Capítulo 1.8

De mieleros y ayunadores

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Lamentablemente, muchas de las ingeniosas técnicas de cocción del pasado se perdieron porque no dejan rastro, especialmente aquellas destinadas a cocinar plantas como tubérculos, granos y frutos secos. Debido a este sesgo arqueológico, durante mucho tiempo se pensó que nuestros antepasados cazadores-recolectores eran hipercarnívoros y seguían una dieta abundante en proteínas en donde las plantas representaban una mínima fracción. Sin embargo, en la última década esta visión cambió, y ahora entendemos que la dieta de los humanos fue bastante balanceada entre animales y plantas. Es indudable que, al igual que casi todos los primates, los humanos disfrutan de la carne (particularmente, la cocida). Pero conseguirla es una tarea muy demandante en comparación con recolectar plantas, en especial en regiones tropicales y templadas donde las plantas son por lejos mucho más abundantes que los animales. Como los humanos habitaron estos climas durante los últimos 2 millones de años (y los otros homininos, durante más tiempo), es razonable pensar que las plantas siempre fueron un componente importantísimo de la dieta. Sin embargo, los tubérculos, frutas, semillas y frutos secos no suelen estar disponibles todo el año debido a que tienen una marcada estacionalidad. Entonces, en los meses de primavera, verano y otoño, así como en los climas cálidos de los trópicos, la dieta seguramente tenía más plantas. Pero en los meses de invierno y en las regiones con climas fríos, donde la recolección de plantas era limitada, nuestros antepasados consumían una dieta más alta en carne. Esta diversidad alimentaria se ve reflejada en los registros fósiles. El descubrimiento realizado por el investigador Yoel Melamed en el sitio arqueológico de Gesher Benot Ya’aqov (Israel) en el año 2016 reveló un aspecto fascinante de la alimentación de los humanos de hace aproximadamente 780.000 años. A través de minuciosos análisis, se identificaron más de 50 especies de plantas consumidas por estos antepasados, entre las que se encontraron tubérculos, frutas, verduras y frutos secos. Estos hallazgos sugieren que los antiguos humanos tenían una alimentación rica en fibra y diversidad vegetal, en marcado contraste con las dietas actuales de las personas que viven en las ciudades, ricas en alimentos altamente procesados y con baja calidad nutricional, y con poca diversidad de ingredientes (particularmente, plantas).

El mito de la carnivoría alcanza su máximo esplendor con los neandertales. Esta intrigante especie humana fue considerada históricamente como de meros brutos voraces que sólo sabían cazar y comer carne de mamut. Sin embargo, los neandertales eran una especie humana notablemente adaptable e inteligente, y su dieta era mucho más diversa de lo que se creía. Eran expertos fabricantes de herramientas, manejaban el fuego con la misma facilidad que los sapiens, enterraban a los muertos e incluso podrían haber incursionado en el arte en la pared de alguna cueva. Las investigaciones que analizaron pedacitos fosilizados de comida en los dientes de los neandertales que habitaron en diferentes regiones de Europa encontraron que consumían un amplio rango de plantas (muchas de ellas cocinadas), como frutas, granos silvestres, legumbres, hongos y tubérculos. Los neandertales habitaron una gran diversidad de ecosistemas y no hay motivos para creer que no hayan aprovechado todos los recursos alimentarios disponibles. En las zonas más frías ubicadas más al norte de Europa, los neandertales podrían haber consumido mucha carne, pero en las zonas más cálidas y boscosas cercanas al mar Mediterráneo, podrían haber tenido una dieta prácticamente vegetariana. La coexistencia de neandertales y sapiens durante un período de tiempo en Europa plantea la posibilidad de que ambas especies compitieran por los recursos alimentarios, especialmente por los mamuts, que eran una fuente importante de carne y otros materiales para ambas culturas. Esta competencia pudo haber influido en la dieta y el comportamiento de ambas especies, y es probable que hayan desarrollado estrategias de caza y recolección adaptadas a sus respectivas necesidades y entornos.

