. Es chiquito, de patas cortas, y apenas me siento, me salta encima para chupetearme la cara. Alejandro lo reta y me pide disculpas con cierto pudor, pero a mí no me molesta para nada. Lo acaricio para que se quede tranquilo en mi falda. 

—Es un sarpado, ¿seguro no te molesta?

El departamento es muy acogedor. Uno de esos hogares que rápidamente te dan la sensación de que podrían ser tu casa. Charlamos en el estudio de Alejandro, una habitación con piso y techo de madera que se conecta con el living a través de una puerta y una ventana interna. De una de las paredes cuelga una foto de Frida, la perrita que lo acompañó durante aquella experiencia con hongos y que murió hace unos años. Del otro lado del ambiente hay un cuadro en proceso sobre un atril y al lado, en un trípode, una tablet que usa para chequear los bocetos. Es un lienzo de un metro cuarenta por un metro diez, con algunos trazos en lápiz y otros en óleo que le dan forma a una mujer estampada de flores y con los brazos cruzados.

—Nunca había visto una pintura tuya que tuviera un rostro descubierto —le digo señalando al atril.

—No, es que muchas veces les dibujo la cara y después se las tapo pintándoles arriba.

Su estilo podría definirse como realismo mágico. Muchos de sus cuadros muestran figuras humanas realistas, con detalles casi fotográficos, que se entremezclan con la naturaleza de un modo orgánico y fluido pero a la vez fantasioso. Un hombre al que le crecieron diferentes variedades de hongos en la cabeza, una mujer con ojos de flor o una niña cubierta por una enredadera. En muchas de sus pinturas, o en casi todas, aparecen diferentes elementos ligados a las plantas psicodélicas y a visiones que él mismo experimentó: hongos, peyote, ayahuasca, un cactus de wachuma, un zorro, una serpiente, esqueletos que bailan o abrazan humanos. Una mezcla de recursos técnicos del realismo y rasgos conceptuales del simbolismo, dos movimientos casi opuestos durante el siglo XIX, pero que en las pinturas de Pasquale conviven con naturalidad.

Las drogas y la pintura son dos caminos que Alejandro empezó a recorrer desde muy joven, pero que por muchos años nunca se cruzaron. Se crió en Rincón de los Sauces, un pueblo al noroeste de Neuquén. Allí se fumó sus primeros porros y se tomó sus primeras pepas de mala calidad. También, sus primeros pases de merca. 

—Nunca fui un consumidor regular de cocaína. Pero me acuerdo de que a mis quince años laburaba en un taller mecánico y, cuando terminaba la jornada, pasaba primero un plato con asado y después un plato con merca. Y yo a veces tomaba. 

Cuando terminó el colegio secundario, la duda estaba entre seguir Bellas Artes o la carrera de guardaparques. El primer indicio de lo que se vendría. Pero antes de tomar la decisión, pasó un verano trabajando como jardinero en una cabaña en la zona del cerro Piltriquitrón, muy cerca de El Bolsón. Allí pasaba mucho tiempo solo y muy de vez en cuando se cruzaba a comer con Cora, su vecina. En una de esas cenas, Cora invitó a una amiga, Carolina, una mujer de cuarentipico con ascendencia mapuche. Cuando Alejandro les contó que fumaba marihuana, ella le sugirió probar el wachuma, un cactus que por tradición familiar traía desde el norte.

El wachuma, o San Pedro, es un cactus rico en mescalina, una sustancia con efectos psicodélicos parecidos a la psilocibina que tienen los hongos o al LSD. Este cactus es originario de la región andina, crece en territorios que están entre los 1000 y los 3000 metros sobre el nivel del mar y es utilizado desde hace miles de años en ceremonias de comunidades originarias de la zona. 

—Tenía un sabor demasiado amargo y una consistencia líquida. Como tomarse una sopa de tierra —dice Alejandro, y su cara acompaña el desagrado de su tono de voz. 

Tomaron el wachuma en un puesto ovejero que estaba abandonado en el medio de la montaña. Y aunque no fue un viaje demasiado intenso (Alejandro no recuerda mucho más que algunos efectos visuales que hacían que la alameda que los rodeaba se volviera infinita o que el paso del tiempo se distorsionara), aquel día Carolina le regaló una enseñanza que lo acompaña hasta hoy. 

