Eran las seis de la tarde de un sábado de enero en Neuquén. El sol iba volviendo todo color naranja, y Carola, que estaba sola, le cocinaba un churrasco a la plancha a Daisy, su perrita, una yorkshire de raza muy parecida a Jazmín, la de Susana Giménez. Estaba sola porque Maga, su amiga y compañera, había viajado a Buenos Aires a visitar a su papá. Cuando Carola se enteró de que el viejo estaba enfermo y grave, le compró un pasaje y le dijo “te vas para allá”. Andaba con plata. Hacía poco tiempo que además del trabajo sexual, había empezado a vender cocaína. Su antigua transa, una prostituta cis que vivía en la parte de adelante del conventillo, tuvo que viajar y le ofreció quedarse con la movida por un tiempo. Carola aceptó, no por una visión empresarial, sino más bien por un impulso goloso. Quería tener mucha merca para tomar.
Ella, Maga, la ex transa y otras diez travestis vivían en el conventillo de Pepe, una vecindad con seis o siete departamentos a media cuadra de la ruta en donde trabajaban. El de Carola era uno de los departamentos del primer piso. Para llegar había que atravesar el patio y subir una escalera. Todas sabían que Carola estaba vendiendo. De hecho, en la vereda siempre había un chongo que hacía de campana por si llegaba a caer la policía o algún fisura con ganas de pudrirla.
Por lo general había música sonando en lo de Pepe. A las chicas les gustaba ponerse a limpiar con algún disco de Creedence o un compilado de éxitos de los ochenta a todo volumen. Pero ese sábado todo era silencio. Por eso le llamó la atención escuchar el crujir metálico que hacía la escalera siempre que alguien daba el primer paso para subir.
Lo primero que se le vino a la cabeza fue el portacosméticos rosa en donde guardaba veinte bolsitas de un gramo para entregar a la noche. Estaba arriba de la mesa y, fuera quien fuera el que estaba subiendo, no era seguro tenerlo tan a la vista. Dejó el churrasco en la plancha, se asomó por la ventana y vio a un hombre acercándose a su puerta. Un tipo con el pelo largo, vestido de jean y camisa. Era demasiado temprano para que fuera un cliente, recién empezaba a vender a la noche. Podía ser un chorro, un loco o un violador, personajes con los que una travesti de 39 años ya se había enfrentado muchas veces. Cuando el tipo terminó de subir la escalera lo perdió de vista porque el ángulo de la ventana tenía un campo de visión limitado, así que tuvo que seguirle el rastro a través del sonido de los pasos. Carola se acercó a la puerta y apoyó la oreja como si estuviera tomándole el pulso. Con un poco más de silencio hubiese podido escuchar su propio corazón, que no paraba de latir.
—¿Quién sos? ¿Qué mierda querés? —preguntó Carola un par de veces a través de la puerta.
El pelilargo no contestó, pero intentó abrir la puerta forcejeando. Del lado de adentro, el olor a churrasco empezaba a mezclarse con las primeras ráfagas de olor a quemado, aunque todavía era agradable. Daisy ladraba como nunca. Y Carola ya estaba lista para pelear.
Abrió la puerta de golpe y empujó al tipo aprovechando el factor sorpresa. Cuando él se reincorporó, empezaron un combate en donde casi no había piñas, solo tomas. No buscaban lastimar al otro, era un duelo territorial por cruzar esa puerta. En uno de los tironeos, Carola se agarró de la camisa del tipo y la hizo explotar. Primero saltaron los botones y después se desgarró la tela. Él quedó en cuero y entonces el arma que llevaba en la cintura pasó a estar totalmente a la vista. “Listo, viene a meterme caño”, pensó Carola y supo que esa era su última oportunidad. O se imponía en la lucha física o estaba perdida. Habrá sido el miedo o el instinto de supervivencia travesti, pero con una fuerza que nunca había sentido pudo someter al pelilargo y llevarlo contra el borde del balcón. Y fue ahí, justó ahí, cuando el humo de la carne quemada invadía todo el ambiente, cuando ella estaba a punto de dejarlo caer, que escuchó detrás suyo cómo tiraban para atrás la corredera de una escopeta recortada —chic chic—, seguido de las dos peores palabras posibles: “¡Policía Federal!”.
Se quedó quieta. El único movimiento que no pudo parar fue el de su caja toráxica, que se inflaba y desinflaba como un fuelle. Dos policías más la agarraron de los pelos y la tiraron al piso mientras Daisy intentaba atacarlos.
—Ya perdiste. Dame la droga y la hacemos más tranqui —dijo uno de los policías mientras la esposaba y la ayudaba a sentarse en una silla.
—Buscala vos. Es tu trabajo, no el mío —contestó Carola.
El operativo era enorme. Casi diez policías recorriendo todo el conventillo, algunos poniéndose guantes para meter la mano en los inodoros y uno de los oficiales registrando todo el procedimiento en una máquina de escribir. Mientras tanto, el portacosméticos lleno de merca apoyado en la mesa y a la vista de todos. Pero cuando la búsqueda estaba por frustrarse, uno de ellos se puso a mover con un palo los cuadros de la pared y de atrás empezaron a caer rollitos de billetes. Había un retrato gigante de Madonna con un look ochentoso y muchas fotos de Carola con sus amigas en boliches. Y todos los marcos tenían guita escondida. Al mismo tiempo, uno de los oficiales que estaba requisando en el departamento de abajo subió con un bollo de papel de diario. Listo, ya no había manera de zafar. Adentro de ese paquete de diario y cinta había cincuenta gramos de cocaína. “Si algún día pasa algo, vos les decís que no tenías ni idea de qué tenía adentro”, le había dicho Carola a la chica de abajo cuando se lo dio para que se lo cuidara.
Recién cuando estaban a punto de irse, se les ocurrió revisar el portacosméticos de arriba de la mesa. Era tiempo de dar por perdida la batalla y tratar de negociar algo.
—Ya sé que después de esto no salgo más. Así que dejame armarme el bagallo.
El bagallo es el bolso en donde los presos llevan sus pertenencias. Carola agarró ropa, una frazada, sábanas, una toalla, jabón y dos bolsitas de merca que llegó a esconder para tomar en el camino.
Ya era de noche. Mientras la bajaban esposada para llevársela, ella se reía.
—¡Ay, pero qué pasó! ¿Hubo rastrillaje, chicas? —les gritó Carola a sus amigas, que esperaban tiradas en el piso y con las manos en la nuca. Las demás también se cagaban de la risa. Es muy difícil robarle la alegría a una travesti.— Tomá la llave, cuidame la casa y la perra —le dijo a la Tucumana antes de subirse al patrullero.
La llevaron a una comisaría primero y tiempo después a Buenos Aires, a la unidad n° 2 de Devoto, en donde pasaría los siguientes dos años y ocho meses.
Mientras Carola me cuenta su historia comemos empanadas. Las llevé yo, porque si vas a pedirle a alguien que te abra la puerta a los recuerdos de su vida, mejor ponerle un plato de comida enfrente. Somos siete personas alrededor de una mesa y casi nadie la interrumpe más que para consultar cuál es de carne y cuál de jamón y queso. El único que está de visita ahí soy yo, para el resto es solo un almuerzo en su espacio de trabajo: el Archivo de la Memoria Trans. Cinco travestis de más de sesenta años, vestidas como científicas con guardapolvos blancos y almorzando en una oficina luminosa ubicada en uno de los barrios más caros de Buenos Aires. Si un extraterrestre bajara de repente y viera eso, seguramente creería que la Tierra es un lugar mucho más bello y justo de lo que en realidad es. Pero no. Es solo una excepción hermosa.
Vine a verlas porque, como me dijo Marlene Wayar, con quien también charlé para escribir esta crónica, las travestis vieron gran parte del proceso de Argentina con respecto a las drogas. Según Marlene, las travas compartían la categoría de “consumo de lujo” con la cocaína durante los 90, y muchas fueron parte del emerger de las drogas marginales a principios de los 2000. Tomaban drogas caras con clientes poderosos y después en sus barrios se encontraban con los residuos de esa misma cadena de producción.