El estudio de las numerosas comunidades cazadoras-recolectoras que existen actualmente alrededor del mundo nos puede ayudar a comprender la fascinante diversidad de las dietas humanas a lo largo de la historia. Un ejemplo destacado es el de los gwi y gana en el desierto del Kalahari. Estas comunidades obtienen de las plantas hasta el 80% de sus calorías y una cantidad importante de agua. Las frutas del baobab, las nueces de mongongo y tubérculos como la mandioca y el ñame representan fuentes importantes de alimentos en el entorno desértico. En contraste, los inuit del Ártico tienen una dieta centrada en la caza de animales marinos. Las focas, ballenas, morsas y pescados son sus principales fuentes de calorías, y representan hasta el 75% de su dieta. Sin embargo, también consumen algunas plantas que crecen en la zona, como arándanos silvestres, algas y hierbas aromáticas como el romero y el tomillo. Esta dieta, que les permite sobrellevar las condiciones extremas del Ártico, es asombrosa. Los aka de la República Centroafricana y la República del Congo obtienen aproximadamente el 25% de sus calorías de la carne de animales como monos y cerdos salvajes, y el resto de su dieta consiste en plantas tropicales, como mango y papaya, nueces y semillas de diferentes plantas, tubérculos como la batata y la yuca, así como muchos tipos de hierbas y hojas. Por su parte, los san de Botswana y Namibia dependen en gran medida de la carne de animales como antílopes, ñus y kudus para obtener aproximadamente el 60% de sus calorías. Complementan su dieta con frutas como el tsamma y la amarula, semillas silvestres de girasol y lino, así como varias especies de raíces y nueces. Esta diversidad alimentaria refleja la capacidad humana para aprovechar una amplia gama de alimentos y adaptarse a diferentes condiciones ambientales, lo que ha sido clave para la supervivencia y el éxito de nuestra especie a lo largo de la historia.

Las cifras proporcionadas son promedios y están sesgadas por el momento en que se tomaron los datos, pero las investigaciones que estudiaron algunas de estas comunidades durante varias décadas pueden arrojar luz al respecto. Una de ellas es la hadza, un grupo étnico que vive cerca del Parque Nacional Serengueti (en Tanzania). Los hadza consumen una gran variedad de frutas y bayas silvestres, tubérculos agrestes de mandioca, batata y ñame, insectos como termitas y escarabajos, y carne de antílopes, jabalíes y avestruces. Además, los hadza también han demostrado una notable flexibilidad para adaptar su dieta a lo largo del tiempo. Durante la temporada de lluvias, cuando los alimentos vegetales son más abundantes, su dieta se vuelve más rica en frutas y vegetales. En tiempos de escasez, como durante la estación seca, la caza se vuelve crucial para su subsistencia. Las investigaciones a lo largo de veinticinco años revelaron fluctuaciones en su consumo de carne, que oscilaba entre los 40 gramos por día hasta un máximo de 3 kilos por día. Esto demuestra que su ingesta de carne puede variar significativamente, aportando entre el 20% y el 80% de sus calorías diarias. 

Aun así, en la dieta de los hadza hay un componente que suele ser infravalorado e incluso desestimado al momento de hablar de dietas paleolíticas: la miel. Si bien es prácticamente imposible encontrar un registro fósil que indique consumo de miel, los chimpancés, bonobos y orangutanes buscan miel con regularidad, por lo que no hay razones para pensar que este alimento haya estado ausente en la dieta humana. Este líquido dulce y espeso producido por las abejas, repleto de azúcar, vitaminas, minerales y otros compuestos nutritivos, aporta entre un 10 y un 20% de las calorías que consumen los hadza, particularmente cuando salen a cazar y forrajear. La importancia de la miel en la dieta de los hadza (y posiblemente, en la prehistoria humana) es tan significativa que incluso ha creado un nicho ecológico para una especie de ave. El pájaro mielero, con su peculiar canto, llama la atención de los hadza y los guía hasta los paneles de abejas donde se encuentra la miel. A cambio de un poco de este dulce elixir, el ave continúa colaborando con los humanos. Los análisis genéticos indican que este simpático pajarito apareció hace unos 3 millones de años, por lo que algunos especulan que evolucionó en simbiosis con los humanos. 