—Si vas a tomar una planta sagrada, te vas a tirar a un río —le dijo—. No podés luchar contra ese río. Por eso antes tenés que fijarte si hace calor y está lindo para meterse, si hay piedras, tratar de ubicarlas para no dártelas en la cabeza… Pero una vez que te metiste, no podés nadar en contra de la corriente, porque la vas a pasar como el culo. 

Fueron tres meses en el Piltriquitrón. Su relación con Carolina no creció mucho más y Alejandro viajó a General Roca a estudiar Bellas Artes. En ese entonces, muchos de sus dibujos, casi todos hechos en lapicera, mostraban personajes humanoides —al mejor estilo Rocambole— interactuando con la naturaleza, pero sin la fluidez y la liviandad de sus pinturas actuales. Más bien, todo lo contrario, con tensión. En uno de esos bocetos, por ejemplo, un árbol con el ceño fruncido somete y atrapa con sus raíces a dos seres de cara triste que miran hacia abajo con sumisión. Una imagen casi opuesta a la de El renacer, un óleo que pintó en 2022, en el que un hombre es intervenido por lianas y flores de pasionaria que crecen de su cuerpo mientras medita.

En Roca vivía en una residencia de estudiantes. Fumaban un porro tan malo que parecía lechuga, y experimentaban con lo que tenían a mano. Una noche, un baterista pampeano que vivía con ellos preparó té de floripondio, una planta que es legal en Argentina, que muchas veces crece en las veredas de los barrios o en los jardines de las casas y que tiene efectos alucinógenos muy fuertes y riesgos de intoxicación bastante altos. Hay poquísimos reportes de gente que haya probado el floripondio y no se arrepienta de haberlo hecho. Y, por supuesto, el de Alejandro no es uno de esos. 

—Me dolió tanto la panza que no recuerdo ningún efecto. Estuve diez días intoxicado en la cama y durante años me repugnó el olor de la planta —dice—. El chabón que preparó el té terminó en pelotas hablando con un poste de luz y más tarde lo metieron en cana. Tuvo una alucinación, que es muy diferente que una visión. 

Varias veces durante nuestra charla, Alejandro remarca la diferencia entre las plantas alucinógenas y las psicodélicas. Las plantas alucinógenas, como el floripondio, hacen que uno vea cosas que no son reales y olvide que lo que está viviendo es producto de una droga que se tomó un ratito antes. Eso, por lo general, produce mucha angustia en quien está atravesando la experiencia, que de repente se encuentra discutiendo con un paraguas sin entender qué pasa o escapando de un elefante en bermudas. Los psicodélicos, en cambio, cambian el filtro interpretativo de la realidad. Pero por más surreal que sea la visión, no se pierde la certeza de que eso es el resultado de una sustancia en el cuerpo. 

Después de un año en General Roca, decidió dejar la carrera y viajar a Buenos Aires para empezarla de nuevo en el Instituto Universitario Nacional del Arte (IUNA). El motivo principal de esa decisión tuvo que ver con que su abuela paterna, Fausta, se estaba muriendo, y tenía ganas de acompañarla en sus últimos días. Estudiaba en La Boca, trabajaba en Retiro y viajaba en tren todas las noches hasta Martínez para ir a darle de comer. Pero ese esfuerzo duró solo un año, hasta que abandonó la carrera y dejó de pintar. 

—En esa época me compraba veinticinco gramos de porro prensado y me duraban tres clases de la facultad. También tomaba pepas, pero siempre recreativas, y cocaína bastante seguido. No era consciente de que había empezado un camino con los psicodélicos.

Se está por largar a llover pero no hace frío. Nos fuimos del estudio un rato y ahora charlamos en el balcón de ese departamento hermoso. Está lleno de plantas: muchas suculentas de diferentes tamaños y formas, una salvia divinorum y dos cactus de wachuma de casi tres metros que están empezando a florar. 

Esos últimos meses con Fausta fueron muy intensos. Ella no comía si él no la ayudaba, y por eso Alejandro estaba obligado a ir todos los días a visitar a su abuela y acompañarla un rato. 

—Llamala a mi mamá que creo que pasó caminando por la cocina. Decile que me duele el pie —le dijo Fausta una noche en la que estaba más ida de lo habitual.

—Dale, ahí la llamo.

