Judith Rich Harris fue una psicóloga estadounidense nacida en 1938. Abandonó la academia en 1960, a los 22 años, luego de que el Departamento de Psicología de Harvard no la aceptara en su programa de doctorado. Dedicó su vida, entonces, a la escritura de libros de texto educativos, sin nunca abandonar su curiosidad y sus investigaciones sobre la psicología del desarrollo. En 1995 decidió organizar sus ideas y enviar un artículo a una de las revistas científicas más importantes de la Asociación Estadounidense de Psicología (APA, por sus siglas en inglés), la Psychological Review. A pesar de estar retirada de la academia hacía tres décadas, a pesar de no pertenecer a ningún grupo de investigación, a pesar de tener casi 60 años y nunca antes haber publicado nada al respecto, su artículo no sólo fue aceptado, sino que además recibió el premio George Miller de la APA, reconocimiento que la asociación entrega anualmente al artículo más sobresaliente del año de entre los miles publicados. Judith Rich Harris empezó a ser llamada cariñosamente “la abuela de Nueva Jersey”.
El nombre del premio (George Miller) era en homenaje a un eminente psicólogo cognitivo. Cuando Judith subió a recibir el premio y dar una conferencia sobre su artículo, comenzó leyendo la carta que había recibido en 1960 cuando la rechazaron de Harvard. El remate llegó cuando leyó quién la firmaba: el director del departamento, George Miller.
Debo reconocer mi debilidad por Judith Rich Harris. Esta historia es, para mí, sólo la punta del iceberg de su extraordinaria vida. Sus dos libros, El mito de la educación y No hay dos iguales, la transformaron en mi escritora favorita a la hora de pensar sobre conceptos espinosos. Aunque estoy lejos de coincidir con todas sus ideas, siempre punzantes, el debate era su especialidad, y lamenté profundamente su muerte en 2019. De hecho, fue a través de esos dos libros que me fasciné por los estudios con gemelos separados al nacer.
Es difícil no advertir que quienes integran una misma familia tienden a parecerse entre sí. Esto puede deberse a que habitan o habitaron ambientes similares o a que comparten genes, y no siempre es fácil distinguir estas dos causas −en este contexto, cuando decimos que comparten genes, en realidad queremos decir que comparten las mismas variantes de sus genes (lo que llamamos alelos); y hablamos de “ambiente” para referirnos a todo aquello que no es ADN (desde el interior celular hasta la educación o la cultura)−. Pero contamos con una herramienta muy útil para diferenciar genes de ambientes: el estudio de gemelos separados al nacer.
Los gemelos tienen las mismas variantes para todos sus genes (es decir, los mismos alelos). Esto resulta en la simpática similaridad física que todo el mundo conoce y reconoce, y no nos sorprende que este parecido exista incluso en los casos de gemelos separados al nacer. Ahora bien, ¿qué pasa cuando estudiamos otro tipo de rasgos no físicos, como son los cognitivos (la memoria o la facilidad para la matemática o el lenguaje, por ejemplo) o de personalidad (cuán impulsiva, extravertida o neurótica es una persona, por ejemplo)? Dos gemelos separados al nacer son, en promedio, más parecidos entre sí que dos personas cualesquiera tomadas al azar, incluso cuando lo que comparamos son comportamientos humanos complejos. Esto es lo que muestran las investigaciones con este tipo de hermanos: la influencia de los genes, no sólo en nuestras características físicas, sino también en rasgos cognitivos, de personalidad e incluso en nuestra susceptibilidad a condiciones como la esquizofrenia, el autismo, la psicosis, la obesidad o la depresión.
Para 1981 existían apenas tres investigaciones con gemelos separados al nacer −probablemente porque a nadie se le ocurriría separar gemelos al nacer adrede para utilizarlos años más tarde en estudios científicos, sino que estas investigaciones se realizan con gemelos que fueron separados por alguna circunstancia de la vida, por lo que no es fácil hallarlos−. Había un estudio estadounidense de 1937 que estudiaba 19 pares de gemelos, un estudio británico de 1962, con 44 pares, y un estudio danés de 1969, liderado por el psiquiatra Niels Juel-Nielsen, con 12 pares. En una entrevista de 1981, Juel-Nielsen se preguntaba en qué sentido los gemelos separados al nacer eran sorprendentemente similares. Y se respondía: “(…) en la forma en que caminaban, en que reían, en que conversaban; todas estas particularidades, gestos, formas de hablar eran sorprendentemente similares. Si hablaba por teléfono con uno, fácilmente lo confundía con el otro”.
