Los científicos son famosos por hacer preguntas copadas y encarar la búsqueda de respuestas a través del método más potente y objetivo que conocemos. Genial. Felicitaciones, chicos. Ahora, yo también tengo una pregunta:
¿Quién te nombró el Emperador de la Verdad, flaco? o, en términos más formales: ¿Por qué hay que creerle a los científicos?
El interrogante es mucho más pertinente de lo que parece, principalmente por el problema que representa para alguien a quien un guardapolvo le daba autoridad y ahora tiene que salir a explicar que, en realidad, su credibilidad viene absolutamente de otro lado.
Para vos, que no penetrás profundamente los recónditos mares del conocimiento científico, la ciencia también es una cuestión de creencias. Cuando te habla el Dr. Capo de la UBA o el MIT, vos podés decidir entre creerle o no. Pero, ¿por qué creerle a un científico? O peor, ¿por qué habría un científico de creerle a otro científico? Siendo físico, ¿cómo hago para saber si creerle o no a un biólogo, a un químico, a un homeópata o a un astrólogo? Y ni hablar de los abogados, los albañiles y los reparadores de heladeras, que por estar fuera de este circuito la tienen mucho más difícil.
Todos recordamos esas estimulantes y divertidas clases de colegio secundario en las que los profesores interrumpían tu sueño para decirte que ‘La ciencia siempre tiene la razón porque sigue el método científico’. Pero, para esa minoría recontra ínfima de aproximadamente 97% que no prestaba atención en el secundario, podemos atacarlo de una manera un toque menos soporífera.
Esta jodita del método científico se trata, en primer lugar, de usar indicios para inferir algo que creas cierto sobre lo que estés estudiando, lo que se conoce en el barrio como formular una hipótesis (y por ‘barrio’ me refiero a ‘lugar hipotético que suponemos que existe pero sobre el cual todavía no tenemos una sola evidencia’). Con tu hipótesis en la mano, te fijas qué consecuencias traería que fuese cierta; o sea que el trabajo del científico un cachito es predecir el futuro (como la astrología, pero que funciona). Lo último que hay que hacer es comparar las consecuencias de ese modelo teórico con la realidad, o sea, con observaciones o experimentos. Si las consecuencias no están de acuerdo con las observaciones, entonces la hipótesis cae. Como decía Dick Feynman (a.k.a., el tercer Feynman): ‘En esta simple frase está la clave de la ciencia. No hace diferencia cuán linda es la hipótesis, ni cuán inteligente es quien la propuso, ni su nombre o su título. Si no concuerda con los experimentos o la evidencia, no va.’ O sea, la ciencia se trata de probar y probar hasta que alguna de nuestras hipótesis para explicar un cachito del Universo, funcione. Eso o ponerte un kiosco.
Esto se llama método deductivo, porque a partir de algo general (la hipótesis), tengo que poder deducir muchas pequeñas consecuencias y fenómenos de la naturaleza, es decir, arranca de lo general y va hacia lo particular.
Sin embargo, el método científico deductivo tiene algunos temitas. A saber:
- Para comparar las consecuencias con los experimentos, los científicos asumen muchas veces hipótesis auxiliares que agregan ambigüedades (a lo que nos referimos internamente como ‘una serie interminable de parchecitos ad hoc: la silver tape del método científico’). Por ejemplo, la mecánica cuántica es una serie de principios que se usan para explicar cómo funciona el mundo recontramicroscópico (o sea, todo lo muy, muy chiquito, del nivel de átomos, moléculas y el chiste que ellas quieran agregar sobre algún ex). Pero, muchas veces, al comparar sus consecuencias con la naturaleza, los experimentos mezclan cosas microscópicas con macroscópicas (por ejemplo, los equipos de medición), y como que justamente en esa relación entre lo atómico y lo macroscópico las teorías empiezan a gotear y asoman un perejil en el diente.
- Mucha de la ciencia que se publica o se acepta no sigue exactamente el mismo color de método científico. Como ejemplo está el método inductivo, que es el que usó Darwin para crear su Teoría de la Evolución. Charlie, mirando una bocha de especies animales, sacó una conclusión general para todas. O sea que el método inductivo es como el deductivo, pero al revés: arranca de lo particular y va hacia lo general. Es otro ejemplo de hacer ciencia, aunque no esté estrictamente enmarcado en el método científico deductivo.
