Cuando estalló la Primera Guerra Mundial en Europa en 1914, las personas que vivían al otro lado del océano, en Estados Unidos, disfrutaban de un período de relativa prosperidad gracias al crecimiento de la agricultura y la industrialización. Uno de los puntos que empujaron el tren del desarrollo económico fue el estado de Iowa. Descrito por los estadounidenses como el granero de América, el paisaje de Iowa estaba ocupado principalmente por campos de maíz que se extendían hasta donde alcanzaba la vista, aunque también se cultivaban trigo y avena, y se criaba ganado. En un pueblo muy pequeño ubicado en medio de ese mar de maíz, unos meses antes de que asesinaran al archiduque Francisco Fernando de Austria, heredero del trono austrohúngaro, nacía Norman Borlaug.
Los padres de Norman habían emigrado desde Noruega unos años antes buscando oportunidades como hacían muchos europeos en esa época y, por suerte para ellos, habían conseguido unas 50 hectáreas de tierras fértiles en el territorio más productivo del país. Allí, Norman se crio entre vacas, gallinas, cerdos y maíz, y trabajó en el campo junto con su padre desde los 7 hasta los 19 años, cuando dejó la vida en el campo y se mudó a la ciudad de Minnesota para asistir a la universidad. Para financiar sus estudios, Norman trabajó en un programa implementado por el presidente Franklin Roosevelt, que tenía por objetivo aliviar el enorme impacto que había causado la Gran Depresión unos años antes. Fue allí donde se encontró con el rostro del hambre por primera vez.
Pero luego de finalizar su carrera universitaria y especializarse en enfermedades de las plantas, a Borlaug se le ofreció la oportunidad de liderar un proyecto de investigación para incrementar la productividad del trigo en México. En aquel entonces, la república mexicana dependía de las importaciones para satisfacer su demanda interna y estaba expuesta a la volatilidad de los precios internacionales. La población de las zonas rurales y de los sectores de bajos recursos padecía de altos niveles de desnutrición, por lo que, cuando Norman viajó a México, se encontró con la inconfundible mirada del hambre otra vez. Después de 500 años de conflictos sociales y de destrucción ecológica durante el colonialismo español y la ocupación estadounidense, las técnicas agrícolas tradicionales que habían sido utilizadas por los pueblos indígenas locales estaban destrozadas. Además, durante la dictadura de Porfirio Díaz (1876-1911), muchos campesinos habían sido expulsados de sus tierras, que les fueron confiscadas y entregadas a los grandes productores que servían a los intereses de Estados Unidos. Para 1910, el 90% de la población rural de México carecía de tierras y sólo el 15% de las comunidades indígenas conservaba la posesión de sus tierras comunales tradicionales.32Estas tierras eran poseídas y administradas por las comunidades indígenas, y las decisiones sobre el uso y manejo se tomaban de manera colectiva. Además de la agricultura, se utilizaban para la cría de ganado, recolección de recursos naturales y actividades de caza y pesca.
Norman Borlaug tenía una fuerte convicción y quería ayudar a mejorar la situación de los campesinos y combatir el hambre. En tan sólo unos años, y después de cruzar más de 6000 variedades de trigo de todo el mundo (tanto domesticadas como silvestres), Borlaug y su equipo pudieron desarrollar una variedad de trigo resistente a la roya negra (un tipo de hongo). Este también tenía el tallo más corto, por lo que soportaba el peso de los granos sin quebrarse y aprovechaba mejor la radiación solar, lo que aumentaba la cantidad de granos que se podían cosechar por hectárea. Estas nuevas variedades de trigo se distribuyeron a los agricultores a través de programas gubernamentales y organizaciones agrícolas, y aunque muchos campesinos se mostraban reacios a probar las semillas traídas por el “gringo”, las buenas cosechas despertaron el interés de todos. Desde 1940 hasta 1965, la producción se multiplicó y México pasó de importar trigo a exportarlo.
