Los relatos que se suelen contar sobre el surgimiento de la agricultura y la ganadería dicen que este puso fin a la vida precaria y peligrosa del estilo de vida cazador-recolector. También dicen que la Revolución Neolítica le permitió a los humanos salir del salvajismo y establecerse en ciudades civilizadas y desarrollar los Estados, posibilitando el florecimiento del arte, la filosofía, la ciencia y la tecnología. Sin embargo, las investigaciones arqueológicas revelan que los primeros agricultores no la pasaron nada bien. En las épocas buenas, las cosechas eran abundantes, y los campesinos celebraban la nueva vida y hacían festivales para agradecerle a los dioses y espíritus por su generosidad. Había cerveza y panes a montones, y la gente bailaba y cantaba de felicidad por varios días. Pero bastaba una sequía prolongada, una inundación repentina o un incendio arrasador que arruinara los cultivos para hundir a los campesinos en el pozo del hambre y la ansiedad constante por el futuro. Una buena temporada no borra los malos recuerdos, y las personas invirtieron cada vez más tiempo y esfuerzo en trabajar con la esperanza de alcanzar un paraíso que ya no existía.
Un campesino que vivía en el Creciente Fértil hace 8000 años se levantaba de su cama de paja al amanecer, desayunaba un poco de pan de cebada con leche de cabra, y se dirigía hacia el campo donde pasaba la mayor parte del día junto a otros campesinos. Su labor consistía en preparar el terreno para sembrar, eliminar a mano las malezas e insectos, proveer de agua a los cultivos y cosecharlos cuando estaban listos. Al mediodía, cuando el sol estaba en su punto más alto, volvía a su hogar para almorzar pan, agua y quizás algo de carne de cabra si tenía. La jornada laboral del campesino continuaba por la tarde, yendo al bosque más cercano para juntar madera, arreglar su casa y revisar el estado de salud de sus animales. Finalmente, cuando el sol se ponía en el horizonte, el campesino volvía a su hogar para cenar junto a su familia y descansar, sabiendo que al día siguiente tenía que volver a empezar. Si bien las mujeres también podrían haber participado del trabajo en el campo, su rol en la organización familiar se centraba en la preparación de los alimentos, el cuidado de los niños y la producción de textiles, tareas igualmente agotadoras. Tener lista la comida para cuando el hombre llegara a la casa implicaba cosas como moler los granos a mano en un mortero de piedra, amasar, prender el fuego y mantenerlo durante largas horas para cocinar. Las mujeres de esa época tenían muchos hijos (entre 6 y 10), y es probable que hubieran estado amamantando durante gran parte de su vida fértil. Además, las mujeres destinaban varias horas al día a hilar lana, lino o algodón, y a confeccionar ropa para su familia y otros tejidos para el hogar.
La jornada laboral de una familia campesina duraba entre diez y doce horas, sin descansos de fin de semana, feriados ni vacaciones. Esto es un gran contraste con el día a día que llevaban las comunidades cazadoras-recolectoras que, si bien tenían que procurar sus alimentos todos los días, mantenían un estilo de vida considerablemente más relajado. Una tribu cazadora-recolectora destinaba entre tres y cinco horas por día a obtener sus alimentos, a veces más o a veces menos, dependiendo de la época del año y ubicación geográfica. Durante la temporada de lluvias y en los trópicos hay una mayor cantidad de frutas y tubérculos disponibles, por lo que la recolección lleva menos tiempo. En las estaciones secas y cerca de los polos, la caza predomina sobre la recolección, y como se trata de una actividad impredecible, puede requerir de largas caminatas para rastrear y perseguir a los animales. Aun así, el tiempo libre que le dedicaban a otras actividades no vinculadas a la comida era significativamente mayor que el de los campesinos. En una investigación realizada en el norte de las islas Filipinas, el antropólogo Mark Dyble y su equipo estudiaron los hábitos y el tiempo de ocio de más de 350 personas pertenecientes a grupos distintos de la comunidad agta. Los agta fueron tradicionalmente cazadores-recolectores, pero en las últimas décadas algunas tribus se volcaron cada vez más a la agricultura, particularmente, al cultivo del arroz. Descubrieron que aquellos grupos que le dedicaban más tiempo a la agricultura tenían diez horas por semana menos de tiempo libre que los grupos exclusivamente cazadores-recolectores, o sea, 22 días al año. Si bien es cierto que los agta viven en un paraíso tropical, incluso en los entornos más marginales y con menos recursos, los cazadores-recolectores tienen un estilo de vida relajado, con más tiempo para el descanso y el ocio.
Las diferencias más importantes entre ambos estilos de vida radican en la necesidad de alimentos y en su disponibilidad. Por un lado, la población de cazadores-recolectores se mantuvo estable entre 1 y 20 millones de personas en todo el mundo durante cientos de miles de años, simplemente porque los ambientes que habitaban no podían proveer de comida para más personas. Dependiendo de la zona en la que se encontraba, una tribu de 100 personas necesitaba de un dispensario de comida gratis que midiera entre 150 y 1500 km2, en el que, con un poco de esfuerzo e ingenio, podían obtener todo lo que necesitaban para pasar el día y un poco más. Por otro lado, al modificar profundamente el ambiente para obtener más comida por unidad de superficie a través de la agricultura, los campesinos rompieron la barrera demográfica natural y pudieron tener más hijos. Sin saberlo, entraron en un círculo vicioso en el que cada año tenían que hacer cada vez más esfuerzo para sostener a una comunidad cada vez más numerosa. En lugar de vivir una cotidianidad relativamente libre, cazando gacelas y recogiendo frutas, los humanos se volvieron esclavos de los cultivos y los animales.