En lo personal, siempre creí que los hijos caminamos de forma parecida a nuestros padres simplemente porque los imitamos. Al parecer no es tan así. Y, en lo que respecta a rasgos de personalidad, cognitivos o psiquiátricos, los gemelos separados al nacer, como ya dijimos, son más parecidos entre sí, en promedio, que dos personas al azar. Pero, momento, ¿cómo podemos establecer, más allá de las características físicas, cuánto se parecen entre sí las personas? ¿Es siquiera posible?
Existe cierta desconfianza acerca de las mediciones de rasgos de personalidad (como extraversión, neuroticismo o apertura a nuevas experiencias) o rasgos cognitivos (como fluencia verbal, estimación de porcentajes o coeficiente intelectual). Creo que esto puede estar relacionado con al menos dos factores. Por un lado, con un temor a que esto dé lugar a una descripción de los humanos entendidos como “máquinas”, con personalidades y cogniciones predeterminadas e inamovibles. Por otro lado, con el hecho innegable de que, en nombre de algunos de estos conceptos, se perpetraron horrores y hasta genocidios. 1Aunque, como se mencionó antes, es conocido que el nazismo perpetró horrores en nombre del “mejoramiento de la raza” con un discurso basado en la genética, los orígenes de estas ideas se remontan fuertemente al surgimiento del darwinismo social a fines del siglo XIX. En ese entonces, Francis Galton, primo de Darwin y uno de los intelectuales ingleses más renombrados del momento (de hecho, uno de los fundadores de la genética del comportamiento), propuso la eugenesia, la selección artificial para “mejorar la raza humana”. La eugenesia fue aplicada en varios países hasta mediados del siglo XX (sólo en el estado de Virginia, en Estados Unidos, por ejemplo, se esterilizó forzosamente a más de 7000 personas), pero cayó en descrédito rápidamente, en buena medida por su asociación al nazismo. También fue practicada en la década de 1990 en Perú, bajo el mandato de Alberto Fujimori, mediante prácticas de esterilizaciones forzosas. Tenemos que ser, entonces, muy cuidadosos cuando miramos estos estudios e intentamos entender sus posibles alcances e implicancias.
Cuando medimos características físicas como peso o altura, sabemos bien a qué nos referimos y cómo se cuantifican. Pero cuando hablamos de personalidades o cogniciones, ¿cómo se miden? De muchas formas: usando desde cuestionarios hasta reportes de otros sobre la persona, pasando por la observación objetiva del comportamiento, tests cognitivos y mediciones en laboratorio (por ejemplo, es fácil evaluar impulsividad o memoria con un simple juego en la computadora). Independientemente del poder predictivo de estos tests sobre el comportamiento futuro de las personas −asunto de gran debate incluso entre especialistas en estos temas−, lo impactante, en este contexto, es su heredabilidad. Más allá de que podamos discutir qué mide exactamente el test de neuroticismo o el de coeficiente intelectual, el hecho de que, por ejemplo, lo responden (en promedio) con mayor similitud hijos y padres biológicos, aunque esos hijos hayan sido adoptados por otros desde el nacimiento, sugiere que existe algo que el test mide, que quizás no sabemos exactamente qué es, pero que, en algún grado, es heredado a través de los genes.
También en 1981, Thomas J. Bouchard, director de investigación de un estudio a gran escala en Minnesota (Estados Unidos) con centenas de gemelos separados al nacer, decía:
Siempre pensé que los tests eran interesantes, útiles y una contribución valorable a la psicología, pero siempre fui cauteloso. Sentía que existía un gran margen de error, mayor al deseable. Pero ahora hemos estudiado 21 pares de gemelos separados al nacer y en un buen número de casos tienen un perfil virtualmente idéntico de acuerdo a algunos de nuestros test psicológicos. Esta evidencia me ha convencido de que nuestros tests en muchos casos son mejores de lo que creíamos que eran. De hecho, no se me ocurre ninguna evidencia más convincente que ver dos gemelos criados de forma separada desde el nacimiento llegar al laboratorio, hacer un test y obtener resultados muy similares. ¡Es muy llamativo!