En el Archivo trabajan doce mujeres trans. La mayoría supera los sesenta años, es decir, casi duplican la expectativa de vida que tienen las personas trans en nuestro país. Sus tareas son restaurar y digitalizar los pocos registros que quedan de esa población en Argentina. Con ese material publican libros, exponen en museos y editan piezas audiovisuales. Fueron formadas como archivistas para poder ser ellas mismas quienes resguarden los tesoros de sus travas ancestras.
Sin embargo, durante nuestra charla, al menos al principio, nadie trabaja. Comemos y charlamos sobre drogas. Las conocí el año pasado y, desde entonces, cada vez que voy, me tratan como a un sobrino que faltó a la escuela para visitar la oficina de las tías. O como a un chongo al cual se pueden llegar a levantar. Depende del momento.
—Yo empecé a consumir por los clientes, la mayoría te lo pedía y te pagaban más si te colocabas —cuenta Carola, que hoy tiene sesenta años y el pelo rubio.
Sonya y la Trachyn aprueban con la cabeza mientras sostienen una empanada envuelta en mucho papel para no manchar los guardapolvos. A las travestis les pagaban más por tomar falopa que por coger. Muchas empezaron a consumir por eso. Era parte del trabajo. De hecho, para Carola la cocaína siempre estuvo relacionada a lo profesional.
—Antes de empezar a trabajar me compraba una bolsita y me iba a la parada. A mí me servía, a ellos les encantaba y me terminó gustando. Nos peleábamos entre nosotras por agarrar los chongos de merca.
Pero no siempre fue así. Carola, Sonya y la Trachyn empezaron a trabajar en la calle durante la última dictadura militar y las tres coinciden en que la cocaína llegó en los 90, cuando ya tenían casi cuarenta años. Como si el neoliberalismo hubiese alcanzado a las travestis y les hubiese exigido que, además de los litros de silicona que llevaban en el cuerpo, ahora, para estar a la altura del mercado, necesitaran un combustible extra, una nafta blanca y amarga.
Según Marlene, tomar falopa con un cliente también era importante para entrar en el trance performático que un encuentro de ese tipo le exige a una travesti. La merca desinhibe, te ayuda a construir un personaje.
—¿Pero las contrataban solo para tomar o querían sexo también? —pregunto, porque me llama mucho la atención la relación entre la cocaína y el sexo. Nunca fue una droga que asociara a lo sexual, más bien todo lo contrario. De hecho, la merca, al ser un vasoconstrictor, disminuye las posibilidades de tener una erección. Pero no va por ahí, el nexo entre esta droga y los clientes no es sexual, sino erótico.
—Quizás no tenías sexo, pero sí el juego erótico. Cuando vos te acostumbrás a tomar trabajando te pega así, a nivel erótico —dice Carola—. A mí me gustaba tomar con clientes y no con amigas porque me pegaba diferente, me sentía divina, me sentía bien, cómoda. Sin tomar no era lo mismo —me explica y va construyendo en su cara una sonrisa pícara que achina sus ojos, mientras la vergüenza le enrojece los cachetes.
—No llegás al sexo, pero sí al juego. Ponerle cocaína en el miembro al tipo, que el tipo te ponga a vos… ¡Ay! Me cuestan esas palabras —dice Carola sin poder terminar la frase.
La Trachyn, que ya había terminado de comer y ahora estaba sentada al lado mío, se ríe del pudor de su amiga. Ella también es de “las viejas” del Archivo. Fue parte de las históricas travestis de Tigre que copaban la Panamericana durante los 80. Tiene el pelo color naranja y como usa el guardapolvo abierto se nota que abajo tiene puesta la camiseta de River. Su voz es metálica y su tono muy tranquilo. Viene escuchando atenta lo que dice Carola, pero con el tiempo sus intervenciones son cada vez más frecuentes.
—A mí me ha pasado de decir “hoy no tomo”. Pero después llegás y el primer cliente te dice “vamos a tomar”. Y si le decís que no, te baja.
Los colocones, como les decían a los tipos que las contrataban para tomar, eran por lo general hombres con plata que no querían drogarse en soledad. También había algunos que buscaban situaciones extremas, que pedían patadas en la panza o que les pisaran las manos con los tacos. Para Marlene, tenía que ver con un momento histórico del país. Muchos de esos hombres eran la herencia de la dictadura: expolicías, exmilitares, gente que cerraba una fábrica y dejaba a muchas personas sin trabajo y que después buscaban travestis para pedirles que los castigaran. Como si pudieran purgar su condena.
Cuenta la Trachyn que una vez la pasó a buscar uno de esos chongos, un cliente fijo de su amiga Cinthia Di Carlo Scotch, “la Cinthia Scotch”. Era uno de los clientes valiosos, de los que hay que cuidar, así que cuando ella se fue para Italia, se lo pasó a la Trachyn para que lo tuviera. La rutina de Cinthia con el hombre era siempre igual: el tipo pasaba a buscarla por la zona de Pacheco a eso de las siete de la tarde, la llevaba a un hotel caro en Pilar y, una vez en la habitación, sacaba un piedrón gigante de merca y empezaba a rallarlo. Durante toda la cita, que duraba hasta las once de la mañana del día siguiente, él iba sacando fajos de plata de un maletín de cuero y se los entregaba solo si tomaba. Pero esta era la primera vez de la Trachyn con ese cliente, Cinthia le había pedido que lo cuidara mucho y que se cuidara ella porque la merca que traía el chabón era muy pura. Esa tarde, cuando la pasó a buscar, él ya estaba duro. Era un hombre elegante, con ropa cara, perfume rico y un auto ”muy selecto”.
Apenas llegaron al hotel, a una habitación de lujo con jacuzzi, puso la cocaína sobre la mesa y se acomodó con el maletín al lado.
—¿Vas a tomar? —preguntó él mientras rallaba la piedra más grande que la Trachyn hubiera visto en su vida.
Ella dudó, era demasiada droga, tanta que le dio miedo. Se conocía y sabía que, sin tener un límite de cantidad, le iba a costar parar. Así que la primera respuesta fue no. Pero un “no” débil, dudoso. Y con la merca ese tipo de contestaciones no suelen aguantar más de uno o dos ofrecimientos.
—¿En serio no querés? —le insistió acomodando el maletín.
—Bueno, una chiquita.
El tipo empezó armando unas líneas pequeñas y después le pidió a ella que se ocupara. “Tené cuidado, mirá que es re pura”, le dijo. Pero no se le puede pedir mesura a una peregrina sedienta que acaba de llegar al oasis con el que viene fantaseando hace días. No se le puede decir que dé un par de sorbos y después se vaya. Y menos se le podía pedir a la Trachyn, ante la piedra más grande y pura que iba a ver en su vida, que armara poquito. Las rayas eran cada vez más grandes. La merca era buenísima y ella se las tomaba de un saque, esperando a que después saliera un fajo nuevo del maletín. Y salía. Toda la noche así.
A eso de las cinco de la mañana, después de varias horas de juegos eróticos y conversaciones sin rumbo, volvieron a armar dos líneas grandes en la mesa de ese hotel de lujo en Pilar. Ambos estaban desnudos y eso fue lo último que vio la Trachyn antes de empezar a convulsionar y sacar espuma por la boca.
Se despertó cinco horas más tarde, a las diez. Hacía un frío tremendo y no sabía cómo, pero alguien ya la había vestido. El cliente la miraba fijo, muerto de miedo. Todo ese tiempo había estado ahí, inmóvil, pensando en cómo toda su vida se había ido a la mierda y en a quién iba a tener que llamar para que lo ayudara a zafar de ese quilombo. Apenas ella se levantó, la ayudó a juntar sus cosas y salieron rápido de la habitación. Ninguno hablaba. Hicieron un par de cuadras en el auto, le dio plata para que se tomara un remís y la dejó en una parada de colectivo sobre la ruta 197.
—Yo me sentía mal, mal, mal —nos cuenta la Trachyn a mí y a todas sus compañeras, que están muy sorprendidas: nunca habían escuchado esta historia. Ya nadie come, ya nadie pregunta por el gusto de las empanadas. Más vale morder una equivocada que interrumpir el relato.
