El primer escrito sobre uso medicinal del cannabis proviene de Oriente. Aproximadamente mil setecientos años antes del año 1, el emperador de China Shen Nung probó más de trescientos yuyos y, antes de morir por sobredosis de uno de ellos, escribió un libro de hierbas medicinales que fundó las bases de la medicina china. Entre la lista de plantas que sugería debían estar en el botiquín se encontraban el té, la ephedra (de donde se obtiene la efedrina) y el cannabis. Al parecer, después de esta buena prensa, el cannabis se empezó a cultivar en China no sólo para uso recreacional y medicinal, sino también para utilizar sus semillas como alimentos y su fibra para papel, ropa y cuerdas.
El cultivo del cannabis cruzó la frontera y se expandió a varios países, entre ellos India. Fue ahí donde, a mediados del siglo XIX, un médico inglés se interesó por los efectos de la planta, por su capacidad para calmar el dolor, prevenir el vómito e inducir el hambre. Don William Brooke O’Shaughnessy publicó estas propiedades en un artículo científico y así el uso medicinal del cannabis revolucionó Occidente, tanto que llegó a prescribirle marihuana a la reina Victoria para sus dolores menstruales (sí, esto es real). El cannabis estaba en todos lados y las farmacias lo vendían libremente en aquel entonces, al igual que la cocaína y la morfina.
Con el paso del tiempo y la confluencia de varios factores sociales, políticos y culturales, el cannabis perdió su popularidad y, en 1961, durante la Convención de las Naciones Unidas sobre Estupefacientes, se lo categorizó como una sustancia con gran potencial tóxico y adictivo y sin uso médico demostrado ¬aunque ya pueden sospechar que esto fue un poquito exagerado¬. Esta categoría se conoce como “Schedule 1” y cualquier sustancia que caiga bajo tal sombra estará atada a los niveles de control más estrictos por toda la eternidad. El problema del Schedule 1 es que la restricción del acceso a la sustancia incluye a los investigadores y, al igual que con el LSD y la psilocibina, durante los años siguientes a su prohibición, la exploración científica del cannabis se vio limitada. Por lo tanto, todos los beneficios atribuidos anteriormente no podían ser chequeados por las pujantes ciencias biomédicas.
Sin embargo, se hicieron algunas investigaciones que llevaron lento pero seguro a un incremento sostenido de la evidencia sobre la efectividad clínica del cannabis para ciertas condiciones, particularmente algunas bastante difíciles de tratar. El resto fue efecto dominó y siguió la lógica de “si el cannabis tiene potencial medicinal, entonces pongámoslo en Schedule 2, una categoría en la que se lo puede investigar y utilizar medicinalmente en las condiciones en las que se haya evidenciado que funciona”. La presión social, científica y política para que se modificara el nivel de regulación de la marihuana produjo que muchos países legalizaran el uso terapéutico del cannabis, como por ejemplo Chile, Colombia, Canadá, Croacia, República Checa, Alemania, Uruguay, Puerto Rico, Italia, Holanda, Israel, Polonia y hasta veintitrés estados del rey de la guerra contra el narcotráfico, Estados Unidos.
Por supuesto, todos estos cambios pusieron sobre la mesa debates acalorados sobre los posibles efectos –tanto negativos como positivos– que podría tener la legalización del cannabis medicinal en la sociedad, como por ejemplo una reducción de la visión negativa sobre la marihuana y, por lo tanto, un aumento de su consumo, particularmente en adolescentes.
Pero antes de adentrarnos en estos detalles, vayamos al “cuore” de la cuestión: ¿es cierto que la marihuana es medicinal? ¿Hay evidencias concretas de que la marihuana tenga algún efecto curativo o es un discurso vacío? ¿Vale la pena todo este debate o estamos perdiendo el tiempo? Mucho se habla en los medios, en el Congreso y en la calle, pero pocas veces nos encontramos con argumentos racionales, particular e irónicamente en los movimientos que promueven su uso, por lo que es comprensible que haya confusión tanto en el público general como en los ámbitos donde se toman las decisiones políticas.
