Capítulo 3.2

¿Cómo medimos los daños causados por las drogas?

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Es imposible definir al ser humano sin tener en cuenta su naturaleza profundamente social. Formar parte de la especie que constituimos tiene que ver, en gran medida, precisamente con eso: formar parte. Esas partes constituyen un entramado complejo que trasciende ampliamente la suma de sus características individuales, muchas veces generando intereses encontrados entre el yo y el nosotros. Esa puja entre las voluntades individuales y nuestra construcción colectiva contiene tensiones inevitables, pero que pueden ser abordadas con el objetivo de encontrar un punto de equilibrio mediante el establecimiento de criterios de convivencia. En algún momento de nuestra historia empezamos a discutir y a sistematizar algunas de esas normas de convivencia, convirtiéndolas en leyes.

Más allá de las dificultades para establecer estas normas, existe un paso previo todavía más crítico que yace precisamente en la elección, no de las normas en sí, sino de los escenarios finales deseables y criterios de éxito hacia los cuales orientar estas normas. Dado que las normas no son más que la herramienta para alcanzar estos destinos finales, no podemos empezar a elegirlas sino hasta haber consensuado cuáles serán estos destinos. En el caso particular de la regulación de sustancias psicoactivas, previamente al diseño de políticas públicas, deberíamos preguntarnos cuál es el fin deseado: ¿Queremos proteger a las personas y minimizar su sufrimiento? ¿Queremos elaborar políticas que contemplen los Derechos Humanos? ¿Mejorar la Salud Pública? ¿Reducir los problemas de seguridad asociados al tráfico ilegal de sustancias? ¿En qué puntos convergen y en cuáles se enfrentan estos objetivos individuales entre sí? ¿Cuáles priman por sobre los demás?

Elegir estos objetivos es un ejercicio complejo, una discusión tan antigua como nuestra historia y una decisión que no cae puramente en el campo de lo científico, sino más bien se extiende hasta el de lo filosófico. Es a partir de aquí que la ciencia toma un rol clave, no exclusivamente como cuerpo de conocimiento, sino también como método para la generación de políticas públicas basadas en evidencia que nos permitan dar los pasos prácticos que nos acerquen a ese ideal (Singleton y Strang, 2014).

Uno de los campos en los que la ciencia −tanto en su dimensión de método como en la de conocimiento adquirido− toma mayor relevancia y puede tener un impacto determinante es en el de las políticas de drogas. Entonces, empieza el desafío de descomponer ese objetivo. Si asumimos que el horizonte común es el de minimizar riesgos y daños, nos vemos frente al desafío de definir precisamente la pregunta para poder abordarla. ¿Qué significa, entonces, exactamente “minimizar el riesgo y el daño de las sustancias psicoactivas”?

Para empezar, en este libro estamos intentando redefinir el significado instalado para la palabra “droga”, en parte para desambiguarla de un bagaje cultural negativo, en parte porque su ambigüedad en el uso coloquial dificulta la comunicación. Una droga es una sustancia química que tiene efectos fisiológicos conocidos en humanos o animales no humanos, definición extremadamente amplia y que difícilmente se acerca al concepto que queremos (o necesitamos) circunscribir para generar acciones puntuales sobre nuestro objetivo accionable de minimizar los riesgos y daños asociados a su uso. Mucho más cerca de una definición sobre la que podamos operar se encuentra “sustancia psicoactiva”, dado que este término en-

globa agentes químicos que actúan sobre el sistema nervioso central trayendo como consecuencia cambios temporales en la percepción, ánimo, estado de conciencia y comportamiento. Esta definición, si bien aún vaga, ayuda a recortar los bordes del objeto de estudio. Habiendo definido esto, llega otro momento crítico (tal vez el más): definir “daño”. ¿Qué significa que una sustancia haga daño? ¿Daño a quién, dónde y cómo? ¿Son comparables, por ejemplo, el efecto individual, la modificación del entorno social y el impacto económico sobre la productividad de un sujeto que consume cocaína con la de una persona que consume alcohol? ¿Cómo atacamos el problema práctico de comparar peras con manzanas?

La aproximación más madura que tenemos para ese problema hasta el momento es lo que se conoce como “Análisis de Múltiples Criterios” (MCDA, por sus siglas en inglés), un método de abordaje para la evaluación de situaciones que contienen numerosas variables, como es en este caso el enorme número de elementos que contribuyen al tratar de analizar de forma unificada el concepto de “daño”. Este método fue desarrollado en los años ‘70 para el análisis de riesgos en la inversión financiera, pero fue abriéndose paso a múltiples áreas del conocimiento que requieren convertir análisis complejos y multidimensionales en métricas más simples que permitan entender y evaluar una situación de forma integrada.

