¿Qué es el día, qué es el mundo
cuando todo tiembla dentro de uno?
Enero
Sara Gallardo
La evolución humana tiene algunas estrellas, fósiles que por alguna razón se han hecho famosos, que fueron tapa de diarios y revistas y reciben miles de visitantes por año en los museos en los que están exhibidos, ya sean los originales o sus réplicas. Pero el que probablemente esté más alto en ese podio de la estelaridad paleoantropológica es el fósil AL 288-1, también llamado Lucy. El puesto es merecido: en el momento en que se encontraron sus restos, en Etiopía, allá por 1974, el registro fósil de especies extintas relacionadas con Homo sapiens era muy fragmentario, pero Lucy conservaba alrededor del 40% de su esqueleto y tenía una antigüedad de 3 millones de años. Lucy fue la primera representante conocida por la comunidad científica de la especie Australopithecus afarensis. Resumidamente, su aparición demostró que, para el momento en que ella vivía por esos rincones del este de lo que hoy conocemos como África, los de su especie caminaban erguidos en dos patas. Y, siendo ya adultos, tenían el cerebro de un tamaño más parecido al de los chimpancés que al de los humanos.
El segundo puesto está decididamente más peleado. Hay muchos fósiles que aportaron información de lo más relevante para entender la evolución humana y que, por distintos aspectos, merecen el podio. Uno de los favoritos es un esqueleto de un Homo ergaster, de unos 1,6 millones de años, que encontraron medio siglo antes que a Lucy, en Kenia, África. Aunque también tiene su nombre discreto (KNM-WT 15000), este esqueleto se hizo popular como Turkana Boy y fue traducido al español como niño de Turkana. El punto es que niño, lo que entendemos por niño, no es el término que lo describe con más precisión. Definitivamente, este individuo no había llegado a su adultez, porque en su esqueleto había aún sitios que estaban sin osificar, es decir que sus huesos podrían haber seguido creciendo, y además no todos sus dientes permanentes habían hecho erupción. Pero para niño era alto, se estima que medía alrededor de 1,60 metros, y tenía algunos rasgos en su esqueleto que lo posicionan más confortablemente en la etapa de la adolescencia.
El muchacho de Turkana despertó mucha controversia justamente entre quienes intentaron estimar su edad. Como nadie había visto a un Homo ergaster crecer y cumplir años, sus huesos y dientes se compararon con los patrones de crecimiento de humanos actuales. Al hacer estas comparaciones, vieron que la altura y la maduración del esqueleto parecían las de un humano de unos 13 años, pero que por sus dientes semejaba tan solo 10 años, o incluso menos. Idas y vueltas —que todavía no terminan completamente— sugieren que el crecimiento de esta especie no era como el nuestro. Durante la niñez, los humanos crecemos lento, de a poco. Pero alrededor de la adolescencia, ese ritmo se acelera y el crecimiento se dispara al mismo tiempo que pasan muchas otras cosas. Una de las interpretaciones más aceptadas sobre el crecimiento de Homo ergaster, y de otras especies que nos precedieron, es que ese enlentecimiento del crecimiento antes de la pubertad no era tan marcado y que en la adolescencia no se experimentaba un aumento notable del tamaño corporal, algo que sí ocurre en humanos. Esto querría decir que el muchacho de Turkana era un adolescente joven, pero que ya había crecido, por lo menos en altura, casi todo lo que tenía para crecer. En todo caso, merece por lo menos un lugarcito en el podio por ser una de las estrellas de la paleoantropología que empujaron a pensar y estudiar cómo evolucionó la manera de crecer de los humanos y, en particular, qué hay de nuevo en nuestra adolescencia.
Los mamíferos solemos llegar a una instancia del desarrollo en que nuestros órganos reproductivos maduran y experimentamos varios cambios corporales. Se trata de un período de transición porque los individuos, como resultado de esa maduración, adquieren la capacidad de reproducirse. A la mayoría de los primates, ese período —conocido como pubertad— los encuentra cuando el crecimiento del tamaño corporal ya ha finalizado, luego de lo cual no hay un aumento considerable de la talla o del peso. Diferente es el caso de los humanos, que aceleramos nuestro crecimiento con una velocidad pronunciada en el momento en que aparecen los primeros signos de la pubertad. Ese empujón de crecimiento es bastante original y, de hecho, es muy probable que en otras especies de Homo, ya extintas, no estuviera presente, o al menos no con la magnitud que vemos en Homo sapiens.
Comparativamente, si la altura de un chimpancé y un humano se registrara cada año contra una pared, lo que veríamos es que en el humano las medidas entre los 10 y los 12 años empiezan a separarse más, porque lo que se gana en altura cada año aumenta en comparación con lo que se venía creciendo. En el chimpancé, en cambio, veríamos que desde los 8 años, gradualmente, el ritmo comienza a caer y las medidas se parecen cada vez más.
La maduración sexual y reproductiva también ocurre antes en otros primates que en humanos. Una vez más, aparecen diferencias en el tiempo y el ritmo. Cómo y cuándo se hacen presentes esas diferencias en nuestra evolución es una pregunta abierta, y también está en discusión el porqué. Algunas de las hipótesis que se propusieron para entender esto se basan en que retrasar la pubertad da más tiempo para aprender cosas, adquirir habilidades, conocer el entorno y las maneras de organización social, algo así como tomarle la mano a la vida adulta antes de ser adulto.
La adolescencia como etapa de la vida humana comienza, justamente, en el momento en que empiezan a notarse los primeros signos de la pubertad, pero se extiende más allá. De hecho, la fertilidad y la capacidad reproductiva en humanos están bastante limitadas hasta que la adolescencia avanza. Por ejemplo, después de la primera menstruación, muchas veces siguen unos cuantos ciclos sin que se formen ovocitos, es decir, en los que no hay posibilidad de fecundación. Esto podría ser explicado en la misma línea de la hipótesis que se presentó un poco antes: la adolescencia en humanos permitiría aprender y modificar comportamientos sociales antes de cambiar de roles y también de reproducirse. En ese punto hay que darle contexto a este tipo de hipótesis, porque no se trata de explicar las causas cercanas de lo que se observa o se espera de los adolescentes actuales, sino de entender qué factores pueden haber pesado en una historia evolutiva que comenzó hace mucho tiempo, incluso antes de la época en la que el muchacho de Turkana andaba dando vueltas por ahí.
La búsqueda de causas y explicaciones sobre las características de la adolescencia en los humanos no está ni cerca de haber terminado. Pero sabemos bastante —aunque, como siempre, no todo— de los factores más cercanos que desencadenan las transformaciones, en especial las físicas, en esta etapa. Es el turno de las hormonas. Hormonas y más hormonas.
Los factores más inmediatos que explican la aparición de los primeros signos de la pubertad, y muchos de los cambios que se experimentan durante la adolescencia, son un conjunto amplio y variado de hormonas. Muchas moléculas que, al producirse y liberarse, afectan la secreción de otras y así, sucesivamente, forman una red de interacciones. Entre las hormonas más importantes de esta etapa hay un grupo que se ordena en un eje de tres integrantes: una región del cerebro (el hipotálamo), una glándula que está en la base del cerebro justo por debajo del hipotálamo (la hipófisis) y las gónadas, es decir, testículos y ovarios.
La producción de testosterona, estradiol y progesterona por parte de las gónadas es esencial para el desarrollo de las funciones sexuales y reproductivas en los mamíferos. Y la síntesis y liberación de esas hormonas depende de lo que pasa en el eje que forman las gónadas con la hipófisis y el hipotálamo. El hipotálamo, es decir, esta parte del cerebro implicada en el eje es capaz de liberar hormonas que estimulan la hipófisis, que, a su vez, a través de más hormonas producidas en esa glándula estimula a las gónadas. Ahí están las principales piezas del eje y sus interacciones, mediadas, como no podía ser de otra manera, por hormonas.
Este eje (hipotálamo-hipófisis-gónadas) no está activo solo en la adolescencia y adultez, sino que hay un momento, conocido como minipubertad, que transcurre entre el final de la etapa prenatal y los primeros meses que siguen al nacimiento, en la que la actividad de las hormonas liberadas por la hipófisis es fundamental para el desarrollo de los testículos y ovarios. En la verdadera pubertad, este eje vuelve a activarse y, además de la maduración de las gónadas, influye en la aparición de otros cambios corporales como el vello en el pubis y otras zonas del cuerpo. En esta etapa, la magnitud de las transformaciones es enorme y, a diferencia de su versión mini, las hormonas del eje llegan para quedarse actuando y regulando las funciones sexuales y reproductivas durante muchos años.
Dependiendo del sexo biológico, durante la pubertad se hacen presentes ciertos cambios físicos. Para las adolescentes, uno de los rasgos más notorios es el crecimiento de sus mamas, mientras que en los varones habrá otras transformaciones igualmente evidentes. Si bien hay variación entre individuos (porque en algunos estos cambios serán más marcados que en otros o aparecerán antes), los cuerpos se modifican visiblemente. Se suele hablar de caracteres sexuales secundarios para referirse a estos rasgos, mientras que los primarios son los órganos que participan directamente en la función de reproducción, por ejemplo, el útero, los ovarios o los testículos.
Pero ocure que, antes o después de la pubertad, muchas personas perciben que esas características corporales —que se corresponden con su sexo biológico y en cuyo desarrollo el eje que forman las gónadas con el hipotalamo y la hipófisis tiene un rol central— no necesariamente tienen que ver con el género con el que se perciben. Ahí es cuando aparecen un conjunto de herramientas médicas que buscan dar más libertades, basadas en los conocimientos que se han acumulado, entre otras cosas, sobre la regulación hormonal de la pubertad.