Si bien los hadza son un pueblo moderno en comparación con las antiguas poblaciones de cazadores-recolectores (usan cuchillos, visten ropas de algodón, cazan con perros y a veces comercian con agricultores), es una de las pocas comunidades que obtiene la mayoría de sus alimentos forrajeando y cazando en un bosque similar al que ocuparon nuestros antepasados. A través de la caza y la recolección, los hadza ingieren diariamente entre 64 y 243 gramos de proteínas, entre 32 y 89 gramos de grasas, y entre 118 y 400 gramos de carbohidratos. En promedio, esto se traduce a que las proteínas aportan en promedio el 21% de la energía de su dieta, las grasas, el 18%, y los carbohidratos, el 61% —en marcado contraste con algunos regímenes dietarios de la actualidad que proponen reducir al máximo las grasas y los carbohidratos—. Igual de importante es la ingesta de fibra, que oscila entre 24 y 102 gramos por día, valores muy por encima de los 10 gramos por día que suelen consumir la mayoría de las personas en Occidente. Por supuesto, no todo es color de rosa en la vida de los cazadores-recolectores. Estas comunidades enfrentan sus propios desafíos de salud, como la elevada mortalidad infantil por enfermedades infecciosas, lesiones y catástrofes ambientales. Aun así, quienes sobreviven a la infancia y la adolescencia (un 60% aproximadamente) en general gozan de muy buena salud y las enfermedades que causan la mayoría de las muertes en las sociedades industrializadas están prácticamente ausentes. La acumulación excesiva de grasa en los cuerpos, las arterias rígidas y tapadas, e incluso el cáncer son fenómenos casi inexistentes incluso en los mayores de 60 años (que pueden llegar hasta los 80 años siendo muy activos). La rica variedad de alimentos integrales y mínimamente procesados en la dieta de los cazadores-recolectores, junto con su estilo de vida activo y al aire libre, parece proporcionar las bases sólidas en las que se sustenta la excelente salud cardiometabólica de las comunidades cazadoras-recolectoras.

Más fascinante aún resulta el hecho de que los cambios estacionales que experimentan en la dieta no parecen afectar su salud. Al igual que nuestros antepasados, los humanos cazadores-recolectores actuales atraviesan momentos del año en los que conseguir suficiente comida representa un desafío. En un día exitoso de cacería, como cuando se atrapa una jirafa o un tapir, se celebra con un festín donde cada persona puede comer hasta 3 kilos de carne y almacenar el exceso como grasa en el cuerpo. Pero cuando los cazadores vuelven con las manos vacías durante varias jornadas consecutivas, la ingesta de calorías se reduce y las reservas se vacían. La grasa acumulada en la comilona del martes pudo haber pagado por una cacería de persistencia el jueves o permitido subsistir por el resto de la semana sin conseguir carne. Dado que la grasa es la molécula biológica con mayor concentración de energía (tiene el doble que los hidratos de carbono y las proteínas), el tejido graso se convirtió en un tesoro para cuando los alimentos escasean. Un salvavidas metabólico en momentos de necesidad extrema. Este es el motivo por el cual tenemos una gran tendencia a acumular grasa en comparación con nuestros primos de cuerpos magros: mientras los chimpancés y bonobos tienen un 6% de grasa corporal, las mujeres cazadoras-recolectoras tienen un 24-28%, y los hombres, un 9-18%. 

