La frontera de la empatía

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Cada uno de nosotros es, desde una perspectiva cósmica, precioso. Si un ser humano desacuerda contigo, déjalo vivir. En 100.000 millones de galaxias, no encontrás otro.

Carl Sagan, Cosmos

Miremos juntos el camino recorrido en este libro. Comenzamos planteando la urgencia de conversar sobre los descubrimientos modernos de la biología del comportamiento humano. Luego establecimos los puntos de partida que, creo, pueden servir para pensar los preceptos morales que guiarán nuestras regulaciones al respecto: el principio de igualdad y la necesidad de una moral secular. Describimos después algunos descubrimientos y métodos de la neurociencia, la psicología evolutiva y la genética del comportamiento y discutimos su aplicación, a la luz de los puntos de partida, en educación y salud mental. Antes de pasar a discutir cómo abordar algunos asuntos morales clásicos, como la investigación con células embrionarias, el aborto y la muerte digna, profundizamos sobre los significados del principio de igualdad y la moral secular y comenté en qué sentido pienso que la moral puede ser vista como ciencia y la ciencia, como moral. Por último, en este capítulo expuse mi visión sobre dos factores que creo que influyen en la dificultad que tenemos a la hora de aceptar la biología del comportamiento humano y, sobre todo, el estudio científico de la mente: el miedo a la pérdida de la belleza de la naturaleza y el temor a dejar de existir, a desaparecer.

Pero hay una pregunta que queda en el aire: ¿por qué deberíamos llegar a acuerdos morales básicos? ¿Quiénes deberían llegar a estos acuerdos? Aun reconociendo que la moral debe basarse en los estudios sobre el bienestar y el sufrimiento de los seres sintientes, eso no quiere decir que no pueda haber diferentes conjuntos de reglas, de preceptos morales, que conduzcan a sociedades con niveles comparables de bienestar. Cada grupo, cada nación, cada cultura podría establecer sus propios preceptos morales que minimicen el sufrimiento de sus integrantes. 

Por ejemplo, algunas culturas establecen normas de respeto a los símbolos patrios y a los antepasados, con feriados nacionales y festividades que consumen recursos que podrían utilizarse para otras cosas, pero consideran que esos momentos generan unión, solidaridad y empatía entre sus habitantes. También, en algunas culturas la educación obligatoria empieza a los 5 años, en otras, a los 7. En algunas, la edad mínima para poder manejar es 16 años, en otras, 18. Y existen infinidad de otros ejemplos.

Es verdad que diferentes configuraciones de reglas pueden llevar a sociedades con niveles equiparables de bienestar general. Pero también es verdad que hoy en día vivimos en una civilización global e interconectada con amenazas existenciales cuyo peligro alcanza a todos, como nos lo ha estrellado en la cara la pandemia de COVID-19. El historiador Yuval Harari señala tres categorías de amenazas existenciales globales: la nuclear (la posibilidad de una destrucción sin precedentes debida a conflictos con armas nucleares), la destrucción del medio ambiente y las nuevas tecnologías. Son amenazas globales y, como tales, deben ser enfrentadas mediante acuerdos a nivel planetario. La selección de embriones y la edición génica son ejemplos claros de la necesidad de legislar globalmente las nuevas tecnologías, porque si los diferentes países adoptan diferentes normas, podemos encaminarnos hacia una realidad distópica con diferentes subespecies humanas o hasta nuevas especies de humanos de diseño. De manera que, queramos o no, ya vivimos en una aldea planetaria, y esto nos obliga a tener que llegar a acuerdos comunes y extender la frontera de nuestra empatía. 

En su reciente libro Conciencia, la filósofa Patricia Churchland nos muestra que nuestro comportamiento moral, nuestra capacidad de ponernos en el lugar de otros, de sacrificar nuestro bienestar para ayudar a los demás es, en buena medida, resultado de la evolución. Es un comportamiento observado en innumerables especies animales, y su origen evolutivo ha sido ampliamente estudiado: si los genes que llevaron al comportamiento altruista crearon cohesión entre los individuos y esa cohesión aumentó la posibilidad de reproducción y supervivencia de los integrantes del grupo, entonces esos genes fueron seleccionados, seleccionando también el comportamiento.

El altruismo de los animales no humanos es fundamentalmente instintivo. Los humanos, en cambio, tenemos algo que ninguna otra especie posee: la capacidad de razonar. Aunque probablemente tenga un origen evolutivo, ya que poder hacerlo nos otorgó una enorme ventaja adaptativa en muchas tareas, este rasgo tiene una particularidad: no podemos dejar de aplicar la razón a otras cosas, incluso a la observación de otros seres. 

Así como cuando, una vez que aprendemos a leer, luego ya no podemos elegir no hacerlo, cuando gracias a la educación aprendemos a razonar, no podemos dejar de hacerlo frente a nuevas ideas (lo que es, en parte, lo maravilloso de exponerse a ellas). Uno no elige convencerse por la evidencia y la razón, es algo que, cuando ocurre, simplemente ocurre. Uno no elige aceptar que dos más dos es cuatro y no cinco; que si A implica B, y B implica C, entonces A implica C. 

No podemos, por lo tanto, basados en las evidencias que tenemos sobre el mundo y sobre nuestra propia experiencia subjetiva, dejar de aceptar que difícilmente sea yo (o vos, que estás leyendo) el único pedazo de materia consciente del universo. Tanto la evidencia objetiva como la subjetiva nos llevan a concluir, a través del uso de la razón, que cada uno de nosotros no tiene nada de especial como para merecer mayor consideración moral que los demás. Nos lleva, incluso, a entender que existen otros seres no humanos capaces de sentir y de sufrir.

Gracias, en parte, a que no podemos evitar sentir y razonar, a lo largo de la historia logramos expandir el círculo de los seres cuyos intereses estamos dispuestos a considerar en pie de igualdad con los nuestros. Indagar sobre los fundamentos de lo moralmente aceptable nos conduce a ampliar ese círculo, que en sus orígenes sólo contemplaba a la familia y a la tribu. Nos permite imaginar un futuro en el que expandimos la frontera de nuestra empatía a una escala planetaria y, por qué no, cósmica.