Los tratamientos hormonales que buscan estimular, frenar o revertir el desarrollo de algunos rasgos físicos particulares permiten a las personas transgénero poner en acuerdo su identidad de género autopercibida con estas características corporales. En Argentina, la Ley 26.743 considera la identidad de género de las personas nada más y nada menos que como un derecho humano. Esa misma Ley de Identidad de Género garantiza el acceso a tratamientos integrales hormonales e intervenciones quirúrgicas para las personas trans que deseen modificar su cuerpo. De hecho, Argentina fue pionera en este tipo de legislación porque considera que, en mayores de edad, con expresar la voluntad y el consentimiento alcanza. En otros países, se precisa un aval de la Justicia o una autorización médica con un diagnóstico específico, lo que claramente obstaculiza e incluso puede impedir el proceso. Los niños, niñas y jóvenes trans cuentan también con el derecho a acceder a tratamientos hormonales, aunque se requiere, además de su conformidad, el aval de una persona adulta que actúe como representante legal. Incluso para los menores de edad cuyos representantes no avalan esta práctica, la ley prevé instrumentos para darles ese derecho.
El conocimiento que fue acumulando la comunidad científica todos estos años sobre las diferentes hormonas y sus mecanismos de acción se ponen al servicio de ese derecho esencial toda vez que cualquier persona en cualquier momento de su vida acude a un servicio de salud y manifiesta su deseo de transitar este cambio acompañado por profesionales. Pero las terapias basadas en estos conocimientos no servirían de mucho sin los años de lucha de activistas trans que mostraron la necesidad de ampliar sus derechos y garantizar el cumplimiento efectivo de los que ya existen. En todo caso, de toda la historia de encuentros y desencuentros entre ciencia y derechos humanos, este parece ser un ejemplo concreto de cómo el conocimiento puede mejorar la vida de muchas personas, entre ellas, adolescentes.
La primera menstruación es también consecuencia de la cascada hormonal de la pubertad. El útero es un órgano hueco que, en nuestra especie, está recubierto en su parte interna por una capa de tejido que, al menstruar, se desprende y es eliminada en forma de un sangrado por la vagina. Esa capa más superficial vuelve a formarse en el siguiente ciclo y lo seguirá haciendo, repetidamente, antes de cada menstruación. El sangrado que se produce en la menstruación se explica porque esa cubierta que reviste la parte interna del útero está llena de vasos sanguíneos que permiten que, en caso de que haya fecundación, el embrión se implante allí.
La mayoría de los cambios que se dan durante la adolescencia no ocurren de un día para el otro. El crecimiento en altura, por ejemplo, se acumula a lo largo de los meses y, aunque puede ser más o menos rápido, se trata de un proceso continuo. La primera menstruación, en cambio, ocurre un día concreto.
El término médico para la primera menstruación es menarca. Proviene del griego y junta los vocablos men, que significa “mes”, y arkhe, algo así como “principio”. Si bien la menarca es una señal manifiesta del principio de los ciclos menstruales, el proceso que hace que —un día, a una hora— ocurra la primera menstruación no se pone en funcionamiento de un día para otro. Previamente, algunas hormonas producidas en los ovarios, en especial el estradiol, aumentan de manera gradual y estimulan al útero para el desarrollo de los tejidos que se van a desprender luego. La liberación de estradiol no es azarosa, sino que está muy regulada por las hormonas que produce la glándula hipófisis, que, a su vez, está controlada por moléculas sintetizadas en el hipotálamo. El famoso eje.
El cuándo de la menarca es relativamente variable, pero suele darse después de que comienzan otros procesos comunes en la pubertad como el aumento de tamaño de las mamas o el crecimiento pronunciado en altura. Actualmente, en muchas poblaciones, la edad promedio de la primera menstruación está entre los 12 y 13 años, aunque esto tiene un margen amplio y en la mayoría de los casos ocurre entre los 8 y los 16 años. Existe la idea de que la edad de la primera menstruación está influenciada por los genes que heredamos. De hecho, se hicieron varios estudios —analizando madres e hijas y casos de hermanas— y lo que se encontró fue que las edades de las menarcas se parecen mucho entre madres e hijas. Lo mismo pasa entre hermanas mellizas, que se desarrollaron juntas en el útero, pero que no comparten exactamente la misma información genética porque vienen de gametas diferentes. Pero la máxima coincidencia en la edad de la primera menstruación fue reportada entre hermanas gemelas idénticas o monocigóticas, las que se desarrollaron a partir del mismo cigoto y tienen exactamente los mismos genes. Pistas a favor de que el momento de la primera menstruación, como muchos otros cambios que protagonizan este período, está influenciado por factores genéticos. De hecho, en los últimos años, se han identificado cientos de partes de nuestro genoma que se asocian con la edad en la que ocurre este evento. Pero, en este caso, como casi siempre, es importante mirar qué pasa más allá de los genes.
Entre otras cosas, la edad de la primera menstruación también es susceptible a las variaciones en la composición corporal en edades previas a la pubertad. Se vio que quienes tienen menarcas más tempranas también tienden a tener mayores índices de masa corporal y mayores cantidades de grasa subcutánea en la infancia. También se reportó que la edad de la menarca se relaciona con niveles muy elevados de actividad física, pero de manera inversa: al parecer, el ejercicio físico intenso y sostenido estaría acompañado en muchos casos por menarcas más retrasadas en el tiempo. Estos son algunos de los factores que se han identificado para explicar potencialmente cuándo ocurre, pero están lejos de agotar todo lo que se ha estudiado sobre cómo el ambiente, las condiciones económicas, sociales y psicológicas impactan en la edad de la primera menstruación.
Con el mismo objetivo de desenmarañar los factores que influyen sobre la edad de la primera menstruación, pasada la segunda mitad del siglo XX, especialmente en Europa y Estados Unidos, se comenzaron a comparar de forma sistemática registros de la edad de la menarca a lo largo de diferentes momentos de la historia y se observó una tendencia muy consistente: en los registros del siglo XIX, la primera menstruación era más tardía que la que se reportaba entrado el siglo XX. Para ponerlo en números, si en los países nórdicos hacia mediados del siglo XIX la primera menstruación aparecía en promedio alrededor de los 17 años, a principios de 1970 la edad rondaba los 14. Esa tendencia se verificó —aunque con diferencias en el ritmo de bajada— en todo el mundo, en coincidencia con mejoras en las condiciones de salud y nutrición. De mitad del siglo XX hacia acá, la tendencia es más dispar: hay lugares en que la edad promedio de la menarca sigue descendiendo, muchos en los que la tendencia continúa, pero con un ritmo menos pronunciado, y otros en los que se ve una estabilización.
Hablar de mejoras en la calidad de vida que explican las edades más tempranas de las primeras menstruaciones nos deja una sensación de final feliz. Sin embargo, el hecho de que vivamos en promedio mejor que en el siglo XIX no significa que las desigualdades se hayan resuelto, y específicamente la menstruación es un tema que deja de manifiesto muchas de las inequidades que persisten en la actualidad e incluso se profundizan. La posibilidad que tienen adolescentes, mujeres y personas que menstrúan de acceder a la información y a los medios materiales para transitar sus días de menstruación sin inconvenientes está lejos de ser equitativa. En 2012, la OMS, en conjunto con la UNESCO, definió como objetivo de la gestión de la higiene menstrual que “las mujeres y adolescentes puedan usar un elemento de gestión menstrual limpio para absorber o recolectar los fluidos de la menstruación, que pueda ser cambiado en privado con la frecuencia que se necesite mientras dure el período menstrual, usando agua y jabón para lavar el cuerpo como se requiera, y teniendo acceso a las instalaciones para utilizar los elementos de gestión menstrual”. Este pronunciamiento —que estuvo acompañado de algunos programas específicos— apunta a reconocer las dificultades en el acceso a los elementos de higiene que permiten, por ejemplo, que las personas que menstrúan y están en edad escolar puedan continuar asistiendo a la escuela durante los días en que están menstruando.
Muchos estudios, utilizando diferentes aproximaciones, dan cuenta de los problemas que se experimentan en algunos países al respecto. Por ejemplo, un trabajo realizado durante 2013 se encargó de entrevistar a más de 2000 adolescentes de alrededor de 13 años que asistían a escuelas de diferentes regiones de Bangladesh y a partir de esto se obtuvieron algunos resultados interesantes: más del 60% de las adolescentes entrevistadas no tenían información sobre la menstruación antes de experimentarla en primera persona; más del 40% reportaron que perdieron días de clase durante sus períodos menstruales; y aquellas que se ausentaron de las clases por inconvenientes asociados con la menstruación faltaron a la escuela en promedio 2,8 días en cada ciclo. Cuando fueron consultadas por las razones por las que se ausentaron esos días, la mayoría respondió que no se sentía cómoda en la escuela en esa situación y que las instalaciones no eran apropiadas para la higiene menstrual.
Las limitaciones que enfrentan muchas personas para gestionar su menstruación parecen no ser exclusivas de los países de ingresos bajos o medios. Un trabajo reciente, realizado en Estados Unidos, muestra que de las casi 700 participantes encuestadas, un 12,7% faltó a la escuela por no tener acceso a elementos de gestión menstrual, un 15% llegó tarde a clase por causas relacionadas con su período menstrual y más de un 23% se retiró antes de la escuela porque necesitaba acceso a elementos y condiciones para manejar su menstruación.
En Argentina, durante 2020 se realizó la primera encuesta desde el Estado sobre gestión menstrual a través de la Defensoría de la Provincia de Buenos Aires. Los resultados disponibles hasta el momento indican que el 67% de las personas encuestadas considera que los productos para gestionar el sangrado menstrual son caros o muy caros, y casi un 70% tuvo que modificar sus hábitos de consumo de estos productos por dificultades económicas. Así, podría interpretarse que, para muchas personas, menstruar por primera vez significa también profundizar las desigualdades sociales y económicas en las que viven.