Estaba perdida, pero no por desconocer el barrio. No sabía a dónde ir, pero no por no tener casa. No entendía quién era ni qué estaba haciendo en Pacheco a las diez y media de la mañana. Levantó la vista y vio el cartel de una farmacia, quizás ahí podían darle una mano. La atendieron un hombre y una mujer, que le tomaron la presión. Cuando vieron el número que marcaba el tensiómetro, se miraron entre ellos con los ojos bien abiertos y se pusieron a llamar por teléfono. “Ojalá no esten llamando a la policía”, pensó la Trachyn, que de todas formas ya no tenía fuerza para escapar de nadie. Pero no, estaban llamando a una ambulancia porque tenía la presión demasiado alta: el reloj decía 24-19, estaba viva de casualidad. “¿Cómo te llamás?”, le preguntaron. No sabía. “¿Dónde vivís?”. No tenía idea, estaba en blanco.
—En mi cartera deben estar mis documentos —se le ocurrió decir.
En aquella época, el nombre que aparecía en su documento no coincidía con su nombre. Mucho menos coincidía la foto del documento con esa mujer de gafas Channel originales, botas de caña alta y un tapado de color rojo que estaba tratando de acordarse quién era. Así que el DNI no fue de mucha ayuda. Pero cuando vio la cartera, se acordó del cliente.
—Vengo de estar con alguien, tomé cocaína.
Como la ambulancia no llegaba, los farmacéuticos le aplicaron dos inyecciones y le dieron una pastilla sublingual para estabilizarla. Cuando la presión le bajó un poco y la Trachyn abrió su cartera para pagar e irse, se encontró con que estaba llena de plata y ahí se terminó de acordar de todo. Un fajo por cada tiro que se había tomado. Eran muchos fajos, habían sido muchos tiros. Tenía en su cartera el valor de una sobredosis.
Según Camila Sosa Villada, las travestis del Archivo de la Memoria Trans son las mejores contadoras de historias del mundo. Y esta mesa lo confirma. Tienen la capacidad de volver bello cualquier recuerdo. Por más hostil que haya sido el contexto, por más terribles que hayan sido los hechos, el tono de su narrativa siempre es sereno, siempre tiene chistes en el medio, siempre emana amor hacia las amigas que aparecen en el relato, nunca es solemne.
Las empanadas se terminan y, sin que yo lo pidiera, Sonya me trae una taza de café. Juntamos las cosas de la mesa y, entre tanto movimiento, alguien se lleva puesta una silla.
—Son brutas las chicas…—me dice la Trachyn sin levantarse, con tono de “qué se le va a hacer”.
El grupo grande que habíamos sido para almorzar se redujo a menos de la mitad porque varias volvieron a sus puestos de trabajo. Ahora se escuchan de fondo máquinas de coser, conversaciones sobre un libro que está por salir y la voz entrecortada de alguien en una videollamada. En la mesa quedamos Carola, la Trachyn, Sonya y yo.
–¿Así que vos estuviste presa? ¿Vendías? —le pregunta la Trachyn a Carola.
Es muy extraña esa pregunta. ¿Cómo no va a saber esa parte de la vida de su compañera? Pero rápido, con la respuesta de Carola, entiendo que se están chicaneando.
—¡Como si vos no tomaras, hija de puta! ¡Te llega hasta la nuca el agujero de la nariz!
Aprovecho el momento de risas para volver a hablar con Carola y preguntarle por su vida en Neuquén, en donde vivía cuando la metieron presa. Había llegado ahí a los catorce, después de que su papá la echara de la casa por descubrir que le gustaba vestirse de mujer. En Neuquén se quedó casi veinticinco años. Ahí se encontró con otras travestis, algunas sureñas, otras exiliadas de Buenos Aires como Maga, y formó su familia, su tribu. A los veintiocho, una chica trans que llegó desde la capital le aplicó la primera inyección de silicona líquida, aceite de avión, como se le decía en esos años.
—Era muy ignorante de lo que hacía, solo quería sentirme linda —dice Carola casi con las mismas palabras que usó para explicarme lo que buscaba cuando tomaba merca.
Cada vez que habla de su cuerpo, su tono baja. Lo sufre. Hace diez o quince años que la silicona mal puesta en los 80 y 90 empezó a generarle problemas graves. Su piel se secó tanto que empezaron a salirle escamas y se puso tan dura que pareciera tener piedras en vez de carne. Las zonas en donde recibía las inyecciones le duelen mucho y eso hace que no pueda dormir en algunas posiciones, o que a veces se despierte del dolor. La mayoría de las travestis en Argentina no llegan a viejas, pero las que sí llegan, lo hacen a pesar de sus cuerpos, que fueron dañados por los golpes de la policía, por los golpes de los clientes y por las siliconas mal puestas. Por eso, cuando le pregunto si hoy siente algún tipo de secuela de sus años de consumo intenso, me dice que no. Que dejó más rastros la vida que la cocaína.
Empezó a tomar merca de grande, a mediados de los 90, cuando tenía 36 o 37. Y aunque después vino la cárcel y la historia conocida, los primeros años fueron de pura diversión.
—Contale lo de la bolsa grande —dice la Trachyn riéndose.
Carola arranca la anécdota con la seguridad de quien sabe que va a ser un éxito.
—Estábamos con Maga en Neuquén y la mina que me vendía la merca me había dejado una bolsa de diez gramos para que yo se la guardara. ¡Imaginate! —Hace una pequeña pausa y se ríe de lo que está por contar—. En una de esas le digo “Che, Maga, ¿y si tomamos un poquito?”. Si, un poquito… ¡Nena! ¡Nos la tomamos toda! Éramos dos estatuas. Al rato salió Maga a la calle y volvió con el cartero. ¿Sabés qué hicimos? ¡Nos comimos al cartero entre las dos! —remata y acompaña con un aplauso.
La mesa pasa a ser un griterío de risas. Carola, como buena narradora, hace una pausa en su relato para que nosotros, su público, la festejemos. Pero cuando baja la euforia, sigue.
—Estábamos puestísimas, con la cara por el piso. Le dije a Maga: “Nena, ¿cómo la recuperamos?”. Porque yo estaba dispuesta a que se pudriera todo y que si la mina se hacía la loca, la cagáramos a palos. Pero la Maga me dijo que afuera, en la farmacia, vendían dipirona. Así que terminamos comprando una caja y rallando pastillas para meter en la bolsa. Como la mina no tomaba, no se dio cuenta. Éramos tremendas.
La dipirona, también conocida como novalgina o metamizol, es un analgésico de venta libre que se consigue en cualquier farmacia. Después de la anécdota de la bolsa de diez gramos, cada tanto Carola la usaba para cortar la merca que vendía. Elegía esas pastillas porque no tenían un efecto secundario y porque le daban un amargor extra que a los clientes les gustaba. “Vos la podés cortar con otra cosa, con anfeta ponele, pero corrés el riesgo de matar a la persona porque se le acelera el corazón”, me explica. Sin embargo, nunca fue muy partidaria de cortar la falopa para hacerla rendir, solo lo hacía cuando necesitaba plata. Como me había explicado antes, su mayor motivación para vender era tener un stock casi inagotable para consumo personal. Así que cuanto menos la cortara, cuanto más pura estuviera, mejor para ella, que no se iba a tomar el trabajo de separar su parte. Eso hubiese sido ponerse un límite. Y se había metido en esto para no tener límite.
Sus tiempos de venta al por menor duraron poco, unos meses nomás. Todo se fue a la mierda cuando se peleó con su antigua transa, la prostituta que le había dejado el negocio a cargo y que desde Buenos Aires le reclamaba su tajada. La discusión fue porque la mina quería que Carola le pasara parte de las ganancias, o sea, que vendiera para ella, y Carola no estaba dispuesta. Consideraba que no era justo. Entonces la antigua dealer denunció en la policía a la nueva dealer y el resto es aquella tarde de sábado y el allanamiento que terminó con Carola detenida.
Para una travesti de 39 años en el 2001 el calabozo era un lugar totalmente cotidiano. En la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, hasta el año 98, los edictos policiales permitían encarcelarlas por no respetar el articulo 2° F, que marcaba como una falta “exhibirse en la vía pública o lugares públicos vestidos o disfrazados con ropas del sexo contrario”. Naturalmente, las travestis caían en cana casi todos los días de sus vidas. En Neuquén, los edictos estuvieron vigentes hasta el año 2012.