Mientras la agricultura mexicana florecía en lo que parecía un milagro, la hambruna y la posibilidad de un evento masivo de escasez de comida atormentaban al sudeste de Asia. Luego de 200 años de colonialismo británico y la ocupación de los territorios durante la Segunda Guerra Mundial, la región estaba devastada y las comunidades locales se encontraban vulnerables ante los desastres naturales.33En 1943 hubo una hambruna masiva en Bengala Oriental (hoy Bangladesh) después de un ciclón y una sequía. Murieron más de 3 millones de personas. Para 1965, India y Pakistán ya se habían independizado del dominio inglés, pero ambos países se enfrentaban a los desafíos alimentarios asociados al rápido crecimiento poblacional y a una comunidad campesina empobrecida. Norman Borlaug se dirigió entonces hacia el subcontinente indio para intentar convencer a los líderes políticos de la región de que su nueva estrategia podía evitar un desastre humanitario. Después de varias negociaciones y de demostraciones en campos experimentales, Borlaug llevó 450 toneladas de semillas de trigo, que fueron repartidas entre los agricultores de ambos países. En tan sólo tres años, la producción de trigo pasó de 14 millones de toneladas a 23 millones de toneladas, y en menos de diez años, India y Pakistán alcanzaron la autosuficiencia de uno de sus cultivos más importantes. El modelo fue un éxito y las técnicas de mejoramiento inventadas por Borlaug y su equipo se aplicaron a otros cultivos como el arroz, que fue sembrado ampliamente en varios países del sudeste asiático, incluyendo también a India y Pakistán. Gracias a estos nuevos cultivos, las catástrofes asociadas a la falta de alimentos que se habían predicho en la región no sólo no se cumplieron, sino que las poblaciones de los países que adoptaron las nuevas semillas vieron una reducción notable en la prevalencia del hambre y la mortalidad infantil. En 1970, el Comité Noruego por el Nobel le otorgó el premio Nobel de la Paz en reconocimiento a su papel fundamental en la lucha contra el hambre.34Borlaug no participó directamente del desarrollo de la nueva variedad de arroz, sólo fue la cara visible de un proceso en el que participaron miles de personas.
En 1986, Borlaug organizó un programa para ayudar a los campesinos de algunos países de África subsahariana (Nigeria, Ghana y Kenia) a mejorar la producción de los cultivos principales de la región, como el sorgo, el mijo, la yuca y algunas legumbres. Sin embargo, los resultados espectaculares observados en otros países y en las parcelas experimentales no se reflejaron a nivel nacional. Hasta mediados del siglo XX, los agricultores en todo el mundo utilizaban muy pocos insumos industriales y la producción se sustentaba principalmente en el agua de las lluvias y la fertilidad de los suelos. Sin embargo, para que las nuevas semillas expresaran todo su potencial genético, se requería de un mayor suministro de agua y nutrientes (como el nitrógeno) que sólo podía ser proporcionado mediante la construcción de sistemas de riego, la aplicación de fertilizantes sintéticos y el uso de máquinas como el tractor. Además, se promovió la utilización de un amplio rango de sustancias químicas novedosas para proteger a los cultivos de la invasión de yuyos indeseados (herbicidas), hongos que arruinaran el crecimiento de las plantas (fungicidas) e insectos que se comieran los granos (insecticidas). Esta nueva forma de agricultura mecanizada, con semillas mejoradas y sostenida con insumos a gran escala es lo que se denomina Revolución Verde.
Por supuesto, semejante transformación en la manera de hacer las cosas requería de una gran inversión de dinero para la construcción de centrales hidroeléctricas que generaran energía, embalses que proveyeran agua de manera constante y rutas que facilitaran el transporte de los insumos, los tractores y los camiones con los granos cosechados. En los años 80, África no estaba ni cerca de contar con la infraestructura necesaria para sostener la Revolución Verde, y así fue durante mucho tiempo. México y la India tampoco tenían la espalda económica para soportar el cambio, pero a diferencia de África, tuvieron el apoyo de las entidades financieras y otros organismos internacionales que respondían a los intereses de Estados Unidos, como el Banco Mundial y la Fundación Rockefeller. En aquel entonces, la Guerra Fría había dividido al mundo en dos bloques, y la Revolución Verde fue una de las estrategias implementadas por Estados Unidos para reducir la influencia de la Unión Soviética sobre algunos países y beneficiarse de las relaciones comerciales. William Gaud, quien fue director de la Agencia para el Desarrollo Internacional del gobierno de Estados Unidos, dijo en 1968: “Estos y otros avances en el campo de la agricultura contienen elementos de una nueva revolución. No es una Revolución Roja violenta como la de los soviéticos, ni una Revolución Blanca como la del sha de Irán. Yo la llamo la Revolución Verde”.
