Así como las transformaciones sociales y culturales (junto con los cambios climáticos) tuvieron injerencia en el nacimiento de la agricultura y la ganadería, también parecen haber cumplido un rol fundamental en hacer que estas se establecieran y perduraran. Cuando los campesinos empezaron a depender más de los cultivos y el ganado, y menos de la recolección y la caza, tuvieron que aprender a planificar la siembra y cosecha de las plantas y la faena de los animales, así como también a anticiparse a las épocas de escasez que algún día llegarían. Poco a poco, los humanos también comenzaron a invertir cada vez más tiempo en pensar en el futuro distante. Planificar con meses o incluso años de anticipación puede ser una tarea desafiante, incluso con nuestras agendas, métodos de organización y aplicaciones de recordatorio en nuestros celulares. Para los campesinos de hace 8000 años, proyectarse era aún más complicado debido a la incertidumbre de su entorno y a las limitaciones tecnológicas y de conocimiento. A pesar de cosechar importantes volúmenes de granos una o dos veces por año, y de tener algunos animales que podían ser sacrificados en cualquier momento, estas comunidades eran muy vulnerables a los desastres naturales. Aunque había comida suficiente para una semana e incluso para el mes siguiente, los campesinos tenían que preocuparse por el año próximo y por el año posterior a ese, porque a veces los malos tiempos podían durar más de lo que duraba un silo lleno de cereales. Fue en este momento en el que —me animo a postular— emergió el vínculo entre el trabajo duro y la prosperidad, afianzando la preocupación de los humanos por el crecimiento, la productividad y el comercio, y sentando las bases de la economía contemporánea. En este contexto, aquellas personas que eran capaces de anticipar y responder de manera efectiva a los vaivenes del clima y que tenían mejores habilidades para responder en tiempos adversos podrían haber sobresalido y haberse convertido en líderes de su comunidad.
Hubo comunidades donde los líderes estaban impulsados por un sentido comunitario y promovían la distribución de la riqueza, donde la producción se compartía entre todos los miembros de la comunidad y donde, por lo tanto, no había una estratificación social clara. Las personas se reunían regularmente para discutir cuestiones importantes, como la administración de la tierra, el momento adecuado para la siembra y la cosecha, y el desarrollo de estrategias para proteger al rebaño de los depredadores y atender conflictos con otras comunidades. En estos casos, cabe pensar que las decisiones no estaban monopolizadas y que se esperaba que todos contribuyeran al bienestar de la comunidad. Pero hubo otras comunidades donde los líderes exigieron un pago por sus servicios y comenzaron a acumular riquezas. Esto pudo haber ocurrido incluso durante la transición hacia la agricultura y la ganadería —durante la miniglaciación que comenzó hace 13.000 años—, momento en el que las tierras fértiles deben haber sido muy valiosas. En este contexto, fue cuestión de que el líder comunal se quedara con una parcela de mayor tamaño o con las tierras más productivas para que se viera beneficiado de una diferencia en la cantidad de granos al final de la temporada. Si tenían muchas tierras y no las podían trabajar por sí mismos, las alquilaban a cambio de una fracción de la cosecha o de algunos animales. De ahí a utilizar los excedentes para pagar favores y establecer alianzas, distribuirlos entre los seguidores para afianzar el liderazgo o comerciarlos por objetos decorativos valiosos que proporcionaran la imagen de un estatus privilegiado, hay un solo paso. Así fue como la estratificación social se volvió aún más profunda, más compleja y, acaso, más rígida.
Este proceso no estuvo exento de conflictos y tensiones, y la lucha por el poder y los recursos se convirtió en una constante, especialmente cuando las amenazas naturales acechaban los cultivos. Además, la productividad agrícola compitió directamente con el crecimiento poblacional, la degradación de los recursos y los desastres naturales, por lo que se hizo cada vez más difícil mantener un equilibrio sostenible entre la producción de alimentos y la demanda de una población en crecimiento. Los primeros campesinos trabajaron la tierra de maneras que agotaban la fertilidad de los suelos, y si bien las innovaciones tecnológicas como la irrigación (hace 8000 años) o el arado (hace 5000 años) causaron enormes ganancias en la productividad al corto plazo, su uso continuo socavó los recursos que sostenían las sociedades y hacían posible la civilización. Sumado a esto, la tala indiscriminada de árboles, tanto para hacer espacio para los cultivos como para alimentar los fuegos en los hogares, degradó el ambiente de manera considerable. En tiempos de escasez, florecieron las guerras y se forjaron los imperios.
Aun así, durante los primeros miles de años de las comunidades campesinas, el igualitarismo fue la forma de gobierno predominante. Hasta que, hace unos 5000 años, comenzaron a aparecer en el Creciente Fértil las primeras ciudades con decenas de miles de habitantes y gobernadas por una élite. En estos asentamientos, las clases ricas vivían en templos monumentales y palacios majestuosos decorados con joyas y estatuas, mientras que la mayoría de la población ocupaba casas pequeñas y modestas ubicadas en la periferia, con un mortero de piedra y una olla de cerámica como sus posesiones más valiosas. La clase gobernante no sólo dominaba la ciudad, sino también un amplio territorio ocupado por aldeas campesinas que pagaban tributos a los líderes. La complejización de la trama social empujó a los gobernantes a desarrollar nuevas formas de administración de los recursos, como la escritura, lo que dio origen a la historia y a las primeras civilizaciones.
La transición desde comunidades cazadoras-recolectoras hacia las primeras comunidades campesinas y el surgimiento de las primeras ciudades y civilizaciones trajo consigo importantes cambios en la estructura social y política de las sociedades humanas. Pero principalmente, la evolución de las sociedades humanas ha sido —y sigue siendo— el resultado de una compleja interacción entre los avances tecnológicos, la organización social y la gestión de los recursos naturales.