Sin embargo, ese fue el mayor período de tiempo en el que Carola estuvo encarcelada: dos años y ocho meses. Primero en una comisaría de su ciudad y después en Devoto, como tantas otras de sus compañeras. Según los últimos datos que publicó el CELS (Centro de Estudios Legales y Sociales), el 70% de la población trans que está presa, lo está por delitos relacionados a la ley 23.737, la famosa Ley de Drogas.
“Por más que estés acostumbrada a estar detenida en una comisaría, no es lo mismo ir a un penal”, me había dicho Marlene cuando le pregunté sobre la cárcel. Hay algo visual de cuando entrás, que vas atravesando paredes y paredes y paredes, que te genera la sensación de que no vas a salir nunca más.
—Dentro de todo estuve poco tiempo porque fui a juicio abreviado. Si iba a juicio, corría el riesgo de que me dieran hasta cinco años, por eso arreglé —me explica Carola mientras tomamos café en el archivo—. El juez que tenía mi causa era un drogón peor que yo. Las chicas ya lo conocían porque Neuquén es muy chico y al tipo le gustaba contratar mujeres trans para tomar cocaína. Un par de años después se pegó un palo con el auto mientras iba con una prostituta, le encontraron de todo.
Durante sus incontables detenciones había aprendido el tumbereo, el código tumbero, las leyes implícitas de la cárcel. Así que entre su experiencia y algunos consejos de las travas que la recibieron, se puso pilla rápido. Apenas llegó, una de las viejas le aconsejó que se buscara un marido, un chongo fijo. Eso la iba a proteger. Porque si no tenía a nadie que la cuidara, cualquier preso común podía ir y exigir sexo cuando se le diera la gana. Y ahí cagabas, estabas obligada. Como le pasó a una piba joven que recuerda Carola, que se enganchó al primero que vino y después terminó toda quemada y apuñalada por otros con los que no quiso estar.
La misma vieja que le dio el consejo del marido le presentó a Miguel, un tipo de veintiocho años, grandote, que lideraba un grupo de diecisiete personas. Uno de los más poronga, en palabras de Carola. Con Miguel tuvieron un vínculo más allá de la supervivencia. Él la trataba bien, la mimaba, le llevaba comida, cigarrillos, gaseosa.
—Era un dulce conmigo.
En el penal de Devoto, las travestis ocupaban las zonas de los entrepisos. Entonces Miguel trepaba por las rejas hasta llegar a una hamaca que habían fabricado a la altura de la ventana de Carola y ahí se quedaban horas charlando: una travesti y el capo del pabellón colgados de una hamaca casera, fumando un puchito y tomando un vaso de gaseosa de segunda marca. La historia entre Carola y Miguel se mantuvo durante todo el encierro. Fue un amor intenso que después se esfumó entre tanta libertad.
—Cuando salí le mandé dos cartas y después nunca más —dice Carola mientras en su cara se lee la nostalgia.
El entrepiso de las travestis tenía dos habitaciones grandes, un comedor pequeño y una cocina. Ahí adentro el ambiente era totalmente familiar, no muy diferente a cualquiera de los conventillos en donde solían vivir las chicas que estaban en libertad. Jugaban a las cartas, cocinaban y buscaban en la radio alguna frecuencia que pasara cumbia o música de los 80. Creedence y Madonna eran los favoritos de Carola.
—Nosotras decoramos todo. Colgábamos cuadritos que nos regalaban los presos, cosimos las cortinitas —cuenta Carola.
—Típico de puto —agrega rápido y por lo bajo la Trachyn, y a mí se me hace imposible no soltar una carcajada.
Pero ese conventillo familiar se terminaba cuando salían al pasillo. Ahí se encontraban con la realidad. Y aunque, por estar con Miguel, a nadie se le ocurría tocarla, Carola sabía cómo eran las cosas ahí adentro y que en cualquier momento todo se podía ir a la mierda. Por eso siempre estaba atenta, por eso dormía con una tijera abajo de la almohada, para no regalarse.
En Devoto, como en todos lados, también había drogas. Pero no cualquiera podía vender, tenías que hablar con los transas y tener cuidado de no quedar escrachado. Carola, por ejemplo, gracias a su abogada, había conseguido salir una vez por semana para tener una consulta con una psiquiatra. Y aunque ese espacio le gustaba porque la médica era muy cariñosa y le regalaba tintura para el pelo, sentía que las pastillas que le recetaba la dejaban lenta. Así que las intercambiaba por tabaco en el pabellón. Lo hacía con carpa, hablando con otra de las chicas trans que se ocupaba de conseguir los puchos. También la policía vendía ahí adentro, pero no a cualquiera, había jerarquías.
—Yo nunca tomé merca adentro del penal, nunca quise. Apenas llegué, dije “tomar merca acá, ni en pedo” —me dice Carola, y yo enseguida pienso en el famoso set y setting, algo que aparece en todos los manuales de reducción de daños del consumo de drogas psicoactivas. Y aunque es un concepto más ligado a los psicodélicos, me pareció que en este caso encajaba perfecto. El set se refiere al estado mental de quien va a consumir la sustancia: cómo está, cómo se siente, qué le genera internamente pensar en que va a alterar su estado de conciencia. El setting es el entorno: con quién hacerlo, dónde hacerlo, los peligros externos que puedan afectar la experiencia. Y Carola, aunque es muy probable que nunca hubiera escuchado hablar de estas dos palabras, lo tenía totalmente claro.
—Una cosa es tomar y estar en la calle o en tu cuarto que estás en la tuya, en tu mambo, en la que vos querés estar. Pero imaginate tomar dentro de la cárcel, que te puede pegar para la mierda.
Su noción y su conciencia del consumo contrastan con la imagen del consumidor que circula en el debate público. La de alguien que no puede controlar lo que hace, que no se droga porque quiere, sino porque no puede evitarlo. Porque en este caso, Carola, incluso reconociendo que tenía una adicción, sabía que la merca no iba a sumarle bienestar durante la reclusión, y por eso no tomó.
En la cárcel había de todo: pastillas, marihuana, cocaína y pajarito. El pajarito es un clásico de los penales argentinos. Se hace con el fermento de todos los restos vegetales del pabellón, como cáscara de papa o de fruta, a lo que se le agrega jugo y alcohol etílico. Entre que se estaciona y fermenta bien, tarda un mes en estar listo. Pega fuerte y suele hacerse para Navidad o para algún evento especial, como el cumpleaños número cuarenta de Carola, que fue la única vez que se animó a probarlo.
—Lo mezclé con un alplax y una plancha de no me acuerdo qué pastillas. No sabes cómo terminé, corría por todo el pabellón.
La charla sobre la cárcel mantiene atentas a todas las compañeras del Archivo de la Memoria Trans que pasan por el espacio en donde está la mesa. Todas tienen algo que aportar, una anécdota, una receta mejor para preparar el pajarito, el recuerdo de un chongo tumbero.
—¿Vos, Sonya, sos de Buenos Aires? —le pregunto a la más callada de toda la mesa. Una mujer alta, con la piel rosada, las tetas enormes y el pelo dorado.
—Nací en Bahía Blanca, pero de chiquita nos vinimos con mis padres para San Justo. Después, a los catorce, me echaron de casa porque mi mamá no quería que fuera femenina y me fui a Morón —contesta tímida, mientras termina de levantar las últimas miguitas del almuerzo.
—Muy parecida tu historia, ¿no? —le pregunto a Carola.
—Es que nuestras historias son todas parecidas porque los catorce años es la edad en la que una empieza a manifestar el género. Es la edad en la que ya te parás distinto al resto y se nota al toque —explica Carola.
Cuando la echaron de la casa, Sonya fue a tocarle el timbre a Romina, una travesti más grande que durante la tarde atendía una peluquería y a la noche se prostituía en una esquina de Morón. Se habían conocido en la calle, una de esas noches durante la dictadura de Videla en las que Sonya dejaba su cama rellena de almohadas y se escapaba por la ventana a “hacer vida de mujer”.
—Venite a vivir conmigo —le dijo Romina cuando se enteró de que la madre la había echado—. Pero vas a trabajar para mí.
