Gripe | 1918

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Para empezar esta historia, tenemos que llegar a Nueva York en la década de 1910. Y no hay mejor forma de llegar a esa precisa ciudad, en ese preciso momento, que en el barco más famoso de la historia. El problema es que ese barco nunca llegó. El RMS Titanic —“el más suntuoso jamás construido”— se hundió en el medio del océano Atlántico en la madrugada del 15 de abril de 1912 luego de chocar contra un bloque de hielo gigante. Pero no nos demoremos en la historia del Titanic porque todos la conocemos y poco se puede agregar. Tal vez, acaso, el siguiente dato: estaba planeado que la mañana siguiente a esa fatídica noche, en la cubierta del barco, se llevara a cabo un desfile de los doce perros de raza cuyos dueños viajaban en primera clase. Y a esas víctimas nadie las cuenta. Pobrecitos los perritos.1Los perros viajaban en las bodegas y tenían paseadores que los sacaban a cubierta un par de veces al día, pero algunos de los más pequeños compartían camarote —ilegalmente— con sus dueños.

La intención de unir Southampton con Nueva York igual se mantuvo: los sobrevivientes llegaron en el RMS Carpathia, que podría ser tranquilamente nuestro barco protagonista. Pero me da lo mismo; tampoco necesitaba llegar a Nueva York en 1912, sino seis años después, en el increíble 1918.

Fue el 20 de octubre de ese año cuando Harold Edel, el gerente del Strand Theatre de Nueva York, escribió una nota felicitando a la población por la valentía de ir al cine esa noche para asistir a la avant première de lo que sería la película más exitosa —hasta el momento— de Charles Chaplin: Armas al hombro. Lamentablemente, antes de que su nota fuese publicada, Harold murió de gripe.

Pero… ¿por qué Mr. Edel felicitaría a la gente por algo tan mundano? Porque la valentía de la que hablaba no era la de ir al cine específicamente, sino la de salir de sus propias casas y juntarse con un montón de gente: en aquel año, Nueva York —así como la mayoría de las ciudades del mundo— se encontraba en medio de una de las pandemias más grandes de la historia. De hecho, es probable que haya sido la más grande de la historia. Así que presten atención.

Más allá de si la pandemia de gripe de 1918 fue o no la más grande de la historia, por lo menos ostenta el título de ser nada menos que la primera pandemia después de Pasteur, es decir, desde que sabemos que son los patógenos (y no los miasmas) los que transmiten las enfermedades. Sin embargo, para ese entonces, aún no se conocía el virus específico responsable de la gripe. De hecho, ni siquiera se sabía que la causaba un virus. Los virus en 1918 eran un gran misterio: nunca nadie había visto uno porque los microscopios de aquel entonces no eran lo suficientemente potentes. Hubo que esperar quince años a que Ernst Ruska (que era alemán y no ruso como uno querría creer) inventara el microscopio electrónico. Y otros 55 años para que le dieran el Nobel, pero esa es otra historia.

El punto es que, en 1918, de los virus sólo se sabía que eran agentes causantes de enfermedades mucho más pequeños que las bacterias. Alrededor de cien veces más pequeños, si comparamos virus y bacterias de tamaño promedio. Encima, en 1892, el mismo año en que Dmitri Ivanovski se convertía en la primera persona en descubrir un virus,2Hacia fines del siglo xix, Dmitri Ivanovski, trabajando con hojas infectadas de tabaco, fue viendo que las podía machacar todo lo que quisiera, e incluso hacer pasar el resultado por filtros de porcelana, sin que ese preparado perdiera su capacidad de infección. O sea que tenía que haber algo muy chiquito, mucho más que las bacterias, lo más chiquito que se conocía hasta ese momento, que podía pasar por los filtros sin perder la capacidad de infectar. Había descubierto los virus mucho antes de que pudieran observarse por microscopía electrónica. Richard Pfeiffer había descubierto la bacteria Haemophilus influenzae, también conocida como “bacilo de Pfeiffer”. De modo que, para 1918, la comunidad científica creía que era este bacilo el que causaba la gripe. Por lo tanto, el diagnóstico de la enfermedad se volvía muy complicado, ya que se hacía buscando ese bacilo, comparando en el microscopio la imagen de un cultivo de esputo3La elegancia con la que la ciencia es capaz de nombrar una escupida profunda, espesa, de esa que sale bien de atrás, casi de los pulmones, y se proyecta temblequeante a velocidad vertiginosa hasta estrellarse contra algo... Ah, la elegancia. Ah, la poesía. de pacientes con la foto que logró Pfeiffer en 1892. Cosa doblemente dificultosa, por la calidad de la foto de 1892 y porque los microscopios funcionan a trasluz y los esputos no suelen ser muy transparentes. Era un proceso bastante rudimentario, pero resultó muy útil, sobre todo considerando que recién en 2005 terminamos de conocer este virus.

Pero no nos adelantemos, que recién empezamos.

Hoy en día, la Organización Mundial de la Salud recomienda no llamar a los patógenos con nombres de lugares, personas o alimentos, ni tampoco con expresiones que generen miedo como “severo”, “fatal” o “desconocido”. Claro que, hace cien años, la gente no se andaba con estos cuidados. Así que fueron y le pusieron “gripe española” a la gripe, que ni siquiera era española, pero bueno.