A Fausta le habían amputado una pierna y su mamá había muerto hacía muchos años, así que Alejandro sabía que aquella situación probablemente se tratara de una despedida, o de un estado intermedio. Como cuando aparece la luna antes de que el sol se haya puesto por completo. La tía y el abuelo estaban en el living, pero él no los llamó, porque no quería que se pusieran a gritar ni a sacudirla. Hoy piensa que fue un gesto un poco egoísta. Mientras él la acariciaba, ella lo miraba y sonreía. Su cara era la de una niña.

—Che, negrito —le dijo—. ¿Te dije alguna vez que tenés unos ojos hermosos?

Después de decir esto, Fausta, en palabras de Alejandró, se largó a morir. “Andá tranqui”, le dijo él, mientras seguía acariciándola. 

—Fue una despedida hermosa. Era la primera vez que tenía cerca la muerte, pero sentía que se iba a un lugar mucho más copado. 

En las pinturas de Alejandro Pasquale y en los viajes psicodélicos, la muerte es un tema recurrente. Muchos de los símbolos de sus cuadros remiten a esto: calaveras, esqueletos que abrazan a humanos, cuerpos de los que crecen plantas. No se trata de la muerte que te lleva y te amenaza con la hoz. Es la muerte que precede la vida, el cambio de estado, la descomposición. Muchas personas dejan de tener tanto miedo a morir después de experimentar con ayahuasca o con hongos y sentir que son parte de un todo, y que el cuerpo al desintegrarse cambiará de forma pero seguirá perteneciendo a la naturaleza, al universo o a lo que sea, porque todo cambia de forma todo el tiempo y nada es permanente.

—Antes de esa experiencia de hongos en el departamento, no pensaba demasiado en esto —dice—. La había vivenciado porque lo de mi abuela pasó antes y también sufrí mucho la muerte de un sobrino que fue muy triste, pero nunca había sido un tema en el cual laburar. 

Después de aquel domingo lluvioso en Saavedra, el camino de las drogas y el de la pintura empezaron a relacionarse. Muy probablemente, la muerte, esa muerte y ese renacimiento que vivió Alejandro flotando en el vacío, funcionaron como puente. Ese día terminó de entender la sensación extraña que le recorrió el cuerpo mientras acariciaba a su abuela en silencio para que nadie llenara de drama su despedida: “que morir es tan natural como nacer. Que todas las cosas, todos los cuerpos, todas las plantas están atravesados por la impermanencia, que nada dura, que todo es parte de lo mismo”. 

Ese concepto, el de la impermanencia, que tiene su origen en el budismo, él lo conoció leyendo a Ram Dass, un psicólogo y doctor en filosofía estadounidense, amigo y compañero en Harvard del legendario psiconauta Timothy Leary, quien después de ser expulsado de la universidad por experimentar con psicodélicos en la década del 60 se convirtió en uno de los primeros en introducir la espiritualidad oriental en Occidente.

—A ellos los expulsaron y los prohibieron en los 60 porque estas drogas hacían que los pibes no quisieran ir a la guerra, les abrían la cabeza. Es lo que hacen estas sustancias: te abren la cabeza y por eso son ilegales. 

Alejandro se refiere a lo que se conoce como “la guerra contra las drogas”, un proceso de desprestigio y demonización de las sustancias psicoactivas que comenzó con campañas mediáticas durante la década de los 60 y se consolidó en 1971, cuando Richard Nixon declaró oficialmente que las drogas eran el enemigo número uno de los Estados Unidos, y que entonces sustancias como la psilocibina o el LSD pasaban a ser ilegales, al igual que cualquier tipo de investigación científica que incluyera su consumo.

—¿Entonces para vos pintar sobre los efectos de estas drogas es una militancia? —pregunto.

—Absolutamente, sí. Pero no una militancia del consumo de psicodélicos. Para mí estas plantas fueron una herramienta para llegar a comprender que somos naturaleza. Y no lo digo como una metáfora poética. Es un hecho, lo somos. Lo que yo trato de recordarle a la gente con mis pinturas es eso. Que el humano no vive en la naturaleza, el humano es naturaleza. Esa es mi militancia, el respeto por la naturaleza, que es el respeto por nosotros mismos también. Esa es la enseñanza más clara que me dejaron los psicodélicos, no su consumo.

