A pesar de las maravillas de la fermentación, los microbios fueron más una fuente de sufrimiento que de felicidad durante gran parte de la historia. Con el crecimiento de la población, los asentamientos urbanos se volvieron cada vez más densos y sucios, no sólo por la cantidad de personas que vivían en ellos, sino también por la cercanía con los animales. Las ciudades y pueblos no contaban con sistemas de saneamiento como las cloacas o el tratamiento de aguas residuales, ni con servicios de recolección de basura, por lo que la materia fecal humana y los desechos orgánicos se acumulaban en las calles, se enterraban en fosas cercanas o se quemaban. Los baños eran un lujo para los ricos y pocas personas tenían acceso a agua limpia para higienizarse, mucho menos a jabón. Durante miles de años después del surgimiento de la agricultura, todo olía mal y la diarrea era común. Como los animales se encontraban en las calles o incluso dentro de las viviendas, sus excrementos estaban por todos lados. Las fuentes de agua comenzaron a contaminarse con desechos humanos y animales, y esto propició condiciones ideales para el surgimiento y la propagación de enfermedades como la gripe, el sarampión y el cólera. De hecho, la mayoría de las enfermedades que causaron desastres en la historia de la humanidad, desde la peste bubónica al COVID-19, son zoonosis, es decir, enfermedades que se transmiten de los animales a los humanos. La fiebre tifoidea es otra enfermedad que diezmó poblaciones enteras en la antigüedad y cuya causante, la bacteria salmonela, provino de los animales y se adaptó a vivir dentro de los humanos. En un estudio que analizó los genes de salmonela rescatados de esqueletos humanos de hace 6500 años, se encontró que todas las variantes de esta bacteria tenían un antepasado común que infectaba a un amplio rango de mamíferos, pero que luego se adaptó a los humanos. La exposición constante a estos microorganismos podría haber generado algún tipo de resistencia natural en las personas que habitaban estas comunidades y haberles conferido una ventaja en relación a las comunidades cazadoras-recolectoras y otras poblaciones no expuestas.
Aunque la agricultura proporcionó la base económica para el surgimiento de los Estados y el desarrollo de las civilizaciones, las jornadas laborales prolongadas y extenuantes, las hambrunas, los déficit nutricionales y las enfermedades infecciosas hicieron que la calidad de vida de las familias campesinas empeorara en relación a la de sus antepasados. La mortalidad infantil se disparó y la población aumentó sólo porque el número de hijos se incrementó aún más. Como dijo el biólogo Jared Diamand, “cometieron el error más grave de la humanidad”. Por supuesto, no todos la pasaron tan mal. Reyes, emperadores, sacerdotes o filósofos seguramente tenían acceso a alimentos frescos y variados a diario dentro de su vivienda cómoda y espaciosa, y gozaban de grandes banquetes servidos por sus asistentes o esclavos. Si bien la clase alta no escapaba a las epidemias infecciosas ni a los amotinamientos durante las hambrunas, tenía una mejor salud y calidad de vida que el resto de la población. Sin embargo, fue justamente entre ellos —reyes, sacerdotes, aristócratas— donde comenzaron a aparecer las enfermedades y condiciones de salud asociadas al consumo excesivo de comida que caracterizan a la mayor parte de la población en el presente.