Este cambio en el estilo de vida tuvo consecuencias negativas en los cuerpos de los primeros campesinos, algo que puede observarse en los restos humanos encontrados en el yacimiento de Çatalhöyük, uno de los asentamientos más importantes del Creciente Fértil hace 7000 años. Los 470 esqueletos enterrados en el sitio muestran signos de estrés físico y lesiones que sugieren una vida de trabajo duro y esfuerzo físico constante, como deformidades en los huesos largos —el fémur y la tibia—, desgaste en articulaciones como la rodilla y la cadera, y degeneración de los discos intervertebrales de la columna. A pesar de la gran cantidad de actividad física, los campesinos también tenían huesos más débiles que los cazadores-recolectores, que los hacían más propensos a las fracturas.26Los huesos de los primeros agricultores eran un 20% menos densos que los de los cazadores-recolectores, un cambio similar al que ocurre cuando una persona pasa tres meses fuera de la Tierra sin gravedad. Esto puede ser paradójico, porque los huesos están compuestos por tejidos que responden a la tensión mecánica y, por lo tanto, se hacen más fuertes ante una mayor exigencia física. Por eso la mejor forma de prevenir la osteoporosis es la actividad física, especialmente la que incluye ejercicios de fuerza en donde se usen objetos pesados o el propio cuerpo, y lo cierto es que los campesinos tenían que hacer mucho ejercicio. Pero si bien levantaban y transportaban cargas pesadas, la escasa diversidad de gestos físicos y los movimientos repetitivos requeridos para mantener un cultivo y cuidar un rebaño reventaron sus cuerpos. El trabajo de campo que realizan las personas (no las máquinas) en la actualidad es extenuante, pero el que se hacía en el pasado era peor. Por ejemplo, en un principio los campesinos sólo tenían palos y azadas (un palo con una piedra plana en la punta) para preparar el terreno para los cultivos. En esas condiciones, preparar una hectárea requería de varias semanas o incluso meses de largas jornadas de trabajo físico pesado bajo el sol. Aquellos campesinos con más recursos tenían el privilegio de usar animales de tiro como bueyes y caballos, pero su jornada laboral no era menos extenuante ni más corta. Todo esto sin kinesiología, bandas de contención lumbar ni clases de stretching.
Los huesos de los antiguos campesinos también revelan una reducción generalizada de su salud asociada a su alimentación, tanto por calidad como por cantidad. Al dedicar gran parte del día al cuidado de unas pocas especies de plantas y animales, las fuentes de alimento de las primeras sociedades agrícolas y ganaderas se redujeron, y la dieta se simplificó. El impacto que tuvo este cambio alimentario sobre la salud dependió de la relación que tenían estas comunidades con su entorno y del rol que mantenían en la dieta los alimentos cazados y recolectados. Por ejemplo, en el Levante mediterráneo, el trigo y la cebada representaban la mayor parte de las calorías y estaban presentes en todas las comidas en forma de pan y papilla. A veces se incluía un poco de harina de lentejas y arvejas a la mezcla, y cuando había, también se agregaban verduras como cebolla, ajo, lechuga y repollo. La dieta podría haber estado suplementada con algunas frutas silvestres y nueces del bosque cuando hubieran estado disponibles. Pero la carne era considerada un recurso muy valioso y se reservaba para fechas especiales, como casamientos o eventos religiosos. La presencia de carne en la dieta era una señal de riqueza y estatus, y su consumo era un privilegio de las personas más pudientes. Así, en total, una familia campesina del Levante podría haber consumido un promedio de 30 especies vegetales y animales. En cambio, una familia campesina que vivía en las selvas centroamericanas hace 6000 años consumía una mayor cantidad de especies debido al ambiente subtropical en el que se encontraba. El maíz constituía su principal fuente de calorías (más del 30%), pero como se sembraba junto a plantas de porotos y calabazas en el mismo terreno, esta tríada representaba la base de la alimentación de las primeras comunidades agrícolas de Centroamérica. Sin embargo, la selva también les proveía de una amplia variedad de frutas y vegetales, como papayas, guayabas, pimientos picantes, tomates, yuca, paltas, piñas y cacao, muchas de las cuales fueron domesticadas. La carne de animales silvestres (venados, ciervos y armadillos) y domesticados (pavos y perros) también formaba parte de su dieta, aunque en menor medida. Como resultado, estos pueblos consumían unas 50 especies vegetales y unas 20 especies animales.
En líneas generales, los cereales les proporcionaban a los campesinos las calorías que necesitaban, pero a veces no llegaban a cubrir las demandas de proteínas y ciertos micronutrientes. Además, estas comunidades estaban muy expuestas a las inclemencias climáticas, ya fuera una sequía, una inundación o una plaga, y como toda la comunidad cultivaba las mismas plantas y criaba los mismos animales, la llegada de una de estas terribles amenazas naturales podía poner a todo el pueblo bajo un estado de hambruna temporal. Esto se tradujo en la aparición de signos de déficit nutricional crónico, como ciertos tipos de osteoporosis (hiperostosis porótica), un descenso general en la estatura y en la robustez de los cuerpos, y problemas en los dientes, como caries. Si bien los cazadores-recolectores no eran inmunes a las fluctuaciones de las estaciones, su dieta era más variada, y si escaseaba un tipo de alimento, siempre podían acudir a otro, con mayor o menor esfuerzo. Además, si su territorio sufría una sequía prolongada o una inundación, simplemente tomaban sus pocas posesiones y se iban a otro lugar. Actualmente, los hadza de Tanzania, los san de Botswana y los aborígenes australianos consumen en promedio más de 150 especies animales y vegetales.