Un yaguareté azul y rosado

45min

Preparamos la casa. Miru trajo de su cuarto dos lámparas que reflejaban un efecto prisma en la pared y tardó unos minutos en direccionarlas como ella quería. Pusimos mantas y almohadones en el piso. Cuartito scrolleaba en YouTube buscando el disco que nos iba a acompañar durante todo el viaje: Music for the Marble Palace, de Brian Eno. Antes de que empezara a sonar la música, el silencio solo se rompía con algún chiste nervioso. Estábamos en nuestra casa, entre amigos, teníamos ganas de hacer lo que íbamos a hacer, pero sería ridículo negar que la escena se respiraba con un poco de miedo. Uno no prueba drogas nuevas todos los días y, cuando lo hace, no le da tanto lugar a reflexionar sobre lo que está a punto de tomar. Por lo general no hay tiempo, porque si no te la tomás vos, se la toma otro. O al menos así habían sido mis primeras veces. 

Mi primer porro, por ejemplo, fue a la vuelta de un bar de skinheads del que nos echaron a patadas por ser unos niños punks con esvásticas tachadas en nuestras camperas. Yo tenía catorce y los chicos, dieciséis. Estábamos sentados en los caños blancos y rojos de un paso a nivel, todavía muertos de miedo, cuando Juancha, a quien acababa de conocer, sacó un faso bien finito y nos ofreció fumar para relajarnos. Cuartito, que había sido el nexo de esa reunión, dijo que sí al toque y entonces yo, que ya había olido los porros de mis hermanas pero que nunca había pensado ni en fumarme un pucho, asentí con la cabeza. En ningún momento consideré una opción posible decir que no. Ya nos habían echado del bar, rechazar este desafío hubiera significado otro fracaso demasiado pronto. Porque así se viven estas cosas en la adolescencia. Coger, ponerse en pedo, fumarse un porro, ratearse son pruebas de valentía, no búsquedas de placer. Mi primera pepa me la ofrecieron a las cuatro de la mañana, yo estaba borracho, tenía dieciséis años y había que decidir rápido porque las fracciones del cartón no alcanzaban para todos, así que tampoco hubo ningún tipo de cuestionamiento. La primera vez que tomé merca ni siquiera estoy seguro de cómo fue, pero lo más probable es que haya ido a mear y algún duro solidario me haya ofrecido un tiro en el baño de un bar. Y así con casi todo. Las drogas en mi vida estuvieron siempre ligadas, en primera instancia, a algo que disfruto mucho y que cada vez me cuesta más encontrar: los impulsos, las decisiones espontáneas, las acciones que empiezan a ejecutarse antes de que puedas racionalizarlas. Bastante tiempo después vinieron las reflexiones sobre los efectos, sobre mi relación con las sustancias, sobre sus luces y oscuridades. Por eso esta vez, con Cuartito y Miru, catorce años después de aquel porro en las vías del tren, estábamos nerviosos. Porque probar esta droga ya no era un arrebato adolescente. Era la decisión consciente y racional de tres adultos informados, dispuestos a tener una experiencia psicodélica y hacerse cargo de las consecuencias. 

Nos sentamos alrededor de la mesa ratona, en el living de nuestra casa, que es un espacio muy acogedor, con piso de madera y varios muebles de abuela que la dueña del departamento no se quiso llevar. Cuartito y yo elegimos los sillones y Miru se echó sobre unos pareos que acomodó en el piso. La luz tenue y de colores, la música, dos pipas de vidrio y un papel con un polvo amarillo arriba de la mesa. Sin dudas, estaba por pasar algo. Hasta el gato se daba cuenta. Miraba desde lejos, como si estuviera dispuesto a salir corriendo si la cosa se complicaba.

La dimetiltriptamina (DMT) es la sustancia que genera los efectos psicoactivos de la ayahuasca, que es una especie de té que se hace con una liana llamada Banisteriopsis caapi. Sin embargo, la DMT puede extraerse de otras plantas también, y al sintetizarla, se obtiene un polvo amarillento que, vaporizado, genera un efecto similar al de la ayahuasca, pero que en vez de durar seis horas, se esfuma a los cinco minutos. Nos enteramos de que existía esta droga en la adolescencia, mirando Enter the Void, la película de Gaspar Noé, que con un plano subjetivo muestra en tiempo real cómo el protagonista se traslada hacia paisajes fractalizados de colores muy llamativos que se van transformando. 

Pasaron varios años entre la primera vez que Cuartito me contó que se podía sintetizar DMT de forma casera y el día en el que finalmente lo hicimos. Por bastante tiempo creí que era un mito de esos que circulaban en el 2010 o 2011, la época de oro de Taringa. En ese momento, en el que acceder a información confiable sobre drogas era muy difícil, los foros estaban llenos de publicaciones en donde usuarios aseguraban haber tenido experiencias fuertes fumando filamentos de banana seca o tela de araña. Pero casi ninguno de esos reportes era cierto. Ni las bananas, ni las arañas pegaban. Nosotros lo sabíamos porque lo habíamos corroborado.

Sin embargo, Cuartito siempre dijo que lo del DMT era verdad, que se podía, que lo único complicado era conseguir la planta, porque lo que venía después era un proceso químico bastante sencillo. Por lo general me cuesta saber hasta donde creerle a Cuartito. No porque mienta, sino porque a veces es un poco bocón. Suele subestimar a la gente que estudió: discute los diagnósticos médicos, reniega de los mecánicos, y una vez casi termina a las piñas con un técnico de Fibertel por una discusión sobre la frecuencia de onda del router. Pero también es cierto que muchas veces tiene razón. Se obsesiona con cosas y no para hasta entenderlas por completo. Y sobre el DMT se lo escuchaba convencido.

—Esto es lo que hay que comprar, mirá —decía su mensaje de Whatsapp, que además incluía un link a Mercado Libre. Hacía meses que no tocábamos el tema, así que me costó entender de qué me estaba hablando. La ficha me cayó recién cuando llegué a la descripción de la publicación: “100 gr de Corteza de raíz de Mimosa Hostilis. Para rituales de medicina ancestral”. —Esta planta tiene más DMT que la que usan para la ayahuasca —me dijo en el mensaje siguiente. 

Le di click a comprar en menos de dos minutos. En ese sentido, sí hubo algo de los viejos impulsos. Era barata, 3500 pesos argentinos en agosto del 2021, quince o veinte dólares aproximadamente. Mandaron el paquete un par de días después. Ninguno de los dos tenía idea de con qué nos íbamos a encontrar, así que ambos nos sorprendimos al ver una bolsa Ziploc llena de un polvo rojizo que parecía arcilla seca. 