Es evidente que existen inequidades para llegar a los medios que permiten determinadas maneras de gestión menstrual, aunque la visión de muchos de los estudios e intervenciones en esta temática puede caer fácilmente en la subestimación de algunas de las herramientas con las que se ha contado por cientos de años. Los productos de gestión menstrual en las últimas décadas se han incorporado a la industria como ítems rentables sobre los que la publicidad ha puesto el foco intensamente. Pero el hecho de tener impedido el acceso a ese tipo de productos no necesariamente significa desconocer cómo manejar la menstruación. En ese sentido, algunos sectores del feminismo sostienen que muchas iniciativas que proponen hacer llegar apósitos descartables y otros productos a poblaciones que no los usan masivamente parten de desacreditar las maneras en que esas personas han manejado su menstruación por años. De alguna forma, el planteo recae sobre los peligros de pensar que la solución a las dificultades de acceso sea ofrecer la redención de productos industriales antes que conocer en profundidad las preocupaciones y necesidades concretas en torno a la menstruación. Si la menstruación —en su aspecto más biológico— tiene unas características más o menos comparables para todas las personas menstruantes de nuestra especie, las maneras de pensar y gestionarla son mucho más diversas y particulares, y están atravesadas por diferentes valores, ideas, historias y contextos. En ese punto se devela la necesidad de una mirada amplia y capaz de percibir esa diversidad en las investigaciones e intervenciones que apuntan al problema del acceso a los medios materiales y simbólicos para transitar la menstruación.
Hay cosas que sabemos cuándo empiezan, pero no cuándo terminan. Como se ha dicho antes, atendiendo a los cambios físicos que se suceden en esta etapa, muchos plantean que el comienzo de la adolescencia está relacionado con la pubertad, con los rasgos que sugieren que la maduración de los órganos sexuales está en marcha. Esto ocurre entre los 10 y los 12 años, generalmente más tarde en los varones. ¿Y hasta qué edad? Bueno, eso no es tan sencillo de delimitar.
Volviendo a la cuestión del ritmo, el crecimiento acelerado en talla avanza rápido por algún tiempo, entre el inicio de la pubertad y los dos años siguientes, y luego empieza a desacelerarse. La velocidad de crecimiento alcanza un pico entre los 12 y los 14 años, después seguimos creciendo por algún tiempo, pero cada vez más lento. Como todo concluye al fin, hacia los 18 o 21 años se alcanza la altura máxima y la velocidad de crecimiento llega a ser nula. Eso puede considerarse un límite bastante evidente que define el cierre de la adolescencia, por lo menos desde el ángulo de los cambios físicos. De hecho, la OMS define la adolescencia entre los 10 y 19 años, un rango que coincide bastante con esa franja que se extiende desde la aparición de las primeras señales de la pubertad hasta que se alcanza la talla definitiva.
Pero entrada la tercera década de vida (o sea, los veintis), hay algunos aspectos de la maduración física que están lejos de haber concluido. En particular, la estructura y la composición del cerebro requieren más tiempo para desarrollarse por completo. Si hablamos de adultez como período de madurez física, tal vez sea necesario extender un poco más los límites de la definición de adolescencia para poder incluir el proceso de maduración del sistema nervioso.
En un capítulo anterior, apareció el trabajo de Peter Huttenlocher. Este científico había logrado, a fines de la década de 1970, contar en el microscopio la cantidad de sinapsis que había en el cerebro de personas de diferentes edades para reconstruir la trayectoria con la que se desarrollan a lo largo de la vida. Una de las conclusiones más contundentes a las cuales arribó fue que la densidad de las sinapsis caía entre la infancia y la adultez, por lo menos en la región del cerebro que estaba analizando. Esta observación va en la misma dirección que varios estudios posteriores que muestran que la adolescencia es una etapa en la que muchas sinapsis se eliminan, es decir que los circuitos de comunicación entre las células del cerebro se refinan y reorganizan. A la vez, algunas áreas del cerebro experimentan durante la adolescencia un aumento marcado de la sustancia blanca, porque el proceso por el que los axones de las neuronas se cubren con mielina está activo también en estos años. Dentro de las áreas en las que se verificó ese aumento, encontramos los lóbulos frontal y parietal de la corteza, implicados cada uno en diferentes funciones cognitivas, de procesamiento de información espacial, sensorial y de movimiento, y también en el lenguaje. Y en algunas regiones, incluso se pudo verificar que la sustancia blanca continúa aumentando por lo menos hasta los 25 años. O sea que, si entendemos la adolescencia como una etapa de transformaciones importantes en la estructura del cerebro y de reorganización de las redes que conectan y comunican sus partes, deberíamos extender su terminación por lo menos más allá del momento en que dejamos de crecer en altura.
Entonces, un registro de los cambios físicos que ocurren durante la adolescencia podría incluir el crecimiento en estatura y las transformaciones de algunos rasgos corporales, y también podrían agregarse marcas relacionadas con el desarrollo del sistema nervioso y sus funciones cognitivas. La noción misma de adolescencia estuvo desde su concepción ligada a los cambios físicos que se viven alrededor de esos años. La adolescencia humana, en ese sentido, es tanto una etapa nueva para quien la transita como un período que presenta aspectos originales evolutivamente hablando. Sin embargo, es posible pensar, más allá de esta dimensión biológica, qué significa vivir en una sociedad durante estos momentos de la vida. Ahí, la noción de adolescencia encuentra otros límites porque los procesos de crecimiento y maduración no se perciben de la misma manera en todas las sociedades y, sobre todo, las prácticas de esos sujetos dependen de lo que implica ser adolescente en ese contexto particular.
Hace bastante tiempo, las ciencias sociales repararon en que la adolescencia tenía un sentido médico y biológico que no atendía mucho a las connotaciones socioculturales de esta etapa. A raíz de eso, la idea de juventud tomó mucha fuerza entre quienes intentaron entender qué significados se les da a las experiencias de las personas que ocupan un lugar diferente, entre la niñez y la adultez. En principio, se la pensó como la juventud, en singular, como una transición en la que era preciso “llenar” la caja de herramientas para la vida adulta. Pero, a partir de la segunda mitad del siglo XX, la mirada comenzó a posarse en la diversidad de maneras en que se puede ser joven. Así, lejos de existir una forma universal de atravesar la adolescencia o la juventud, se despliegan diferentes estrategias, roles, prácticas, expectativas, que llevaron a muchos a pensar la cuestión en plural y hablar de juventudes. La edad es un atributo que se puede cuantificar, las transformaciones que un organismo transita a lo largo de una etapa pueden observarse y medirse. Pero ambas cosas se piensan desde entornos culturales, económicos y políticos singulares. Por eso, ser adolescente puede no significar lo mismo aquí y allá. De la mano de eso, comenzó a notarse que las juventudes intervienen activamente en sus entornos, toman decisiones y, sobre todo, pueden promover cambios.
Todas estas ideas que trajeron las ciencias sociales, en algunos casos, trascendieron la academia y fueron el sustento para fundamentar acciones bien concretas. Por ejemplo, en Estados democráticos, el voto para la elección de gobernantes fue una facultad restringida históricamente a la población adulta. Sin embargo, en las últimas décadas, en varios lugares del mundo comenzó a pensarse en los votantes jóvenes a la hora de la conformación de las plataformas y las campañas, entendiendo que sus decisiones estaban dadas no solo por estar a punto de ser adultos, sino por la experiencia misma de ser jóvenes. Flexibilizar la categoría de votante para incluir a las juventudes llevó incluso a que, en varios países, las edades en que está permitido —o es obligación— emitir el voto se modificaran para volverse más inclusivas. En Argentina, por ejemplo, en 2012 se reformó la Ley de Ciudadanía, y a partir de entonces es posible votar desde los 16 años, mientras que antes era un acto reservado a mayores de 18. Lejos de convertir a una persona de 16 años en adulta, podría pensarse que estos cambios buscan incluir a las juventudes en decisiones relevantes para la vida pública.
La ampliación de derechos para las juventudes encuentra muchas veces una contracara tramposa: un discurso que apunta a cargar sobre esas mismas espaldas otras responsabilidades. Las propuestas de modificaciones en las leyes para reducir la edad de imputabilidad son el ejemplo más evidente de esto último. ¿Es incompatible garantizar ciertos niveles de protección a personas jóvenes, especialmente a quienes se encuentran en situaciones de vulnerabilidad, y estimular su participación en diferentes ámbitos para favorecer su inclusión en decisiones relevantes para la sociedad? Si la juventud no es lo mismo que la adultez, el lápiz que escribe las obligaciones y los derechos puede también afinarse para captar esas diferencias y representarlas.
El final de la adolescencia, como se ha visto, puede resultar difuso. En cualquier caso, las transformaciones de la pubertad abren la posibilidad biológica de reproducirse, los órganos implicados en esta función maduran, y hay quienes efectivamente toman ese camino. Si nacer es uno de los hitos centrales en las trayectorias de vida de los humanos, dar lugar a ese nacimiento —es decir, transitar el parto y lo que le sigue— no se queda muy atrás.
Los partos en instituciones médicas y atendidos por personal de salud son parte de una historia relativamente reciente. En varias ciudades europeas, fue alrededor de la segunda mitad del siglo XVIII cuando empezó a hacerse frecuente que muchos de los partos, que antes ocurrían en las casas, se desplazaran a los hospitales. Ese movimiento trajo varias soluciones en la atención, pero también un problema que se manifestaba pocos días después, es decir, durante el puerperio.
Para el momento en que los hospitales se hicieron protagonistas en los nacimientos, ya era conocido y estaba documentado que algunas personas, luego de parir, experimentaban una enfermedad que les producía fiebre, dolor en el abdomen, aumento de la frecuencia cardíaca, y que podía terminar en la muerte. Esta enfermedad, conocida como fiebre puerperal, se convirtió en un verdadero problema cuando la atención de una parte importante de los partos pasó a manos de los médicos en los hospitales. No tanto porque antes fuera algo desconocido, sino porque la frecuencia de los casos comenzó entonces a ser muy alta.
En 1846, Ignaz Semmelweis tomó el puesto de asistente en una de las clínicas que se encontraban dentro del Hospital General de Viena. Ignaz era un médico húngaro muy joven que quería comenzar su carrera y encontró una posibilidad en ese gran hospital, que existe aún hoy. La clínica en la que se inició como mano derecha del jefe, un tal Johann Klein, era una maternidad que funcionaba dentro del gran hospital y en ella la atención estaba a cargo de médicos y practicantes que aún eran estudiantes de medicina.
