La autoconciencia es un don supremo, un tesoro tan precioso como la vida. Es lo que nos hace humanos. Pero conlleva un elevado precio: la herida de la mortalidad.
Irvin Yalom, Mirar al sol
Además del temor a que los saberes científicos arruinen la belleza del universo y el misterio de la existencia, creo que existe otra razón evolutiva, aún más profunda, que a veces nos impulsa instintivamente a negar el estudio de la mente humana y sus bases materiales: el miedo a la muerte.
Si los fenómenos mentales que constituyen nuestra consciencia tienen un correlato en el mundo físico, caemos en la cuenta de que, al dejar de existir el correlato físico, estos fenómenos deberían dejar de existir. En otras palabras, dado que, al morir, el correlato físico de los fenómenos mentales deja de existir, así también lo haría nuestra consciencia.
Para decirlo de forma cruda y directa, aceptar el axioma fundamental de la neurociencia cognitiva es aceptar que, cuando nos morimos, nos morimos. Es admitir que nuestra vida es un instante entre dos tiempos inabarcables: el que existía antes de que naciéramos y el que seguirá existiendo cuando muramos, tal vez eternamente. Consciente o inconscientemente, esto, no sin razones, nos impacta.
En cambio, creo que aceptar las leyes fundamentales de la física nos es más fácil, emocional e inconscientemente, porque en principio no implican demasiado respecto a la vida y la muerte, al menos no de manera directa y consciente. Esto también lo expresa Oliver Sacks en otro texto, uno de los cuatro famosos y extraordinariamente bellos artículos escritos y publicados en los meses desde el diagnóstico de su cáncer hasta su muerte. En uno de ellos, titulado “Mi tabla periódica”, cuenta sobre su hobby de toda la vida, el de coleccionar elementos de la tabla periódica, como quien colecciona estampillas:
Las épocas de tensión a lo largo de mi vida me han llevado a volverme (o a volver) a las ciencias físicas, un mundo en el que no hay vida, pero tampoco muerte. Y ahora, en este punto crítico, cuando la muerte ya no es un concepto abstracto sino una presencia —demasiado cercana e innegable— vuelvo a rodearme, como cuando era un niño, de metales y minerales, pequeños emblemas de eternidad.
En mi primer libro, Neuromagia, esbozo mi teoría de que la magia moderna es, de todas las artes, la que en mayor medida nos impulsa a enfrentar esta realidad con entereza, por su simbología y por su historia: la magia moderna nació en el siglo XIX al calor de una nueva visión del mundo que abandonaba el oscurantismo medieval y la Inquisición eclesiástica y abrazaba los principios de libertad, igualdad y fraternidad. El renacer de la conciencia crítica llevó a rechazar la idea de lo sobrenatural pero, a su vez, dio origen al ilusionismo, un arte que nos lleva a enfrentar la finitud de la existencia plantándonosle al destino con la frente en alto. La magia moderna −el ilusionismo− es a los estafadores y charlatanes lo que la astronomía es a la astrología y lo que la química es a la alquimia. Son oficios que heredaron los conocimientos de estas tradiciones milenarias para luego distanciarse de ellas, iluminando en el camino todas sus limitaciones. La magia usa las técnicas del engaño no para la estafa o la mentira, sino para el asombro y la diversión y, como todo arte, para ayudar a que el tránsito por nuestra existencia se haga más tolerable y placentero, para recordarnos que, a pesar del misterio en el que estamos inmersos, acá estamos, compartiendo este momento.
René Lavand, el gran prócer de la magia argentina, recibió el premio homenaje a su trayectoria en el Castillo Mágico de Hollywood con este discurso en el que parafraseaba a la genial escritora Elsa Bornemann:
Yo prefiero el día de hoy. Ya tengo muchos ayeres en mi vida, con recuerdos alegres y con recuerdos tristes. Algunos están fotografiados en mi mente, como recién casados. Y cuando pienso en el pueblo de mi niñez, Coronel Suárez, me resulta tan chiquitito… Claro, eso es por el corto recorrido de vida que me queda, lo sé.
El día de ayer pudo haber sido hermoso, pero no puedo pasarme la vida mirando hacia atrás, porque corro el riesgo de perderme el horizonte, que todavía se abre en mi camino a cada paso. Puede que el día de mañana sea aún más bello, pero no puedo pasarme la vida mirando el horizonte, porque corro el riesgo de perderme la compañía de todos ustedes, que marchan a mi lado.
Por eso es que prefiero el día de hoy. Pisarlo con ganas, gozar de su sol, estremecerme con su frío, sentir cómo todo me grita a cada instante "¡Presente!". Sé que será breve, que no podré modificarlo demasiado, como tampoco puedo planificar demasiado el día de mañana. Ayer fui, mañana seré. Hoy soy.
Por eso es que hoy les digo que los quiero. Les pido perdón. Me despido de ustedes sin guardarme nada para mañana, ni siquiera una sola palabra. Porque hoy respiro, veo, escucho, lloro, río, gozo, sufro. Porque hoy estoy vivo, y ustedes, aquí.
Me encanta este texto porque expresa una de las últimas reflexiones que quisiera compartir: frente al dilema de la muerte, lo importante son los vínculos, no las ideas. No son las ideas (ni científicas, ni religiosas, ni artísticas, ni políticas) las que nos salvan y dan significado y propósito a nuestras vidas, sino las relaciones, los vínculos. No son las ideas las que te van a sacar de la cama en los momentos difíciles, son las personas de las que te rodeás. 1En el libro Mirar al sol, de 2012, el psicólogo de la Universidad de Stanford Irvin Yalom desarrolla de forma extensa y hermosa el concepto de que lo importante no son las ideas, son las relaciones.