En una de sus pinturas, titulada El Despertar, se ve a una mujer adulta en cuclillas, en medio de un paisaje de montaña y debajo de un árbol de raíces gruesas. De su frente crece una flor que le tapa casi toda la cara, y justo delante de ella hay un cactus de peyote y un zorro que la observa atentamente. Pero lo que más llama la atención de esta obra pintada en óleo, en una gama de verdes y colores tierra más bien opacos, es que los pantalones de la mujer son de color bordó y tienen las tres tiras blancas de Adidas. 

—¿Ahí está la convivencia entre lo urbano y la naturaleza? —pregunto.

—Tal cual —dice y se ríe con cierta ternura porque nota mi inseguridad al hacer la pregunta—. Es la muestra de que no hace falta irse a vivir a la selva con un taparrabos, de que somos naturaleza acá y en la China y de que esa conexión se puede sentir en cualquier parte. De que podés desarmarte como humano capitalista o como humano de la sociedad y volverte un humano parte de la naturaleza. Perdón, no sé si soy claro… 

Alejandro suele frenar su discurso para repensar lo que está por decir. A veces refuerza un concepto por el que pasó hace cinco o diez minutos y cuando lo hace se alegra de haber encontrado una forma más precisa de expresarse. “Perdón, me fui por las ramas”, me dice si la respuesta se hace demasiado extensa. Pero en el momento de hablar sobre las visiones, lo hace con muchísima claridad. No termino de darme cuenta de si ya lo contó demasiadas veces y esto es una repetición que hace casi de memoria, o si lo tiene tan presente que puede contarlo como si lo estuviera viviendo en ese mismo momento. Su relato es completamente visual, uno puede ir creando la imagen mientras lo escucha, es como si pudiera pintar con sus palabras. Mientras teoriza, aun cuando llega a completar la idea, se nota que no está fluyendo. Pero cuando describe, siento que estoy con un guitarrista o un trompetista de jazz, que incluso en los compases de improvisación pareciera ser consciente del concepto que está creando, como si tuviera la seguridad de ya conocer lo que toca, pero con la frescura y la sorpresa de lo que pasa por primera vez. 

Cuando hace una pausa para pensar, reconozco la música que suena de fondo en los parlantes del estudio: El camino de mi alma, el disco de los Hermanos Gutiérrez, un dúo instrumental de músicos suizos con ascendencia ecuatoriana. Me acuerdo de haber pensado en algo parecido la primera vez que lo escuché: no entiendo si todas sus canciones son iguales o si cada vez que le doy play la obra es diferente, por más que el título y el archivo sean los mismos. Creo que es la segunda opción. Tanto las canciones de los Gutiérrez como las visiones de Alejandro vuelven a suceder de cero cada vez. Porque todo es impermanente y todo cambia todo el tiempo. 

Estamos sentados frente a su computadora y vamos viendo una por una las pinturas que están subidas a su web. Le voy preguntando por los elementos de las obras y él se queja de lo lento que anda internet y de que no le permite ampliar las imágenes para ver los detalles. 

—Hay escritores que antes de escribir una poesía tiran un par de palabras que son clave para lo que quieren decir —contesta cuando le pregunto si la elección de los elementos es consciente o no—. Yo a partir de esos elementos que elijo voy creando una composición pictórica. Antes quizás pintaba sobre una visión en particular, hoy trato de decodificar conceptos que me fueron dejando los psicodélicos a lo largo de los años. 

El Refugio es una de esas obras que habla de una visión en concreto. La imagen, pintada en óleo sobre un lienzo de un metro por ochenta centímetros, es la de un hombre adulto, con el pelo castaño, muy parecido al de Gera. Por sus brazos crece una pasionaria con cinco flores iguales a las que le crecieron el día de la lluvia en Saavedra. 

Sus últimas obras, en cambio, no se construyen a imagen y semejanza de una experiencia en particular. Son elementos que Alejandro selecciona para decodificar una idea. Como en El Núcleo, en donde una serpiente atraviesa la frente de un cráneo humano, que tiene una marca muy sutil en la zona de la glándula pineal, el área del cerebro que durante mucho tiempo se creyó que producía  DMT, la mólecula psicoactiva de la ayahuasca, de manera natural. 

—Por ejemplo, yo nunca vi concretamente una serpiente —me explica mientras agranda la imagen en el monitor—, pero viste que con la ayahuasca se siente una especie de serpenteo… No sé si tomaste alguna vez. 

—No todavía.