Cuando Ignaz llegó a la clínica, los casos de fiebre puerperal eran moneda corriente. Los veía a diario y los estudiaba en las autopsias que les practicaban a quienes morían a causa de esta enfermedad. La contradicción estaba a la vista y era aplastante: se suponía que el hospital era un lugar seguro y en el que podían evitarse o tratarse complicaciones en los partos, pero sin embargo, quienes llegaban sin problemas de salud se enfermaban allí mismo.
Para la época, había diferentes ideas sobre las causas de la fiebre puerperal, cada una con sus defensores y sus detractores. Lo que hizo Ignaz Semmelweis fue correrse un poco de la polémica que ya existía y avanzar en dos caminos. Por un lado, buscó los registros de los partos en el hospital y fue construyendo una base de datos que le permitió, por ejemplo, darse cuenta en qué momento se habían disparado los casos. Lo segundo que hizo fue relacionar esos datos con otros datos contextuales, del hospital y de quiénes atendían los partos.
Al revisar los registros, se dio cuenta de que había una diferencia clara entre la clínica en la que él trabajaba y otra maternidad que también formaba parte del conglomerado del Hospital General de Viena. Se trataba de una clínica que lindaba con la de Ignaz, pero en cuyo servicio había principalmente parteras en lugar de médicos. En este lugar, la frecuencia de casos de fiebre puerperal era tres veces menor que en la clínica atendida por médicos y estudiantes de medicina, donde alrededor de 1 de cada 10 mujeres contraía fiebre puerperal. A partir de esto, Ignaz comenzó a analizar todo lo que había de diferente entre ambos lugares y encontró que la lista no era breve. Entonces, armó ensayos en los que iba modificando cada una de esas variables y observaba si se reducían los casos de fiebre puerperal. Por ejemplo, cuando vio que la posición en la que se colocaban las mujeres durante los partos no era igual en ambas clínicas, hizo una prueba cambiando la posición durante los partos que atendían los médicos, pero no tuvo éxito. Así, siguió detrás de algunas otras hipótesis, sistemáticamente, descartándolas una a una mientras el número de casos de fiebre puerperal no bajaba.
Luego de darle vueltas al problema, dos evidencias se cruzaron y armaron una hipótesis en su cabeza. En la clínica en la que Ignaz trabajaba, Klein, el jefe, promovía que el personal médico y los estudiantes examinaran regularmente los cadáveres de las pacientes y participaran de las autopsias como una instancia para aprender y entender las enfermedades que tenían que tratar en su práctica diaria. Ignaz detectó que los casos de fiebre puerperal habían aumentado mucho después de que se empezara con las prácticas sistemáticas de estudio en la sala de autopsias. A favor de esta idea, en la clínica de al lado, el contacto del personal con cadáveres era mucho más limitado.
Lo segundo que dio un buen empujón a Ignaz fue que, en 1847, cuando volvía de unas vacaciones, se enteró de que un médico amigo suyo había muerto con síntomas muy similares a los que tenían las pacientes con fiebre puerperal. Este amigo era un médico forense que, pocos días antes de morir, había tenido un accidente en una autopsia: se había lastimado con una de las herramientas con las que estaba trabajando.
Entonces, pensando en la cuestión de las autopsias y la manipulación de cadáveres, Ignaz se dio cuenta de que la rutina diaria de su clínica comenzaba en la morgue y que a eso le seguía la atención de las pacientes. Sin saber exactamente cómo ocurría, pensó que tal vez en las manos o en las ropas de los médicos quedaban restos cadavéricos tan pequeños como para no verlos, pero que podían transmitirse al revisar a las gestantes o asistir sus partos. Algunos colegas suyos habían advertido antes que era probable que la fiebre puerperal tuviera como vehículo de contagio a los propios médicos y enfermeras. Es posible que estas voces hayan llegado a oídos de Ignaz, y así como había probado con la posición del parto, propuso un pequeño protocolo para que, antes de atender, los profesionales se lavaran las manos con ganas y usaran una solución desinfectante para que esa limpieza fuese más profunda. El resultado fue abrumador: de un mes para el otro, los casos de fiebre puerperal se redujeron de más de un 10% de las mujeres que habían dado a luz a menos de un 2%. Solo con lavarse bien las manos.
En 1860, Ignaz Semmelweis reunió todas sus ideas y la evidencia que había acumulado y publicó un libro sobre la fiebre puerperal. Los años que siguieron fueron difíciles para él, sobre todo porque no lograba convencer a muchos colegas de que lavarse las manos podía prevenir tantas muertes. Más allá de las disputas que había en la comunidad científica de ese momento por estos temas, que eran muchas y muy encarnizadas, parte de la desconfianza surgía de no poder explicar qué era exactamente lo que se transmitía y por qué o cómo se producía la enfermedad. Y otra parte de las críticas negativas que recibió eran simplemente manotazos por defender la autoridad de los médicos, quienes, si Ignaz tenía razón, habían estado causando —aunque involuntariamente— la muerte de miles de personas. Ante la amenaza de tener que reconocerse falibles, muchos reaccionaron interponiendo el rechazo antes que la revisión de sus prácticas. Finalmente, lograron expulsar a Ignaz de la clínica de Viena.
Tras regresar a su Hungría natal y trabajar en algunas otras instituciones médicas y educativas, Ignaz encontró cierto apoyo, pero también muchos detractores virulentos que no dejaron de poner trabas a su trabajo. Su salud desmejoró rápidamente. Aún siendo muy joven, fue internado en un asilo para enfermos mentales en Viena y allí mismo, a los 47 años, murió.
El ambiente siguió caldeado incluso luego de la muerte de Ignaz. Algún tiempo después, en 1879, en una conferencia en París, ocurrió la famosa anécdota en la que Louis Pasteur intervino mientras un médico obstetra estaba al frente hablando, ni más ni menos, que de fiebre puerperal. Tras manifestarse abiertamente en contra de la idea de que las infecciones pudieran ser causadas por gérmenes, el médico concluyó que probablemente iba a morir sin saber qué era lo que causaba la fiebre puerperal. La anécdota —que ojalá sea cierta porque ya todos nos lo imaginamos a Pasteur a los gritos— cuenta que en ese momento, muy enfervorizado, Pasteur se levantó y dibujó en el pizarrón una cadena de esferas: esos gérmenes eran, dijo, los que él veía con el microscopio; eso era lo que causaba la enfermedad. La vehemencia de Pasteur no era injustificada, porque muchos de sus colegas no creían en sus ideas sobre el origen microbiano de algunas enfermedades. Al poco tiempo, el médico que había estado disertando cuando Pasteur interrumpió lo invitó a participar de una autopsia de una de sus pacientes que había muerto por fiebre puerperal. Pasteur tomó muestras y, cuando las miró con el microscopio, vio que había enormes cantidades de microbios con la forma que él había anticipado. Eso que él veía, esas esferas que había dibujado ante los rostros escandalizados de los asistentes a la conferencia, eran bacterias del género Streptococcus, una de las principales causantes de las infecciones que llevan a la fiebre puerperal.
Se puede trazar una línea, un hilo que une la llegada del novato Semmelweis al hospital con el momento en que Louis Pasteur mostró al mundo cuál era el germen que provocaba la terrible enfermedad. Ese hilo, ese pedacito de historia, marcó para siempre la práctica médica. Se trata de un capítulo muy importante para entender el origen infeccioso de muchas enfermedades, lo que permitió fundar el campo que estudia a los microorganismos tal como lo conocemos hoy. Sin embargo, esta es también una historia sobre el puerperio y sobre todas las mujeres que engrosaron los registros y que permitieron mostrar que algo evitable estaba pasando. Luego del parto, la mayor parte de la atención suele estar puesta en quien nace y los cuidados que requiere. Pero, entonces, ¿qué queda para el puerperio y para las personas que gestaron?
El puerperio, la etapa que sigue al parto y que atraviesa de múltiples maneras a quienes lo experimentan, tiene hasta en el origen de su nombre un lugar opacado. Puer viene del latín y significa algo así como “niño”, y se completa con un derivado del verbo parere, que significa “parir”. Sin embargo, el significado actual va más allá de lo que implica parir a un niño y es tan singular que merece algo más que un papel secundario en la historia —o las historias— de la ciencia.
Lo que sigue al parto es una verdadera avalancha de cambios, algunos de los cuales le permiten a la persona gestante recuperar la forma y la función de los órganos y sistemas tal como estaban antes del embarazo, o al menos muy parecidos a como eran. Una de las transformaciones más evidentes es la del útero, que luego de pesar cerca de 1 kg y tener una capacidad de más de 5 litros en el embarazo a término, se reduce a poco más de un 5% de ese tamaño. Para eso, atraviesa la contracción de sus músculos, lo que ocurre en forma de espasmos que pueden ser dolorosos y que se asemejan mucho a las contracciones del parto. No es un cambio de un día para el otro, toma alrededor de seis semanas, pero en comparación con los meses que llevó el proceso de desarrollo prenatal, es bastante poco tiempo. Además, durante las semanas inmediatamente posteriores al nacimiento, se eliminan del útero restos de tejido placentario y sangre en forma de descargas vaginales que se conocen como loquios, lo que también contribuye a que el útero vuelva a su condición habitual.
Pero el asunto no se reduce al útero. El reacomodamiento durante las semanas que siguen al parto también ocurre en otras partes del cuerpo. El sistema cardiovascular es uno de los más exigidos durante la gestación, tanto que el volumen de sangre que bombea el corazón aumenta alrededor de un 30-40% durante el embarazo, alcanzando un máximo hacia el último trimestre de gestación. Inmediatamente después del nacimiento, la demanda para el sistema cardiovascular se incrementa incluso más, y llega a funcionar como antes del embarazo recién alrededor de la séptima semana posterior al parto.
