Capítulo 2.2

En el lugar y momento correctos

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En los 300.000 años que lleva nuestra especie en la Tierra, hubo dos épocas glaciales, que en total contabilizaron 270.000 años. El último período glacial tuvo una duración de unos 115.000 años, alcanzó su máxima potencia hace sólo 21.000 años, y finalizó hace poco menos de 12.000. Ese mundo era muy diferente al que conocemos hoy. La temperatura promedio a nivel global era de unos 6 ºC menos que ahora, pero en el norte de Europa, América y Asia las temperaturas llegaron a ser hasta 14 ºC más frías que en el presente. Estas regiones estaban completamente ocupadas por una gélida y blanca capa de hielo de 3 km de espesor, y los glaciares representaban cerca del 10% de la superficie de la Tierra. Con tanta agua congelada, el nivel del mar llegó a estar 120 metros por debajo de sus líneas costeras modernas, y el clima era considerablemente más seco que en la actualidad. Los desiertos se extendieron, y los ecosistemas selváticos y boscosos estaban limitados a pequeños parches en el centro de África y América del Sur, y en el sudeste de Asia. La vida era dura y desafiante para los 5 millones de sapiens que para ese momento se encontraban dispersos por todo el mundo (y que es posible que ya hubieran llegado a América del Norte). A pesar de nuestra impresionante capacidad para adaptarnos a una amplia gama de entornos, los humanos tenemos una preferencia por aquellos ambientes en los que prosperamos. Por eso, gran parte de la humanidad vivía en grupos pequeños y aislados, ubicados en áreas cercanas a sabanas y selvas tropicales, donde las condiciones eran un poco más favorables para la caza y la recolección, montando campamentos temporales que abandonaban para seguir las estaciones y las migraciones de los animales que cazaban.

Es común imaginar a los sapiens del paleolítico como torpes y brutos en comparación a los humanos actuales, capaces de obtener agua sin esfuerzo abriendo una canilla y solicitar una pizza a domicilio por teléfono. Si bien nuestros antepasados no inventaron la potabilización del agua ni el celular, tenían capacidades asombrosas: contaban con un mapa mental detallado de su territorio, sus sentidos estaban muy desarrollados y podían percibir su entorno hasta el más mínimo detalle, sabían cómo fabricar un cuchillo de piedra en cuestión de minutos, podían levantar una choza y refugiarse de las inclemencias climáticas usando los recursos del lugar, y más importante aún, poseían una gran cantidad de conocimiento sobre la naturaleza que los rodeaba. Sabían cuáles plantas y hongos se podían comer, cuáles servían como medicina y cuáles podían poner en riesgo su vida, así como también los métodos de recolección y preparación adecuados. También conocían los comportamientos de un amplio rango de animales, que usaban a su favor durante la caza y las migraciones. Entendían la relación estrecha entre los ciclos de la luna y los vaivenes de la marea, lo que les permitió aprovechar los recursos costeros de manera efectiva. Además, comprendían muy bien otros fenómenos naturales como el fuego, que utilizaban conscientemente para limpiar terrenos y facilitar la cacería (el fuego elimina los árboles y favorece el brote de pastos tiernos que atrae a los herbívoros). Yo no conozco ni la mitad de la ciudad en la que vivo, la comida la compro en comercios y apenas puedo coser una media agujereada usando instrumentos que fabricaron otras personas. A diferencia de la mía, la vida de nuestros ancestros dependía de tener un profundo conocimiento sobre la naturaleza que los rodeaba tanto como de sus extraordinarias habilidades de supervivencia.

En aquel momento no existían las escuelas ni las universidades, y mucho menos los tutoriales o los influencers, sólo el conocimiento adquirido por la experiencia y la transmisión oral a través de las generaciones. Para domesticar las plantas, los primeros agricultores tuvieron que aprender a identificar las especies comestibles, interiorizar sus ciclos de crecimiento y el momento adecuado para sembrar y cosechar, y seleccionar y propagar las más productivas y resistentes. También tuvieron que aprender a construir herramientas específicas para preparar el suelo, limpiar los terrenos y gestionar el agua disponible en la zona para satisfacer las necesidades de los cultivos. De la misma manera, los primeros pastores tuvieron que distinguir a aquellos animales que podían ser domesticados y familiarizarse con su comportamiento, alimentación y reproducción, así como también aprender a construir corrales para evitar que se escaparan. Entonces, el primer requisito para que se produjera la domesticación fue reunir un gran conjunto de conocimientos y habilidades. 

