Capítulo 4.7

La debilidad de la carne

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Esta clasificación no suele generar controversias en lo que respecta a los grupos uno y dos, pero el debate es más acalorado con el grupo tres. Pero a las carnes rojas no hay que confundirlas con las procesadas, como embutidos, fiambres, salchichas, nuggets de pollo y hamburguesas industriales. Estos productos tienen un alto contenido de sal, grasas de mala calidad y aditivos, que dañan las paredes de los vasos sanguíneos, alteran la función del páncreas y generan mutaciones en las células del tubo digestivo. Todos los estudios que investigaron la relación entre el consumo de carnes procesadas y enfermedades crónicas encontraron que existe una relación muy estrecha entre su ingesta y el riesgo de tenerlas. Incluso cantidades tan pequeñas como 10 gramos por día (durante varios años) pueden favorecer un infarto, una isquemia cerebral, una diabetes tipo 2 o un cáncer de colon. Así que en el caso de las carnes procesadas no hay dudas sobre su efecto nocivo para la salud. Por el contrario, la evidencia es menos clara cuando hablamos de carnes rojas sin procesar, como un bife de vaca, una costeleta de cerdo, un asado de cordero o un estofado de cabra. 

Este es un tópico que despierta pasiones intensas, lo que ha llevado a que se convierta en un tema extremadamente polarizado en todos los ámbitos en los que se discute. Mientras que algunos grupos consideran la carne roja como un veneno tóxico que debe erradicarse de los platos, otros la veneran como un regalo de los dioses que tiene que estar presente en la alimentación diaria de cada persona. Más curioso aún es que, en ambos extremos del debate, se apela a un argumento evolutivo de por qué la carne se debería consumir o no (“somos carnívoros” versus “somos frugívoros”). Pero la realidad no es tan simple. Existe una creencia muy arraigada de que la ciencia se basa en la precisión y la certeza absolutas, y que mediante un experimento científico se puede aclarar cualquier tema y despejar todas nuestras dudas. Sin embargo, todas las disciplinas científicas lidian constantemente con la incertidumbre, y la nutrición no escapa a esta realidad. El proceso científico es un camino de aproximación sucesiva a lo que creemos que puede ser la verdad, y en cada investigación que se lleva adelante, nuestra comprensión sobre el funcionamiento de la naturaleza mejora y la incertidumbre disminuye. Aun así, jamás alcanzaremos la certeza absoluta, y la puerta está permanentemente abierta a nuevos descubrimientos que alterarán nuestra percepción del universo. Para entender el estado del debate sobre la carne roja, es importante comprender cómo se obtiene el conocimiento en las ciencias de la nutrición.

Existen muchas maneras de abordar la pregunta acerca del efecto que puede tener tal o cual factor en la salud de las personas, y cada una de ellas tiene diferentes grados de complejidad, con sus potenciales y limitaciones. Es decir, ninguna aproximación es mejor que la otra por sí misma y cada una permite observar el problema desde ángulos distintos. El abordaje más sencillo es tomar un grupo de personas de alguna ciudad, preguntarles por sus hábitos alimentarios y su estado de salud, y volver a entrevistarlos al cabo de un tiempo para ver si algo cambió. En los casos donde se aplicó este método, se encontró que aquellas personas que comían más carnes rojas se morían más que las que comían menos, tanto por infartos al corazón como por otras enfermedades crónicas. Esto brinda un poco de información, pero aún hay muchos cabos sueltos, y lo mejor es replicar la investigación en otras poblaciones para descartar que no se trate de una casualidad. Así, recién cuando se dispone de varios estudios, se puede hacer un análisis de los resultados de todos ellos y estimar un promedio para ver cuál es la tendencia general. Esto se llama metaanálisis, y cuando lo hicieron con estos estudios encontraron que mientras más carne roja se consume, mayores probabilidades hay de morir. Pero todavía quedan muchos factores que pueden confundir los resultados. Por ejemplo, las personas que consumen más carne roja también tienden a hacer menos ejercicio, fumar más, beber más alcohol y tener exceso de grasa corporal. Entonces, para despejar las dudas hay que analizar los datos teniendo en cuenta todas las variables posibles, y comparar peras con peras y manzanas con manzanas. Es decir, comparar a las personas que comen mucha carne roja con las que comen poca, pero que todas sean —por dar un ejemplo— mujeres fumadoras que toman entre 3 y 5 latas de cerveza por semana, que no tienen una enfermedad diagnosticada antes del inicio del estudio y que hacen actividad física dos veces por semana. Curiosamente, este método reveló una asociación más fuerte entre consumo de carne roja y las muertes por enfermedades crónicas, especialmente cuando se comparó a aquellos que no fuman ni beben alcohol. Al eliminar esos factores de riesgo de la ecuación, la carne roja sobresalió como principal sospechosa. Lo mismo ocurrió cuando se quitaron del análisis los ultraprocesados y se evaluó a personas con una ingesta adecuada de frutas y verduras. 

