Capítulo 4.2

Producir mejor

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Existen muchas formas para cambiar la manera en la que se producen los alimentos. Sin embargo, dadas las condiciones actuales, para que una propuesta se pueda considerar como superadora debe cumplir con tres principios: no destruir los espacios naturales que quedan, restaurar los ecosistemas degradados , y usar menos insumos. 

En el pasado (aunque también en el presente), la superficie de tierras destinadas a la agricultura y la ganadería se incrementó a costa de talar bosques y selvas, secar humedales y quemar pastizales. A pesar de que muchos de estos ecosistemas se encuentran lejos de las ciudades donde se consume gran parte de los alimentos allí producidos, incluso las personas urbanas experimentan —acaso sin saberlo— las consecuencias de su desaparición. La deforestación de los bosques y selvas altera el equilibrio de las lluvias en una región, y la hace más seca, lo cual compromete la producción agrícola. La destrucción de los humedales anula su capacidad para purificar el agua de los ríos y mermar el impacto de las inundaciones cuando ocurren lluvias torrenciales. La quema indiscriminada de los pastizales emite enormes cantidades de humo que compromete la salud de las personas y arruina la calidad del agua de los ríos y arroyos cercanos. Estos ecosistemas demoraron miles de años en formarse, y creer que los beneficios que nos aportan pueden ser reemplazados por una máquina es, lisa y llanamente, pensamiento mágico. Un ejemplo alarmante es la selva amazónica. Este ecosistema, conocido como el pulmón verde del mundo, ya perdió casi el 20% de su extensión debido a la expansión de la ganadería y, en menor medida, de la agricultura (aunque la minería y la extracción maderera también contribuyeron a este proceso). Además de causar una pérdida irreversible de la biodiversidad, la eliminación de una porción tan grande de este ecosistema alteró las precipitaciones en el sur del continente, y aumentó la frecuencia y la intensidad de las sequías. Se estima que si la superficie arrasada llega al 40%, el ecosistema no se podrá sostener a sí mismo y dará inicio a una cascada de eventos que terminará con la sabanización de toda la Amazonía, con consecuencias severas para toda la humanidad. Por lo tanto, como prevenir es mejor que curar, el primer principio es detener el avance de la frontera productiva para reducir al mínimo, e idealmente eliminar, la necesidad de reemplazar ecosistemas naturales para hacer crecer cultivos y pastos. 

Aun así, con detener la destrucción de los entornos naturales no alcanza. En los años venideros, el cambio climático agravará los desafíos que ya estamos afrontando en la actualidad, y hasta el momento parece que no existe tecnología que pueda salvarnos de una sequía prolongada ni de una lluvia torrencial. Ante esta realidad, crear un colchón de naturaleza que amortigüe el impacto de estos fenómenos se vuelve esencial para garantizar la supervivencia de las futuras generaciones. Restaurando entornos degradados y diseñando nuevas áreas naturales podríamos erigir verdaderos guardianes del clima que eliminen de la atmósfera el carbono que contribuye al calentamiento global, regulen los patrones de lluvia y protejan el suelo de la erosión. En lugar de construir cada vez más diques y embalses, una alternativa beneficiosa a largo plazo para asegurar la provisión constante de agua limpia durante todo el año sería restaurar y proteger los ecosistemas de los valles y las montañas. En vez de invertir en aires acondicionados y aumentar la producción de energía para sostenerlos, se pueden plantar árboles en las calles y crear áreas boscosas dentro de las ciudades para que amortigüen las altas temperaturas del verano, evitando la acumulación de calor en el cemento. Destinar franjas de tierra que conecten entre sí las diferentes áreas naturales es una forma de cuidar los ecosistemas que aún están intactos, mitigar la velocidad de extinción de especies y proveer de un hogar a los polinizadores. Además, debido a las malas prácticas de la agricultura y la ganadería, una proporción importante de las tierras productivas del mundo se está degradando a un ritmo alarmante. Así, el segundo principio —restaurar los ecosistemas degradados— requiere de darle una mano a la naturaleza para que se recupere y, de paso, nos ayude a nosotros.

Si bien estos dos principios son importantes para sobrellevar los tiempos tormentosos que se avecinan, también implican que tendremos menos tierras disponibles para producir alimentos. Es decir, tendremos que aumentar la cantidad de alimentos que producimos en las actuales tierras de cultivo y pastoreo (o quizás en menos). Esto se denomina intensificar la producción y es lo que estuvimos haciendo durante los últimos sesenta años desde que nació la Revolución Verde. Para repasar, incrementar la producción por unidad de superficie implicó utilizar maquinaria, mucho combustible fósil, irrigar vastas superficies de cultivo, aumentar el uso de insumos industriales como fertilizantes y pesticidas, y encerrar a los animales para que se coman los granos que podrían ser destinados a los humanos. Hoy está claro que, si bien necesitamos incrementar la producción de alimentos, alcanzar ese objetivo a toda costa es una locura insostenible. Entonces, no sólo debemos producir más en las tierras que tenemos, sino que debemos reducir el impacto ambiental en esa misma superficie. Por eso, el tercer principio implica utilizar menos insumos, para lo cual tenemos dos enfoques bien distintos pero que no son excluyentes: el tecnológico y el ecológico.