La sorprendente similitud de comportamientos y personalidades entre gemelos separados al nacer, sumada al cuerpo de conocimiento cada vez mayor en genética, es una fuerte evidencia que apoya la hipótesis de que los genes influyen en estos rasgos. Podemos encontrar explicaciones alternativas o complementarias a la genética para dar cuenta del parecido de gemelos separados al nacer: por ejemplo, el hecho de que compartieron un mismo ambiente intrauterino e, incluso, un mismo ambiente intracelular en la concepción. La influencia de estos factores debe estudiarse caso a caso. De todas maneras, como veremos, salvo excepciones o casos extremos o particulares, el papel del material genético es predominante a la hora de explicar estas semejanzas en gemelos separados al nacer. 2Una experiencia personal me produce una profunda fascinación por los conocimientos de la genética del comportamiento. Es una historia un poco dura, pero aquí va. Cristóbal Gogó Russo, el papá de mi primo Francisco, fue secuestrado y desaparecido en 1978 por la dictadura militar argentina. Fran tenía tres años. Y mi mamá siempre nos comenta el increíble parecido de gestos y sentido del humor entre Fran y su papá. Muchas veces, cuando Fran hace una broma, mi mamá no lo puede creer. A mí esto no sólo me causa una profunda emoción y ternura, sino también un enorme asombro y curiosidad sobre la infinidad de procesos de interacción entre genes y ambientes que está por detrás de esta aparente coincidencia.
Veamos ahora la otra cara de la moneda: lo increíblemente diferentes que podemos ser a pesar de tener los mismos genes y hasta la misma educación.
Laleh y Ladan Bijani eran dos hermanas gemelas nacidas en Irán en 1974. Eran, además, siamesas: estaban unidas por la cabeza, de costado, de forma que miraban para el mismo lado y podían sentarse. Eso les permitió tener una vida un poco más “normal” y graduarse, ambas, en abogacía. El 8 de julio de 2003, a los 29 años, decidieron someterse a una cirugía de alto riesgo para separarse. Los médicos les habían avisado que había sólo un 50% de chances de sobrevivir a la operación. Aun así, asumieron el riego. No sobrevivieron. Fueron enterradas cada una en su tumba, separadas como nunca lo estuvieron en vida.
A pesar de tener los mismos genes y ambientes de desarrollo muy parecidos, mucho más que gemelos no siameses (no tenían otra opción), Laleh y Ladan tenían deseos, pensamientos y proyectos de vida muy diferentes. Ladan explicó a los periodistas antes de la cirugía: “Somos dos individuos completamente separados, obligados a estar pegados al otro. (…) Tenemos diferentes visiones del mundo, tenemos diferentes estilos de vida, pensamos muy distinto sobre muchos asuntos”. Laleh quería mudarse a Teherán y ser periodista. Ladan planeaba quedarse en su pueblo natal, Shiraz, y ejercer como abogada. Ladan era la más extravertida de las dos, descripta por un amigo como “muy amigable, siempre le gustaba bromear”.
Historias como la de Laleh y Ladan y las de gemelos separados al nacer ilustran que ninguna de las visiones extremas sobre el papel de los genes puede ser cierta: las evidencias indican que su influencia no es nula, pero tampoco determinante. Existe una influencia y debe ser estudiada caso por caso. Para cada rasgo, ya sea fisiológico, de personalidad, psiquiátrico o cognitivo, no podemos asumir nada a priori, sino que necesitamos entender qué nos dicen los datos. Esto es lo que investiga justamente la llamada “genética del comportamiento”: la ciencia que estudia en qué medida las variaciones en nuestros rasgos, en nuestra personalidad, en nuestras facilidades y dificultades para diferentes tareas se deben a variaciones en nuestros genes o a variaciones en nuestros ambientes −recordando que “ambiente” incluye el contexto (tanto biológico como cultural y social) en el que somos concebidos, criados y educados, y los entornos en los que nos desarrollamos luego a lo largo de la vida−. 3Un excelente libro de divulgación sobre los inicios de la genética del comportamiento desde principios del siglo XX, y que recomiendo con entusiasmo, es Tiempo, amor, memoria, del escritor estadounidense Jonathan Weiner, publicado en 1999.