Aun así, nada de esto nos brinda una certeza del 100%. Una forma de reducir la incertidumbre un poco más es con los ensayos clínicos aleatorizados. Este tipo de investigación se suele utilizar para comprobar la eficacia de los medicamentos al comparar varios grupos de personas sometidos a distintas variables. Por ejemplo, para saber si el ibuprofeno es mejor que ponerse hielo para tratar el dolor de un tobillo esguinzado, se juntan varias personas con tobillos esguinzados y se las divide en dos grupos: a uno se le da ibuprofeno y al otro se le aplica hielo. Esta aproximación es particularmente interesante en el caso de las dietas, porque para mantener la cantidad de calorías y otros nutrientes es necesario reemplazar un alimento por otro. En este caso, cuando las carnes se reemplazaron por cereales refinados y ultraprocesados, los participantes empeoraron su salud, lo que indica que las carnes rojas son una mejor opción que los sanguchitos de miga y las galletitas. Pero cuando fueron reemplazadas por proteínas de origen vegetal como lentejas, garbanzos y porotos, las personas mejoraron varios aspectos de su salud que se pudieron comprobar con análisis bioquímicos de la sangre. 

Sin embargo, estos estudios también tienen sus limitaciones. Por empezar, valores más altos de azúcar y grasas en la sangre no siempre es sinónimo de muerte por enfermedad. Además, este tipo de experimentos pueden generar confusión porque a veces el nuevo alimento es demasiado bueno para la salud. Por ejemplo, quizás la carne roja no sea tan perjudicial, sino que en realidad las legumbres son excelentes, pero la comparación desfavorece a la carne. De hecho, es posible reducir el riesgo de tener un infarto al corazón o una isquemia cerebral consumiendo carnes rojas, siempre y cuando también se reduzca la cantidad de grasas saturadas de la dieta (aunque su efecto será menor al de consumir plantas). Para complicar las cosas, la forma de cocinar la carne también influye en el impacto que genera en el cuerpo. Si la carne se asa, frita o se expone al fuego, se liberan sustancias cancerígenas y que promueven la formación de placas en las arterias. Pero si se hierve o cocina al vapor, se evitan estos problemas. 

Lamentablemente, no existe el estudio perfecto en nutrición porque no se puede (ni se debe) encerrar a una persona durante los diez o veinte años que demora una enfermedad crónica en aparecer, para controlar todos los aspectos de su vida y evitar los factores confundidores. Cada estudio, por más riguroso que sea, presenta puntos ciegos e imperfecciones que son inherentes al quehacer científico. Esto genera cierta desconfianza porque el contexto de las personas que participan en los estudios es diferente a la realidad individual, y por lo tanto es razonable pensar que los resultados no son útiles. Pero la ciencia no busca reflejar exactamente las condiciones fisiológicas y el estilo de vida de cada una de las personas del mundo, y no deberíamos esperar a que se realicen tales experimentos para elaborar una conclusión aplicable. Por ejemplo, a pesar de que haya personas que fuman y no desarrollan cáncer de pulmón, la relación entre el tabaquismo y el cáncer es contundente. Es decir, a pesar de que la ciencia no pueda brindarnos una certeza absoluta, nos brinda información valiosa para que podamos navegar en el océano de la incertidumbre. 

Sin embargo, la ciencia está hecha por personas, y las personas pueden tener intereses. 

En el año 2019, un grupo internacional de científicos publicó una serie de estudios que concluyeron que la idea de que la ingesta de carne roja era un factor de riesgo para las enfermedades cardiovasculares, la diabetes tipo 2 y el cáncer de colon estaba floja de papeles y que no había motivos reales para que las personas redujeran su consumo de carne roja. Estos estudios fueron vendidos como “serios” y “rigurosos” por ser publicados en una revista científica prestigiosa, y fueron aplaudidos por quienes defendían a capa y espada el consumo de carne roja. Curiosamente, el líder del proyecto y autor principal de las conclusiones, Bradley Johnston, es la misma persona que estuvo al frente del estudio que buscó desacreditar las recomendaciones de la OMS para reducir la ingesta de azúcar en el año 2017. Lo más grave es que Johnston no reportó sus lazos con la industria de la carne al momento de publicar el artículo, y tuvo que hacerlo luego de que se develara su verdadera identidad. Si bien el disenso en la ciencia es normal y deseable, este tipo de prácticas confunden al público y rompen la confianza en el proceso científico.Pero entonces, ¿la carne roja es buena o mala? La respuesta corta es que depende del contexto. La carne tiene nutrientes que suelen ser difíciles de conseguir en otros alimentos, como hierro, vitamina B12 y zinc, por lo que para algunas personas podría ser beneficioso agregar carne roja a sus dietas. Por ejemplo, en personas de bajos recursos con dietas insuficientes, en ancianos que tienen poco apetito, en mujeres con anemia (especialmente embarazadas), e incluso en niños, que no suelen ser muy amigos de las verduras. Sin embargo, en aquellas poblaciones donde los problemas de salud están traccionados por el consumo excesivo de alimentos o de mala calidad (particularmente en adultos), reducir el consumo de carnes rojas les aportaría beneficios. En líneas generales, el riesgo de desarrollar una enfermedad crónica parece aumentar por encima de los 70 gramos por día (unos 500 gramos por semana), por lo que la mejor recomendación hasta el momento es intentar no excederse de esa cantidad. Por supuesto, siempre existe una variabilidad individual y algunas personas pueden tolerar más que otras. Pero si se come una cantidad menor, entonces lo más probable es que sea mejor mantener ese hábito y mejorar otros aspectos de la dieta. Si se come una cantidad mayor, se puede reemplazar la carne roja con carne de pollo, carne de pescado y proteínas de origen vegetal (como las legumbres y los frutos secos).