Desde antes de que surgiera la idea de ordenar los elementos de alguna manera sistemática, distintas personas ya se proponían conocerlos cada vez mejor y descubrir cada vez más de ellos. En 1774, en Suecia, Carl Wilhelm Scheele descubrió un elemento hasta entonces desconocido y creyó que se trataba del oxígeno. Años más tarde, mientras en Argentina se establecía el primer gobierno patrio, el químico británico sir Humphry Davy identificó y llamó a este nuevo elemento con el nombre “cloro”, del griego khlorós, que significa “amarillo verdoso”, característico color de este no metal. Después de su descubrimiento, el cloro no atrajo demasiadas miradas hasta que, hace un poco más de cien años, estalló la Primera Guerra Mundial.
A principio del siglo XX, la palabra arma estaba asociada a rifles y tanques, y todos los países concentraban sus fuerzas en la industria bélica para lograr desarrollar tantas armas de fuego como fuera posible. Alemania, sin embargo, tenía otra estrategia que cambiaría la historia de las armas existentes hasta el momento. El Imperio alemán tenía un aliado hasta entonces desconocido por sus rivales con el cual cambiaría las reglas del juego: el cloro. Este elemento culpable del ardor de ojos se transformó en protagonista de la escena mundial porque fue el primero en ser utilizado como arma química y dio el puntapié a lo que luego se llamaría “guerra química”. Si bien varios países ya habían utilizado gas lacrimógeno –compuesto por cloro y nitrógeno, entre otros elementos–, no era tan dañino, y las tropas enemigas no sufrían efectos graves. El nuevo gas que los alemanes producían a gran escala era capaz de incapacitar a los soldados rivales e incluso, en concentraciones altas, matarlos.
Aunque la historia la escriben los que ganan, los que pierden también hacen sus aportes (no siempre tan buenos): siguiendo el ejemplo de Alemania, todos los países involucrados abrazaron la idea del uso de elementos químicos como el cloro para fabricar armas, lo que significaba la posibilidad de ganar la guerra sin necesidad de poner un gran ejército en campo enemigo. Sólo había que ir al laboratorio, buscar los elementos más letales y tratar de combinarlos para lograr el arma más poderosa.
Terminada la guerra, en los laboratorios la fabricación de armas químicas continuó, hasta que, en 1997, la Organización para la Prohibición de las Armas Químicas afortunadamente prohibió el desarrollo, la producción, el almacenamiento, la transferencia y el empleo de armas químicas a nivel mundial.
Así que ya sabemos. Ya sea que usemos este elemento como aliado para salar la comida o para mantener la pileta en verano, lo importante es no estar violando algún tratado internacional y, en lo posible, mejorar la vida de todas las personas.