Cannabis al botiquín
A diferencia de cualquier medicamento convencional que podemos encontrar en las farmacias, la marihuana (la planta) tiene una combinación de más de cuatrocientos químicos, lo que de entrada nos indica que existe una complejidad enorme de sustancias que pueden interactuar de una u otra manera con el organismo y entre ellas mismas, modificando sus efectos. Dentro de estos hay un grupo llamado “cannabinoides” (unos ciento cuatro), entre los que se encuentra el delta-9-tetrahidrocannabinol, más conocido como “THC”, y otros que no son psicoactivos pero que resultan interesantes por poseer propiedades medicinales, como el cannabidiol (CBD), el cannabicromeno (CBC), el cannabidivarino (CBDV), el cannabigerol (CBG) y el cannabinol (CBN). Acá tenemos que hacer un parate y aclarar que, debido a que los cannabinoides son las sustancias farmacológicamente activas que tienen un potencial curativo, es preferible y más correcto hablar de “cannabis medicinal” y no de “marihuana medicinal”. Esta definición hace referencia al uso de los cannabinoides como terapia médica para tratar una enfermedad o aliviar los síntomas mediante su ingesta por vía oral, sublingual, fumada, inhalada o mezclada con comida, ya sea en su forma natural (planta) o sintética.
Debido a la complejidad química que tienen las plantas, lo primero que deben hacer los científicos para investigar sus posibles propiedades medicinales es intentar obtener la sustancia de interés de la forma más pura posible para, posteriormente, dar inicio a los experimentos que apoyaran o descartaran su potencial medicinal. Si el resultado es positivo, quiere decir que ese compuesto químico en cuestión y ningún otro más (y mucho menos la planta entera), tiene potencial medicinal. Pretender capitalizar y administrar de forma segura y precisa las propiedades antiepilépticas del cannabinol fumando marihuana es tan absurdo como asumir que basta recetar la masticación de la corteza de algún sauce para prevenir el infarto de corazón (aun cuando el principio activo de la aspirina puede obtenerse de ahí). Esto no necesariamente quiere decir que no haya usos que impliquen el consumo seguro de marihuana en forma vegetal, sino que, cuando se receta de ese modo, se lo hace con gran conocimiento de los perfiles de expresión química de una variedad en particular y se ha ensayado su uso completo. De nuevo, diferentes patologías se abordan con diferentes sustancias o mezclas de sustancias, diferentes vías de administración y diferentes dosis. Cada una de esas condiciones debe ser evaluada, sin asumir que podemos simplemente extrapolar que un uso o estrategia de administración es aplicable a cualquier tipo de dolencia.
A pesar de lo dicho, algunos estudios sugieren que la clave del potencial medicinal del cannabis son las distintas combinaciones de cannabinoides y terpenos y no los cannabinoides naturales o sintéticos aislados. (Russo, 2011)
Si bien no se considera a los cannabinoides como medicamentos para utilizar de manera aislada ni como primera opción terapéutica, hay evidencias que indican que estos compuestos tienen propiedades medicinales extremadamente útiles para el tratamiento de varias patologías (Whiting y otros, 2015; The Academies, 2017):
• El Nabiximol (un spray bucal con igual contenido de THC y CBD) ha demostrado ser efectivo para reducir la espasticidad y el dolor asociados a los espasmos en pacientes con esclerosis múltiple resistente al tratamiento.
• El uso de cannabinoides para aliviar el dolor crónico ha exhibido muy buenos resultados cuando se lo asocia a otros medicamentos, siendo la marihuana fumada la forma más eficaz (y si es vaporizada se pueden obtener los mismos beneficios pero sin los riesgos de la combustión). Esto es importante porque permite reducir el uso de fármacos analgésicos que presenten reacciones adversas poco deseables, como adicción o sobredosis en el caso de los opioides.
• Para el tratamiento de las náuseas y los vómitos derivados de la quimioterapia, la utilización de cannabinoides –tanto fumados como ingeridos en forma de cápsulas– es una de las primeras aplicaciones medicinales estudiadas rigurosamente.