Y así fue. Durante tres años, hasta que cumplió dieciocho, Sonya ponía el cuerpo y la guita se la llevaba Romina.
A los diecinueve, uno de sus clientes la incentivó a terminar el colegio secundario y a estudiar enfermería. El tipo era un médico del Hospital Alemán, y cuando ella se recibió movió un par de contactos para meterla en el servicio. Trabajó como enfermera hasta que él murió. Sin su protección, la echaron del hospital casi al instante. Sonya tenía veintiún años y solo un poco de relleno en las caderas.
—Yo casi no tenía nada en el cuerpo, pero cuando me echaron del hospital me inflé toda. Me puse las tetas y me rellené como me tenía que rellenar. Y como no me tomaban en ningún lado, volví a la calle.
Cuando volvió al trabajo sexual, apareció otro cliente fijo. El hijo de un neurólogo prestigioso. El pibe también era médico y logró hacerla entrar a una clínica en Belgrano que era de su papá. Ahí trabajó seis años. Seis años en los que pudo dejar el trabajo sexual.
—Fueron años gloriosos de mi vida. Cuando vendieron la clínica, me echaron, sí. Pero tengo ocho años de aportes —cuenta Sonya con orgullo.
Después de ese trabajo, nunca más volvieron a tomarla en ningún servicio de enfermería. Llegaba hasta la entrevista presencial y cuando veían que el nombre del documento no coincidía con las tetas, le decían que gracias, pero que no estaba apta. Volvió a pararse en la calle y dos años después, a los treinta, por un cliente que pagaba más, empezó a tomar cocaína, como Carola.
—Todo me salía más caro. Imaginate que no podía ni tomarme un colectivo porque la policía te llevaba detenida, entonces te tenías que mover en remís. No podía resignar plata —explica—. Y mis amigas me decían “dale boluda, agarrá un colocón y con el correr de la noche vas tomando y le vas sacando cada vez más plata”.
Con la merca nació otra Sonya. La Sonya que se agarraba a piñas con las travestis peruanas para defender su esquina en el barrio de Chacarita. La que desayunaba todos los días un vaso de whisky y se iba a la villa 1-11-14 a comprar falopa con sus amigas. La cocaína la ponía activa y el alcohol la dejaba divina. Un estimulante y un depresor para encontrar un equilibrio interno que la vida cotidiana no era capaz de ofrecer.
—Yo era la persona más sana y miedosa que podía existir. Pero de lo sumisa, lo boluda que era, pasé a ser mala y superpoderosa, super linda, no tenía complejos. Una leona. Si había que pelear, las chicas gritaban “llamala a Sonya” y yo me agarraba a trompadas porque la merca me daba mucha fuerza. Pasé a ser una persona temible —dice con el tono suave y dulce que tiene la Sonya del presente.
Fueron diez años así. De disfrutar la cocaína y de sufrirla. De a veces querer dejarla y no poder, de sentirse enganchada. Vivía en Quilmes con otras chicas, pero era tan violenta que cada vez la querían menos. Cuando llegaba ella, las demás se callaban. Y eso le dolía, y el dolor la ponía malísima.
Una noche estaba en el cumpleaños de la China, una travesti peruana que vivía cerca de su casa. Tenía su bolsita, como siempre, y se sentó en una silla alejada del resto porque cuanto estaba dura las conversaciones ajenas la irritaban mucho. En eso la llamaron desde uno de los cuartos. “Vení que estamos fumando”, le gritaron. Sonya se fue puteando hasta la habitación porque pensaba que la estaban invitando a compartir un porro y a ella el porro nunca le gustó porque la pone pelotuda y la hace llorar. Pero cuando llegó, se encontró con un olor que desconocía. Un vaho ácido e intenso. Uno de esos olores que marean y gustan a la vez. Era paco. “Y bueno, dale”, dijo. Una de sus amigas cargó la pipa con un polvito amarillento, ella le dio mecha y no salió de esas cuatro paredes por los siguientes tres días. Tenía 36 años y acababa de entrar en un mambo que le iba a costar mucho tiempo dejar.
—Me encantó, quedé loca, flasheada. Un bombazo a la cabeza que en dos o tres segundos me llevó a otra esfera, a otro mundo en donde yo era divina.
Tratar de describir el efecto de una droga es muy difícil. Es como intentar explicarle a una persona sin olfato a qué huele el pasto fresco. Primero habría que contarle a qué huele el pasto y después tratar de hacerle entender cuál es el valor agregado de la frescura. Según Sonya, el efecto intenso del paco dura algunos segundos en los que todo desaparece y no existe ninguno de los problemas del mundo. Cuatro o cinco segundos de perfección.
Cuando hablé con Marlene Wayar sobre esto, me dijo que lo que tiene el paco es que, mientras dura el efecto, uno es incapaz de pensar en otra cosa que no sea en eso. No hay posibilidad de angustiarse por el pasado. Cuando entra la bocanada dejás de pensar todo lo que pensabas, de sentir todo lo que sentías y quedás encandilado por el presente. Es una experiencia totalizadora. Y ese mareo queda sosteniendo tu vida, que sigue siendo fea, pero que ahora te hace reír. Una vez que pasa esa sensación, el deseo por el próximo pipazo es tan fuerte que tampoco te permite volver al presente. Lo que era placer pasa a ser ansiedad, pero no importa, sigue siendo un escape eficaz.
Brian Eno, el compositor de música ambient, estaba acostumbrado a componer obras de más de una hora en donde todos los sonidos parecieran entrar con la precisión y la arbitrariedad que tienen los ruidos de la naturaleza. Un día, recibió una propuesta para componer la música de inicio de las computadoras con Windows 95. Entre las condiciones de la empresa, además de pedir que la pieza fuera inspiradora, universal y emocional, aparecía la duración que tenía que tener: tres segundos y medio. Eno se obsesionó con las composiciones de microsegundos, preparó 84 versiones diferentes y contó que una vez terminado ese trabajo, cuando tuvo que volver a pensar en piezas más largas, sentía que tres minutos eran un océano de tiempo. Un océano de segundos. Eso es lo que me imagino cuando me describen el efecto del paco: un océano de segundos que uno puede ir alargando pipazo a pipazo.
La cocaína que todos conocemos, ese polvo blanco que aunque sea vimos en alguna película, es en realidad clorhidrato de cocaína. Pero la misma sustancia es consumida en diferentes estadíos del proceso de fabricación y en diferentes formas. La pasta base, por ejemplo, es cocaína en el proceso previo al de la obtención del clorhidrato. Por eso también es más barata, es como masa cruda. El paco, en cambio, es de color amarillento, y mucho menos puro, porque su principal componente son los residuos de lo ya cocinado (incluso, a veces, cortado con veneno para hormigas o garrapatas). Se fuma en una pipa a la que se le agrega virulana o cobre y, dependiendo en qué estado del proceso esté, a veces se lo calienta previamente en una cuchara a la que se le agrega bicarbonato. El calor del fuego y el humo de las diferentes sustancias que se combustionan hacen que la boca se seque, los labios se rajen y se quemen, y aparezcan ampollas.
Después de ese efecto instantáneo y fugaz que describen Sonya y Marlene, viene la segunda fase del flash: la de estar careta pero algo colocado.
—Ahí se te saltan los ojos para afuera y empezás a buscar. No se qué buscás en el piso, pero siempre el mambo te tira para ese lado, ponerte a buscar cosas en el suelo —dice Sonya y hace el gesto de buscar en la oscuridad, tanteando la mesa.
—¿A buscar literalmente? —pregunto yo, que no me doy cuenta de si no entendí la metáfora o si se trata de una jerga que no conozco.
—Si —dice ella—. Es la locura de buscar. Todos empiezan a mirar el piso y a gritar “¡Está allá! ¡No, está allá!”.
Luego de esos tres días encerrada en la casa de “la china de Quilmes”, Sonya solo salía a trabajar para juntar unos pesos y comprar más. Era muy barato. Tres pipazos salían un peso, un bucal valía veinte. Así que toda su vida se ordenó con el objetivo de poder pagar esos cuatro segundos de perfección. Parece poco, pero para alguien que está acostumbrado a pasar días y días sufriendo, cuatro segundos de gloria pueden valer mucha plata.