—Bueno, no te quiero influenciar, pero si vas a ceremonias de ayahuasca, probablemente en algunas tengas la sensación de algo que te serpentea y se te acerca con una potencia que te arroya. Lo ves venir, lo sentís venir —dice, y con las manos interpreta los movimientos de una serpiente—. Son experiencias que, para mí, una vez en la vida las tenés que tener para entender esto.

—¿Y los que compran tus obras lo entienden?

—Cero. Alguno que otro, quizás… Hace poco me llamó un cliente, que es un jugador de fútbol muy conocido, para preguntarme el significado de tres obras que acababa de comprar. El tipo es español y ni se le ocurrió que nosotros podíamos tener otro huso horario, entonces acá eran las cuatro de la mañana. Pero me encantó que lo hiciera y charlamos sobre el rompimiento del ego. Pero no, la mayoría no entiende. Por eso soy muy consciente de que, más allá del concepto, el resultado final va a ser una pintura y la obra tiene que funcionar visualmente.

Cuando uno habla de estética psicodélica, las primeras imágenes que se le vienen a la mente a la mayoría son figuras abstractas con colores saturados, fractales, mandalas, patrones geométricos que se repiten hasta el infinito. Este movimiento, conocido como arte visionario, tiene como mayor representante al pintor estadounidense Alex Grey, quien después de probar LSD junto a su novia, a mediados de los 70, dedicó diez años de su vida a confeccionar Sacred Mirrors, una serie de veintiún pinturas que se proponen llevar al espectador a un viaje interior por su naturaleza espiritual y anatómica.

—Me parece valiosa la obra de Alex Grey, pero mi idea ya no es introducirte a mi visión, sino al mensaje que yo tuve en las diferentes visiones. En algún momento sí intenté mostrar experiencias concretas, pero ya no.

El Renacimiento es una de esas primeras obras en las que Alejandro se proponía traducir una visión en particular. La pintura es de 2018 y está basada en su primera toma de ayahuasca, que fue una noche en La Plata, en una especie de quincho de barro con techo de chapas. Estaban él, Gera, Ale —aquel amigo que llegó con la flor de pasionaria el día de los hongos—, y otras quince personas, cada uno en su bolsa de dormir. Miraban el fuego cuando un viento muy intenso se levantó de un momento a otro. Uno de esos vientos que hacen sonar las copas de los árboles. Las nubes crecían de abajo hacía arriba y justo antes de que se desatara la tormenta, el cielo se llenó de golondrinas tijeretas. Y después la lluvia. No sabría decir qué, pero algo hay entre las tempestades y los viajes psicodélicos de Alejandro. 

En el lienzo, un cuerpo femenino, con un vestido abotonado color marrón, extiende su dedo meñique para que le sirva de asiento a una golondrina de pecho blanco. Con el resto de los dedos y con su otra mano, sostiene una liana Banisteriopsis caapi, entrelazada con una planta de chacruna, los dos componentes de la ayahuasca, que también cubren el cien por ciento de su cabeza. El cielo varía desde un azul casi negro hasta un celeste grisáceo que se confunde con la bruma y la neblina. El ave la mira y disfruta los momentos previos al vendaval. 

Hace algunos meses, una amiga de Alejandro le regaló un poco de DMT. 

—Mi amiga no me avisó lo fuerte que era… —dice riéndose—. Estuvo muy bueno pero fue muy intenso. Estaba solo porque Gera se había ido a una ceremonia de ayahuasca y fue tan fuerte que en un momento me asusté un poco. Pero al toque me acordé de la metáfora del río, lo de no pelear contra la corriente, y eso fue clave. 

El verano pasado con mis amigos fumamos bastante DMT porque aprendimos a hacerlo. Eran viajes cortos pero muy intensos, y todos tuvimos visiones bastante fuertes en donde interactuamos con una especie de seres de formas alienígenas. Así que le conté un poco a Alejandro sobre mis flashes con esa sustancia. 

—Es re loco. Entonces yo creo que la ayahuasca te puede llegar a gustar.

Alejandro es muy cuidadoso para hablarme de los psicodélicos que yo no probé. Tiene la actitud de un guía, de alguien que está dispuesto a enseñarte un camino que ya recorrió muchas veces, pero a la vez es como si no quisiera spoilearme los viajes. Con el correr del tiempo y la charla, se tranquilizó. Me da la sensación de que él no se siente en una entrevista. Supongo que lo relaja que entienda bastantes de sus visiones, que le cuente las mías, que no le pregunte qué son esas cosas locas que pinta en la cara de sus personajes, que acaricie a sus perros cuando me saltan encima. 