El 20 de abril de 1943, los presidentes de Estados Unidos y México se reunieron después de casi cuarenta años para dialogar sobre las relaciones económicas y políticas que mantenían ambos países. El presidente mexicano Ávila Camacho quería promover la industrialización de su país y eso le convenía al país norteamericano, por lo que Franklin Roosevelt le ofreció ayuda en el proceso a cambio de aliarse con Estados Unidos durante la Guerra Fría. A cambio, México firmó un acuerdo de exclusividad de la importación de insumos claves para la economía de guerra, como el petróleo, plomo, textiles y productos agrícolas. Ese mismo año y con la ayuda de la Fundación Rockefeller, la Secretaría de Agricultura y Fomento de México creó la Oficina de Estudios Especiales, donde comenzaría a trabajar un joven Norman Borlaug junto con otros científicos estadounidenses. Las semillas mejoradas de trigo fueron acompañadas por un “kit modernizador” constituido por nuevas rutas, diques repletos de agua, numerosos tractores y toneladas de fertilizantes sintéticos, motorizando el crecimiento económico que favoreció el inicio de la industrialización de México a mediados del siglo XX. En una jugada similar, en 1966, India recibió en sus puertos unos tres barcos repletos de granos y comida provenientes de Estados Unidos, como parte de su programa de ayuda humanitaria que, por supuesto, buscaba inclinar la balanza hacia su favor en una región con dominio soviético. Fue en este contexto que Estados Unidos, con su propio interés geopolítico, buscó promover la Revolución Verde en el subcontinente Indio y envió a Norman Borlaug como su emisario. Mientras que la Agencia para el Desarrollo Internacional de Estados Unidos y el Banco Mundial otorgaron la asistencia técnica y financiera para construir rutas, embalses, canales de drenaje y otras infraestructuras, las fundaciones Rockefeller y Ford facilitaron la cooperación técnica y científica.
Lo cierto es que esta estrategia funcionó muy bien y muchos países recibieron gustosos la ayuda de Estados Unidos y sus organismos aliados para encarar la Revolución Verde en sus propios territorios.35Las Filipinas, Colombia y Nigeria siguieron el modelo mexicano, autorizando la creación de centros de investigación científica financiados por las fundaciones Rockefeller y Ford. El modelo ofrecido parecía más atractivo que el propuesto por el bloque comunista. En primer lugar, los campos de trigo en Estados Unidos producían casi una tonelada más de granos por hectárea en comparación a los de la Unión Soviética. En segundo lugar, su implementación no requería de la planificación centralizada de la producción, de la eliminación de la propiedad privada ni de la colectivización de las tierras, algo que era ampliamente rechazado por la mayoría de los agricultores y dueños de tierras. En tercer lugar —y probablemente el argumento más importante—, el comunismo venía de protagonizar la hambruna más trágica de la historia.