Nos llevó un par de semanas reunir el resto de los materiales que necesitábamos. No porque fueran difíciles de conseguir, solo que, aunque no parezca, fabricar DMT no era la prioridad número uno de nuestras rutinas. Vinagre blanco, bencina, soda cáustica y sal sin yodo. Cuartito tenía todo el proceso escrito en un pedazo de hoja de cuaderno arrancada, con una letra tan chiquita que para entenderla teníamos que acercarnos el papel a cinco centímetros de los ojos. Parecíamos dos brujas ancianas chequeando la receta de una pócima mágica. Dos brujas ancianas en cuero y en short de fútbol.

Nos pasamos todo un sábado completando el proceso. Él me explicaba el paso a paso y yo, sin entender del todo, asentía. “Ahora hay que acidificar”, decía. Y ahora hay que saturar la mezcla, y ahora cuidado porque cuando le tiremos esto se va a calentar mucho, puede explotar y es peligroso. Por momentos, la actividad tenía un tono lúdico similar al de los programas de canal Utilísima. Después de cumplir con todos los pasos previos, la mezcla terminó en el freezer y, un par de horas más tarde, teníamos un tupper lleno de cristalitos amarillos, que hubo que secar con un ventilador al mínimo. 

Y ahí estábamos. 

Los tres en el living de nuestra casa, listos para pegarnos un viaje hacia territorios desconocidos de nuestra conciencia o para encontrarnos con la decepcionante realidad de que no hiciera efecto. 

—¿Alguno quiere ir primero? —preguntó Cuartito.

—Yo voy —dije. Otra vez el impulso.

Cargué la pipa sin estar seguro de cuál era la dosis y le pedí a Cuartito que si después de la primera seca me costaba sostenerla, me ayudara a agarrarla para que no se cayera al piso y me la sostuviera para fumar una segunda vez. El fuego no tenía que estar en contacto con el DMT porque lo iba a quemar, así que había que ir acercando el encendedor lentamente para que el calor derritiera el polvo de cristales y empezara a generarse el vapor. La pipa era de vidrio y nos dejaba ver cómo iba apareciendo el humo. Un humo delicado, que de a poco llenaba el espacio con formas grises espiraladas. 

—Bueno, voy. 

La primera bocanada se sintió espesa dentro de la boca. El aire estaba caliente y tenía un sabor extraño, muy difícil de comparar con otro. Diría que era un gusto metálico, pero no estoy seguro de la precisión de esa palabra. A los pocos segundos de retener el humo, sentí como si a todo mi cuerpo le hubiesen bajado la tensión de golpe con un dimmer. Incluso creo que escuché un sonido similar a ese especie de zumbido que hace la electricidad cuando baja la potencia. El campo visual perdió nitidez. Los colores del prisma sobresalieron tridimensionalmente por sobre el blanco de las paredes y la frontera entre el aire y la música de Brian Eno se disolvió, al punto tal de que podía respirar los sonidos de los sintetizadores. Lo más extraño no era el efecto, sino el poco tiempo que había pasado desde que le di fuego a la pipa. Veinte o treinta segundos. Lo miré a Cuartito y con la mano le hice una seña para que se acercara. Una vez que sostuvo la pipa, hice un gesto bastante parecido al primero, pero con otro significado: dame un poco más. 

Después de aguantar el aire me acosté en el sillón. O mejor dicho, me dejé caer. Ahora solo veía patrones de colores fluorescentes sobre un fondo negro y no podía distinguir si mis ojos estaban cerrados o abiertos. Ni siquiera podía identificar mi respiración. Mi cuerpo no existía, a no ser por una sola cosa: las muecas de mi cara. Si abría la boca, los patrones cambiaban, si torcía la mandíbula, también. Mi cara era la única herramienta que tenía para timonear mi subjetividad mientras navegaba por ese océano de formas. Entonces los colores dejaron de tener un valor visual y pasaron a tener un valor conceptual. Por momentos, la estética de todo era similar a la de los mandalas que suelen usarse en el budismo. Y eso representaba la Historia, la cultura, era como si pudiera bucear en los últimos 10.000 años de la humanidad y ver todo al mismo tiempo. Pero con un giro de cabeza la imagen volvía a negro y unos tubos fluorecentes, parecidos al icónico protector de pantalla del Windows 98, construían las civilizaciones del futuro. 

Mientras veía todas esas cosas, yo estaba completamente consciente. Todo era muy claro, nada que ver a una borrachera o a pasarse de rosca comiendo marihuana. Flotaba en colores y ciudades futuristas, es cierto, pero sintiéndome totalmente sobrio.

Después de un rato, los patrones se convirtieron en un espacio: una habitación de colores rojizos y naranjas en donde el piso, las paredes y el techo eran la misma cosa. En eso pude identificar a dos seres vivos. Tenían cuerpos humanoides con cabezas de insectos, similares a una mantis religiosa. Me asusté. Sentí que el miedo me corría por el cuerpo diluido en la sangre. “Estoy en una habitación en la Ciudad de Buenos Aires y me secuestraron”, pensé. Me dio más miedo. Pero un instante después, reformulé la afirmación: “estoy en una habitación en la Ciudad de Buenos Aires en donde sirven ayahuasca”. Más aún: “Ya estuve acá alguna vez”.

Mi mamá murió de cáncer en el 2004. Y si bien yo era un niño de diez años y hay muchísimas cosas de esa época que no recuerdo, hay un dato que siempre retuve. Un dato incompleto, parte de un recuerdo nebuloso, pero un dato al fin, y es que un año antes de su muerte, cuando ya la enfermedad estaba muy avanzada, hizo una toma de ayahuasca en una casa en la Ciudad de Buenos Aires. 

Nunca supe más que eso. 

Nunca más hablé del tema con nadie. 

Hasta ese momento en el que, diecinueve años después, yo estaba ahí. O mi mente estaba ahí. Daba lo mismo.

—Vamos a ir a ver a tu mamá —dijo uno de los seres. 

Entonces volvió el miedo. Pero esta vez no era miedo a un potencial peligro, era miedo a la incertidumbre, miedo a que fuera demasiado para mí. ¿Qué me van a mostrar? ¿Va a estar igual a antes de morir o va a estar más vieja? ¿Vamos a ir a ver a un esqueleto? Preguntas que me hice mientras avanzábamos en ese espacio sin paredes, ni piso, ni techo. 