• Algunos estudios han demostrado que fumar marihuana aumenta el apetito, causa ganancia de peso, mejora el estado de ánimo y la calidad de vida en pacientes con VIH/SIDA. El aumento del apetito también se puede lograr mediante la ingesta de dronabinol por vía oral.
• Existe evidencia que demuestra cierta efectividad de los cannabinoides (como el Nabiximol) en el mejoramiento del sueño en pacientes con trastorno del sueño asociado a la fibromialgia, el dolor crónico y la esclerosis múltiple.
Además de los usos mencionados, existe una gran diversidad de patologías en las que los cannabinoides tienen un potencial medicinal que debemos explorar en profundidad. Por ejemplo, los pacientes con epilepsia refractaria, al ser tratados con CBD puro o su asociación con THC, mostraron una reducción de la frecuencia de sus convulsiones. También existen indicios de mejora de los síntomas en pacientes con Alzheimer y Parkinson (con reducciones interesantes en los temblores) cuando consumen cannabis. Sin embargo, la escasez de estudios no permite emitir conclusiones certeras sobre tal efectividad y aún falta evidencia para realmente decir que “recontra funcionan” o que son más efectivos que los medicamentos utilizados convencionalmente.
Es importante destacar esto para no caer en falsas ilusiones y convertir la ciencia del cannabis en una disciplina plagada de sesgos e intereses que pongan en riesgo la vida de los pacientes. Si bien la obtención del aceite de cannabis requiere de una serie de pasos muy sencillos que
No, la marihuana no cura el cáncer. Que se use para tratar algunos síntomas de esta enfermedad o que un experimento en una cápsula de petri dé como resultado que un cannabinoide frene el crecimiento de un tumor no significa que lo cure. Sí quiere decir que existe una ventana de oportunidad y que hay que seguir tirando de ese piolín.
nos pueden conducir a la aceptación de preparados “naturales” o “artesanales”, debemos entender que este escenario no es del todo deseable. La elaboración de medicamentos sin control (algo que no garantiza, por ejemplo, las dosis adecuadas) es parte de la historia oscura de la medicina y del origen de las agencias regulatorias como consecuencia de muertes o discapacidades sufridas por mucha gente. Obviamente, no aplica a los casos en los que los beneficios se obtienen fumando la marihuana, aunque esta forma de administración también requiere conocer la variedad de planta que se está consumiendo y la dosis del psicoactivo que se puede obtener de una pitada.
No cabe duda de que se necesitan más investigaciones para darles solidez a los hallazgos y para explorar los nuevos caminos terapéuticos, así como un sistema que permita que los usuarios accedan al cannabis medicinal de una forma segura. Pero este es un escenario difícil dentro del actual marco jurídico nacional e internacional.
Recalculando
Como mencionamos antes, una gran preocupación detrás de la legalización del cannabis medicinal es que podría aumentar el consumo de marihuana, particularmente en los adolescentes. Existen dos mecanismos claros por los cuales esto podría ocurrir (Sznitman y Zolotov, 2015): (1) por una reducción de la percepción del daño a la salud (“La marihuana es medicina, hermano” o “Es sólo una planta, súper natural”), y (2) por un aumento de la disponibilidad de marihuana debido a la promoción comercial del cannabis medicinal o por el desvío de productos cannábicos hacia el mercado ilegal, llamado comúnmente “mercado gris” (alguien que tiene licencia para comprar “comparte” su marihuana con otros). Sin embargo, bajo este tren de pensamiento también es válido argumentar que la legalización del cannabis medicinal para personas con patologías complejas podría reducir la percepción de la marihuana como una droga recreacional.