Las transformaciones también tienen lugar en los sistemas digestivo, urinario, inmune y respiratorio. O sea que el sacudón del puerperio es bastante generalizado. Para muchos, la reversión de los principales cambios físicos que trae el embarazo es una marca de la conclusión del puerperio. En ese caso, entre las seis y ocho semanas posparto podría decretarse su fin. Pero la vuelta a una condición física similar a la que había antes del embarazo no supone necesariamente que otras experiencias propias del puerperio hayan concluido. Además, decretar un punto final y que valga para todas las personas, cuando se trata de una etapa que es vivida de maneras tan diversas, no es sencillo y tampoco tiene demasiado sentido.
Mucho de lo que ocurre durante el puerperio está relacionado con las fluctuaciones de algunas hormonas que cambian sus niveles durante el embarazo, en el parto y en el puerperio mismo. Como una ola que crece de a poco y va aumentando su altura hasta romper, algunas de las hormonas que durante el embarazo suben su concentración dramáticamente después del parto se desploman y comienzan una caída abrupta en muy poco tiempo. La progesterona, que es fundamental para mantener el embarazo, llega a aumentar unas 10 veces desde las primeras semanas de gestación, y alrededor del parto tiene su punto de inflexión para comenzar a bajar. Algo parecido ocurre con los estrógenos, como el estradiol, que se producen en niveles muy elevados durante el embarazo y luego del parto se precipitan en caída libre. En ambos casos, tanto para la progesterona como para los estrógenos, esta caída durante el puerperio se debe a que estas hormonas, aunque no de manera exclusiva, son producidas por la placenta.
¿Cómo se relacionan los cambios físicos del puerperio con los vaivenes hormonales? De muchas maneras, tantas y tan interrelacionadas que probablemente solo se conozca una parte de lo que ocurre. Pero hay varios ejemplos concretos que son una muestra de ese cómo. Entre sus acciones, la progesterona reduce el tono de algunos músculos, lo que permite la relajación del útero y su expansión durante el embarazo, pero también impacta sobre los tejidos musculares de otros órganos como los del sistema cardiovascular, urinario y digestivo. Así, es esperable que síntomas como la acidez gástrica o la constipación, que son muy frecuentes durante el embarazo, se reviertan durante el puerperio a medida que la progesterona desciende sus niveles.
Más que pensar en la acción separada de las hormonas del embarazo y el puerperio, es más útil ver la red de interacciones que existe entre ellas. Por ejemplo, cuando la ola de progesterona y estrógenos empieza su caída, los tejidos mamarios comienzan a hacerse más sensibles a la estimulación de otra hormona, la prolactina, que tiene como función fundamental en este período la producción de leche materna. Es decir que la lactancia materna durante el puerperio también depende de los cambios hormonales que se dan luego del nacimiento.
Por otro lado, durante el puerperio, uno de los desafíos más intensos puede ser dormir. En los patrones de sueño y vigilia también hay implicadas olas hormonales. Mientras estamos vivos atravesamos diferentes procesos biológicos que suelen ocurrir en momentos determinados, con ciertas extensiones de tiempo, que oscilan en períodos —por ejemplo, de 24 horas— y que conforman un tipo de ritmos biológicos. Los ciclos de sueño son un caso claro de esos ritmos: en general la transición entre la vigilia y el sueño ocurre alrededor de una hora habitual, entrenada por las costumbres, y que se repite cada día. Luego del parto, y durante el posparto temprano, algunos ritmos biológicos se alteran. Esto hace que dormir durante el puerperio sea un tema complejo. En este período, la disrupción del sueño tiene muchas causas. Una de las olas que nos acompañan diariamente es la de la melatonina, también conocida como la hormona del sueño. Las oscilaciones de melatonina normalmente ocurren cada día: sus niveles suben a medida que se aproxima la noche hasta alcanzar un pico y luego comienzan a descender hasta llegar a los niveles más bajos, durante el día. Esa ola está, en gran medida, entrenada por la exposición a la luz. De hecho, los estímulos lumínicos, especialmente cuando son intensos, llevan a suprimir la producción de melatonina. Los bebés muchas veces tienen despertares durante las noches, lloran, requieren atención, deben ser alimentados. Encender la luz en medio de la noche e interrumpir el sueño no es algo poco frecuente en el puerperio. Esas interrupciones, que muchas veces son más la regla que la excepción, pueden modificar la liberación de melatonina. El círculo se completa porque esas alteraciones en los niveles de melatonina pueden, a su vez, afectar la calidad del sueño.
Con el pasar de las semanas y los meses, muchos de los cambios físicos que se desencadenan durante el embarazo y el parto se van revirtiendo. Claro que eso no significa que gestar y parir no deje huellas físicas, cambios corporales duraderos. Entre esas marcas, hay algunas que se ven menos, pero que muestran que no es lo mismo antes o después del embarazo, antes o después del parto, o incluso antes o después del puerperio. El cerebro de las personas gestantes cambia con una gran plasticidad en respuesta a los diferentes estímulos, y algunos de esos cambios son de largo plazo. Ciertas regiones del cerebro, como el núcleo accumbens, muestran signos de envejecimiento menores en aquellas personas que transitaron el embarazo y el posparto. Esto es importante porque el núcleo accumbens es parte de un sistema del cerebro conocido como circuito de recompensa, que permite reconocer ciertos estímulos placenteros o desagradables y responder en consonancia. Es posible que el puerperio deje una huella en estos circuitos que son esenciales para la interacción con el recién nacido.
Cambios físicos pronunciados, olas hormonales, sueño, cambios del estilo de vida y de las rutinas. El lado A, y en muchos casos también el B, del puerperio son alteraciones del estado de ánimo y de las emociones. Es un momento en el que la salud mental puede verse afectada por un conjunto diverso de condiciones. De hecho, durante el posparto, se atraviesan con bastante frecuencia condiciones como depresión y ansiedad. Identificar estas condiciones a tiempo y buscar ayuda es importante; un poco de mal humor y apatía por unos días no es lo mismo que transitar una situación de depresión posparto, un problema que no siempre se reconoce como tal, pero que no por eso deja de ser común. Tan común, que es posible que muchas personas conozcan a alguien que pasó por allí. Es difícil establecer su frecuencia con exactitud porque los métodos de diagnóstico y los períodos en los que se evalúa muchas veces difieren, pero se calcula que, en países de ingresos altos, entre un 10 y 15% de las puérperas atraviesa esta condición, y que este número es aún mayor en muchos países de ingresos medios y bajos. No, no es un problema de personas ricas.
Mucho se ha hecho por entender los factores que predisponen a desarrollar depresión posparto. Además de las olas y avalanchas que mencionamos antes, se sugirió que la calidad de la recuperación física en el posparto y otros factores obstétricos y del bebé pueden estar asociados a casos de depresión, tanto como la historia de salud mental previa. No hay una única explicación, sino una constelación de situaciones y cambios que pueden desencadenarla. Y las soluciones no son simples. Hay diferentes enfoques, protocolos y estrategias tanto para prevenir como para manejar esta depresión y otros problemas de salud mental durante el puerperio. Pero el hilo común de muchas de las intervenciones es que siempre es mejor tener información, y conocer que estas condiciones existen y se pueden abordar con ayuda de distintos profesionales.
El puerperio supone retirarse temporalmente, en mayor o menor medida, de algunas tareas o roles. Para muchas personas que tienen un trabajo remunerado, la pausa es posible, por lo menos en los días alrededor del parto. Esa necesidad, y también muchas luchas sociales, explican la existencia de las licencias que se aplican en diferentes partes del mundo para garantizar que por un período se suspendan las demandas laborales. Este derecho toma formas muy diferentes en los distintos países que lo contemplan: hay licencias de diferente duración, remuneradas o no, obligatorias o electivas, para las gestantes o para la pareja no gestante. No todos los puerperios son iguales, en parte, porque ese derecho no es igual a lo largo y lo ancho del mundo laboral.
En Estados Unidos no hay marco nacional general para las licencias por maternidad, y la regulación está atomizada en cada uno de los estados, que propone y dispone las condiciones para hacer uso de este derecho. Es una forma bastante diferente de abordar la cuestión si se compara con otros países que suelen tener una disposición que vale en todo el territorio. Por ejemplo, en México e Inglaterra, la licencia por maternidad remunerada se extiende por doce semanas, similar a lo que ocurre en Argentina, que ofrece noventa días en total incluyendo los treinta días previos al parto (exceptuando convenios colectivos de trabajo que, en algunos casos, pueden mejorar este mínimo), y en Brasil, que ofrece 120 días. En Japón, la licencia por maternidad con sueldo supera las treinta semanas (210 días), y en algunos países europeos es más larga aún. Más allá de las condiciones reglamentadas, los alcances de este derecho dependen mucho de los niveles de informalidad laboral. Por eso, comparar escenarios contando solamente los días puede ser engañoso. Una mirada integral debería contemplar además otros aspectos de la seguridad social y de los derechos laborales, así como las licencias de las parejas, si las hubiera, en los primeros tiempos del posparto.
Durante décadas se ha puesto la lupa en el impacto de estas licencias sobre la mortalidad infantil y en la participación de las mujeres como parte de la fuerza de trabajo. Las licencias por maternidad se mostraron consistentemente relacionadas con una baja en la mortalidad infantil, es decir que el derecho a ausentarse del trabajo protege la salud de los hijos e hijas, entre otras cosas, porque da la posibilidad de sostener la lactancia materna, acompañar los controles pediátricos y la vacunación. La salud materna también se beneficia por contar con licencias, especialmente cuando son remuneradas: los datos indican que, a más días de licencia, menor frecuencia de, por ejemplo, casos de depresión y rehospitalizaciones en el posparto.
Aun así, las licencias por maternidad y paternidad han sido un territorio de lucha histórico. Muchos de los derechos disputados —e incluso los ya conquistados— se ponen en cuestión aludiendo al factor económico. El argumento suele ser que “cuestan mucho”. Pero lo cierto es que los efectos económicos de tener derechos recortados también pueden ser negativos para las empresas o los Estados. Por ejemplo, se vio que las licencias por maternidad remuneradas en Canadá y en algunos estados de Estados Unidos se acompañaban de menor ausentismo luego de cesada la licencia. La conclusión que se extrae es que si la salud materna e infantil se protege, hay menos razones para que la reincorporación al trabajo se complique. Y a su vez, si la salud se protege, los impactos sobre los sistemas de atención sanitaria son menores.