La desesperación empezaba casi al instante de consumir. Fumar, volar, buscar y desesperarse. Una rueda que podía girar durante varios días sin parar.
—La primera vez que dije “salgo a robar” fue porque no tenía plata para comprar. Nos subimos a un remís con una amiga y lo robamos. Después nos andaban buscando todos los remiseros de zona sur para pegarnos.
Salir a robar se convirtió en una fuente de plata alternativa al trabajo sexual. La opción diurna. Si pintaba fumar de día, como no podían pararse en la esquina, salían a robar un remís por Quilmes o un taxi por Chacarita. El modus operandi era siempre el mismo. Ella y una amiga pedían un auto, su amiga subía atrás y ella en el asiento del acompañante, y llegado el momento, la de atrás le pasaba un cinturón o una soga por el cuello al conductor mientras Sonya le sacaba las cosas. Hasta que un día, a la del cinto se le fue la mano apretando, el tipo se ahogó, perdió el control del auto y chocaron contra uno de los paredones del cementerio de la Chacarita. En menos de un minuto llegó la policía y se comieron treinta días detenidas en la comisaría n° 29.
Sentirse observado es algo que puede suceder durante los efectos de algunas drogas. Y si bien obviamente depende de la sustancia y del contexto, creo que el miedo a estar drogado y que los demás, que no lo están, se den cuenta, tiene que ver con la vulnerabilidad. Nadie quiere estar sintiendo algo que los demás no perciben o peor, que no entienden. Necesitamos compartir las cosas que nos pasan con quienes habitan el mismo mundo que nosotros porque, si no, quizás es mejor estar solo. Mejor drogarme solo que enfrente de alguien que no me entiende. Y mejor esconderme que tener que explicarme.
Con el paco, la persecuta es muy fuerte, por eso el encierro. Quizás tenga que ver con que pasar desapercibido es casi imposible.
—Para empezar, tenes otra expresión, no hay forma de que la gente no se dé cuenta, te cambia la cara —dice Sonya y abre muy grandes los ojos.
Además, a diferencia de la merca, que después de los efectos ya te vuelve a agarrar hambre, el paco no te deja comer por mucho tiempo. Por eso son tan reconocibles los que lo fuman. Porque van por ahí flacos, con la mirada desorbitada, la boca quemada emanando el olor ácido de la virulana.
La merca había pasado a ser algo exclusivamente relacionado con el trabajo. Solo tomaba si algún cliente se lo pedía, algo que ya casi no pasaba porque prefería los clientes paqueros. Los colocones que fumaban paco eran muy parecidos a los de la merca, pero más mezquinos, les costaba compartir.
—Yo no fumaba con chongos. Solo con clientes o con las chicas. Los clientes prácticamente no querían coger y muchas veces no te querían convidar. Solo te llevaban para que los vieras, tipo dama de compañía —dice Sonya—. Pero bueno, yo iba porque tenía ganas de fumar.
La etapa del paco en la vida de Sonya duró cinco años, o seis, o siete, va cambiando el número cada vez que lo menciona. Pero los anacronismos no me preocupan. Una vez, Ceci Estalles, coordinadora del Archivo, me dijo que el colectivo trans nunca estuvo atravesado por la cronología cis, porque al ser excluidas de todo, también fueron excluidas del tiempo y del espacio, y que por eso el desafío está en construir y preservar un relato propio dentro del no tiempo. Por eso a veces los números no cierran, por eso esta crónica va y viene y parece desordenada, y por eso no está claro si los años en los que Sonya fumó paco fueron cinco, seis o diez. Lo que sí está claro es que dejar de consumir le costó muchísimo y recién pudo cuando tuvo una razón para hacerlo.
—Una amiga me agarró a cachetadas porque yo estaba vendiendo los tenedores de mi casa. Pero la verdad es que salí por mi mamá.
—¿Pero en qué momento te volviste a hablar con tu mamá? —le pregunto.
—A los veintialgo. Mis padres habían comprado una casa y no les alcanzaba para pagar el crédito. Entonces yo una vez por mes los visitaba, les llevaba plata y me dejaban quedarme un día con ellos. Una vez me quedé dos y vino mi mamá a preguntarme cuándo me iba porque iban a recibir visitas y les daba vergüenza.
—¿Y vos les llevabas plata igual?
—Sí, porque yo quería estar un rato con mi mamá, su cariño, entonces no me importaba llevar plata. Pero ellos no me querían, me usaban.
Cuando Sonya tenía alrededor de cuarenta años, su mamá empezó a olvidarse de las cosas. Hasta de la vergüenza que sentía por su hija, que a pesar de todo, no dejaba de visitarla. En una de sus visitas, la madre le comentó que la mujer que habían contratado para que la cuidara le pegaba. Esa misma noche, mientras volvía a su barrio en Quilmes, dos pibes quisieron asaltarla y como ella se resistió, le pegaron dos tiros en la pierna y un palazo en la cabeza. Fue la gota que rebalsó el vaso para tomar la decisión de irse del barrio. Así que vendió su casa y se mudó a lo de la mamá para ocuparse de las tareas de cuidado, un trabajo que ya conocía: lo había hecho durante muchos años en su época de enfermera.
—Durante ese tiempo, ¿pudiste reconciliarte con ella? —pregunto.
—No, porque ella no estaba en sus cabales. Me decía “¿vos quién sos?”, y yo le explicaba que era su hijo, que se había hecho hija —cuenta Sonya mientras lucha contra su propia voz para no quebrarse.
—¿Y vos cómo estabas? ¿Consumías mucho?
—Muchísimo. Pero cuando iba a visitarla me rescataba. Y cuando me mudé con ella, cada tanto me iba un día a Quilmes a fumar paco. ¡Pero no sabés con el cargo de consciencia que volvía! —dice—. Después estaba en la casa con ella y estaba estúpida, era un desastre. No me gustaba verme así. Y gracias a eso terminé dejando, me costó horrores, pero lo hice.
Es decir que Sonya, que durante cinco, seis o siete años fumó paco todos los días de su vida, recién pudo dejarlo cuando alguien la necesitó.
Hay algo de verse a uno mismo desde afuera que parece ser muy importante a la hora de abandonar un consumo problemático. O al menos así fue en la historia de Sonya y en la de Carola, que también decidió dejar de tomar merca después de verse y no gustarse.
Fue un día en el que había empezado a tomar desde temprano, así que para la noche ya estaba durísima y muy mambeada. Ya había trabajado y ahora estaba sola en el departamento que alquilaba en Neuquén para vivir y para recibir clientes. Caminaba de una punta a la otra y en un momento, porque sí, se paró frente a un espejo grande que tenía en el comedor, que la tomaba de cuerpo entero.
—Me quedé parada un rato largo mirándome. Me vi mal, era tipo Freddy Krueger. ¿Viste cuando tenes cargo de conciencia? Sentí eso. Me acerqué a mi reflejo y dije “¿qué estoy haciendo con mi vida?”.
Lo que sintió esa noche fue desesperación. No podía dejar pasar ni un minuto más sin pegar el volantazo. Era eso o chocar. Miró el reloj y vio que eran las tres de la mañana, pero no importó. En ese mismo momento, bajó la escalera de su casa y le tocó la puerta a su vecina, la Yanina, una amiga travesti que desde hacía un tiempo iba a la iglesia de los evangelistas.
—¡Nena, mirá lo que sos! No cambiás más —fue lo primero que le dijo Yanina, que además de preocupada, estaba de mal humor porque la habían despertado.
—Necesito ayuda. Pero no del hombre, ayuda espiritual. Quiero cambiar mi vida desde adentro.
Tres días después fueron juntas a la iglesia. Quince días más tarde, Carola ya no trabajaba en la calle, y eso hacía que no tuviera que consumir todos los días. En el templo encontró algo que no puede explicar con palabras. Sintió que encontró lo que necesitaba.
—Dos semanas después de empezar a ir a la iglesia, me pasó una secuencia muy rara. Estaba parada en mi esquina, ya había salido con dos clientes esa noche, pero me empecé a sentir rara, me puse nerviosa —cuenta Carola, que siempre maneja muy bien los tiempos para narrar—. Me agarró algo en mi interior. Como una culpa de que me viera mi pastor. En ese momento me puse a orar en la calle y se me empezaron a caer las lágrimas, y a los diez segundos estaba llorando desconsoladamente. Ahí pegué la vuelta, volví a mi casa y nunca más volví a la calle.