Este fue el criterio elegido por David Nutt, médico psiquiatra e investigador del Imperial College of London, quien fue jefe del Comité Asesor sobre el Uso Problemático de Drogas de Inglaterra, para comparar los daños asociados a diferentes sustancias psicoactivas. Lejos de ser un método perfecto, el MCDA se define incluyendo la idea de que no hay soluciones únicas y que los resultados de la integración dependen directamente de las variables que componen el análisis, así como del peso relativo que esas variables ocupan dentro de la constitución del valor escalar final. Desde su concepción, este método ha sido refinado en múltiples ocasiones, con metodologías que suelen incluir abordajes computacionales que buscan aumentar su robustez, pero siempre son explícitas sus limitaciones. Es así que no se entiende este enfoque como perfecto, sino como el mejor método disponible.

El primer intento por utilizar el MCDA para organizar una escala unificada de daños de las sustancias psicoactivas fue con la publicación de un artículo científico en 2007 que contenía nueve formas de daño: tres físicas, tres sociales y tres asociadas a la dependencia (Nutt y otros, 2007). La escala fue recibida “con gran cantidad de crítica constructiva”, lo que sirvió para profundizar el trabajo y enriquecerlo hasta la versión que fue publicada años después y se convertiría en el trabajo referente actual sobre esta área (Nutt, 2012). En esta iteración, Nutt decidió incluir dieciséis criterios de daño: nueve hacia el usuario y siete hacia terceros. Su resultado fue el siguiente:

Analisis de multiples criterios de daños de drogas aplicado a Inglaterra

Se observa el resultado de la aplicación del MCDA en Inglaterra. El alcohol, la heroína y el crack se presentan como las sustancias con más daños

totales (suma de daños individuales y daños sociales / a terceros).

Basado en (Nutt y otros, 2007).

Entender la complejidad de la escala implica necesariamente recorrer estos dieciséis criterios, así como señalar las ausencias o limitaciones.

Daños al usuario

1. Mortalidad específica de la sustancia: Este criterio mide qué tan peligrosa es una sustancia, comparando la dosis necesaria para generar efectos psicoactivos respecto de la dosis letal. De esta manera, si 2 unidades de alcohol son las necesarias para generar un efecto intoxicante y 20 las unidades necesarias para conseguir un efecto letal, el alcohol tendrá una relación de seguridad de 10 (20 dividido 2). Mientras mayor sea ese número, menor será el riesgo de sobredosis. El LSD, por ejemplo, tiene una relación por encima de 1000, en el extremo opuesto de la heroína, para la cual una diferencia de sólo 6 veces separa la dosis psicoactiva de la letal (Gable, 2004).

2. Mortalidad relacionada con la sustancia: Este parámetro contiene muertes que devienen del uso crónico (cáncer, por ejemplo), así como de conductas peligrosas asociadas al consumo. Las drogas inyectables, por ejemplo, tienen riesgos asociados a la probabilidad de contraer hepatitis y VIH/SIDA. El alcohol, por su parte, es responsable de una gran cantidad de muertes en accidentes de tránsito (en este caso se trata de los daños circunscriptos a los conductores, ya que las víctimas no consumidoras se contemplan en la dimensión social que veremos a continuación).

3. Daño específico de la sustancia: Contiene cualquier daño específicamente causado por la sustancia (exceptuando la muerte). Por ejemplo, enfisema pulmonar en fumadores, cirrosis hepática por consumo de alcohol o falla hepática fulminante por consumo de paracetamol.

4. Daño relacionado con la sustancia: Es análogo a la relación entre 1 y 2. En este caso, son daños no mortales asociados al consumo, como podría ser un accidente no fatal bajo los efectos de una sustancia.

5. Dependencia: Este parámetro es el más difícil de circunscribir a una sustancia de manera específica, dado que –como se describió en el capítulo “Bases neurofisiológicas de la adicción”– la sustancia en sí es sólo una parte de la construcción de una adicción. Se trata de una variable que ejemplifica claramente un problema fundamental en el mecanismo de análisis y que tiene que ver con la relación entre sustancia, usuario y contexto (Rolles y Measham, 2011).

6. Impedimento de la función mental por efecto específico de la sustancia: Contiene los riesgos devenidos de los cambios comportamentales característicos de cada sustancia, como puede ser tener relaciones sexuales casuales sin preservativo.