Solo con mirar las diferencias en los marcos legales que aquí y allá dan derechos a las personas para ausentarse luego del parto y mantener su trabajo, se hace evidente que las experiencias del puerperio difícilmente puedan ser generalizadas. Pero la diversidad en serio aparece cuando pensamos en los factores personales y culturales que atraviesan esta etapa. En Australia, a fines de la década de 1990, se lanzó un proyecto de estudios sobre salud durante el embarazo y el posparto que prestó especial atención a aquellas madres que no habían nacido en ese territorio y que llegaron allí por diferentes razones. Migrantes de países como Turquía, Filipinas y Vietnam fueron entrevistadas para conocer su percepción sobre el transcurso de los primeros meses de posparto. Una parte de las personas manifestó haberse sentido triste e incluso muchas sufrieron depresión. Según este estudio, las cosas se complicaban más en el posparto para aquellas mujeres que hacía menos tiempo vivían fuera de su país, que tenían dificultades para hablar inglés y que no contaban con parientes o amigos en el nuevo lugar de residencia. Esto señala que las mil y una formas del puerperio no tienen solo que ver con diferencias en los cambios físicos que pueden experimentarse y con la variedad de las regulaciones que ordenan las licencias laborales. Las sociedades tienen ideas diversas sobre lo que supone esta etapa, y las personas, con sus historias singulares, la atraviesan de diferentes maneras.
Hasta fines del siglo XX, la mayoría de los estudios que abordaban la dimensión emocional o psicológica del puerperio se habían realizado en mujeres de países occidentales. Las herramientas pensadas, por ejemplo, para evaluar la depresión posparto fueron originalmente diseñadas para mujeres de habla inglesa y con ciertas características demográficas. Hay quienes criticaron el uso de estas herramientas para realizar diagnósticos en personas alejadas culturalmente de las que les dieron origen. Incluso algunos llevaron la discusión un poco más adelante para preguntarse si la depresión y las alteraciones emocionales que asociamos al puerperio son universales o particulares de las sociedades a las que se les ha prestado más atención. La discusión está abierta. Por ahora, sabemos que lo que no es universal es la manera de vivir el puerperio, las posibilidades materiales y simbólicas de elegir cómo hacerlo, ni la protección de la salud física y mental con la que se cuenta.
En 1955, Sara Gallardo escribió la novela Enero. Allí relata los días de una adolescente, Nefer, hija de una familia trabajadora, que vive en un puesto cercano a un pueblo rural de la provincia de Buenos Aires. Nefer está embarazada, aunque no quiere estarlo. El relato transpira su tristeza y desconcierto. Y también su desesperación por un destino que se devela ineludible y escrito a la fuerza. La narradora se pregunta: “¿Qué es el día, qué es el mundo cuando todo tiembla dentro de uno?”. El temblor asusta porque en ese momento de la historia, en ese lugar de Buenos Aires, no tiene vuelta atrás.
En 2020, cuando este libro comenzó a pensarse, la interrupción voluntaria del embarazo aún era ilegal en Argentina. Estaba cerca, sin embargo, la experiencia de 2018, que, a fuerza de reclamos masivos y movilización, había logrado que un proyecto de ley a favor del aborto legal, seguro y gratuito llegara a discutirse en ambas cámaras del Congreso Nacional. Primero, fue el turno del debate y la votación en Diputados en el mes de junio. A pesar del frío intenso que hacía en Buenos Aires, las calles de alrededor del Congreso se llenaron de gente a favor y en contra del proyecto. Personas que esperaron por el resultado toda la noche, tratando de recuperar la temperatura corporal y siguiendo en los teléfonos y algunas pantallas gigantes los discursos de los diputados que hablaban a la madrugada, mientras amanecía. La sesión duró casi 24 horas. A la mañana, llegó el momento de la votación. No había nada dicho, los conteos preliminares eran muy ajustados, se sabía de algunos indecisos y lo único que estaba claro era que se iba a definir por muy pocos votos. Al final, el proyecto obtuvo 129 votos a favor y 125 en contra. En la calle, el grito explotó. Los festejos siguieron un rato largo entre quienes habían ido a apoyar la ley, fue la noticia indiscutible ese día y los que siguieron. Solo quedaba esperar la votación en el Senado.
El 1° de agosto de 2018, comenzó la sesión en la Cámara de Senadores, que definiría la suerte del proyecto. En ese mes y medio que separó ambas sesiones, las discusiones sobre el tema abundaron en diferentes ámbitos, los medios de comunicación replicaban voces que defendían el proyecto y otras que lo atacaban. El símbolo de las militantes de la campaña nacional por el derecho al aborto legal, seguro y gratuito era un pañuelo triangular de color verde brillante. Quienes se oponían a la legalización, en cambio, habían elegido el color celeste. Y ambos pañuelos se extendieron como referencia ineludible para señalar adhesión a alguno de los dos grupos. Por esos meses, en la calle se veían pañuelos verdes o celestes anudados en las muñecas y colgando de las mochilas, las carteras, los balcones, los autos. Cerca del Congreso, tanto cuando trataron el proyecto en Diputados como en Senadores, había puestos callejeros que vendían pañuelos verdes y celestes al mismo tiempo.
Ese 1° de agosto no solo hacía frío, sino que llovía en la ciudad de Buenos Aires. Sin embargo, las calles se llenaron nuevamente. Aun sabiendo que difícilmente se lograría esa noche la sanción de la ley (la mayor parte de los senadores y las senadoras había adelantado su posición en contra), la movilización no se detuvo. Tal como se esperaba, el proyecto no fue ley por una diferencia de siete votos. El 2 de agosto de 2018, la interrupción voluntaria del embarazo seguía siendo ilegal en Argentina.
Mientras este libro estaba siendo escrito, entre los últimos días de 2020 y los primeros de 2021, se aprobó la Ley de Interrupción Voluntaria del Embarazo de Argentina, que hoy lleva el número 27.610. Esta vez, la diferencia a favor del proyecto se había ampliado tanto en la Cámara de Diputados como en Senadores. La movilización, aunque existió, fue más modesta por la situación sanitaria que imponía la propagación de un nuevo coronavirus, el SARS-CoV-2. La pandemia por sí sola habría alcanzado para considerar que estábamos en un año inédito. Pero, además, el 2021 comenzaba con aborto legal, seguro y gratuito en Argentina. O, por lo menos, con una ley que lo amparaba.
Además del resultado, una diferencia importante entre lo que ocurrió en 2018 y lo que ocurrió en 2020 fue la discusión y el intercambio con cientos de especialistas y referentes las semanas previas a la votación. En 2018, ambas cámaras convocaron a decenas de expositores que dieron sus miradas a favor y en contra del proyecto. La mayoría eran profesionales de la salud y del derecho. Pero hubo representantes de las más diversas áreas, personajes famosos y no tanto. Ese desfile de personas y opiniones se acotó en 2020, al considerarse que todos los aportes del 2018 habían dejado una base suficiente sobre la que los legisladores podían fundamentar su voto.
Las participaciones de los expositores y expositoras se organizaron en torno a diferentes ejes. Dentro del mar de opiniones que sucedía cada día frente a la mirada de los legisladores, circulaban fundamentos jurídicos, evidencia epidemiológica o discusiones sobre el comienzo y el fin de la vida. Sin embargo, hubo algunas invitadas que tomaron un camino un poco diferente al de la mayoría. Decidieron contar una historia más personal, relatar un aborto en primera persona o una situación muy cercana. Algunas mostraban, a través de ese relato, un privilegio, la posibilidad de haberlo hecho en condiciones adecuadas, acompañadas por profesionales y pagando por ese servicio. Pero también hubo historias trágicas de pérdidas por haber accedido a un aborto no solo en la clandestinidad, como todas, sino también en la marginalidad.
Probablemente, cuando este libro esté publicado, los lectores y las lectoras que lo recorran conozcan la historia reciente de la Ley 27.610 y recuerden detalles de cada uno de los momentos repasados en estas páginas. Puede que también recuerden algunos de los discursos que se pronunciaron, incluso aquellos de quienes en primera persona declaraban haber abortado.
La estrategia resonante de contar la experiencia en primera persona fue una de las protagonistas en la defensa del aborto legal, seguro y gratuito. Resultó una manera de visibilizar que no se trataba de un puñado de casos aislados. El gesto desafiaba el estigma que pesaba sobre el aborto y mostraba que era una práctica que efectivamente sucedía, aun en la ilegalidad. Este tipo de declaración personal —en la que la experiencia singular se constituía el centro del discurso— era la excusa para asomarse a las vidas de otras personas, algo que suele despertar curiosidad y, por eso, acaparar la atención. Esto mismo lo sabía el grupo de francesas que, en 1971, publicó en una de las revistas de mayor tirada del país una carta con forma de manifiesto. El grupo estaba constituido por 343 mujeres y, según dicen, el texto que firmaban había sido redactado por Simone de Beauvoir, escritora, filósofa, feminista y muchas otras cosas más. Ella también lo firmaba, claro.
El texto comienza con un párrafo en el que se sintetiza la idea principal. Dice: “En Francia cada año un millón de mujeres aborta en peligrosas condiciones, a causa de la clandestinidad a la cual se ven condenadas. Esta operación, efectuada en medio hospitalario, no presenta mayores riesgos. El destino de estos millones de mujeres es silenciado. Declaro formar parte de ellas. Declaro haber abortado”.