—Y con los evangélicos, ¿había un programa especial para adictos? —pregunto.
—No, ningún programa. Pero me consiguieron trabajo limpiando en varios lugares y eso me permitió cambiar de vida.
—O sea que lo más importante que pudiste dejar en ese momento fue el trabajo sexual y el modo de vida, ¿no?
—Claro. De hecho, cada tanto, si me encuentro con una amiga, me tomo una bolsita. Pero poquito y muy cada tanto. La adicción era más al modo de vida que a la droga.
—Tengo en la cartera, ¿querés? —contesta rápido la Trachyn y todos nos cagamos de risa.
Carola se ríe pero rápido aclara que no. Que ahora tiene una nueva vida y que a las doce de la noche está durmiendo. Y aunque cuando toma le sigue pegando bien, tiene muy en claro que lo que antes la llevaba a consumir todo el día era su trabajo y su estilo de vida.
Nunca le gustaron los tratamientos psicológicos ni psiquiátricos, ya me había contado que en la cárcel cambiaba las pastillas por puchos. Por eso aclaró que no quería ayuda del hombre, sino ayuda espiritual. Y eso, lejos de ser un caso aislado, está más cerca de ser un patrón. Cada vez hay más y mejor evidencia de que sustancias psicodélicas como la psilocibina (la sustancia que tienen los hongos alucinógenos o cucumelos) o el LSD sirven para tratar adicciones. Y muchos de los participantes de esas experiencias relacionan los efectos de ese tipo de drogas con viajes místicos o espirituales, con la sensación de sentirse parte de un todo, de un universo. No es casualidad que en la provincia de Buenos Aires gran parte de los centros de rehabilitación para adictos estén manejados por evangélicos. Casi todos necesitamos sentirnos parte de algo más grande. Del universo, en el caso de los que consumen psicodélicos, del reino de Dios, en el caso de los evangélicos y de Carola, o de una familia, en el caso de Sonya.
—Como te digo, yo no dejé de tomar del todo. Cada tanto… ponele, ahora hace dos meses que no —dice Carola.
—Pero si hoy pinta una bolsa, ¿te prendés? —pregunta la Trachyn, y yo empiezo a sospechar que lo de la cartera no era un chiste.
—Capaz que sí, pero no con cualquiera. Si pinta, bueno. Pero no gastaría un peso y si no pinta, mejor —contesta Carola un poco incómoda con la pregunta—. A ver… no es algo ni tan lindo ni tan feo. Pero si lo estás consumiendo como a vos te gusta es un placer. El problema es el bajón que viene después, ves el lado oscuro. Ya quedaste sola, estás re dura, ahí viene el arrepentimiento. Pero la pasaste tan bien…
—Cuando sale el sol es el problema —intento sumarle.
Durante muchos años las travestis estuvieron obligadas a vivir de noche. Poner un pie en la calle a plena luz del día significaba terminar presa. “Salías a comprar un kilo de pan y te lo comías en la comisaría”, me dijo una vez una de las travas legendarias de Panamericana de los 80. El sol significaba encierro, represión, muerte. Y eso, según Marlene, también tiene que ver con los consumos.
—Teníamos plata, pero era imposible gastarla porque no podíamos salir a ningún lado —me dijo Marlene—. Al principio, te quedás todo el día en el hotel o en la pensión mirando el techo. Cuando laburás un poco, te comprás una tele o algo que te ayude a pasar el rato. Algunas se resignaban a que eso era la vida, algo sumamente frustrante. Pero las que no lo hacíamos necesitábamos una patada en la cabeza, algo que te quebrara. Por eso también consumíamos drogas más duras.
—Cuando sale el sol… —interrumpe Sonya—, cuando sale el sol viene la muerte para nosotras.
La Trachyn es, de las tres, la única que no considera haber tenido un consumo problemático. Y aunque tuvo épocas en donde pasaba un par de días sin dormir, según ella nunca se enganchó. Empezó a tomar de grande, ya pasados los cuarenta. En esa época se trabajaba en la General Paz, esa avenida que parece una autopista y que separa a la Ciudad Autónoma de Buenos Aires del conurbano bonaerense. Con ella se paraban la Verónica, la Rompecoches y la Cinthia, que habían empezado a tomar merca hacía un tiempo y se iban a comprar a la villa 18, que queda ahí cerca, del lado de San Martín.
El que manejaba la venta de la zona era Mameluco Villalba, uno de los narcos más famosos del noroeste del conurbano, que está preso hace más de una década y que incluso detenido, al día de hoy, se sospecha que sigue liderando estratégicamente la venta de drogas de esa villa y de varias más. De hecho, es sospechoso de estar involucrado en la tragedia de Puerta 8 (partido de Tres de Febrero) cuando, a principios de 2022, murieron más de veinte personas a las que les habían vendido merca cortada con carfentanilo, un potente analgésico para animales grandes. Pero en la época en la que la Trachyn frecuentaba el barrio, Mameluco estaba libre, teñido de rubio y adornado con collares y pulseras de oro, como un pirata. Y como todo pirata, era vulnerable al canto de las sirenas.
—Un día unos tipos la querían toquetear a la Vero, que tenía unas prótesis divinas. Nosotras empezamos a gritar y ahí apareció él y dijo “no, a las chicas no se las toca”. Los pibes se quedaron muzzarella. ¡Un respeto le tenían! A partir de ahí ya entramos en confianza e íbamos a comprar como si nada, era como nuestro guardián.
Pero en una de esas idas a comprar, la cosa se complicó. Estaba muy oscuro. Tanto que no se le veía ni la cara al tipo de la casilla en donde se vendía, era solo una silueta inmóvil. La Trachyn, que ya estaba relajada y familiarizada con el lugar, trató de apurarlo: “dale, nene, dame la bolsa”. Del otro lado, solo silencio. La calma que antecede al huracán: de repente la silueta se movió y todo se fue a la mierda. Eran diez policías encapuchados, tipo comando, que querían detenerlas a ellas y a los pibes que vendían para Mameluco. Pero ellos no se entregaron, y en cinco o diez segundos el allanamiento se convirtió en enfrentamiento, y el enfrentamiento, en vía de escape.
—Yo ya me había sacado los zapatos, estaba con medias de nylon. Y de repente cuando veo que se armó el rututú salí corriendo por los pasillos de la villa y me tomé un remís. Zafé de pedo.
Las escapadas de la policía son un género en sí mismo dentro de la narrativa travesti. Por eso la anécdota de la Trachyn dispara un aluvión de historias en la mesa y por primera vez en la tarde hablan varias a la vez y todo es un griterío. Se escucha la historia de cuando Carola fue a comprar a Flores, la detuvo la policía y tuvo que entregar la plata y la droga, mezclada con las fugas de la 1-11-14 relatadas por Sonya. Aprovecho el momento de charla general y pongo en la mesa un brownie que había llevado para el postre. La información corre muy rápido y al toque varias dejan de trabajar y se vuelven a acercar a la mesa.
—¿Son brownies con porro o normales? —pregunta alguien.
—Normales —digo.
—¿Brownies con porro? Ah, sí, los vi en TikTok —aporta la Trachyn y todas se empiezan a reír de que tuviera Tikok.
—¿Y porro? ¿Fuman? —pregunto.
Sabía que la Trachyn fumaba, alguna vez me lo había comentado. Pero quiero hablar un poco de la marihuana, una droga totalmente diferente a la cocaína. Con un efecto mucho menos combativo, más relacionado al ocio y a la distracción.
—El mambo del porro me encanta, es el mejor estado. Me pone jovial, alegre, me dan ganas de hacer cosas y de reírme. Además me saca los dolores del hígado. Lo hago cuando me pinta. Me levanto, me hago un desayuno bien copadito, un cigarrillo y después me fumo un porri. Si estoy arriba, me pongo La Delio Valdez al palo o, si estoy más abajo, un Dyango, Sandro o Phil Collins —dice mientras se mete un brownie en la boca.