—Del otro lado del biombo —dijo el humanoide.

Mi cuerpo avanzaba sin que yo se lo ordenara. Me desplacé por el espacio hacia donde me indicaron y por primera vez en todo el recorrido estuve por delante de ellos. Apenas crucé el biombo, el miedo se transformó en placer y en alivio. Mi mamá no tenía ninguna de las formas que yo había imaginado, sino que era una bebé desnuda y con la piel roja como tienen los recién nacidos. De un momento a otro, todo cambió de sentido y tuve la certeza de que esa bebé además de mi mamá era mi hija. “Qué locura, no puede ser, yo no tengo hijos”, pensé. Pero justo antes de volver a abrir los ojos una palabra invadió mi mente y terminó de darle sentido a todo como si fuese la última pieza del rompecabezas: legado

De a poquito me volví a sentar. Cuartito estaba derretido y con los ojos cerrados en el sillón de al lado. Su boca dibujaba una sonrisa enorme, quizás la más grande que le haya visto en todos estos años de amistad. Miru en el piso jugaba a enrollarse el dedo con uno de los pareos. El gato, ya más tranquilo, caminaba entre nosotros sin llegar a tocarnos.

Siempre supe que mi mamá se iba a morir antes que las mamás de mis amigos. O al menos así lo recuerdo, como una de esas cosas que no aprendí, sino que siempre tuve incorporadas. Su segundo cáncer de mama apareció cuando yo tenía cinco años, en el momento justo en el que empezaba a relajarse por la remisión del primero. Era médica cirujana, experta en patologías mamarias, por lo que no había forma de suavizarle los panoramas. Entendía mejor que nadie lo que estaba pasando. Así que mi infancia, aunque la recuerdo como una infancia feliz, estuvo atravesada por salas de espera, diagnósticos y fármacos. Y encima de todo eso, un trabajo constante de parte de ella por conectar con la muerte desde otro lado, y por lograr transmitirnos eso a sus hijos. 

—Ella habilitó todos los caminos que le pudieran ser de utilidad para vivir esos últimos años profundamente y soltar las amarras que tenía a ciertas cosas. Soltar algunas situaciones, aceptar otras —me contó Mariela, una de sus mejores amigas, mientras tomábamos mate en el jardín de la casa de mi papá, en Villa Adelina—. Fue una época en la que estaba muy entusiasmada con tener experiencias que le mostraran otra realidad o en donde encontrara un atisbo o una pista sobre la muerte. Y la ayahuasca fue una de esas tantas experiencias. 

Nuestra charla fue un domingo a la tarde. El cielo estaba demasiado oscuro para esa hora y esa época del año, así que disfrutábamos los últimos minutos de jardín antes de que se largara una de esas tormentas veraniegas que explotan de un momento al otro y hacen bajar la temperatura. Además de Mariela, en la conversación estaba Delfina, mi hermana mayor. 

—Fue horrible, sí. La extrañamos mucho —dijo Delfi—. Pero creo que por todo ese trabajo que hizo nosotros tenemos una manera de vivir la muerte bastante diferente a como la vive la mayoría.

—Sí… —dijo Mariela, dudando—. Mi sensación es que en esos últimos años ella enriqueció muchísimo su mirada sobre la vida más que sobre la muerte. Porque la muerte, bueno, puede ser una intuición. Pero lo que le aportó todo este proceso fue más un cambio sobre cómo quería vivir la vida. Aunque sea lo que le quedara de ella. 

En julio de 2022, el Hospital Borda, uno de los hospitales psiquiátricos estatales más grandes de la Argentina, aprobó un protocolo para tratar con psilocibina a pacientes oncológicos que tuvieran depresión o ansiedad. Este ensayo clínico es parte de un estudio liderado por el físico Enzo Tagliazucchi, que busca seguir sumando evidencia de que los psicodélicos pueden ser beneficiosos para tratar a este tipo de pacientes. La investigación retoma el estudio hecho en 2016 en la Universidad John Hopkins, en donde participaron cincuenta pacientes oncológicos con depresión y un 80% mostró una mejoría significativa de sus síntomas. En el caso argentino, los investigadores decidieron sumar un factor más a la prueba: la meditación. Así que ese camino que emprendió mi mamá hace más de veinte años para vivir mejor lo que le quedara de vida —que empezó con meditaciones de todos los tipos y siguió con la toma de un psicodélico fuerte como el DMT— hoy podría ser un caso de estudio de las principales universidades del mundo. 

—Me acuerdo de una frase de ella después de la ayahuasca. Estábamos charlando en el banquito de la cocina en donde siempre se sentaba a hablar por teléfono y me dijo “a mí la enfermedad me dio paz” —hubo un silencio y Delfina siguió—. Ella vivía una neurosis tan grande que no sentía bienestar. Nunca tenía esa sensación de decir “che, estoy bien”. Y lo que me contó ese día es que la enfermedad y todo ese proceso que vino después lograron hacerla sentir en paz. 

Hablé con muchas personas para escribir esta crónica. Con mis hermanas, con algunas amigas de mi mamá, con mi papá, y todas remarcaron ese cambio de los últimos años. La transformación de una persona que no paraba un segundo de hacer cosas, de preocuparse por cosas, de luchar contra cosas, a alguien dueña de su tiempo, que elegía qué hacer y cuándo hacerlo. Como si la línea de llegada en vez de apurarla la hubiese relajado, y el trabajo, la casa, el cuerpo y las cosas que la hacían sufrir hubiesen pasado a ser temas demasiado pequeños. 

Una de las características que recuerdo de ella es que la gente le prestaba muchísima atención cuando hablaba. Los amigos de mis hermanas, que eran adolescentes, se tomaban un rato para contarle sus problemas y hoy en día todavía recuerdan algunas de sus respuestas. A veces venía gente solo a conversar y recibir algún consejo, incluso semidesconocidos. Una vez, después de estar una hora en la sala de espera de un banco, pidió hablar con el gerente para que la atendieran. Yo tenía seis años y me quedé afuera de la oficina mientras ella entraba enojadísima a resolver no sé qué cosa. Al rato, salió con una sonrisa y me dijo “el señor va a venir el sábado a tomar el té a casa porque tiene algunos problemas”.

