Así me encontraba, bailando sobre la superficie del sol, vibrando de energía gracias a su inmenso calor, hasta que esa energía me dejaba en forma de fotón y se convertía en un espectro de lo que pudo ser. Y así es como me encontraron, el 16 de agosto de 1868, cuando la tierra se oscurecía, una brillante línea amarilla cuya longitud de onda no coincidía con la de ningún elemento conocido en la Tierra. Una extraña que estuvo siempre ahí, oculta a simple vista, aunque fueron los ojos de Pierre Jules César Janssen los primeros que quisieron verme. Fue durante un eclipse que robaba la luz a los paisajes de la India.
Al principio dudaron de mi existencia, a pesar de que Norman Lockyer logró verme alrededor del Sol aun sin la necesidad de un eclipse. Incluso después de que Norman me llamara “helio”, una caricia en griego a mi querido Sol, se negaban a aceptarme por no poder encontrarme en la Tierra. Es que las personas pueden pensar que en el cielo está escrito su destino, pero el escepticismo prima cuando asoma lo desconocido.
Finalmente, en el calor de la lava del monte Vesubio, el físico Luigi Palmieri vislumbró mi resplandor amarillo. Recién doce años después, en 1895, William Ramsey me encontró, casi por accidente, tratando de extraer argón de un mineral de uranio. Como si nada, me ubicaron en la tabla periódica sin imaginar que me ganaría ese lugar con fuerza y determinación.
Cuando me estudiaron, se dieron cuenta de que volar en forma de gas es mi estado favorito. Poco densa como soy, me escapo de la atmósfera al menor descuido. Para domarme tuvieron que enfriarme hasta los -269,15 °C, casi al límite de la física, una temperatura en la que el universo está al borde de dejar de ser posible, ya que recién ahí me dejo fluir a un estado líquido. A temperaturas más bajas, pierdo toda viscosidad y me muevo sin fricción alguna. Asusto a quienes me observan trepando por las paredes de donde me encuentre, o girando para siempre en un remolino luego de un empujón. Nada me frena, nada me atrapa, simplemente existo.
Presente en todas partes y en ninguna, a veces me divierto en fiestas de cumpleaños haciendo levitar globos, o saltando entre cuerdas vocales para fabricar los más extraños sonidos. Luego soy más seria, y ayudo a enfriar materiales hasta casi el cero absoluto y de esta forma asisto en la producción de hermosas imágenes a través de escáneres de resonancia magnética.
Los límites a mis aplicaciones sólo están en el cerebro de quien me pide apoyo. Curiosa como soy, ante una buena pregunta y en buena compañía de trabajo, no descanso hasta lograr nuestro objetivo de arrebatarle una respuesta a este universo de misterios.