7. Impedimento de la función mental relacionado con la sustancia: Este parámetro aborda los riesgos no contenidos en el período de intoxicación, como pueden ser los efectos psicológicos que se presentan en un consumidor problemático. Por ejemplo, cambios de conducta asociados a la abstinencia.

8. Pérdida de tangibles: Incluye los costos económicos asociados al consumo. Por ejemplo, el dinero utilizado para conseguir la sustancia o la venta de un bien para lograr el acceso al dinero.

9. Pérdida de relaciones humanas: Evalúa el deterioro en las relaciones personales del consumidor.

De la suma de estos nueve elementos se compone el puntaje que corresponde al análisis de daños enfocados en el usuario. Pero −como ya fue mencionado− ese análisis es insuficiente en el desarrollo de políticas públicas que requieren considerar tanto el daño para el usuario de psicoactivos como para la sociedad que lo contiene (impactos individuales y colectivos).

Daños a terceros

1. Daño: Es el perjuicio físico a personas distintas del usuario de sustancias psicoactivas, que abarca desde un daño accidental (una persona intoxicada que genera un accidente de tránsito) hasta el deliberado asociado al uso de una sustancia (como es el caso de la relación entre el abuso de alcohol y la violencia doméstica).

2. Crimen: Contiene dos formas diferentes de actividad criminal. Por un lado, la asociada a financiar el hábito de consumo y, por el otro, el crimen cometido en una situación en la que el sujeto actúa bajo la influencia de una sustancia que modifica su comportamiento habitual.

3. Costo económico: Incluye las pérdidas materiales asociadas a la reducción de la productividad laboral del usuario y la financiación pública o privada del proceso de recuperación de una adicción, así como el costo asociado a mantener fuerzas de seguridad que lidien con el narcotráfico.

4. Impacto en las relaciones familiares: Similar al punto 9 de la sección anterior, pero desde el punto de vista del círculo humano adyacente al usuario y no al usuario en sí.

5. Daño internacional: Daño generado a escala internacional por el uso local de una droga. Por ejemplo, la deforestación asociada al cultivo de plantas psicoactivas, la violencia en Colombia por consumo de cocaína en Estados Unidos, o la trata de personas asociada al tráfico de marihuana proveniente de Paraguay.

6. Daño ambiental: Se refiere a los efectos adversos asociados al uso y producción de sustancias psicoactivas, desde una jeringa abandonada en la vía pública hasta el uso de pesticidas para el cultivo de materia prima.

7. Daño a la comunidad: Esta variable se refiere a cómo el uso y distribución de sustancias psicoactivas repercute en el valor y la calidad de vida para las personas que habitan una misma zona geográfica.

Elementos que componen el daño total causado por una droga

Basado en (Nutt y otros, 2007).

Descomponer estos elementos puede ser tedioso, pero es fundamental para comprender y valorar un sistema como el MCDA, que contiene, de manera explícita y transparente, diferentes tipos de información, desde la obtenible por métodos de medición directa (como la relación entre dosis psicoactiva y dosis letal) hasta información mucho más subjetiva o difícil de medir (como el impacto en las relaciones familiares).

Así, la imposibilidad para establecer un único valor objetivo perfecto es por lo menos parcialmente atacada al generarse escalas que se construyen a partir del análisis, discusión y reanálisis de un panel compuesto por un gran número de expertos, sumando así múltiples subjetividades. De nuevo, caemos inevitablemente en el problema de medir subjetividades, pero lo abordamos de manera que ese número sea el resultado no de una subjetividad, sino de muchas, que −además− provienen de áreas distintas del conocimiento y de diferentes enfoques para el mismo objeto de estudio. No podemos objetivamente determinar quién es el mejor futbolista de todos los tiempos, pero podemos elegir una escala multivariada diversa, que contenga tantos aspectos relevantes a la práctica como pueda convenir un panel con especialistas de esas diversas áreas, compartir la inquietud con tantos profesionales con competencia en esas áreas como se pueda y buscar agregar esas observaciones hasta acercarnos a algo que, aun con sus limitaciones, se aproxime a la mejor respuesta que fuimos capaces de encontrar, sin que eso nos prevenga de seguir buscando formas mejores.

Otra manera interesante de analizar la robustez de un sistema de este tipo es comparar múltiples resultados de diferentes profesionales y replicar el análisis completo en un grupo independiente. De esta manera, el análisis y la comparación entre ellos podría hacer observable alguna diferencia crítica, casi como si intentáramos hacer una segunda toma de muestra para ver cómo se compara con la anterior. Esto, si bien no soluciona el problema por completo, ayuda a identificar inconsistencias claves.