En 1949, el Partido Comunista de China salió victorioso después de una brutal guerra civil, y su líder, Mao Zedong, tenía la visión de transformar radicalmente el país y modernizarlo a través de la industrialización siguiendo el modelo soviético. Después de unos años de buenos resultados, Mao propuso el Gran Salto Adelante, un plan para elevar la producción de acero de 5 millones de toneladas a 100 millones en sólo cinco años. Como el 80% de la población vivía en zonas rurales, se ordenó que decenas de millones de campesinos abandonaran sus tareas agrícolas y contribuyeran a la producción de acero, extrayendo hierro de los yacimientos, cortando árboles para obtener carbón vegetal o construyendo pequeños hornos para fundir el metal. Con el fin de asegurar la provisión de granos para alimentar a los trabajadores del acero y para comercializar con la Unión Soviética (a cambio de maquinaria pesada), se abandonó completamente la agricultura en los campos privados y los campesinos fueron enviados a comunas de hasta 20.000 personas a trabajar las tierras pertenecientes al Estado. Además, se elaboró una campaña para eliminar las cuatro pestes que dañaban la salud pública (ratas, mosquitos y moscas) y que se comían los granos (gorriones). Había un gran entusiasmo en el pueblo chino porque las cosechas iban muy bien, pero con el tiempo el plan comenzó a tambalear. El acero producido por los campesinos inexpertos era de mala calidad y no podía usarse ni siquiera para elaborar herramientas simples, muchos campos de cultivos no pudieron ser cosechados por la falta de trabajadores, y la erradicación de los gorriones provocó un desequilibrio ecológico que provocó una explosión en la población de insectos. Quienes se atrevieron a criticar el Gran Salto Adelante se convirtieron en enemigos del Estado y fueron perseguidos, encarcelados e incluso fusilados. Por miedo a las consecuencias, los funcionarios chinos informaron cosechas exitosas a pesar de que esto no era cierto, y el gobierno chino continuó con su propaganda optimista, destinando gran parte de la producción a las ciudades y a la exportación. La disponibilidad de alimentos se redujo considerablemente en las comunas y, con la llegada de una sequía acompañada de una inundación en 1960, la hambruna se desató. Los campesinos que no trabajaban no recibían su cuota alimentaria, y comenzaron a morir. Quienes podían subsistir lo hicieron comiendo todo lo que tenían enfrente, incluso a otras personas. No se sabe exactamente cuántas personas murieron, pero se estima que entre 1959 y 1961, la hambruna se llevó unos 30 millones de vidas, y superó cualquier otro evento de escasez de alimentos jamás registrado.
Ante semejante bochorno, ningún país se animó a adoptar el modelo soviético, y la agricultura estadounidense se expandió por todo el mundo y tomó más fuerza aún después de la caída del muro de Berlín en 1989. Si bien este proceso fue dirigido inicialmente por el gobierno de Estados Unidos y las agencias financieras, con el paso de los años aparecieron otros actores que contribuyeron a consolidar el dominio de la nueva agricultura: las multinacionales agroindustriales. A medida que la Revolución Verde avanzaba, muchas empresas que estaban radicadas en América del Norte y Europa, y que se dedicaban a la producción de insumos, se beneficiaron enormemente del aumento en la demanda de semillas, fertilizantes y pesticidas. Como el mejoramiento de las semillas implicó un proceso de investigación científica que requirió de la inversión de una gran cantidad de recursos, estas semillas se patentaron para asegurar la exclusividad de su comercialización y proteger la propiedad intelectual. Durante milenios, los agricultores habían obtenido las semillas que necesitaban de sus propios campos o de un vecino, pero la llegada de las semillas patentadas hizo que esta práctica antigua se viera limitada e incluso prohibida. Además, algunas de estas empresas identificaron la oportunidad de vender las semillas mejoradas junto con otro producto especial que garantizara el crecimiento de las plantas. Así, en lugar de vender los productos por separado, comenzaron a vender paquetes que incluían semillas junto con fertilizantes o pesticidas específicos para maximizar el rendimiento de los cultivos. Al optar por comprar estas nuevas semillas y el paquete que las acompañaba, los agricultores se vieron obligados a depender de las multinacionales agroindustriales para obtener los insumos que necesitaban. Empresas como Monsanto (ahora Bayer), Bunge, BASF, Syngenta, Cargill y Dow Chemical tuvieron su auge en esta época y afianzaron su poder económico influyendo sobre los gobiernos y los organismos internacionales para que impulsaran políticas y acuerdos que favorecieran sus intereses, como la protección de la propiedad intelectual sobre las semillas patentadas y la promoción de la agricultura basada en insumos industriales. Los productores más capitalizados y mecanizados pudieron obtener todos los insumos que necesitaban de una manera conveniente y eficiente, haciendo que la agricultura fuera más fácil que nunca y logrando niveles de productividad muy elevados. Pero no ocurrió lo mismo con los campesinos con menos recursos.
