A todo vapor

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La agricultura en Inglaterra no tenía nada especial. De hecho, alrededor del mundo existían campos que podrían haber impresionado a cualquier campesino inglés. Por ejemplo, los agricultores de China habían perfeccionado sus sistemas de irrigación a base de diques y canales para distribuir el agua de manera eficiente por grandes extensiones de tierra sembrada con arroz, su cultivo más importante. También producían soja, mijo, caña de azúcar, té y diversos vegetales, por lo que tenían una dieta variada y diversa. La altísima productividad de la agricultura china les permitió sostener una población de unos 200 millones de personas para el siglo XVII y, además, tener excedentes que eran utilizados para el comercio. Por su parte, los holandeses usaron canales y molinos de viento para convertir vastas extensiones de pantanos en tierras cultivables de gran fertilidad, y se destacaron por su ganadería lechera gracias al mejoramiento de las razas (como la Holstein-Friesian) y al uso de pastos más nutritivos. En África, el Imperio songhai cultivaba mijo, sorgo, arroz y algodón mediante técnicas avanzadas de riego que mitigaban las áridas condiciones del desierto de Sahel y proporcionaban alimentos para varios millones de personas. Sin embargo, Inglaterra poseía una ventaja clave para este momento de la historia: grandes reservas de carbón y hierro. Y eso le permitió convertirse en la cuna de la Revolución Industrial. 

La máquina de vapor ya había sido inventada y mejorada a principios del siglo XVIII, pero recién en 1770 fue perfeccionada por James Watt para que pudiera usarse para otro propósito más allá del de bombear el agua que inundaba las minas de carbón. A pedido de los dueños de la fábrica textil Soho Manufactory, James Watt diseñó un prototipo que funcionaba como una fuente de energía más poderosa y eficiente para los telares y las máquinas de hilar. Así, la utilización de la máquina de vapor en esta fábrica marcó un hito importante en la Revolución Industrial, pero fueron las mejoras en las formas de producir alimentos en el campo las que movilizaron a las personas hacia las ciudades. 

A pesar de que la energía contenida en el carbón estaba reemplazando la energía animal en las fábricas urbanas de Inglaterra, en el campo los humanos y los animales seguían haciendo todo el trabajo. Pero el siglo XIX fue el siglo de la ingeniería y no pasó mucho tiempo para que las máquinas a vapor se adaptaran para su uso en la agricultura. Inicialmente, se acoplaron a ciertas máquinas para facilitar la cosecha y el trillado30El trillado es el proceso por el cual se separa el grano del resto de la planta, y generalmente se aplica a cultivos de espiga, como el trigo, el arroz y la cebada. Hasta la aparición de la máquina trilladora, la tarea se realizaba de forma manual, golpeando las espigas contra una superficie dura para que suelten los granos. de los cultivos, e incluso se utilizaban durante la preparación del suelo usando máquinas que tiraban un arado de un extremo al otro del campo. Con todas estas tecnologías, la forma de trabajar en el campo se fue mecanizando poco a poco y redujo aún más la demanda de mano de obra campesina. Y luego, la llegada del tractor a vapor lo cambió todo. El tractor es una máquina increíblemente versátil y poderosa a la cual se le pueden agregar diferentes equipamientos que sirvan para distintos propósitos, como un arado de gran tamaño para labrar una mayor superficie de tierra, una sembradora para enterrar adecuadamente miles de semillas de manera prolija, una cosechadora para levantar más granos, e incluso un remolque para transportar el volumen obtenido. Sin embargo, los primeros tractores eran máquinas enormes, pesadas y peligrosas que solían explotar y lesionar gravemente a los agricultores. Con la invención del motor a combustión interna a fines del siglo XIX surgieron versiones mejoradas y más seguras, y durante la segunda década del siglo XX Henry Ford desarrolló el primer tractor de producción masiva. Desde ese entonces, el tractor se expandió por todo el mundo y se convirtió en el corazón de la agricultura, lo que aceleró el proceso de independencia entre la producción de alimentos y la tracción a sangre. 

Los métodos de producción industrial y los tractores se extendieron rápidamente a Francia, Alemania y Estados Unidos, y en el lapso de unos cien años, la Revolución Industrial llegó al resto de Europa y a algunas partes de Asia, América del Sur y África. A pesar de las buenas noticias, como el aumento en la productividad, esta transición trajo muchas dificultades para las familias campesinas. Quienes no tenían los recursos para comprar las modernas máquinas agrícolas no pudieron competir con sus vecinos más opulentos, y muchas personas se vieron obligadas a abandonar sus tierras y buscar empleo en las industrias. La migración masiva hacia las ciudades se convirtió en una realidad, y las industrias florecieron gracias a la llegada de mano de obra desesperada. El despoblamiento del campo, también conocido como desruralización, es un fenómeno que comenzó en el siglo XVIII pero que sigue ocurriendo hasta el día de hoy a medida que los países se industrializan y la agricultura se hace más difícil para los campesinos.