En lugar de usar el tan sobrevalorado y definitivamente anticientífico “sentido común”, los encargados de legislar estos temas deberían escuchar a los expertos e interesarse por los estudios que han intentado responder estas preguntas. También hace falta comprender que más necesario aún es que se interesen por investigaciones de la mejor calidad posible y no sólo por las que están alineadas a sus preconceptos. En este sentido, lo correcto sería evaluar si hubo alguna modificación en el uso y la percepción del riesgo a la salud antes y después de la legalización, y no sólo después, porque así no tendríamos chances de hacer una comparación razonable. La evidencia, nuevamente, muestra algunos matices que es necesario aclarar. Una reciente investigación que estudió el impacto de la legalización del cannabis para uso recreacional en la población adolescente de los estados de Washington y Colorado (Estados Unidos) mostró un leve incremento de tan solo 4% en la prevalencia de consumo en la franja etaria de 14 a 16 años con respecto a la etapa previa a la legalización (Cerdá y otros, 2017). Otros estudios que analizaron los efectos de la legalización del uso medicinal del cannabis indican que no ocurrió un aumento del consumo en la población general ni en los adolescentes, y tampoco disminuyó la percepción del riesgo a la salud de la marihuana (Lynne-Landsman y otros, 2013; Hasin y otros, 2015). Para ponerle un poquito más de condimento al asunto, algunos muy buenos estudios encontraron que, como impacto colateral, disminuyó el uso de marihuana proveniente del mercado negro –es decir, marihuana asociada a todas las cuestiones turbias del narcotráfico– (Choo y otros, 2014). Además, si bien algunos estudios indican que en las regiones donde se legalizó el cannabis medicinal el consumo de marihuana es más elevado que en aquellos donde se mantuvo ilegal, este patrón ya existía antes de la modificación de la ley, por lo que este fenómeno no es un problema derivado de la legislación en sí, sino de la cultura local y, como tal, debe ser abordado y resuelto a través de la educación y las políticas públicas de salud (Sznitman y Zolotov, 2015).
Todos estos resultados, lejos de ser concluyentes, indican que hoy más que nunca resulta necesario continuar con las investigaciones para conocer en profundidad y detalle los impactos sociales de estas leyes sobre el consumo en la población (sobre todo en los adolescentes).
El camino es largo y complejo, pero eso no debería ser excusa para no dar el primer paso y sacar la marihuana de su actual categoría completamente alejada de la evidencia. Debería ser colocada en una posición que permita que los enfermos que la necesitan puedan usarla sin recurrir al mercado negro o a preparados artesanales de calidad dudosa, que los investigadores tengan vía libre para abrir la cancha a nuevas líneas terapéuticas y, por qué no, que podamos entender mejor el funcionamiento del órgano que nos permite elaborar políticas públicas: el cerebro.*
Referencias
Bibliográficas
Cerdá, M. y otros (2017). “Association of State Recreational Marijuana Laws with Adolescent Marijuana Use”. JAMA Pediatr, 171(2):142-149.
Choo, E. K. y otros (2014). “The Impact of State Medical Marijuana Legislation on Adolescent Marijuana Use”. J Adolesc Health, 55(2): 160-166.
Hasin, D. S. y otros (2015). “Medical Marijuana Laws and Adolescent Marijuana Use in the USA from 1991 to 2014: Results from Annual, Repeated Cross-sectional Surveys”. Lancet Psychiatry, 2(7): 601-608.
Lynne-Landsman, S. D. y otros (2013). “Effects of State Medical Marijuana Laws on Adolescent Marijuana Use”. Am J Public Health, 103(8): 1500-1506.
National Academies of Sciences, Engineering, and Medicine (The Academies) (2017). The Health Effect of Cannabis and Cannabinoids: The Current State of Evidence and Recommendations for Research. Washington DC: The National Academies Press.
Russo, E. B. (2011). “Taming THC: Potential Cannabis Synergy and Phytocannabinoid-terpenoid Entourage Effects”. Br J Pharmacol, 163(7): 1344-1364.
Sznitman, S. R. y Zolotov, Y. (2015). “Cannabis for Therapeutic Purposes and Public Health and Safety: A Systematic and Critical Review”. Int J Drug Policy, 26(1): 20-29.
Whiting, P. F. y otros (2015). “Cannabinoids for Medical Use: A Systematic Review and Meta-analysis”. JAMA, 313(24): 2456-2473.