La intención de evidenciar la recurrencia de la práctica, su carácter extendido más que excepcional, está plasmada también en esas líneas. Pero en ese momento, el manifiesto fue leído también como una desafiante acción de desobediencia civil. De algún modo, esas mujeres —muchas de ellas referentes, conocidas en sus ámbitos— se estaban autoincriminando en un hecho ilegal. Decir “yo aborté” era, en ese momento, decir “yo cometí un delito”, e implicaba someterse a las críticas de una parte de la sociedad y de la opinión pública que, de hecho, no tardó en atacar a las 343 en conjunto (y a algunas en particular). Las firmantes que declaraban haber abortado estaban declarando en su contra, la fuerza de la estrategia se basaba en esa audacia.
Mientras sucedían los debates en Argentina, en 2018 y 2020, ¿alguien pensó que una mujer podía ser denunciada al decir “yo aborté”? ¿Alguien tuvo miedo de que eso ocurriera? Es posible que sí, aunque esos testimonios probablemente no fueron pensados como manifiestos de desobediencia. ¿Por qué en Francia tres décadas antes existía ese temor? Allí y acá, las historias individuales, además de servir como argumentos en favor de una causa, fueron usadas para aleccionar. Sin embargo, en Francia, años antes, había ocurrido un caso que marcó con una contundencia abrumadora los límites de lo que los Estados son capaces de hacer para intervenir sobre la vida de los ciudadanos, en este caso, para nada casualmente, de las mujeres.
Marie-Louise Giraud nació en los primeros años del siglo XX, en Francia, y a los 39 años fue la última mujer en ser guillotinada en la historia de ese país. Su crimen fue haberles practicado abortos a otras mujeres en la ciudad francesa de Cherburgo, donde vivía junto a sus dos hijos. No era médica, era lavandera, pero para el caso eso hacía poca diferencia: el motivo de su condena a muerte no guardaba relación con el ejercicio ilegal de las prácticas médicas, sino con la “inmoralidad” de sus acciones, tal como figura en los documentos que sustentan la decisión de la ejecución.
Marie-Louise estaba casada con un marinero que pasaba gran parte del tiempo fuera de la casa y que no proveía un sustento económico suficiente para criar a los dos hijos de la pareja. Marie-Louise era pobre, una mujer más de la clase trabajadora francesa que lograba sobrevivir con sus ingresos informales. Los relatos, más o menos fragmentados, cuentan que en un momento ayudó a una mujer conocida a practicarse un aborto. Dónde y cómo aprendió ese procedimiento es difícil saberlo. Pero las mujeres no comenzaron a abortar cuando apareció Marie-Louise Giraud en el mundo, y el conocimiento, sabemos, se transfiere, pasa de generación en generación. En especial este, un conocimiento práctico y crítico para la vida de las mujeres.
A partir de ahí, las cosas cambiaron para Marie-Louise. Primero hizo algunos abortos como favor, pero luego se encontró con la demanda recurrente de muchas mujeres que empezaron a acudir a ella para interrumpir su embarazo. Entonces, el favor se convirtió en un servicio por el que cobraba. El dinero ayudaba, claro, aunque quienes llegaban a su casa para detener el embarazo en general no eran parte de la aristocracia francesa.
Entre los carteles que se repetían en las movilizaciones recientes por la legalización del aborto en Argentina se veía la frase “sobrevivir al aborto es un privilegio de clase”.
En Francia, hacia la década de 1930 había escalado una preocupación que tenía en vilo a muchos gobernantes. La tasa de natalidad venía en declive desde hacía mucho tiempo y era más baja que en otros países europeos cercanos como Alemania. El temor por quedarse sin franceses no era una novedad, de hecho, muchos años antes Napoleón había castigado el aborto y la anticoncepción con el mismo objetivo: hacer crecer la población de Francia. En 1890 se había creado la Alianza Francesa contra la Despoblación, que reivindicaba el rol patriótico de la institución familiar y alentaba a las personas a dejar descendencia, tantos hijos e hijas como la nación necesitase y Dios dispusiera. La Alianza distribuía un folleto que llevaba el título “La masacre de los inocentes”, en el que consignaba que “asesinar a un niño prenatal es robarle sesenta años”.
En los debates en el Congreso argentino resonaba entre los pañuelos celestes la expresión “niño por nacer”.
Entre 1930 y 1940 se acentuó aún más la preocupación por multiplicar los nacimientos en Francia. Había una lucha declarada contra la ideas de Thomas Malthus, un pensador británico que, en el siglo XVIII, escribió una obra clásica (Ensayo sobre el principio de la población) en la que advertía sobre la tensión entre el crecimiento de las poblaciones humanas y los recursos que se necesitan para sobrevivir. En las ideas de Malthus es posible leer cierto pesimismo respecto a las posibilidades de albergar una cantidad creciente de personas con demandas materiales muy concretas como comer y tener un espacio en el que vivir. Está claro que esa perspectiva chocaba de lleno con la propuesta de tener cuantos hijos fueran posibles para poblar Francia en particular y el mundo en general. Ambas miradas llegaban a diagnósticos muy opuestos: la primera entendía que el hambre y la miseria resultaban, al menos en parte, de la desproporción entre población y recursos, mientras que para la segunda, el problema era la despoblación.
En esa atmósfera ya instalada de obsesión por la natalidad, estalló sobre Europa la Segunda Guerra Mundial, y sobre Francia, la ocupación alemana, mejor dicho, de los países que conformaron el Eje. El mismo conflicto bélico que pocos años después empujó a buena parte de la población holandesa al hambre extrema comenzaba a expandirse por Europa con violencia, anticipando lo que vendría. Un personaje muy importante de la etapa de la ocupación alemana en Francia fue el mariscal Philippe Pétain, quien asumió como jefe de Estado francés y tomó decisiones que afectaron notablemente la vida de los franceses y francesas mientras duró la guerra. Entre otras cosas, Philippe Pétain dispuso la deportación de muchos ciudadanos franceses judíos, a quienes su régimen persiguió sistemáticamente.
En 1942, por decisión del mismo Pétain, se estableció la Ley 300, que preveía las penas para quien practicara un aborto. Allí, se consideraba al aborto un crimen contra la patria, en línea con la lucha por el aumento de la natalidad como cruzada nacional. La ley proponía el castigo para cualquier persona sobre la que existiera la presunción de ese crimen, es decir que podía haber castigo incluso sin demostración de culpabilidad. Pero el atropello a las garantías individuales no terminaba ahí: la persona que fuera considerada presunta autora de ese crimen podía ser privada de su libertad o procesada por un tribunal especial que habían creado Pétain y compañía para dictar sanciones “extraordinarias”. En ese marco, fue juzgada y condenada Marie-Louise Giraud.
¿Tenía noción Giraud de la Ley 300 y la obsesión de Pétain contra el control de la natalidad? ¿Se arriesgaba a sabiendas o nunca vislumbró la posibilidad de terminar presa y muerta en manos del Estado? El crimen por el que se la acusó fue realizar 27 abortos. Es posible que haya practicado más que ese número, imposible saber con exactitud. Según cuentan algunos relatos, el marido de Giraud estuvo entre quienes la denunciaron o, por lo menos, colaboraron en su detención. No la ayudó su cercanía con las prostitutas de Cherburgo, a quienes les subalquilaba habitaciones en su casa para sumar algunos ingresos, ni ser pobre. Tampoco pudieron defenderla quienes habían llegado a golpear su puerta buscando ayuda.
Luego de que el tribunal propusiera la pena de muerte para Marie-Louise Giraud, el único capaz de revocar la decisión era el mismísimo Philippe Pétain, pero, por supuesto, decidió matarla. Curiosamente, cuando la guerra terminó, Pétain fue juzgado y condenado por haber colaborado con el nazismo durante el período en el que fue jefe de Estado. La pena que dispusieron para él fue, igual que para Giraud, la muerte. Pero la diferencia fue que en el caso de Pétain, la pena no se aplicó. Se consideró, en cambio, que por su avanzada edad debía ser sometido a cadena perpetua. Demasiado viejo, demasiada poca vida por delante.
El verano de 1943, Marie-Louise Giraud se convirtió en una muestra aleccionadora de la capacidad punitiva del Estado. Su muerte fue exhibida como símbolo de la doctrina natalista, de la defensa de la patria, de la familia y también de la vida.
“Asesina”, le gritaron a más de una piba acá, hace poco, por llevar un pañuelo verde en la mochila.
El manifiesto de las 343 mujeres francesas a favor del aborto introducía un cuestionamiento claro sobre la vida y la muerte: ¿la vida de quién se intenta respaldar bajo la bandera de la moralidad? Dicen: “Este escándalo se perpetúa en permanencia. Todos los años hay 1.500.000 mujeres hundidas en la desesperación y la vergüenza. Entre ellas, hay 5000 que mueren. Sin embargo, el orden moral de nuestra sociedad no se ve perturbado en absoluto”. Marie-Louise Giraud fue solo una de las mujeres que acompañaron a otras mujeres para resolver su historia mínima. Aun poniéndose y poniéndolas en peligro.
En 1975 se promulgó en Francia la Ley Veil, que lleva su nombre en honor a Simone Veil, quien era en ese momento ministra de Salud e impulsó no solo esta ley de despenalización del aborto, sino unas cuantas medidas orientadas a poner métodos anticonceptivos seguros y, sobre todo, información al alcance de la mano de muchas francesas. Simone era judía. Su apellido era Jacob, el Veil lo adoptó luego de su casamiento. Durante la ocupación nazi en Francia, ella era una adolescente. El régimen, que contaba con el mariscal Philippe Pétain como líder, tuvo en su larga lista de víctimas a la familia Jacob. En 1944, fueron detenidos todos: madre, padre, Simone, su hermano y sus hermanas. Poco tiempo después, los deportaron a distintos campos de concentración fuera de Francia, a Simone Jacob le tocó Auschwitz. Ella y sus dos hermanas fueron las únicas que sobrevivieron, la otra mitad de la familia no consiguió volver a Francia. Al terminar la guerra, ya de vuelta en su país, Simone estudió Derecho y comenzó una carrera exitosa en la política. Más allá de todos los cargos que ocupó, es recordada siempre por la Ley Veil, que, al descriminalizar el aborto, conquistaba la protección de las mujeres a quienes habían perseguido los mismos que la habían perseguido a ella y su familia.