—Creo que en esos últimos años su escala de valores se transformó —me dijo Carola, mi hermana del medio. Hablamos por videollamada. Ella, abrigada, lista para irse a dormir en su casa en Toulouse, y yo, sin remera y transpirando en una tarde de calor infernal en Buenos Aires—. La ayahuasca fue una de las tantas cosas que conformaron ese camino espiritual. Y obvio que había días en los que sufría mucho y todo era una pesadilla, pero creo que haciendo mucha fuerza aceptó que acá la cosa se estaba terminando y que nos iba a acompañar desde un lugar distinto. 

Me gusta que me cuenten estas cosas. No por nostalgia, sino todo lo contrario. Me ayudan a construir un vínculo más adulto con ella, más actual, y a dejar un poco atrás la visión infantil que puede tener un niño de diez años sobre su madre. En mi memoria, las meditaciones eran solo momentos aburridos en los que no se podía hablar. La toma de ayahuasca, un ritual extraño a donde la gente iba a vomitar. Sus tristezas o malhumores, problemas de adultos. Las historias que me cuentan, entonces, son más que un contexto: la resignifican. La complejizan. 

Todos coinciden en que a veces podía ser cruda para decir las cosas. Alguien capaz de herir sin querer, como los felinos, que a veces cuesta entender si están jugando o atacando, si quieren lastimarte o solo es que sus garras son demasiado filosas como para jugar con la piel delicada de un humano. Mi mamá era un poco felina. Y su proceso, su búsqueda, no impedían que a veces saliera a cazar. Era una cuestión hasta instintiva. 

—Cuando hablábamos de nuestras cosas, yo le decía “¿un poquito de compasión? ¿Puede ser?” —se acordó Mariela mientras guardábamos las cosas. Ya corría el viento previo a la lluvia y la temperatura era perfecta para sentarse a ver el diluvio con la ventana abierta, mojarse muy poquito con el rebote de las gotas en el piso. Mi vieja adoraba hacer eso. 

En junio de 2018, haciendo orden en casa, con mi papá encontramos una billetera que era de ella. Era de cuero clarito, tenía olor a que había estado guardada mucho tiempo y en uno de sus bolsillos, en el de las monedas, había un cigarro hecho a mano, fumado hasta la mitad. 

—¿Mamá fumaba tabaco armado?

—Es un porro —contestó mi viejo sin mirarme, mientras seguía acomodando papeles. 

—¿Mamá fumaba porro?

No sé qué tan directa sea la relación, pero la edad a la que empecé a fumar porro fue también la edad en la que pude empezar a decir en voz alta que mi mamá se había muerto. Hasta entonces, durante cuatro años, si alguien me preguntaba de qué trabajaba mi vieja o cosas por el estilo, yo me hacía el boludo y cambiaba de tema. No podía decirlo. Además, en esos primeros años de adolescencia, la marihuana fue la vuelta a las carcajadas, a la infantilidad, a irme de vacaciones con mis amigos —Iván y Alfon— y tirarme en la arena a jugar como un nene. “Vos de chiquito estabas todo el día adentro, al lado del cuarto de tu madre, te decían que salieras a jugar y vos te quedabas ahí en la puerta, como un guardián”, me dijo una vez Silvia, que fue la amiga de mi vieja que más compartió esos últimos días en la casa de Maschwitz, donde vivíamos. El porro me sacó a jugar y a reírme, ya no al jardín de mi casa, sino a la calle, a los recitales, a lo de mis amigos. Me puso a cultivar y a cuidar una planta, a generar ese vínculo con el afuera que tanto me pedían cuando era chico. Por eso, enterarme de que mi mamá también fumaba era sentir que compartíamos una cosmovisión. 

—Sí, los últimos años se fumaba uno a la noche para los dolores —me dijo mi papá—. Yo le dejaba toda la medicación lista y cuando se quedaba sola se fumaba el porro. Decía que le hacía muy bien. 

Un par de meses después de encontrar la billetera, viajé a Francia a visitar a Carola y su familia. Delfina también estaba allá con su hija y, medio de casualidad, se armó el plan de pasar el aniversario de la muerte de nuestra mamá todos juntos. No siempre fue una fecha a la que le diéramos importancia, pero esta vez el contexto nos empujaba. Así que agarré ese porro que llevaba catorce años apagado, lo metí en una cajita vieja de cassettes y me mandé a atravesar tres aeropuertos internacionales para terminar de fumarlo todos juntos. 

Nos encontramos en Chalon-sur-Saône, en un festival de circo en el que trabajaba Caro. Agarré el porro de mamá y con mucho cuidado lo desarmé y lo mezclé con un poco de marihuana que tenían ahí. Después, con un lillo nuevo armé un faso más grande, que adentro tenía los restos de papel del anterior. Mis sobrinas corrían por ahí con los ojos maquillados con forma de mariposas. Era una situación muy familiar, sin demasiada solemnidad. Un porro en honor a nuestra madre en el aniversario de su muerte, ni más ni menos que eso. 

 —Yo cada tanto le robaba alguno de la cajita de los porros —dijo Caro, mirando el faso al que le estaba por dar una seca—. Pero de lo que más me acuerdo es de compartir las madrugadas en la cocina. Las dos teníamos insomnio y nos encontrábamos a mitad de la noche. Ella se fumaba uno y nos quedabamos charlando y bajoneando algo.

—¿Y no fumaban con ella?—pregunté. 

—Mamá no me dejaba fumar, una vez me agarró re loca y me cagó a pedos —empezó a contar Delfina—. Pero un día en el que ella estaba con muchos dolores, me llamó a su cuarto para que le alcanzara un porro de la cajita porque no se podía levantar de la cama. Cuando vi que lo que tenía era un prensado malísimo, le dije “che, yo tengo algo mejor. ¿Querés? Son flores”, y aceptó. Fue espectacular, le pegó re bien. No fumé, pero nos quedamos charlando toda la noche, aunque al otro día yo tenía que ir al colegio. Hablamos de todo: del universo, de la vida, de la muerte. Me acuerdo de que me quería explicar qué era el universo para ella y en el medio se olvidaba lo que me quería decir y nos cagábamos de risa. Estaba tapadita, metida en la cama, el último año se pasó casi todo el tiempo ahí. Y en un momento me dijo “Yo no sé qué será la muerte. Pero si es solo que todo se apaga y ya está… para mí está bien. Además yo fui una buena madre, y siento que les dejo una buena dosis de madre, que tuvieron suficiente”. 