Es probable que Borlaug estuviera comprometido con su causa y que realmente tratara de proporcionar una solución que mejorara la vida de los campesinos y agricultores pobres. Sin embargo, uno de los efectos que tuvo la Revolución Verde es que aumentó la desigualdad rural y empobreció aún más a las comunidades campesinas. Para subirse al tren del cambio había que comprar insumos, invertir en sistemas de riego y adquirir tractores, y para ello los campesinos se tenían que arriesgar a abandonar sus técnicas tradicionales y a tomar préstamos para costear el paquete tecnológico que les prometía ingresar a la tierra de la prosperidad. Pero si no podían pagar los créditos, quedaban atrapados en un ciclo de endeudamiento y pobreza desesperante. La situación se volvía peor cuando no podían acceder a créditos formales porque no cumplían los requisitos impuestos por las instituciones financieras, por lo que no les quedaba otra alternativa que acudir a prestamistas que les cobraban intereses desorbitantes. Además, las instituciones financieras que brindaban los préstamos para mejorar la infraestructura de los países exigían una serie de condiciones para atraer a los inversores extranjeros y promover el desarrollo económico, pero que también desprotegían a los campesinos ante los productores capitalizados de los países ricos. Los grandes productores podían diversificar sus actividades, adaptarse a las fluctuaciones del mercado y adquirir la tecnología necesaria para acoplarse a la tendencia global, pero los campesinos no. En esta situación, los campesinos se convirtieron en peones rurales mal pagos y se mudaron a las ciudades en busca de oportunidades —acentuando el proceso de desruralización—, aunque lo que encontraron fue una mayor pobreza. Este fenómeno representa la realidad de muchos países de bajos y medianos ingresos alcanzados por la Revolución Verde, pero el caso de la India se destaca sobre todos.
En noviembre de 2020, unos 250 millones de personas realizaron una huelga masiva en la India y miles cortaron el ingreso a la ciudad de Nueva Delhi. La causa de la protesta fueron las deplorables condiciones económicas en las que se encontraban millones de campesinos en el país. Después de haber liberalizado su economía en los 90 como condición impuesta por las entidades financieras que le otorgaron un préstamo, el gobierno instó a muchos agricultores a dejar de producir alimentos para consumo propio como el trigo y el arroz, y a volcarse a la producción de cultivos para exportar, como el algodón. Las semillas mejoradas genéticamente y los insumos costosos, como los pesticidas, fueron proporcionados por empresas como Monsanto, que arribaron al país gracias a las nuevas políticas económicas. Los campesinos accedieron a comprar el paquete a cambio de una promesa de progreso, pero les resultó muy difícil competir contra los grandes productores de su mismo país y, a la vez, los extranjeros. Fue cuestión de que llegara una sequía o una inundación para arruinarles la cosecha y no poder pagar los préstamos. Para colmo, los campesinos estaban imposibilitados de adquirir semillas para la siguiente temporada porque sólo podían comprarlas a la misma empresa debido a los derechos de propiedad intelectual. Entre 1990 y 2019, el producto bruto interno per cápita de India aumentó más de cinco veces, y para 2020 era el tercer país con la mayor cantidad de millonarios del mundo. Sin embargo, millones de campesinos quebraron económicamente y perdieron sus tierras. Ante la desesperación, más de 250.000 personas se suicidaron durante el mismo período.
La Revolución Verde nos enseñó que la desnutrición y las hambrunas ya no son fenómenos inevitables y que, si una zona es azotada por la falta de alimentos, lo más probable es que la tragedia ocurra por factores sociales y económicos, y no por una limitación real en la capacidad para producirlos. Mientras que la población mundial se duplicó entre 1960 y 2020, la producción de cereales se triplicó. Esto significó que, por primera vez en los últimos 12.000 años, la humanidad logró producir suficiente cantidad de alimentos para darle de comer a cada habitante de la Tierra. Por este motivo, muchos consideran que Norman Borlaug fue un héroe y que, gracias a sus desarrollos técnicos, contribuyó a una transformación de la agricultura que salvó la vida de millones de personas. Sin embargo, no todos opinan lo mismo, y algunos lo consideran un asesino en lugar de un salvador. ¿Por qué? Porque además de los trasfondos sociales que ya vimos, la Revolución Verde también trajo un cambio profundamente negativo en la salud de las personas y una aceleración de la degradación ambiental.