A muchas personas, la idea de que la facilidad para la matemática o el lenguaje tenga un componente genético las impacta como un valor moral que debe ser rechazado y no como una hipótesis que puede investigarse y ser refutada o no por las evidencias. Pienso que detrás de esta reacción está muchas veces la creencia de que si algunas personas tienen más facilidad innata que otras, se podrían justificar las desigualdades sociales. Creo que atar el pedido de justicia social a cualquier descubrimiento científico es un gran error. La búsqueda de justicia social se desprende del principio de igualdad que, como dijimos, no depende de ningún descubrimiento científico en el sistema moral que estamos proponiendo en este libro; lo asumimos como un axioma que no requiere ser probado, ya que es el postulado del que partimos.
¿Qué nos dicen los datos sobre cuánto hay de facilidad innata en la matemática o el lenguaje? ¿Se puede decir que nuestras diferencias se deben en un 100% a que crecimos en ambientes distintos, o que todo depende solamente de nuestros genes? Como vimos, ninguno de los dos extremos es cierto en el comportamiento humano, y esto vale también para la educación: el componente genético de los aprendizajes, en las sociedades en las que se lo ha medido −fundamentalmente en Europa y Estados Unidos−, ronda el 50%. No conozco mediciones en sociedades latinoamericanas, pero ese porcentaje debe ser mucho menor, ya que el componente ambiental influye mucho más: una chica que crece en un contexto de indigencia obviamente verá sus aprendizajes comprometidos. De todas formas, incluso en nuestras sociedades, todo indica que, si estudiáramos una población más específica −de un nivel socioeconómico medio, por ejemplo−, probablemente veríamos también un componente genético de alrededor del 50%, o por lo menos debe estar lejos de ser despreciable.
Negar que los genes influyen en los aprendizajes es, en mi opinión, tan peligroso como negar que lo hace el ambiente. Para dar un ejemplo, veamos qué ocurre en el caso de la matemática básica, un área en la que me especialicé y en la que veo a diario cómo estos dos extremos generan enorme daño.
Por un lado, está el extremo de darle demasiado peso a la biología. Pasé varios años intentando desmitificar esta idea. Muchas personas vieron documentales o leyeron sobre supuestos prodigios que hacen cuentas matemáticas increíblemente difíciles con la mente. Son operaciones como 472 x 472, imposibles de hacer mentalmente para cualquier civil ya que requerirían años de práctica.
La película Rain Man (un éxito absoluto de público y crítica de los 80, ganadora del Óscar a la mejor película) también popularizó la idea equivocada de que algunas personas con autismo pueden hacer cómputos increíblemente complejos sin esfuerzo. Esto sencillamente no es cierto. Cualquier persona que haga una cuenta complicada es porque la practicó mucho, tenga o no autismo. Cuando observamos que una persona con autismo hace algo raro como, por ejemplo, decir el día de la semana de una fecha −te dice correctamente que el 2 de octubre de 1980 fue un jueves, por ejemplo−, la pregunta realmente interesante no es tanto cómo lo hace (hay muchas formas de hacerlo), sino por qué lo hace. ¿Qué lo motivó a estar horas de su vida observando y estudiando el almanaque?
Durante un largo tiempo me dediqué a estudiar la literatura científica que investiga a estos supuestos genios sin esfuerzo, con o sin autismo, y vi cómo se exageraba el papel de los genes y la biología en las supuestas capacidades de estas personas. Hice un estudio exhaustivo, publiqué un artículo al respecto en la revista Frontiers in Systems Neuroscience y dediqué un capítulo al respecto en mi libro Atletismo mental. En resumen, creo que poner tanto énfasis en la biología innata, sin mencionar el enorme foco, concentración y esfuerzo que realizan esas personas, es un mensaje empíricamente falso y educativamente peligroso. Porque muchas veces a un niño se le mete en la cabeza que no nació para la matemática, que no es lo suyo, que no puede aprender, y esa profecía autocumplida se transforma de hecho en su principal obstáculo. Y escuchar que supuestamente hay gente que nació con un cerebro preparado para eso refuerza esta idea de que no pueden con la matemática porque no tuvieron la misma suerte en la lotería genética.
Así como exagerar el papel de la biología y los genes en el aprendizaje genera sufrimiento evitable, también lo hace la idea opuesta: creer que la biología no tiene nada que ver con las diferentes velocidades a las que aprendemos distintas cosas. Por el contrario, los datos muestran que, donde se midió, el componente genético del aprendizaje es significativo: alrededor del 68% para la matemática y del 60% para lengua. 1Asbury, K., & Plomin, R. (2013). G is for Genes: The Impact of Genetics on Education and Achievement (Vol. 24). John Wiley & Sons.
Veamos un ejemplo de cómo el entendimiento de las diferencias de base genética puede ayudar a disminuir el sufrimiento: rastreando los alelos que correlacionan con una desproporcionada dificultad en el aprendizaje de la lectoescritura (la dislexia), se vio que muchos cumplen la función de controlar la migración de las neuronas desde su lugar de creación a la parte del cerebro que detecta sonidos. Se vio, a su vez, que gran parte de quienes tienen dislexia tienen mayor dificultad en el procesamiento de sonidos y una organización anómala en esa región del cerebro. Si se detecta tempranamente la dificultad, sin embargo, se puede intervenir, y esa intervención reorganiza nuevamente esta parte del cerebro −que tiene mayor plasticidad cuando se es más joven− y compensa la desorganización inicial.
Este entendimiento es fundamental y puede ayudar a mejorar la vida de centenas de millones de estudiantes en todo el mundo. Comprendiendo el origen de las dificultades que algunas personas tenemos en lectoescritura, podemos intervenir en varios niveles. 2Cuando yo era chico, el concepto de dislexia estaba recién empezando a ser investigado, pero era una palabra que aún no se conocía. Creo que sólo por eso nunca fui diagnosticado, ya que muy probablemente es una condición que en alguna medida tengo: hasta el día de hoy con frecuencia confundo la letra “t” con la “d”, ya sea escribiendo a mano o en el teclado. Por suerte, mi mamá se dio cuenta de que algo extraño estaba pasando y puso especial énfasis en ayudarme en ese aspecto, por lo que no siento que sea algo que posteriormente me haya traído mayores complicaciones. Podemos, por ejemplo, detectar tempranamente la probabilidad de desarrollar dislexia de una persona midiendo desde muy temprana edad, a través de juegos, su capacidad de distinguir sonidos. O podemos, a través de un electroencefalograma y de forma no invasiva, notar alguna desorganización en el cerebro en desarrollo. Podemos también medir el puntaje poligénico para dislexia de cada chico o chica y observar cuidadosamente a los del grupo de mayor riesgo.
De todas estas cosas, algunas se hacen y otras no: tal vez se harán en el futuro, tal vez no. Lo importante es notar que el entendimiento de la compleja interacción entre genes y ambientes puede permitir efectivamente ayudar, si eso elegimos. Y de ninguna manera se niega el enorme componente ambiental en el aprendizaje, sobre todo en ambientes donde el contexto de pobreza y vulnerabilidad social es el principal responsable del mal aprendizaje, como ocurre en los países latinoamericanos.