Después de su muerte, mamá se alojó de manera diferente en cada una de nuestras conciencias. Yo, por ejemplo, una vez que pasaron esos cuatro años de silencio y angustia, la borré de mi mente por más de una década. Tampoco la escondía, de hecho podía hablar del tema con cualquier persona y en cualquier tono. Hacía chistes incómodos, por ejemplo, o filosofaba desde el lugar de superado, o hasta lo usaba para sacar ventaja si lo necesitaba. Pero la verdad es que nunca pensaba en ella ni en su muerte. Era como si todo lo que podía decir sobre el tema, aunque el relato fuese en primera persona, lo sabía porque alguien me lo había contado. Como si yo no lo hubiese vivido en realidad. A veces me daba culpa eso. Pero no soñaba con ella, no se me venían recuerdos repentinos, no la lloraba borracho, ni la pensaba cuando estaba re loco. Nada. 

—En esos primeros años, el alcohol y el porro me pegaban mal —me dijo Caro cuando hablamos por videollamada—. Creo que mis momentos de angustia más fuerte fueron estando sola en la casa de Maschwitz después de haber fumado porro. Pero a los dos o tres años empecé a tener unos viajes de pepa increíbles. Eran viajes en donde entendía todo y todo era poético y mamá estaba presente todo el tiempo y la tristeza no aparecía. Y de más grande, cuando ya no necesité usar las drogas como evasión o como rebelión o como motivación, les caché rápidamente el lado medicinal. Ponele, fumo porro todos los días y me ayuda a volver al presente, me pega bien. 

En mi caso, las drogas no fueron una forma de canalizar data sobre mi mamá. Al menos no hasta ese viaje de DMT con Cuartito y Miru. Fui descubriendo las sustancias en diferentes épocas, y todas fueron distintas y todas dejaron aprendizajes luminosos y oscuros. Las primeras pepas con Iván y con Alfon nos metían en viajes de los que nosotros, ya en ese momento, salíamos sintiéndonos más sabios. Esa era la palabra que usábamos. Sabios. Lo hacíamos con un fin absolutamente recreativo, sin tener idea de que el LSD podía tener una función terapéutica, y aun así éramos muy conscientes de que estábamos aprendiendo algo. Entre los veintidós y los veintitrés descubrí la cocaína. Ya había tomado unas cuantas veces antes, pero a esa edad la entendí. Fue un período más oscuro en donde volví a enojarme como me enojaba cuando era un niño al que se le acababa de morir la madre. Me exasperaba, discutía con mis amigos y tomaba merca hasta las siete de la mañana del día siguiente. Si con el porro sentí que me hice adolescente, la cocaína fue un poco la pócima de la adultez. No porque hayan sido esas drogas las que me hicieron crecer, pero me acompañaron. Me ayudaron a descubrir algunas cosas de mí, me hicieron angustiar mucho otras veces, interactuaron e interactúan de manera dialéctica conmigo y con las cosas que me pasan. Por eso cuesta tanto analizar la temática drogas. Porque a cada vida le faltan piezas diferentes y entonces el rol que ocupan las sustancias varía en todos los casos. 

La etapa de la merca duró un año o un año y medio, y fue lo más cerca de un consumo problemático que creo haber estado, aunque no hizo falta más que un poco de voluntad para controlarlo y volver a consumir solo cuando me dan ganas. Después, por un tiempo, toda mi líbido estuvo puesta en el trabajo y creo que por eso las pocas drogas recreativas que consumía no tuvieron nada interesante. Despertarme para ir a la radio ya era suficiente aventura. Levantar la cabeza de la compu y ver que enfrente mío estaba la Negra Vernaci me generaba más serotonina que cualquier MD.

Hasta que aparecieron los hongos. Y aunque ya había tomado algunas veces antes, en un viaje a Puerto Madryn tuve una experiencia que me cambió la vida para siempre. Estábamos en la playa El Doradillo, mirando cómo, a quince metros de la costa, las ballenas francas australes le enseñaban a sus ballenatos a alimentarse. Hablábamos de lo sublime de ese acontecimiento. Pero después de un rato, los efectos visuales de la psilocibina dejaron de ser relevantes porque ya ni siquiera importaba qué era lo que estábamos mirando. Todo era lo mismo. Una piedra, mis pensamientos, mis amigos, el mundo entero. Todo daba igual. Y si yo no existía, no pasaba nada. Y si todos mis seres queridos dejaban de existir, tampoco. Porque existía todo lo demás. Y yo era parte de todo eso. No era un enfoque místico ni esotérico. Era material. Mi cuerpo, o sea yo, siempre iba a ser parte de esta cosa inmensa a la que llamamos universo. Entonces daba lo mismo morirse que estar vivo. Igual que con el DMT, lo más difícil de este flash es lograr transmitir la idea de que, al contrario de lo que parece, esta fue una sensación absolutamente sanadora y relajante. Nada importaba y eso era fantástico. 

El estudio de la Universidad John Hopkins sobre psilocibina y pacientes oncológicos con depresión, por ejemplo, y muchísimos otros que se están haciendo en el mundo para investigar esta sustancia, lo que hacen es aplicar una o dos dosis fuertes y ya con eso y un acompañamiento psicológico alcanza para que con el tiempo aparezcan las mejoras. Todo esto lo leí mucho después de tomar hongos en Madryn. De hecho, llegué a esa información porque me sentí tan bien durante tanto tiempo, que quise saber más sobre el tema y me puse a googlear. Mi ansiedad se redujo a menos de la mitad, mi forma de relacionarme con las cosas y las personas se volvió menos conflictiva, y hasta volví a tener recuerdos de mi vieja y a sentirme triste. Y esa tristeza era totalmente bienvenida. 

Por eso la experiencia del DMT, en la que esos seres extraños me mostraban a una niña y me decían que era mi mamá, fue tan fuerte. Fue la culminación de un reencuentro y la reconstrucción de un vínculo, porque después de eso pude soñar con ella por primera vez en mi vida. 

—En mi primer viaje de ayahuasca estuve conectada con algo que sentí que era su esencia —dijo Delfi cuando retomamos la charla bajo techo con Mariela en Villa Adelina—. No sabría decir cómo era, pero me acuerdo de su energía, de saber que era ella. 