Sin embargo, la domesticación de plantas silvestres y animales salvajes no es tarea sencilla ni depende sólo de tener una buena pila de saberes y habilidades. Es una tarea monumental que, además, requiere de mucha paciencia. No cualquier especie puede ser sometida al proceso de domesticación, y sólo aquellas con ciertas características que las hacían más propensas a la manipulación humana fueron las elegidas. En el caso de las plantas, las que crecen demasiado lento, son tóxicas o tienen una baja producción de frutos y semillas resultan menos interesantes desde el punto de vista humano. Por ejemplo, la semilla del árbol de la araucaria (el piñón) es rica en carbohidratos, proteínas, vitaminas y minerales, pero el árbol crece sólo unos 8 centímetros por año y puede demorar hasta veinte años en dar frutos. Algo similar ocurre con el baobab, un árbol africano que da frutos comestibles y con propiedades medicinales, pero cuya tasa de crecimiento es muy irregular y sus semillas son difíciles de germinar y propagar. Lo mismo sucedió con los animales: no eran buenos candidatos aquellos con un comportamiento agresivo y resistencia al cautiverio, cuyo tamaño era demasiado grande o demasiado pequeño, con una tasa de reproducción muy baja o cuya dieta era difícil de proveer (como la de los carnívoros). Por ejemplo, las jirafas y cebras parecen tranquilas a simple vista, pero son animales salvajes que no se adaptan bien a la vida en confinamiento. Domesticar un mamut o un rinoceronte podría haber sido una buena posibilidad para asegurar una fuente de carne, cuero y marfil en grandes cantidades, pero habrían sido complicados de manejar debido a su gran tamaño, temperamento indomable y baja tasa de reproducción (una cría cada tres o cinco años). Por estos motivos, de las 300.000 especies de plantas que dan frutos y semillas en la Tierra, sólo 100 se pudieron domesticar de manera confiable. Asimismo, de las 150 especies de mamíferos terrestres de más de 45 kilos que hay en el planeta, sólo se domesticaron 14, y de esas, 9 están confinadas a ciertas regiones. Sólo se encuentran presentes en todo el mundo la cabra, la vaca, el cerdo, la oveja y el caballo.19La lista de animales que no son mamíferos y se domesticaron incluye a la gallina, la paloma, el pato, el gusano de la seda y varias especies de peces.  De lo anterior, se desprende que, para prosperar, nuestros ancestros también tuvieron que estar en el lugar y momento correctos. Las zonas tropicales tienen una mayor diversidad biológica que aquellas zonas alejadas de las condiciones húmedas y cálidas del trópico debido a que la luz solar provee la energía para que las plantas rompan el agua y la combinen con dióxido de carbono, obtengan los materiales que necesitan para crecer, y se conviertan eventualmente en alimento de los herbívoros (y estos, a su vez, de los carnívoros). Por esto, en líneas generales, a medida que nos acercamos a los polos, las condiciones para la vida son menos favorables. Pero que haya una gran cantidad de plantas y animales en los trópicos no significa que en esos lugares existan especies domesticables. De hecho, no es casualidad que la mayoría de las plantas y animales domesticados tengan su origen en las regiones templadas del mundo.20Aun así, las zonas tropicales también han proveído importantísimos productos alimenticios. El teosinte (antepasado del maíz) proliferaba junto a porotos y calabazas silvestres en las zonas boscosas de la húmeda y cálida Centroamérica. En las sabanas de África crecía el sorgo y el mijo, y en las montañas tropicales de Nueva Guinea, la banana y el taro. Las plantas tropicales evolucionaron con la presencia abrasadora del sol durante todo el año, abundantes lluvias y otras condiciones naturales que hacen difícil el proceso de domesticación. En cambio, en las regiones templadas, con inviernos fríos y oscuros, y veranos calurosos y luminosos, las plantas desarrollaron una gran adaptabilidad a los cambios en el clima y la disponibilidad de recursos. Como las lluvias se concentran en un momento determinado del año, las plantas de las regiones templadas tienen un ciclo de vida más corto que muchas plantas tropicales, lo que significa que se pueden seleccionar y mejorar rápidamente. Además, los suelos de las regiones templadas suelen ser más fértiles que los de las regiones tropicales, lo que favorece los cultivos. En las praderas del sudoeste de Asia crecían las variedades silvestres de trigo y centeno, y allí también pastoreaban los antepasados de las cabras, ovejas y vacas. En el centroeste de Asia, el arroz agreste crecía en los bordes de los ríos y lagos, y la soja abundaba en los valles, donde los cerdos salvajes hociqueaban el suelo en busca de raíces e insectos. Es decir, la disponibilidad de plantas y animales domesticables fue un factor clave para el surgimiento de la agricultura y la ganadería.21Un caso particular fueron los animales de las zonas costeras. Los humanos se deben haber sentido atraídos inmediatamente por la belleza de las playas y su abundancia de recursos alimentarios. En las costas de los trópicos y sus alrededores, los sapiens (y otras especies humanas) encontraron una gran variedad de mariscos, como mejillones, almejas, ostras y caracoles. Dado que estos animales son relativamente fáciles de capturar y representan una fuente rica de proteínas, minerales y grasas de buena calidad, no es raro que hayan sido muy importantes durante las épocas glaciales, cuando la disponibilidad de alimentos en el continente era escasa. De hecho, en estos períodos el consumo de moluscos por parte de los sapiens se intensificó tanto que quedaron restos en los yacimientos arqueológicos, por ejemplo en Sudáfrica.