Hasta acá desarmamos un modelo construido por un solo grupo de personas. Pero los modelos científicos ganan robustez cuando se ensayan con nuevas preguntas, se intentan replicar en contextos novedosos y otros investigadores los modifican y mejoran. En este sentido, la elaboración de otras escalas de daño de países distintos puede ser una buena idea para revisar el modelo propuesto.

Un grupo de expertos holandeses desarrolló en el año 2010 una escala conceptualmente muy similar a la británica, que al ser comparada directamente con el análisis del grupo de Nutt encontró gran correlación en los resultados de la categorización de daños totales para diferentes sustancias psicoactivas (Van Amsterdam y otros, 2010). De la misma manera, agregaron un análisis interesante que consistió en comparar los daños evaluados independientemente por profesionales de diferentes áreas (médicos clínicos versus científicos que se dedican a la investigación básica). Cuando estos análisis fueron comparados, tanto a nivel de daño individual como social, se obtuvieron valores de correlación muy altos (0,97 y 0,96, respectivamente). Esto significa que miradas a priori distintas evaluaban los daños de manera muy similar, lo que aporta a confirmar la robustez del modelo de MCDA.

Bien, tenemos los datos de Inglaterra y de Holanda elaborados mediante MCDA, hay expertos interesados en continuar puliendo el modelo y Europa es una gran fuente de estadísticas para continuar poniendo a prueba el método. ¿Qué pasa si aplicamos el modelo en una población tan grande como la europea? Esto:

Analisis de multiples criterios de daños de drogas aplicado a Europa

El resultado de la aplicación del MCDA en Europa es consistente con el obtenido en Inglaterra. Basado en (Van Amsterdam y otros, 2015)

Los datos mostraron nuevamente el mismo patrón: el alcohol a la cabeza del ranking, con un gran puntaje de daños a terceros, seguido por la heroína y el crack. Al final −y al igual que en los modelos anteriores−, los hongos psicodélicos y el LSD son las sustancias con menor puntaje en la escala de daño tanto individual como a terceros.

Una pregunta usual y pertinente es si los daños producidos por el alcohol son atribuibles a su libre disponibilidad. Si bien esta pregunta es válida para todas las sustancias, el mismo David Nutt responde a esta pregunta refiriéndose de forma particular al cannabis, dado que es una sustancia de uso masivo comparable con el alcohol en lo que respecta cantidad de usuarios, pero con diferente estatus legal.

¿Si el cannabis estuviese disponible libremente, habría más uso y el daño se incrementaría? Por supuesto que la respuesta es sí a ambas cuestiones. Aun así, dado que cerca de la mitad de los jóvenes usan cannabis, el incremento del consumo dada la remoción de sanciones legales sería relativamente modesto, a menos que fuese activamente publicitado, como es el alcohol. Ciertamente, el modelo de coffee shops holandeses regulados parece no haber incrementado el uso, al punto que los jóvenes en Holanda tienen uno de los niveles de consumo de cannabis más bajos de Europa. […] Estimar el daño relativo entre alcohol y cannabis no es fácil, dado que no hay sociedades en las que ambas sustancias estén igualmente disponibles. Aun así, en las que ambas son ilegales, el alcohol parece generar más dependencia que el cannabis, aun en países como Marruecos, un país con tradición de cultivo de cannabis. Es así que estimamos que el alcohol es por lo menos el doble de dañino para los usuarios y unas cinco veces más para la sociedad. // DrugScience.org.uk

Sería engañoso no preguntarnos si esta importante correlación no es el resultado del análisis de múltiples profesionales sobre los mismos datos disponibles en la literatura científica presente, lo cual constituiría un error sistemático. El problema en este punto es que ese error sistemático sería también el consenso científico, del cual este método intenta extraer la mayor cantidad de datos posible, incluyendo si la misma sustancia es evaluada significativamente de forma diferente por diversos profesionales. De nuevo, existen limitaciones en el método, pero siempre nos enfrentamos a un callejón en el que resulta necesario abrazar lo bueno mientras desarrollamos lo excelente. Esto es particularmente contundente cuando observamos la relación actual entre las políticas de regulación sobre sustancias psicoactivas y su posición en la escala de daños: la sustancia más peligrosa está en comerciales en medios masivos de comunicación, algunas de las menos peligrosas son clasificadas como ilegales y los consumidores, criminalizados.

Ahora, con las ventajas, desventajas y limitaciones del método, podemos observar los resultados y tratar de compararlos con la realidad actual de la legislación, así como con esa dirección a la que elegimos dirigirnos gracias al uso de políticas públicas basadas en evidencia.