—Yo tuve una experiencia en un temazcal, tomando peyote en Monterrey —empezó a contar Mariela. Ella y su familia se fueron a vivir a México dos años antes de la muerte de mi mamá y, aunque la distancia en aquel momento era muchísimo más difícil de manejar, se mandaban mails y hablaban por teléfono casi todas las semanas—. Fue seis meses después de que ella muriera. Yo sentía mucha culpa por haberme ido y por no acompañarla en sus últimos días. Y en ese temazcal en el medio de la montaña, adentro de una tienda hecha de palos, cubiertos con cuero y mantas, cuando iban a meter una de las piedras calientes, el guía nos pidió que visualizáramos a una persona y yo obviamente la visualicé a tu mamá. Y en ese momento, la hermana del guía, que era la encargada de cantar durante toda la ceremonia, se puso completamente dorada y se convirtió en ella. Tenía una cara feliz, como diciéndome “qué bueno que me invitaste”. Para mí fue muy importante porque sentí que en ese momento ella me liberaba de toda culpa. Y se lo agradecí mucho. 

Tratar de reconstruir el viaje de ayahuasca de mi mamá fue muy difícil. Nadie recuerda bien dónde lo hizo, ni con quién, ni tampoco quién pudo habérselo recomendado.

—Para mí fue Víctor, viste que él andaba en esas cosas —me dijo mi papá.

Víctor era un amigo de mi vieja. Alcanza con contar cómo se conocieron para describirlo, y para describirla un poco a ella también. Fue en mi casa, cuando vivíamos en Maschwitz. Él tocó la campana y cuando mi mamá salió a ver quién era, Víctor le dijo que una línea energética unía su casa con la nuestra y que por eso tenían que ser amigos. Increíblemente, ella lo hizo pasar y se llevaron bien durante años. Recuerdo que me llamaba mucho la atención su aspecto, porque parecía alguien que venía de la India. Medio petiso, de piel color barro y a veces hasta se pintaba un punto rojo en el centro de la frente. 

Había épocas en las que venía bastante seguido a mi casa. A mi me divertía porque jugábamos a patearnos penales y él volaba como un arquero profesional. En mi familia a veces lo escuchábamos con atención y a veces nos reíamos de que era un delirante total. Pero lo queríamos. Salvo en sus etapas de alcoholismo, en las que mi vieja se enojaba y lo echaba de casa por un tiempo. 

Una madrugada, durante uno de esos períodos en los que Víctor estaba en penitencia y mi mamá no lo atendía, se apareció en la puerta de casa y empezó a tocar la campana diciendo que necesitaba hablar con ella sí o sí porque tenía algo muy importante que decirle. No recuerdo quién lo atendió, pero le dijeron que se fuera, que estaba en pedo y que no lo iban a dejar pasar. Esa mañana, en su turno con la oncóloga, mi mamá recibió uno de los peores diagnósticos de su enfermedad: habían aparecido metástasis en otros lugares del cuerpo. Para ella, Víctor siempre fue un tipo especial y es probable que haya sido él quien la convenciera de tomar ayahuasca, un ritual del que hablaba bastante seguido. 

Después de la muerte de mi vieja, nunca más hablé con él. Hasta que, dieciocho años más tarde, lo encontré en Facebook y le pregunté si podíamos juntarnos a charlar sobre aquella experiencia de mi mamá. Esta fue su respuesta: 

Hola Marcos querido. Ando con algunos temas, por lo que por ahora no puedo. Disculpame. Dejame decirte que seguimos conectados. Te cuento que lo que me transmitió tu mamá sobre su experiencia con Ayahuasca es haber tenido una sensación de Eternidad. Solo eso recuerdo. Eternidad. La sensación de unidad con la creación. Te mando un abrazo. 

Mi papá y mis hermanas se ríen cuando se acuerdan de ella preparando sus cosas para ir a la toma. Le habían pedido que se llevara una manta personal y un balde para vomitar, así que la imagen era graciosa. 

—Lo que se me viene a la cabeza es ella de espaldas, vestida con una campera de jean y un jogging, que era su vestimenta clásica de entrecasa, caminando hacia la puerta con una mochilita en un hombro y llevando un balde de la manija en la otra mano —me contó Caro—. Yo creo que me enteré ahí mismo lo que se estaba yendo a hacer. Ni sabía lo que era la ayahuasca en ese momento, un ritual mexicano o algo así, pensaba. 

Lo poco que recuerdo de esa secuencia es que fui acostado en el asiento de atrás del auto. Manejaba mi papá e íbamos a capital a acompañar a mi mamá a hacer una de esas cosas que ella hacía para curarse o para estar mejor. Ir a la capital era una aventura rarísima que no pasaba seguido, creo que por eso en el viaje de DMT lo primero que pensé fue “estoy en un cuarto en el que sirven ayahuasca en Capital Federal”. 

—La dejamos a la tarde en una casa en Palermo. Estaba tranquila, a ella le gustaban las experiencias fuera de lo común —dijo mi viejo—. Yo la fui a buscar a eso de las ocho de la mañana del día siguiente y me dio miedo porque estaba muy cansada. Me dijo que había vomitado toda la noche y eso la había agotado, pero que había sido interesante, que tuvo sueños que le parecieron muy reales y que estaba contenta de haberlo hecho. 

Cuando llegó a casa, se sentó en la cocina y se puso a conversar con Delfi. Una de cada lado de la barra. Mamá en su banquito azul, en el que se sentaba para hablar las cosas importantes.

—Me iba contando cosas sueltas, como si todavía lo estuviera decodificando. Le costaba encontrar las palabras, pero me decía que algunas imágenes representaban el pasado y otras, el futuro. Que unas eran patrones arabescos y las otras, como cables y patrones más electrónicos. 

—Es muy parecido a mi viaje de DMT… —interrumpí. 

—Qué loco. Sí, eso es lo que más me acuerdo: lo del pasado y el presente. Y después, que había sentido una conexión muy fuerte con sus hijos, con nosotros tres. 

Un rato más tarde, también en casa, habló con Caro. 

—Me parece que lo primero que me dijo fue que estaba contenta. Que había sido un viaje, que se había ido muy lejos. Tanto, que había visto el mundo desde afuera. También me dijo lo de la conexión con nosotros. Creo que no me contó la visión entera porque era muy fuerte. Y algo que siempre me acuerdo es que hizo mucho énfasis en que no tomemos ayahuasca siendo jóvenes o inmaduros. Que para hacerlo teníamos que tener el Yo muy firme, porque si no, te podías perder. 

Después de esas dos charlas, mi mamá durmió todo el día y en casa no se volvió a tocar el tema. Ni mis hermanas ni mi viejo recuerdan haber vuelto a hablar sobre eso con ella. Pero sí, Mariela, que aunque estuviera en México y las llamadas fueran carísimas y limitadas, encontró el espacio para charlar sobre la ayahuasca. 