Al llegar a las ciudades, las personas encontraron que, lejos de la prosperidad que soñaban, la vida resultó ser muy dura. Debido a la falta de oportunidades de acceso a viviendas, estas personas se establecieron en asentamientos informales en la periferia, y las oportunidades laborales se limitaron a trabajos precarios y mal pagos, muchas veces en condiciones inhumanas.31Las novelas de Charles Dickens describen con detalle la vida de los obreros y el trabajo infantil de aquella época. Además, sus relatos a menudo incluyen referencias a las condiciones ambientales adversas de la época, como la contaminación del aire. Aunque la Revolución Industrial reemplazó los músculos por motores, las personas que trabajaban en una fábrica típica del siglo XIX estaban expuestas a condiciones más exigentes que las del campo, con jornadas de doce horas o más, y bajo la supervisión de capataces que garantizaban una producción constante mediante la coerción y el disciplinamiento.

Los tejidos urbanos crecieron de manera desordenada, las personas se amontonaron, y se agudizaron los problemas de higiene que caracterizaban a la mayoría de las ciudades del mundo. Las ciudades europeas estaban llenas de pozos negros de los cuales se filtraba materia fecal líquida hacia las fuentes de agua cercanas, lo cual contaminaba los arroyos y ríos locales, y facilitaba las epidemias de cólera (que ya de por sí eran muy frecuentes). La tasa de mortalidad era más alta en las grandes ciudades, pero aun así los centros urbanos se convirtieron en un imán para las personas que veían en ellos más oportunidades de mejoría económica en comparación con las empobrecidas áreas rurales. Sin embargo, a medida que se desarrollaba la Revolución Industrial, las condiciones urbanas comenzaron a mejorar significativamente gracias a los avances en salud pública: se implementaron cloacas para separar el agua residual del agua bebible, se construyeron infraestructuras de potabilización del agua para consumo humano, se promovieron prácticas de higiene personal y se fabricaron jabones, entre varias otras medidas. Así como la transformación agrícola fue condición necesaria para el surgimiento de la Revolución Industrial, el progreso en la salud pública fue clave para su mantenimiento. Al fin y al cabo, las fábricas necesitaban de trabajadores no sólo para producir, sino también para consumir. En este período también aparecieron innovaciones que impactaron en la producción y distribución de los alimentos, como la pasteurización, que permitió el almacenamiento seguro de leche y mermeladas, el desarrollo de empaques novedosos como latas y botellas cerradas herméticamente, la aparición de la refrigeración y el congelamiento para conservar los alimentos frescos por más tiempo, y los ferrocarriles, que permitieron transportar grandes cantidades de alimentos desde las zonas rurales donde se producían los excedentes hasta los centros urbanos de consumo y los puertos.

Con comida abundante y algunas medidas de salud pública, los índices demográficos se catapultaron. A principios del siglo XVIII había unos 600 millones de personas en el mundo, pero cien años después alcanzó los casi 1000 millones, y para principios del siglo XX, los sapiens que habitaban el mundo ya eran 1600 millones. O sea que, a pesar de todos estos grandes avances, había muchas bocas que alimentar y la agricultura aún estaba a merced de las sequías, las inundaciones y las plagas, y las hambrunas todavía se hacían sentir. En 1845, un grupo de campesinos que vivía en Irlanda notó que las hojas de sus cultivos de papa presentaban manchas oscuras y los tallos se debilitaban, y no tardaron en dar aviso a toda la comunidad. Sin embargo, ya era demasiado tarde. El tizón tardío, una enfermedad causada por un hongo, se había esparcido velozmente por toda Europa hasta llegar a Irlanda, donde se propagó como pólvora por las plantaciones de papa de todo el país. A medida que pasaban los días, la infección avanzó implacablemente, dejando a su paso la destrucción y desolación de lo que era la principal fuente de alimento de los irlandeses. Con el correr de los meses, los alimentos comenzaron a escasear en toda la isla. En menos de un año, la hambruna se hizo evidente y las imágenes de personas desnutridas y moribundas se convirtieron en una triste postal del país. La Gran Hambruna de Irlanda continuó hasta 1852, mató a un millón de personas y forzó la migración masiva de un millón más de irlandeses hacia otras partes del mundo en busca de otra oportunidad para sobrevivir y reconstruir sus vidas. Desafortunadamente, las hambrunas no fueron exclusivas de Irlanda. Durante el siglo XIX y la primera parte del siglo XX, se produjeron hambrunas en diferentes partes del mundo, producto de desastres naturales, conflictos armados e incompetencia de los gobernantes, como la hambruna del norte de China entre 1876 y 1879, la de India durante 1876 y 1878, y la de Rusia entre 1920 y 1921. Se estima que estas tragedias se cobraron la vida de más de 70 millones de personas entre 1860 y 1930. Durante el siguiente período, las hambrunas masivas disminuyeron, pero a costa de otras consecuencias inesperadas.