La palabra que él suele usar para referirse a las plantas psicoactivas es enteógeno. Un término que etimológicamente relaciona a este tipo de sustancias con alcanzar la inspiración de un dios interno. Quienes usan la palabra enteógeno, por lo general son personas que dan un carácter sagrado a estas plantas, tomando muchas de las tradiciones que tenían los pueblos originarios de Latinoamérica a la hora de consumirlas: “las culturas ancestrales”, dice Alejandro. El cactus de peyote, el San Pedro, los hongos Psilocybe cubensis y la ayahuasca quizás sean los enteógenos más conocidos y recuperados por nuestra cultura. 

—Una de las cosas que más me interesan es mostrar los enteógenos como medicina. Y se los he presentado a mucha gente y he visto cosas muy locas. Amigos que destrabaron traumas de años con algunos gramos de hongos, gente que rompe corazas que tenía hace muchísimo tiempo. Yo creo que todos queremos sanar las cagadas que nos hicimos de pendejos, que nos hicieron. Todos vamos queriendo sanar. Y creo que esta es una buena herramienta para hacerlo. 

El uso de psicodélicos con fines médicos puede llegar a ser, para muchas personas que se dedican a la ciencia, el avance más importante en los últimos cincuenta años de la psiquiatría. La Universidad Yale, la Universidad de California o el Hospital Monte Sinaí en Nueva York son solo algunas de las muchísimas instituciones que en el último tiempo crearon divisiones para la investigación de psicodélicos. Algo que también pasó por ejemplo en Londres, Edimburgo y en Australia, en donde, a partir de julio de 2023, los psiquiatras podrán recetar psilocibina para pacientes con depresión resistente al tratamiento y MDMA para tratar estrés postraumático. En Estados Unidos las leyes también van en ese sentido. Oregón, Denver, Oakland, California y Washington D.C. ya hicieron cambios en sus legislaciones para darle lugar al uso clínico de estas drogas. Y tanto en Wall Street, como en la bolsa canadiense, las empresas ligadas a este tipo de terapias tienen rondas de financiamiento muy exitosas y con previsiones a futuro todavía mejores. Así que, si bien Alejandro no pareciera ser alguien que necesite tener este tipo de datos para defender sus convicciones, lo que dice tiene bastante consenso en la comunidad científica y empresarial.

—Yo no tomo estas plantas para tener visiones y después pintarlas. Lo hago porque me resetean, porque me hacen muy bien. Me ayudan a ver cómo y dónde me ubico en el mundo. A ver que todos estamos acá porque queremos ser felices. 

Cuando dice todos, Alejandro se refiere a todos. A los animales, a las plantas, a los insectos, a cada uno de los elementos de la tierra. En sus palabras, los psicodélicos “te horizontalizan”. Es decir, terminan con la idea de un humano separado del resto del espacio que habita y lo ubican a la misma altura que cualquier otro factor de su entorno. “Te disolvés en la naturaleza”, ese es el término que elige: disolverse. No desaparecer, sino disolverse

—Y no te digo que yo no tenga ningún rastro de capitalismo o de consumismo. Me gusta viajar, comprarme pilcha, herramientas de laburo. Pero el tema es no vivir solo ahí. Y esa conexión yo la encontré con los enteógenos, pero hay gente que la encuentra en otro lado —dice Alejandro y empieza a contar una anécdota de Ram Dass durante una conferencia en Los Ángeles. Allí, mientras el psicólogo hablaba sobre psicodélicos y la conexión con el universo, una señora, la más vieja de la audiencia, afirmaba con la cabeza. Cuando terminó, Ram Dass se acercó a ella y le preguntó si tomaba enteógenos con regularidad, y la mujer contestó que no, pero que entendía perfecto de lo que estaba hablando porque esa sensación de unidad la invadía cada vez que se ponía a tejer. —Entonces, lo importante no son las drogas, sino ver más allá de tu culo. 