—Me contó que había sido muy fuerte, muy intenso. Que se conectó con ustedes tres, pero que hubo una parte muy oscura que la asustó. Solo un momento. Que también hubo una etapa del viaje que disfrutó un montón y que fue muy útil y emocionante, pero que por un instante tuvo mucho miedo. Estaba contenta de haberlo hecho, pero me dijo que no lo volvería a hacer. Y recuerdo que todo lo del balde y los vómitos le había parecido grotesco, que no le había gustado. 

—Creo que es una de las características de la ayahuasca —dijo Delfina, después de que Mariela hiciera una pausa—. Conectarte con eso oscuro. Con la vida y la muerte, la luz y la sombra. Y creo que todos después de tomar decimos que nunca más. Es como parir un hijo, que cuando recién pasó pensás que nunca más lo vas a hacer y después... 

Pero en este caso, no hubo tiempo de esperar a ver si la decisión de no tomar nunca más se revertía. Los diagnósticos fueron cada vez peores, su cuerpo pudo cada vez menos, y su objetivo principal pasó a ser que todo ese trabajo interno que había hecho durante años nos sirviera de algo. 

Los meses previos a su muerte fueron muy difíciles para todos. Nuestra casa estaba llena de rampas porque a mamá le costaba mucho caminar. Y mi rutina y las cosas que compartíamos se amoldaron por completo a sus necesidades y sus tiempos. Pasábamos muchas horas conversando en su cama, a veces mirábamos una novela de Natalia Oreiro que tenía escenas bastante sexuales que nunca me hubiese dejado ver, pero en esa circunstancia se hacía la boluda para que pudiéramos pasar un rato más juntos. También me enseñó a darle inyecciones en la panza. Ella cargaba la jeringa con un medicamento, me acompañaba la mano hasta su abdomen y yo terminaba de dar el pinchazo y apretaba para que entrara el líquido. 

—Cuando vi que vos le dabas las inyecciones, me acuerdo de que le dije “¿Te parece? Tiene diez años…”, y ella me contestó: “esto es lo que hay, esta es la madre que tiene” —me contó Mariela.

Mi papá también es médico. Y a pesar de estar separados, fue quien la acompañó en todo el recorrido de diagnósticos, estudios y tratamientos de los últimos años. Era quien trataba de suavizar los panoramas, aunque mi mamá, que era más especialista en el tema que él, difícilmente se los creyera. 

—Era imposible engañarla —dijo mi viejo—. Ella ya sabía que estaba cocinada, por más que yo le hiciera los cuentos del mundo. La verdad es que no sé si me creía. Es más, te diría que no me creía, pero se hacía la que sí para hacerme sentir bien. Tratamos de todo, todos los tratamientos. Y al final, bueno, ya estábamos dispuestos a probar cualquier cosa.

Mi mamá nunca dejó de querer curarse. Nunca dejó los tratamientos, ni los de medicina alopática, ni los esotéricos. Un mes antes de que muriera nos fuimos a Salta a ver a una curandera famosa, que decían que hacía milagros en nombre de la virgen María. Pero, a pesar de todo, mamá también era consciente de que las chances eran cada vez más bajas. 

—La última conversación telefónica que tuvimos fue sobre su muerte —dijo Mariela—. La sentí muy fatigada, le costaba respirar. Y eso que yo siempre fui muy negadora de su enfermedad. Siempre le dije que todo iba a estar bien. De hecho, cuando me contó que estaba enferma, una tarde mientras regábamos, en la que me dijo que se tenía que hacer una biopsia porque se había tocado un bulto, yo le dije “olvídate, no es nada”. Pero esa última charla fue muy cruda, como suelen ser los médicos con estas cosas. “Ya estoy cansada de tantos chuzazos” fue la frase que usó. 

Su anteúltima internación fue porque no estaba respirando bien. En casa teníamos una máquina de oxígeno a la que con mamá le decíamos “arturito”, porque se parecía al robot de Star Wars. Estábamos con su amiga Silvia y con Carola.

—La iban a subir a la ambulancia, pero le pidió a los médicos que esperaran un minuto —me contó Silvia el otro día—. Casi no tenía fuerzas para moverse, pero alcanzó a agarrar un libro que tenía en la mesita de luz. Yo la miraba atenta. Seleccionó una hoja y con el dedo me indicó una parte para que se la leyera. Los médicos esperaban paraditos al costado de la cama, nadie se animaba a apurarla. Para mí era muy difícil también, porque la estaban por internar y nunca sabías si iba a salir. Pero empecé a leer el fragmento que me había marcado. Era un párrafo nomás. Un párrafo que terminaba diciendo: “todo tendrá un desenlace feliz”. 

Antes de su muerte, en el sanatorio intentaron aplicarle un tratamiento experimental muy arriesgado, pero que dada la circunstancia, era la última ficha que quedaba por jugar. Era muy caro, imposible para nosotros, así que lo iba a pagar Gerardo, quien fue su novio en los últimos tres años. 

Delfina siempre cuenta que ella acompañó a mamá en las horas previas a esa internación y que vio cómo ese día se conocieron mi papá y Gerardo. El encuentro en cualquier otra circunstancia hubiese sido tenso por cómo se dieron las cosas. Pero en ese momento, no. 

Fui a tomar ayahuasca esperando conectar con muchas de las cosas que me había enterado en este último tiempo sobre mi mamá, sobre su enfermedad, su viaje espiritual, y específicamente, sobre su viaje de ayahuasca. Era sábado a la noche. Argentina le acababa de ganar a México en el segundo partido del Mundial, y así como estábamos, con la camiseta de la Selección y las pulsaciones en fusas, con Alfon nos subimos al auto y manejamos una hora y veinte hasta llegar a una casa en Cañuelas, a 70 kilómetros de la Ciudad de Buenos Aires. Ahí nos esperaban Rama, un hombre colombiano de treinta y pico de años, muy flaco y una melena de rulos afro, y Clara, una mujer portuguesa, de pelo dorado y la piel color leche. Ellos serían los guías de la toma.

Se hace bastante difícil encontrar lugares para tomar ayahuasca sin que toda la experiencia esté llena de componentes esotéricos o filoreligiosos. Es algo que me frustra un poco, porque una de las cosas que más me gustan de los psicodélicos es que me conectan con mi espiritualidad de un modo racional: somos parte de esta cosa enorme llamada universo. Al menos nuestro cuerpo lo es. Y eso ya me parece lo suficientemente mágico e impresionante. Todo el valor que le doy a este tipo de experiencias, que es enorme, lo ubico en el plano de la conciencia. Mi objetivo de aquella noche, la reconexión con una parte del viaje psicodélico de mi mamá, lo disputaba en el terreno de lo psicológico, no de lo paranormal. Y si bien Rama y Clara son dos personas sumamente amables y amorosas, su forma de trabajar con esta sustancia tenía, por momentos, algo de ese esoterismo que hace que yo no termine de sentirme cómodo al cien por ciento. Pero todo esto ya lo sabíamos antes de ir, así que una vez ahí la decisión más inteligente era entregarse a lo que ellos propusieran. 