La acumulación de grasa es particularmente importante para la crianza, ya que una humana embarazada necesita consumir suficientes calorías para alimentarse a sí misma y a su feto; después del parto tiene que amamantar, y su leche debe fluir incluso durante los momentos en que la comida sea insuficiente. Debido a que el cerebro de un recién nacido puede consumir hasta la mitad de la energía total de su cuerpo, los bebés sanos nacen con aproximadamente un 15% de grasa corporal (los chimpancés nacen con 3%). En la infancia, cuando el crecimiento del resto del cuerpo está en auge, la cantidad de grasa en el cuerpo alcanza el 25%. Por lo tanto, una buena reserva de grasa corporal en la madre es una póliza de seguro para su hijos, lo que explica la mayor tendencia a acumular grasa en los cuerpos de sexo femenino respecto a los de sexo masculino. Es decir, a lo largo de nuestra historia evolutiva, tener unos kilos extra de grasa corporal pudo haber marcado la diferencia entre la vida y la muerte, y habría aumentado las chances de tener y criar hijos. Sin nuestra extraordinaria capacidad de almacenar grasa, los cerebros humanos no podrían haber sido tan grandes, las madres habrían tenido menos posibilidades de proporcionar suficiente leche para alimentar a sus hijos (con cerebros también grandes), y tendríamos menos resistencia atlética. Como la grasa no se conserva en el registro fósil, no sabemos cuándo nuestros ancestros comenzaron a engordar en comparación con los otros primates, pero es probable que ese proceso haya iniciado con los Homo erectus

Sin embargo, el precio que pagamos hoy por esta capacidad es no estar preparados biológicamente para lidiar con la interminable temporada de abundancia y comodidad constante de los entornos urbanos, algo que se conoce como desajuste evolutivo. Así como nuestros cuerpos no están bien adaptados a ver pantallas de cerca, a estar sentados en sillas con respaldo y a usar calzado con arco, tampoco sabemos lidiar con el flujo continuo de calorías. El costo del confort de la era contemporánea es la miopía, el dolor de espalda, el pie plano y la obesidad. Tomarse el tiempo para visualizar objetos a lo lejos, pararse de la silla para moverse y hacer algo de ejercicio cada tanto, caminar descalzo o usar calzado minimalista, y evitar comer a cada rato durante el día (e incluso incorporar alguna forma de ayuno en algunos días de la semana o el mes)18Vale la pena mencionar que esta recomendación no es válida para aquellas personas que sufren la carencia de alimentos o que están atravesando situaciones delicadas de salud. Cualquiera sea el caso, mejor consultar con un o una profesional. es una manera de ayudar al organismo a sentirse como en casa. Los beneficios del ayuno, cualquiera sea su tipo, tienen que ver básicamente con reducir la ingesta de alimentos y así limitar la cantidad de energía y recursos que se utilizan para digerir la comida y almacenar los nutrientes. Un organismo muy ocupado en la comida está descuidando otras actividades vitales como la reparación del ADN, la limpieza de las células y la restauración de los tejidos. Como consecuencia, las mutaciones genéticas se acumulan, las células comienzan a funcionar mal y los tejidos se dañan, envejeciendo y enfermando. En ese sentido, resulta sorprendente cómo diferentes culturas incorporaron la práctica del ayuno mediante rituales religiosos. Por eso, mientras la alimentación sea suficiente, reducir la ventana de tiempo en la que se consumen alimentos (por ejemplo desde las 8 o 10 de la noche hasta las 8 o 10 de la mañana), le da la oportunidad al cuerpo de hacer las tareas de mantenimiento. Pero la disponibilidad permanente de alimentos de mala calidad y la publicidad que nos incita a comer todo el tiempo mantienen extremadamente ocupados a nuestros cuerpos, y hacen que nos enfermemos. 

Hablaré más de eso en el capítulo 3, de momento lo importante es entender que durante los últimos 7 millones de años, el cuerpo de los homininos atravesó múltiples transformaciones que nos condujeron a ser el animal omnívoro y de cerebro grande que somos hoy. Forjada por cambios en el clima, esta transición de especialistas a generalistas nos indica que no existe una única dieta que los humanos hayan seguido, sino una amplia variedad de dietas que se adecuaron a los recursos alimentarios disponibles. La flexibilidad alimentaria es una de nuestras características más notables y nos permitió sobrevivir y prosperar en distintos entornos a lo largo de la historia. A diferencia de lo que se suele pensar, la selección natural no siempre es una cuestión de “supervivencia del más fuerte”, sino también de supervivencia de los que mejor se adaptan a los entornos cambiantes. Esta profunda verdad sobre la naturaleza humana sentaría las bases para que, luego de otros cambios en el clima, se llevaran adelante los primeros experimentos de lo que fue una de las innovaciones más sorprendentes y polémicas de la historia: la agricultura.