¿Estamos legislando de una manera coherente con respecto a los daños de las sustancias observados en los estudios?

Es entonces que nos enfrentamos a los datos y nos toca preguntarnos qué vamos a hacer con ellos. Como se mencionó en el capítulo “Psicodélicos”, una forma particularmente cruda y peculiar de observar el problema de la inconsistencia a la hora de legislar se hizo evidente cuando el mismo Nutt decidió utilizar el MCDA para analizar la práctica de equitación y comparar sus riesgos con los de una sustancia psicoactiva ilegal, el MDMA o éxtasis (Nutt, 2009). Más allá del resultado en sí (la equitación es, bajo este criterio de análisis, más peligrosa que consumir MDMA), el núcleo duro de la incomodidad de ese trabajo reside en una serie de preguntas difíciles de responder: ¿Por qué debería ser considerado absurdo comparar el consumo de MDMA con la equitación? ¿Existe alguna razón subyacente que vuelva realmente inválida y descabellada la comparación entre actividades que una persona elige realizar y que presentan riesgos asociados? ¿Cuál es el área de incumbencia del Estado a la hora de determinar intervenir en las libertades individuales de las personas cuando deciden asumir ciertos riesgos que no perjudican a terceros? De nuevo, la respuesta excede la ciencia, pero son la ciencia y sus resultados los que nos ponen frente a la pregunta.

Otra cuestión incómoda se presenta cuando el enfoque punitivo actual de la legislación se constituye en sí mismo como un riesgo. ¿Qué le pasa al usuario de una sustancia psicoactiva calificada como ilegal cuando es detenido, juzgado y condenado de acuerdo con las leyes actuales? Si evaluamos esas instancias dentro del mismo MCDA, necesitamos enfrentarnos a la pregunta de si es más dañino para un usuario el consumo en sí o las consecuencias legales y sociales del enfoque punitivo. Este tren de razonamiento nos lleva indefectiblemente a cuestionarnos si la encarcelación es en verdad una forma de reducción de daños y a preguntarnos cuáles son las repercusiones individuales y sociales a largo plazo asociadas a la aproximación actual, en la que en muchos casos el consumidor de una sustancia es considerado un criminal.

Este hecho nos lleva no sólo a preguntarnos qué queremos y podemos hacer como sociedad para lidiar con esta realidad, sino a enfrentarnos a la pregunta de qué estamos haciendo. De nuevo, ¿cuál es el objetivo que vamos a definir y perseguir? Si determinamos que la reducción de daños no es el enfoque, preguntémonos entonces cuál queremos que sea la dirección y hagámoslo de frente al problema, de manera clara, informada, transparente y utilizando la mejor evidencia científica disponible (Nosyk y Wood, 2011).

Si elegimos de forma libre, plural y transparente la minimización de riesgos y daños individuales y colectivos como eje rector, debemos entender que la legislación actual es totalmente inconsistente y sus resultados contrarios a ese objetivo, lo cual nos enfrenta a tener que definir y construir −usando siempre la mejor evidencia posible− normas comunes que sí empujen hacia ese horizonte.

Referencias
Bibliográficas

Gable, R. S. (2004). “Comparison of Acute Lethal Toxicity of Commonly Abused Psychoactive Substances”. Addiction, 99(6): 686-696.

Nosyk, B. y Wood, E. (2011). “Evidence-based Drug Policy: It Starts with Good Evidence and Ends with Policy Reform”. Int J Drug Policy, 23(6): 423-425.

Nutt, D. y otros (2007). “Development of a Rational Scale to Assess the Harm of Drugs of Potential Misuse”. Lancet, 369(9566): 1047-1053.

Nutt, D. (2009). “Equasy: An Overlooked Addiction with Implications for the Current Debate on Drug Harms”. J Psychopharmacol, 23(1): 3-5.

Nutt, D. (2012). Drugs without the Hot Air: Minimising the Harms of Legal and Illegal Drugs. Cambridge: UIT Cambridge.

Rolles, S. y Measham, F. (2011). “Questioning the Method and Utility of Ranking Drug Harms in Drug Policy”. Int J Drug Policy, 22(4): 243-246.

Singleton, N. y Strang, J. (2014). “What Would an Evidence Based Drug Policy Be Like?”. BMJ, 349: g7493.

Van Amsterdam, J. y otros (2010). “Ranking the Harm of Alcohol, Tobacco and Illicit Drugs for the Individual and the Population”. Eur Addict Res, 16(4): 202-207.

Van Amsterdam, J. y otros (2015). “European Rating of Drug Harms”. J Psychopharmacol, 29(6): 655-660.