Eran las ocho o nueve de la noche, el momento en el que en el verano la luz del sol termina de desaparecer. La casa era chica pero muy hermosa. Tenía un gran living con cocina integrada y ventanales enormes, y en uno de los extremos del salón la chimenea ya estaba lista para ser prendida, con toda la leña apilada a un costado. Las luces eran pocas y muy tenues. Se notaba que el ambiente estaba preparado adrede para la ceremonia. 

—Si quieren pueden tomarse un té o comerse una fruta a lo sumo, pero no se llenen la panza —dijo Clara. Unos días antes nos habían mandado un pdf indicándonos que mantuviéramos una dieta liviana, idealmente sin carnes rojas ni alcohol, y que el día de la toma almorzáramos, porque luego no íbamos a comer hasta la mañana siguiente. 

Nos acomodamos en el espacio y cada uno eligió un lugar para acostarse. Alfo en el piso, sobre unas mantas y bolsas de dormir, y yo en un sillón. Íbamos a tomar el brebaje tres veces durante la noche, con una hora o una hora y media de separación entre cada toma, lo que Rama y Clara llamaban la consagración. La mezcla estaba adentro de una botella de Coca Cola. Era color tierra y su consistencia, entre líquida y viscosa. La servían en un vaso de shot, te miraban a los ojos y te decían “gracias”. Sabía agria y amarga, como si a una sopa de barro le pusieras limón o algún otro cítrico. Una vez que lo tomabas, podías agarrar un pedacito de melón para sacarte el sabor desagradable y después te tenías que acostar, idealmente, con los ojos cerrados. Habían puesto música en un parlante que se mezclaba con el crepitar del fuego que prendieron un ratito antes de empezar. Un galgo negro correteaba por el living. 

La espera después de la primera toma estuvo marcada por la ansiedad clásica que traen los psicodélicos. Cualquier movimiento, cualquier sensación puede ser el primer indicio del efecto, y es muy difícil entregarse a que eso suceda sin estar pendiente de su aparición. De fondo se escuchaba una playlist de canciones en portugués que hablaban sobre “la planta sagrada”. Que la música tuviera letra me fastidiaba y un poco me obsesioné con eso. Me molestaba escuchar una voz humana, sentía que interfería demasiado en mi viaje, extrañaba el ambient que poníamos en casa para fumar DMT. Después de una hora, Rama hizo sonar una armónica que indicaba que era el momento de la segunda toma. Mi panza empezaba a dar señales de náuseas. 

Todo lo que vino después lo recuerdo con muy poca nitidez. No tuve la claridad que esperaba, esa claridad que te hace sentir que, por más que estés viendo y sintiendo cosas extrañas, estás lúcido. Esto se parecía más a una borrachera, a un estado de embriaguez o mareo. Aparecían colores e ideas en mi mente, pero no podía retener nada, todo era fugaz. Y eso me frustraba y me fastidiaba. No era el viaje que yo esperaba, no era lo que había imaginado. Por momentos, pensaba en esta crónica, y en que sería un fiasco porque ninguna revelación iba a salir de este remolino psicodélico. 

Las náuseas crecieron tanto que mi cuerpo se paró sin que yo se lo ordenara. Caminé hasta el jardín y empecé a vomitar sobre un cantero de flores que nos habían indicado para purgar, como le decían Rama y Clara. Me sentía muy mal, mi transpiración estaba helada. Por momentos miraba al cielo, esperando que saliera el sol e indicara que había pasado suficiente tiempo y que la cosa estaba terminando. Pero no, una luna blanca y redonda acaparaba todo y me avisaba que todavía faltaba mucho para el amanecer.

No sé cuánto duró esa nebulosa, pero calculo que fueron un par de horas porque en el medio estuvo la tercera toma, que fue aún más desagradable que las primeras dos porque la memoria del vómito me generaba arcadas. Los conceptos seguían desintegrándose antes de tomar forma, y yo me empecé a enojar. Y en ese enojo y esa bronca me acordé de lo que me habían dicho Mariela y Delfina unos días antes, eso de que mi mamá era brava. De que a veces podía ser combativa y filosa, como un felino. De que podía herir. Y entonces ese tornado de ideas y colores se detuvo y solo pensé en ella. Era un yaguareté. Un yaguareté azul y rosado, con una presencia intimidante. No era como verlo por tele, en un documental, en donde uno puede detenerse en la belleza de su piel y en la elegancia de su andar. Esto era verlo en vivo, con la adrenalina que ver a un animal salvaje significa. El yaguareté se acercaba a mí por atrás. No sé cómo, pero podía verlo aunque estuviera de espaldas a él, o a ella. Iba despacio, se desplazaba centímetro a centímetro. Y cuando estuvo a tiro de salto, se abalanzó sobre mi nuca y entró a mi cuerpo como si me lo estuvieran inyectando. Sentí cómo esa esencia recorría mi sangre durante un par de segundos y abrí los ojos. 

En la chimenea el fuego estaba casi extinto. Rama y Clara miraban todo en silencio desde la cocina. Ya no había música, o al menos ya no la escuchaba. Me di cuenta de que llevaba mucho tiempo en la misma posición y extendí mi brazo izquierdo para apoyar la cabeza. 

Entonces lo vi. Sobre el pliegue de mi codo. Un yaguareté azul y rosado que tengo tatuado desde hace tres años. Es exactamente igual al de la visión pero yo recién en ese momento pude asociarlos. Me lo hice en 2019 sin ninguna pretensión de significado. Sabía que en algunas culturas indígenas de la Amazonía con tradición ayahuasquera, el jaguar es un animal de poder que simboliza la fuerza y la valentía, pero esto cambiaba todo. Ahora era ella. Pintada sobre la parte de mi cuerpo en la que más se me notan las venas.  
Volví a pararme, pero esta vez para irme a dormir. Me dolía el pecho de tanto vomitar. Estaba exhausto. Como mi mamá después de su viaje. Como un felino que pasó toda la noche despierto para salir a cazar.