Gracias quiero dar al divino laberinto de los efectos y de las causas
por la diversidad de las criaturas que forman este singular Universo.
Jorge Luis Borges – Otro poema de los dones
Un mundo uniforme es tan aburrido como previsible. Por algo decimos que en la diversidad está la sal de la vida, o el picante, o el ‘piripipí’. Hablar de diversidad significa, a grandes rasgos, entender cuántas cosas diferentes de algo existen o existieron.
Tomemos como ejemplo las bebidas alcohólicas. Siendo coherentes con nuestra humana obsesión por clasificar y ordenar absolutamente todo en categorías, una lista de las bebidas más conocidas en orden alfabético podría ser: aguardiente, bourbon, brandy, cachaça, caña, cerveza, coñac, fernet, gin, ginebra, grappa, jägermeister, mezcal, pisco, ron, sidra, tequila, vermú, vino, vodka y whisky. Dentro de cada categoría de bebida aparecen variedades que pueden ser claramente diferenciadas entre sí. Nomás en el caso de la cerveza tenemos las variedades Porter, Lager, Pale Ale, Stout, IPA, Pilsen, Wheat, Munich y un montón más. Las diferencias entre cada una van desde la textura en la boca y la graduación alcohólica, al amargor o el sabor dado por la variedad de cereal utilizado. Es decir, no sólo existe una diversidad de bebidas, sino que además puede haber una diversidad interna en cada una de ellas.
Dentro de la diversidad de las diversidades, hay un tipo de diversidad bastante compleja que una cantidad importante de científicos viene estudiando hace mucho tiempo y que se popularizó en las últimas décadas, debido a la justificadísima preocupación global por la extinción de algunas especies: la biodiversidad. Un intrincado vocablo que se gestó para unificar dos palabras que hasta entonces se usaban de manera combinada: diversidad biológica.
Según la Real Academia Española, biodiversidad es “la variedad de especies animales y vegetales en su medio ambiente”. ¡Chan! Suicidio en masa de hongos, bacterias y demás cosas vivas que no son ni animales ni plantas. Millones de años de evolución tirados al tacho del reduccionismo lingüístico. Estrictamente, se trata de un término mucho más amplio, utilizado para referirse a todas las formas de vida sobre la Tierra y que abarca sus identidades, heterogeneidades e incluso interacciones y formas de organización. Por supuesto que, dada la complejidad de la vida, definir este concepto no fue nada fácil, e incluso fue mutando con los años. Tanto como la cara de Michael Jackson.
Primero se consideró biodiversidad únicamente a lo que se ve, al número de especies (los ‘quiénes’) y la cantidad de individuos de cada especie (los ‘cuántos’). Un tiempo después se empezó a incluir a lo que, en principio, no se ve: los diferentes niveles de organización de los sistemas biológicos, desde lo molecular hasta lo ecosistémico. Es muy fácil diferenciar a simple vista un perro de un gato, pero se pone un poco más complicado cuando son dos bacterias que se ven exactamente iguales bajo el microscopio, aún teniendo genes muy distintos. Al incorporar la variabilidad genética, también se comenzó a contemplar la diversidad dentro de cada especie como un factor relevante de la biodiversidad.
Pero la posta (o lo que por hoy consideramos como tal) vio la luz en 2015. En ese año se armó la Plataforma Intergubernamental sobre Biodiversidad y Servicios Ecosistémicos, que escaló la definición de biodiversidad al incluir la dimensión del tiempo (o sea, la variación genética arrastrada por los antepasados, porque evolución) y las características de los seres vivos que les permiten hacer su gracia −diferenciando que, por ejemplo, para crecer con éxito en un desierto no es lo mismo ser un cactus que una lechuga−.
Entonces, cuando hablamos de biodiversidad nos referimos a todos los organismos vivos, desde los más pequeños hasta los más grandes, considerando tanto las diferentes maneras que tienen de responder y afectar al ambiente, así como también las diferencias entre especies y dentro de la misma especie.
Si bien la diversidad biológica nos brinda cucarachas y mosquitos, también implica que en el mundo haya cosas vivas con una gran multiplicidad de texturas, colores, aromas y sabores.
Así, gracias a la biodiversidad contamos con, por ejemplo, casi 300 variedades de maíz capaces de crecer bajo diferentes temperaturas, niveles de riego o tipos de suelo y con mayor o menor resistencia a ciertas enfermedades que afectan los cultivos. Claro que metimos un montón de mano a lo largo de la historia reduciendo esta variabilidad: si quiero que mis maíces sean sanos y fuertes, voy a elegir los que sean sanos y fuertes para que tengan bebés maíces entre ellos mientras descarto a los otros. #ThisIsSparta
Si bien las presiones del mercado redujeron las variedades que se siembran masivamente en la actualidad, conservar la variabilidad genética de las especies es importante incluso para las mismas empresas que han promovido esa homogeneización. El motivo es que el futuro ofrece incertidumbres incomodísimas sobre la reacción que van a tener estas formas de vida seleccionadas ante los escenarios de cambio climático. Habiendo tomado consciencia de esto, algunas empresas que fomentan la homogeneización genética de las especies, paradójicamente promueven la existencia de bancos de semillas con las variedades cultivadas por culturas ancestrales y pueblos originarios, que habían sido seleccionadas, sí, pero que también se parecían mucho a lo que crecía sin intervención humana. De este modo, los bancos de semillas funcionan como respaldo en caso de que en unos años haya que recurrir a los miles de años de evolución y adaptación acumulados en esas semillitas.