En Argentina el derecho a la interrupción voluntaria del embarazo se conquistó 45 años después que en las tierras de Marie-Louise Giraud.
En 2020 se logró algo más que la despenalización: el aborto se legalizó y es una práctica médica que puede realizarse en centros de salud, siempre que la gestación no exceda las catorce semanas. Antes de ese año, muchas mujeres pasaron por la justicia —incluso por la cárcel— por haber abortado. Una de las historias más recordadas fue la de Belén, una mujer joven que, una madrugada de 2014, llegó a un hospital de Tucumán por dolores abdominales muy intensos y otros síntomas. Allí, el personal le comunicó que estaba embarazada. Ella no lo sabía, pero los síntomas que la llevaron al hospital indicaban que la gestación no solo existía, sino que estaba amenazada: Belén estaba atravesando un aborto espontáneo.
Todo se desencadenó esa misma madrugada. Según los denunciantes, encontraron en el baño del hospital un feto sin vida y de inmediato apuntaron a Belén. Nunca pudo demostrarse un delito, pero eso no impidió que Belén estuviera más de dos años en la cárcel, hasta que fue absuelta en 2017. Lo que sí pudo demostrarse fueron las irregularidades que había tenido la investigación. Su caso fue por años una bandera, tanto para las militantes por los derechos de las mujeres y por el aborto legal, como para sus opositores, que encontraron en Belén una excusa para denunciar un infanticidio, incluso para juzgarla como madre. La injusticia flagrante también funcionó como amedrentamiento para el resto de las mujeres y personas con capacidad de gestar en Argentina. Otra historia no tan mínima.
Mientras este libro estaba siendo escrito, el aborto legal, seguro y gratuito se convirtió en una realidad en Argentina. No fue una ley pionera, ya muchos países —como Uruguay y Cuba— contaban con legislaciones similares, incluso más amplias, para atender estos casos. Pero en la mayor parte de Latinoamérica, la interrupción del embarazo por voluntad de la persona gestante está penada. En varios de esos países hay algunas circunstancias excepcionales que, previa evaluación y aprobación, habilitan la interrupción del embarazo sin consecuencias legales. Esto es lo que ocurre, por ejemplo, en Brasil y Colombia. Allí, se consideran casos en los que se demuestra un peligro grave para la salud de la persona gestante o en los que se comprueba que el embarazo es producto de una violación, entre otras pocas circunstancias. Pero aun así, como ocurría antes en Argentina, el acceso al aborto no siempre se completa por más que se haya demostrado alguna de esas circunstancias, sino que depende de la suerte de encontrar profesionales de la salud y la justicia que acompañen.
En ciertos lugares de Latinoamérica, como El Salvador y Nicaragua, el aborto no está permitido bajo ninguna circunstancia. Ninguna.
Es posible que en un futuro no muy lejano, en Latinoamérica, algún otro Estado considere detener, por lo menos un poco, su intromisión sobre la vida y la salud reproductiva de las personas con capacidad de gestar. Cuando eso ocurra, seguramente será el resultado de reclamos y luchas sociales, como en la experiencia argentina, pues no parece haber otro modo de lograrlo. ¿Cuáles serán sus banderas, cuáles serán sus símbolos? Probablemente, habrá consignas compartidas, como entre las 343 mujeres francesas y los carteles que inundaron las calles de muchos lugares de nuestro país en 2018. En Brasil, cuando la esclavitud todavía era legal, comenzó a gestarse un movimiento que buscaba su abolición. Para identificarse y que las personas en situación de esclavitud pudieran encontrar aliados, los abolicionistas llevaban en su ropa una camelia. Esta flor fue un código, pero también un símbolo para aquellas personas que buscaban demarcar su posición. Tarde o temprano, esta región del mundo verá nuevos símbolos —nuevas camelias y pañuelos verdes— que reclamen por la ampliación de derechos y libertades para las personas.
Entre los invitados a exponer sus posiciones frente a los legisladores argentinos en 2018 estuvo Alberto Kornblihtt. Fue uno de los pocos que tuvo oportunidad de presentarse tanto en Diputados como en Senadores. Su última alocución, la más extensa, comenzó con un saludo genérico: “Buenas noches”. En efecto, recién había terminado la tarde de aquel día y empezaba, apenas, la noche. La reunión se había iniciado mucho antes, las discusiones también, y todavía había algo del murmullo encendido más temprano en la sala. Al saludo, siguió una presentación breve de sus credenciales: biólogo, investigador y profesor. Los argumentos de Kornblihtt serían a favor de la interrupción voluntaria del embarazo, tal como prevenían los carteles que en la pantalla de la transmisión iban ordenando a los expositores según correspondiera, “a favor” o “en contra”.
A poco de comenzar, Kornblihtt fue, sin vacilaciones, a la cuestión de la vida. Era una apuesta fuerte porque gran parte de las ideas que se habían expuesto giraban, y muchas veces se enredaban, alrededor de la vida. De hecho, el eslogan del sector que se oponía al aborto era “Salvemos las dos vidas”, en referencia a la de la persona gestante y la del embrión o feto, al que, como se dijo antes, llamaban niño por nacer. En ese contexto, zambullirse directamente a definir la vida era una decisión, además de fuerte, arriesgada. Las discusiones que se valían del concepto de vida iban muchas veces por caminos totalmente divergentes: la misma palabra se usaba para fundamentar posiciones de una u otra religión, para enmarcar qué es un delito y qué no en términos jurídicos, o para discutir la decisión médica de qué proteger o priorizar. En esos discursos resultaba difícil encontrar partes de las que agarrarse para pensar posibles conexiones o diálogos, simplemente porque muchas veces hablaban de cosas diferentes.
La definición de vida que llevó Kornblihtt es aquella que pone en el centro a las propiedades de reproducción y el metabolismo, es decir, una definición aceptada en la biología que, en sentido estricto, aplica a las células. Las células que forman un organismo pueden, bajo esta mirada, considerarse vivas si es que tienen esas propiedades. Pero no todas las células vivas forman un organismo y mucho menos un ser humano. Un espermatozoide, como célula, puede estar vivo, pero nadie pensaría que matarlo es un crimen. O tal vez sí.
En muchos de los discursos en contra del proyecto de ley, los argumentos sostenían que la concepción, es decir la unión de un ovocito con un espermatozoide, marcaba el inicio de la vida. Un cigoto, formado luego de esa fecundación, puede dividirse y formar un conjunto mayor de células. También intercambia energía con el ambiente, o sea que hay allí reacciones metabólicas. En definitiva, como célula, un cigoto puede considerarse vivo. De ahí para adelante, interrumpir un embarazo sería interrumpir una vida. Pero en ese punto, los caminos volvían a separarse casi de manera irresoluble: había acuerdo en que las células de un embrión o feto estaban vivas, pero sin embargo, mientras que para algunos ese argumento era suficiente para oponerse al aborto, para otros no alcanzaba. Del lado de estos últimos, Kornblihtt propuso salir de ese atolladero pensando que el problema, más que por la definición del inicio de la vida, podía ser abordado en términos del estatus de un embrión o feto frente al de una persona, es decir, un ser humano. La diferencia principal, sostenía, es que la concepción no alcanza para formar un humano.
Durante los días previos a las sesiones en las que se discutió el proyecto de ley de interrupción voluntaria del embarazo en Argentina, hubo quienes desafiaron al sector de los pañuelos celestes a reconocer la fotografía de un embrión humano frente a los de otros mamíferos. Si había allí una persona o un bebé, ¿en qué rasgos eran capaces de reconocerlo? El argumento traía implícita la anécdota ya contada de cuando hace doscientos años, luego de perder el rótulo de unos frascos que contenían embriones, Karl Ernst von Baer no consiguió distinguir a qué especie pertenecía cada uno. El mensaje en los frascos de Von Baer era que al principio, temprano en el desarrollo, un embrión de nuestra especie se parece mucho al de otros animales, incluso al de animales que poco tiempo después, y aún más luego de nacer, no confundiríamos jamás con un humano.
Desde la fecundación se suceden cambios, algunos enormes, otros imperceptibles, muchas transformaciones que ocurren a medida que pasa el tiempo. Tal como era imposible para Von Baer decir si en los frascos había un pez o un gato, en el caso de los humanos, luego de la fecundación no hay una persona, sino un embrión. ¿Se refería a esto Kornblihtt al decir que la concepción no alcanza? Es posible que en parte. Pero, principalmente, se refería a que un embrión o un feto se desarrolla en constante interacción con las señales que provienen de la persona que lo está gestando y del medio más amplio. Sin esas señales, no hay embrión ni feto viable. Sin esas señales tampoco habría bebé, ni adolescente, ni podría existir una persona adulta. Ni mañana, ni tarde ni noche.
El mensaje era contundente y, para muchos, incómodo. Pero contenía una idea potente, probablemente la más potente de las ideas sobre la vida: que las experiencias hacen que seamos quienes somos.
En principio, la interacción con el ambiente prenatal y sus mensajes permiten que un embrión o un feto se desarrolle siguiendo cierto camino. Sobre esto no solo nos han enseñado las investigaciones biomédicas, sino la historia, que con sus idas y venidas, sus guerras y sus tiempos mejores, puso de manifiesto la importancia que pueden tener los estímulos a los que somos expuestos antes de nacer.
Así como no alcanza con la fecundación para formar un ser humano, tampoco nos define algo singular, un hecho o un estímulo único. Lo que nos hace ser quienes somos no es solo la forma de nacer, de alimentarnos los primeros meses o de aprender a caminar, sino la constelación de señales y estímulos en los que vivimos, sin los que no hay personas. Nuestra diversidad se debe, en gran parte, a la amplitud de las experiencias de desarrollo, a la variedad de los caminos. Pero ser humanos supone además que, sobre esas trayectorias, es posible decidir algunas cuestiones y disputar maneras de transitarlas.
Por quienes se atrevieron a dar esas disputas tenemos, hoy en Argentina, aborto legal, seguro y gratuito.
Y hay temblores a los que es posible torcerles el destino.