Se hizo de noche. El cielo se ve gris y espeso desde la ventana del estudio de Alejandro. Las nubes parecen rocas. Rocas inmensas en un equilibrio perfecto que hasta ahora aguanta, pero que ante un temblor mínimo podrían desmoronarse y desatar un diluvio como el de aquel domingo en Saavedra o como el de las golondrinas en La Plata. Los perros están nerviosos y corretean por todos lados. Fungi, que es el petiso que estuvo encima mío durante un rato, ahora ladra y salta excitado. Otro callejero de pelo largo y blanco se me acerca y, cuando le doy la mano para saludarlo, me tira un tarascón que no llega a lastimarme, pero Alejandro se enoja y lo reta con un grito harto.

—Este es terrible, está en tránsito, pobrecito. Pero tenemos que conseguirle casa rápido porque nos vamos a vivir al sur. 

Gera es su pareja desde hace diez años. Se conocieron unos meses antes de que Alejandro viera cómo las pasionarias crecían a través de su cuerpo. En un par de meses se van a mudar a una casa que están construyendo en San Martín de los Andes, en la Patagonia argentina, un paisaje de montañas, ríos y lagos que ya retrató en varias de sus pinturas. En una entrevista de 2017 con Mundo Flaneur, que leí antes de conocerlo, Alejandro dice que sus obras atesoran los entornos de donde se crió y que por eso aparecen tanto imágenes del Delta del Paraná o del sur de la Argentina. Y aunque esos paisajes siguen siendo los escenarios de sus pinturas, la forma en la que los muestra cambió bastante con los años.

—La estética de mis pinturas se modificó fundamentalmente porque se modificó mi técnica. A medida que fue mejorando mi técnica cambiaron las plantas, las texturas y los detalles de todo. 

La mudanza al sur es parte del camino que Alejandro viene recorriendo desde años y que fue mostrando en sus obras. Un camino que, si bien es verdad que comparte con Gera porque de hecho fue Gera quien de alguna manera lo acercó a las ceremonias de ayahuasca, él siente que recorre solo. Porque, aunque vayan juntos, durante las tomas ni se hablan, cada uno vive su experiencia individualmente. Y si uno de los dos trata de acercarse al otro antes de tiempo, con una mano en señal de alto alcanza para entender que todavía falta. “Sería imposible estar con alguien que no entienda y no disfrute los enteógenos”, me cuenta Alejandro, acordándose de un exnovio al que le dio la pálida al ratito de tomarse un ácido. “Sí, sería imposible”, repite después de pensar unos segundos si lo que acaba de decir es correcto.

Cuando a Albert Hoffman, el químico que sintetizó por primera vez el LSD —y que durante toda su vida lo vio como un medicamento y para nada como una droga recreativa—, le preguntaron si seguía tomando LSD, él, que ya era viejo, contestó que esa sustancia le había dado todo lo que le podía dar y que por eso ya no la consumía.

—Yo antes tomaba más seguido. Los honguitos los tomaba todas las semanas —dice Alejandro—. Ahora son mucho más espaciados mis consumos, pero de todas formas me veo tomando hongos cuando sea más viejo. Digo, la gente que toma ibuprofeno no lo toma todos los días, lo toma cuando le duele la cabeza. Esto es lo mismo, lo tomo cuando necesito esa reconexión.

Antes de irme vamos de nuevo al balcón. El aire está fresco, pero no solo fresco de frío, sino de nuevo, de vivo. Todavía no se largó a llover, pero yo ya tengo puesta mi campera. Gera nos acompaña, charlamos de las plantas del balcón, del viaje a Patagonia, de que los tres fumamos mucho menos porro que antes. Alejandro entra un segundo a la cocina y vuelve con un sticker de un dibujo suyo. El original debe haber sido a lápiz. No es exactamente el mismo estilo estético que sus cuadros, pero sí se ve a una mujer a la que la cabeza se le abre en dos direcciones diferentes y se une más arriba con un cucumelo doble. 

—Muchas gracias.

—Por favor, lo que necesites. Y si mi obra te viene bien para algo, usala. Usá fragmentos, partes, hace lo que quieras. 

—Quizás te escriba en un tiempo para ver si conocés a alguien que haga tomas de ayahuasca. Me interesa hacerlo. 

Finalmente, la lluvia nos echa del balcón y decido irme. La charla, la tormenta, los cuadros me dieron ganas de comer hongos. Poquitos, porque ya es tarde y mañana tengo que ir a trabajar. Lleno la bañadera, apago las luces y en el parlante pongo un disco de los Hermanos Gutiérrez. Es el mismo que escuché en lo de Alejandro. Aunque ahora es totalmente diferente.