Pero entender la biodiversidad como un conjunto de cosas aisladas e inconexas de las cuales podemos obtener beneficios es tan reduccionista como decirle a nuestro amigo El Principito que dibujó un sombrero. A lo largo de millones de años, cada especie evolucionó junto a otras especies, generando en algunos casos una relación de dependencia tan estrecha entre sí que la desaparición de una puede llevar a la extinción de la otra. Ejemplos de esto son las especies de plantas que tienen una única especie animal encargada de polinizarlas o dispersar sus semillas. Por supuesto, la desaparición del polinizador o dispersor redunda en la desaparición de la planta, pero no necesariamente a la inversa.
Acá un ejemplo de una especie que no puede vivir sin la otra (mutualismo obligado, o romeojulietismo)
Sin embargo, no sólo de especies viven las especies: también dependen de los ambientes donde se desarrollan. Están integradas dentro de espacios donde cada organismo interactúa de manera directa o indirecta con el resto de sus integrantes (vivos y no vivos) del ecosistema. Por eso la enorme transformación que sufrieron los hábitats naturales en los últimos 200 años es un grito de jaque a la biodiversidad. Sobre todo cuando dimensionamos el hecho de que, según algunas estimaciones, todavía desconocemos más del 80% de las especies de la Tierra (especialmente las de tamaño pequeño), que están escondidas por ahí y que podrían, por ejemplo, ayudarnos a entender determinados procesos o contener principios activos que nos pueden interesar, como precursores de fármacos entre otras cosas.
Si bien es cierto que el registro fósil muestra que en determinadas épocas desaparecieron de la faz de la Tierra muchas formas de vida (como en el límite Pérmico-Triásico, cuando se extinguió el 70% de vida terrestre y 90% de la marina), la gran mayoría de las veces fue consecuencia de procesos que duraron miles o cientos de miles de años, con tasas de extinción muy bajas. En cambio, la velocidad a la que se vienen extinguiendo las especies en tiempos actuales es −según algunos investigadores− hasta mil veces más alta que en las extinciones del pasado, y se estima que este número seguirá creciendo de manera drástica hasta ser aún diez veces mayor que la observada en el presente. Existen datos que muestran que durante los últimos 400 años se extinguieron aproximadamente 2 especies por año. Esto, considerando que eran especies bien conocidas, es el cálculo más conservador que se pudo hacer. O sea que el modelo ‘buena onda’ es bastante mala onda.
Si bien la caza, la pesca y la sobreexplotación directa tuvieron roles importantísimos en la extinción de muchas especies en el pasado, la desaparición del pedazo más grande de la torta de biodiversidad se debe a la modificación y/o destrucción que sufrieron los ecosistemas que la alberga. El problema se percibe mejor cuando vemos que sólo el 12% de la superficie terrestre se encuentra actualmente protegida en áreas de conservación −como parques nacionales o reservas−, mientras que para los mares y océanos este porcentaje se reduce a tan solo el 0,5% del total, dejando expuesta así a la mayor parte de la superficie terrestre sin una protección legal.
Con toda esta información, resulta evidente la importancia de preservar la biodiversidad. Podríamos hacerlo simplemente ‘porque sí’, porque un planeta más diverso quizá nos resulta más bello o interesante; porque sin ciertas selvas no hay tucanes o porque sin el yuyal de las sierras no hay peperina para el mate. Eso es válido y está buenísimo. Pero existen también razones urgentes mucho más profundas y menos opcionales. La pérdida de biodiversidad y el consecuente deterioro de los beneficios que proporcionan los ecosistemas a los seres humanos contribuyen al deterioro de las condiciones de salud, a una mayor inseguridad alimentaria, a una vulnerabilidad creciente, a una menor riqueza material y, por qué no, espiritual (en el sentido secular de la palabra) y, consecuentemente, a un deterioro de las relaciones sociales y a una menor libertad de las sociedades. Cualesquiera sean las razones que elijamos para bancar la biodiversidad, estudiar lo vivo hoy nos hace entender que, mientras estamos todos en este mismo barco llamado Tierra, a veces, o somos todos, o no es ninguno.
Esta nota forma parte de Tierra de todos, un proyecto de comunicación pública de la ciencia que estamos haciendo gracias al apoyo del Ministerio de Ciencia y Tecnología de la Provincia de Córdoba y cuyo fin es transferir a la sociedad conocimientos producidos por grupos de investigación la provincia. Tierra de todos tiene por objetivo informar sobre el funcionamiento de los ecosistemas, los impactos generados por las actividades humanas y la importancia de conservarlos para el beneficio de toda la sociedad.