Es su droga favorita y la primera que probó, en los primeros años de dictadura. No era algo común en su barrio, Pacheco, partido de Tigre. Le convidaron unos chetos de San Isidro y Vicente López, con los que a veces se juntaba por la zona de Martínez. Fue antes de transicionar, antes de trabajar en la calle, antes de todo.
—Yo en ese momento no era ni chicha ni limonada —dice y se pasa la mano por el pecho, dando a entender que todavía no tenía tetas—. Me juntaba con unas mariquitas chetitas y nos íbamos a fumar al río. Era un porro más rico y también pegaba más porque recién empezábamos.
Es la única a la que le gusta. Las demás reniegan del sueño y de sentirse pelotudas cuando fuman.
—¿Te pega bien siempre? —le pregunto a la Trachyn.
—Sí.
—¿Y te agarra bajón después? ¿Te da hambre?
—Y, mirá cómo le estoy entrando al brownie que trajiste.
Se hizo medio tarde. Hay varias que ya empezaron a guardar sus cosas y se nota que no le queda mucho más a esa jornada laboral en el Archivo de la Memoria Trans. En la mesa quedamos Sonya y yo. Ella siempre es dulce, tiene mucho cuidado para elegir las palabras que usa y su tono me hace acordar al de mi abuela materna. Me cuesta imaginarme a la leona violenta y temible que me contó hace un rato que fue, la que ahorcaba tacheros y se agarraba a las piñas para defender su esquina o como fuerza de choque. Quizás no sea ni una ni la otra. Quizás sea ambas. Quizás todos tenemos un poco de las dos Sonyas. Quedan algunos pedazos de brownie y un cuarto de Cachafaz, pero no los quiere, solo tomamos té, como las dos señoras de Belgrano que en este momento somos.
—¿Te arrepentís de las drogas?
—Creo que sí, no sé —dice ella, que se tomó el tiempo de pensar la respuesta durante un sorbo de té—. Aprendí un montón de las drogas, pero me destruyeron un poco. Creo que si volviese a vivir, no volvería a consumir. Aunque hay veces que pienso… cómo me gustaría tomarme un pase o fumarme un pipazo. Pero no más que eso.
Hace diez años que no consume, pero todos los días su cuerpo la obliga a recordar esa época. Se agita rápido, por las noches le falta el aire y a veces tose sin parar. El humo ácido del paco y del cobre le dejó muchas secuelas en los pulmones.
Pero a Sonya no solo la destruyó el paco. Más bien diría que el paco fue la herramienta que encontró ella para escaparse de una realidad que no paraba de intentar destruirla. Una realidad que cada tanto la ponía en una situación de esas que solo pueden olvidarse con una bomba química en el cerebro que te ayude a dejar de pensar.
Una noche en la que volvía muy pasada de trabajar porque estaba en pedo, había tomado merca y fumado paco, se encontró con una de esas situaciones. Eran las dos y media de la mañana cuando bajó del colectivo y se mandó a cruzar el terreno baldío que estaba justo antes de llegar a la villa en donde vivía, en Quilmes.
—¿Qué hacés, Sonya? —escuchó en la oscuridad. Era Pablo, un muchacho del barrio que ella ya conocía.
Por más temeraria que sea, una leona reconoce el olor del peligro, reconoce cuando es presa y no cazadora. Y entonces siente miedo. Antes de que pudiera contestar nada, dos tipos más la agarraron del pelo y la tiraron al piso. Otros cuatro aparecieron y empezaron a pegarle patadas. Ella se rindió, sabía pelear, pero no contra siete. Era un grupo de hombres que recién habían vuelto al barrio, después de haber estado presos en la provincia de Corrientes. Esperaron escondidos en el campito durante un par de horas con el objetivo de que apareciera una mujer para violarla. Y llegó Sonya. La violaron durante cinco horas sin usar preservativo y cuando el día empezó a clarear, la dejaron tirada en el pasto, con la ropa rota y mojada por el rocío.
Su vida siguió como si nada hubiera pasado. El paco y el escabio se ocupaban todos los días de alargar ese océano de segundos en donde podía nadar sin sentir dolor. Hasta que seis meses más tarde, quiso levantarse de la cama y no pudo. Tenía un cansancio que nunca había sentido y con lo último de sus fuerzas intentó alcanzar la botella de whisky para servirse el desayuno de todos los días. Estuvo un rato inmóvil, dedicando toda su concentración a respirar. Apenas pudo, le avisó a su vecina, Karina.
—Llamá a una ambulancia porque me parece que me voy a morir.
Los vecinos la subieron a un auto y la dejaron en el Hospital Muñiz. “Es el bicho”, se decían los médicos entre ellos mientras la atendían, “le saltó el bicho”. Sonya cerró los ojos un rato después de llegar a la guardia y volvió a abrirlos siete días más tarde, en una sala de terapia intensiva.
“Cama siete abre los ojos”, fue lo primero que escuchó al despertar. Cama siete era ella.
A sus amigas les habían dicho que lo más probable era que Sonya muriera en esos días. Las secuelas de la violación habían tardado seis meses en manifestarse. Tenía sífilis, hepatitis E, era HIV positivo y además había desarrollado un tumor cancerígeno en el hígado. Pero estaba viva. Recién un mes después de su internación pudo levantarse de la cama y encarar su proceso de recuperación: tres quimioterapias y cuatro sesiones de rayos para combatir el tumor.
—En ese momento, ¿dejaste de consumir? —le pregunto a Sonya.
—No. Seguí fumando muchísimo paco —dice ella—. Hasta que caí internada por tercera vez y una de las médicas me vino a ver y me pegó un cachetazo. “Estás jugando con nosotras”, me dijo. Eso fue en la misma época en la que ya te conté que mi mamá se enfermó y me rescaté. Ahí entendí que no me tenía que morir.
—Antes de esa situación, ¿no te daba miedo la muerte?
—No, yo fui al hospital a morirme. No tenía miedo. Cuando me di cuenta de que no era el momento, sí me agarró cagazo.
Las palabras de Sonya me llevan a Marlene, al día en el que me recibió en su casa. Estaba muy cansada después de su tercera sesión de quimioterapia, y toda la charla que tuvimos fue en un sillón muy cómodo en donde ella, acostada y abrazando un almohadón, se tomaba un rato para desarrollar cada respuesta. Marlene tiene eso que tienen los grandes oradores, que al principio parece que se están yendo por las ramas y luego todos los conceptos cierran y conviven a la perfección. Me contó sobre la época en la que consumió paco. Vino después de una experiencia de maternidad coartada sobre la que no quise profundizar. Estaba tan triste que decidió suicidarse consumiendo.
—Me metí en una villa y desaparecí. Me estaba castigando, esperando a morirme, pero nunca llegaba ese momento —me contó mientras su voz se difuminaba entre la angustia—. Toda la degradación física del paco es primero una degradación psicológica. Una sensación oscura en donde has tomado la decisión de irte. Algo sumamente depresivo. No hay un momento lúdico con esa droga.
—Pero entonces, ¿en ningún momento del efecto hay placer?
—Sí, hay placer. El placer es abandonarte. Cuando entra la bocanada, el placer es dejar de sentir. Lanzarte a morir.
Llevo varias horas en el Archivo. Comimos, tomamos café, bajoneamos. Nuestra relación sigue entre los dos mojones que conté al principio: un poco me tratan como tías, un poco me quieren levantar. Cuando me acerco a la Trachyn para agradecerle por el tiempo, me tira una frase que, si hiciéramos un diagrama de Venn (ese gráfico en donde hay dos círculos superpuestos), estaría exactamente en la zona del medio, donde se superponen las tías y el chamuyo: “qué lindos ojos, nene”. Me río, agradezco y cambio de tema.
—Y vos, Carola, ¿te arrepentís de haberte drogado?
—No, yo no. No se lo recomendaría a nadie, pero yo no me arrepiento. Aprendí, me dio placer, no le cagué la vida a nadie. No siento que me haya hecho mal.
Agarro mis cosas, saludo con un beso y un abrazo a todas, y salgo a la calle. A los dos minutos me llega un mensaje de Ceci, la coordinadora del Archivo, que fue quien me ayudó a organizar el encuentro: “preguntan las chicas si sos gay o hetero, que te quieren invitar a un baile”.