- Ya entendemos cómo decidir si una hipótesis es incorrecta, pero ¿cómo hacemos para saber si es verdadera? Acá está lo lindo de la ciencia: no se puede. A eso viene la frase que se le atribuye a Einstein (aunque vaya uno a saber si en verdad la dijo, pero no por eso es menos cierta): ‘Ningún número de experimentos, por muchos que sean, podrán demostrar que tengo razón. Pero tan sólo un experimento puede demostrar que estoy equivocado.’ Esto se conoce como falsacionismo y se traduce en ‘Es más fácil probar que existe un unicornio en tu cocina que probar que no hay un señor mágico de barba que controla el Universo porque para el primero, simplemente necesito un unicornio y una cocina, mientras que, para el segundo, necesitás levantar cada piedra de cada planeta de cada galaxia de cada sistema, y así hasta no encontrar nada. Qué paja.’
Solamente a medida que una hipótesis va explicando cada vez más experimentos, podemos ir ganando confianza en ella, pero nunca asegurarla del todo, porque no sabemos si en algún momento o en algún otro barrio del Universo, este modelo va a fallar.
A esto de decir que una hipótesis es cierta porque sus consecuencias coinciden con los experimentos se le llama falacia de afirmación del consecuente. Y, como sabemos, una falacia es un argumento que parece re válido pero que en realidad es humo.
Lo loco es ver que en general pasa lo contrario. Creemos en la ciencia cuando dice que algo es cierto (como el Big Bang o la mecánica cuántica), pero no cuando dice que algo no (como la astrología, la homeopatía o esas zapatillas de plataforma que por alguna razón no documentada REQUETE TE VAN A ADELGAZAR). La cosa es que este es justamente el punto en donde la ciencia más la rompe: puede asegurar que una teoría es falsa, pero nunca puede asegurar que otra es verdadera.
Esto nos muestra que, en realidad, lo lindo de la ciencia no es su capacidad para dar respuestas, sino para hacer preguntas. La pregunta es lo importante y es lo que nos lleva al laboratorio todos los días. Muchos creen que descubrir cosas que nadie sabe es embarrar la magia, y pasan su vida haciéndose las mismas preguntas (maravillándose o no con ellas). La cuestión es que cada respuesta encontrada abre muchísimas y nuevas preguntas por responder. Y eso es lo copado de la ciencia: nos muestra cada vez más y más preguntas. Sin ella, nos cuestionaríamos siempre lo mismo y nos perderíamos del increíble placer que es dudar, decir ‘No lo sé’, y tener que pensar cómo hacer para responder esa nueva pregunta.
La curiosidad habrá matado al gato, pero seguramente la pasó bárbaro mientras duró.
Ahora, bancá. ¿Toda esta cháchara no arrancó con la promesa de explicar por qué hay que creerles a los científicos? La respuesta es sí. Sí hay que creerles a los científicos cuando aseguran algo, pero no sólo porque siguen el método científico, sino por la forma en que se fue y se va armando la ciencia y construyendo el conocimiento a lo largo de los años, a través de preguntas, dudas y curiosidades que tratan de ser contestadas cada vez con más y más rigor. La ciencia es el consenso de un conjunto de escépticos intransigentes hinchapelotas organizados. Un grupo de bastante gente que se pasó y se pasa la vida estudiando cosas muy específicas de una manera muy minuciosa, apoyada sobre lo que otros científicos ya estudiaron y a veces incluso tratando de desmentirlos, en un evidencia-off sanguinario en el que unos pierden y otros ganan pero donde, en definitiva, ganamos todos. Thor quiera que algún día alguien haga temblar la Teoría de la Evolución y nos ofrezca una alternativa tan enorme que hasta Darwin mismo se enamore perdidamente de ella.
La ciencia demuestra a diario que al menos un poco de razón tiene. Avanza a velocidades increíbles haciendo predicciones cada vez más complicadas y haciendo posible al mismo tiempo el desarrollo de nuevas tecnologías (o sea que no solamente boquea cada vez mejor, sino que hace cada vez mejor). Gracias a ella, hoy tenemos cosas con las que hace 400 años no era posible siquiera soñar, y no sólo chiches materiales. Tenemos la posibilidad de vivir más y mejor (promoción no válida para la mayoría de los habitantes de las grandes ciudades) pero, principalmente, de transitar nuestra finitud de maneras cada vez más libres, usando una forma de atravesar la realidad con cada vez más y mejores preguntas.
Pero no hay por qué ‘creer o reventar’. Hay opciones, y la más linda es dudar y pedir más información. Lo mejor de salir de la dicotomía creyentereventatoria es que nos permite aceptar ideas basadas en la mejor evidencia a mano, en oposición a la costumbre anterior: inventar lo que nos pinte según la cátedra de Mística que hayamos cursado, desatando la eterna e irresoluble discusión que termina en si tu fantasma es mejor que el mío.
El método científico nos hace más libres y menos tercos. Nos permite ir del hipersobrevaluado ‘Estos son mis principios y los banco a muerte’ a ‘Estos son mis principios, pero si tenés evidencia de lo contrario, buenísimo, re vamos con esa’.