El 29 de junio 1918, Manuel Martín Salazar, inspector de salud de España (en donde sí, es cierto, ya circulaba la gripe), anunció frente a la Real Academia de Medicina que no había recibido ningún reporte de la enfermedad en ninguna otra ciudad de Europa. Hoy sabemos que, para ese entonces, Francia ya la tenía circulando en su población. Pero Francia estaba envuelta en la Primera Guerra Mundial, mientras que España era neutral. Esto significaba que España no tenía censurada la prensa, por lo que la noticia de la gripe en ese país empezó a circular más rápidamente. Y desde España saltó al mundo (la noticia, no la gripe), y así se estableció falsamente su origen. Origen que tampoco es Francia, porque las cosas nunca son tan simples. Al parecer, se originó en Estados Unidos, donde ya circulaba hacía mucho más tiempo. Pero Estados Unidos también estaba a los tiros con otros países desde 1917, así que bueno, mejor decirle “gripe española” y todos contentos.

Bueno, todos no. En el proceso de ponerle nombre a la enfermedad se ofendió a un montón de personas: en Senegal la llamaron “la gripe brasileña”; en Brasil, “la gripe alemana”; en Polonia, “la enfermedad bolchevique”; y los japoneses, que tuvieron su primer brote registrado en un torneo de ese deporte en el que, si un participante sale de un círculo dibujado en el ring o toca el suelo con alguna parte del cuerpo que no sean sus pies o (la regla más espectacular) si pierde la única vestimenta que tiene puesta, queda eliminado, la llamaron “la gripe sumo”.

Solamente los franceses, en un acto de cortesía y para no asustar a los soldados, la llamaron “la enfermedad 11” sin ofender a nadie. Pero, al final, los que ganaron la guerra también ganaron la de ponerle el nombre a la enfermedad, y se terminó conociendo en todo el mundo como “la gripe española”.

Entonces sabemos dónde se originó la pandemia más grande de la historia de la humanidad: como dije antes, en Estados Unidos. Pero ¿sabemos cuándo? Sí: el 4 de marzo de 1918.

Ese día, Albert Gitchell, cocinero del campamento militar Funston, en Fort Riley, Kansas, sintió dolor de cabeza, dolor de garganta y fiebre. Eso fue a la mañana. Al mediodía, ya había más de 100 casos similares en ese campamento. Y en las siguientes semanas, el hospital de la zona necesitó un hangar para poder atender a los enfermos.

A partir de entonces, la pandemia de gripe española tuvo tres olas de contagios principales: la primera, que se inició en la primavera del hemisferio norte en el campamento en Kansas. Luego, la segunda, la más agresiva, llegando al otoño de ese mismo año; y la tercera, en el invierno siguiente. Como sabe cualquier persona que haya vivido una pandemia (o sea, cualquier persona que esté leyendo esto), en las grandes ciudades se suelen ver focos muy grandes de contagios, y Nueva York, nuestra ciudad protagonista, con sus 5,6 millones de habitantes, se encaminaba a ser la metrópolis más grande del mundo. Y la más cosmopolita. A pesar de esto, hacia fines de octubre, en medio de esa segunda ola, Armas al hombro fue exhibida.

La máxima autoridad de salud de Nueva York en ese momento era Royal S. Copeland.4Pasé muchas horas tratando de encontrar si tiene algo que ver con Stewart Copeland, el baterista de The Police. No lo encontré. Tampoco pude saber cuán común es el apellido Copeland en Estados Unidos (sí, The Police es una banda inglesa, pero el baterista es estadounidense). De hecho, me parece un gran baterista. Capaz sea importante mencionar que muchas veces las notas al pie de este libro no van a aclarar puntos del texto, sino que lo van a entorpecer más. Me hubiera gustado poner una nota al pie en esta nota al pie para aclarar eso. Copeland era cirujano de ojos y homeópata (algo no demasiado raro en ese momento), y había asumido el cargo hacía muy poco tiempo. En sus hombros cargaba la responsabilidad de tomar medidas para frenar el avance de la gripe. Y la medida más efectiva para prevenir la enfermedad era, claro, el aislamiento social. De hecho, muchas ciudades ya habían declarado la cuarentena. Pero Nueva York no podía entrar en aislamiento, ¡era el puerto más grande donde embarcaban las tropas que iban a la Primera Guerra Mundial! En septiembre de 1918, por ejemplo, en el SS Leviathan, volvía a Nueva York, desde Francia, Franklin Delano Roosevelt, quien se contagió de gripe a bordo y después se curó. Y después se contagió de poliomielitis y quedó en silla de ruedas. Y después fue presidente durante la Segunda Guerra Mundial. Pero al final lo que lo mató fue una hemorragia cerebral. Qué se yo.

Pero no nos perdamos, estamos hablando del manejo de la pandemia más grave en una de las ciudades más grandes y más cosmopolitas del mundo, y que, para colmo de males, no podía entrar en aislamiento. Entonces, Copeland tomó tres medidas principales para bajar la circulación de la enfermedad: escalonar los horarios de cierre y apertura de las fábricas y comercios para eliminar las horas pico, mantener activos 150 centros de salud para atender a los enfermos, y la tercera, la polémica, la menos intuitiva, la que hace entrar en escena a Sara Josephine Baker, la jefa de la división de higiene infantil del Departamento de Salud de Nueva York: no suspender las clases.

Sara Josephine sabía muy bien lo que estaba pasando. Entrevistada por el New York Times, declaró que en aquel momento era seis veces más seguro ser un soldado en las trincheras francesas que un bebé nacido en los Estados Unidos. Pero entonces, ¿por qué recomendó mantener abiertas las escuelas?

Ya dije que Nueva York era una ciudad cosmopolita, lo que no dije es por qué era tan cosmopolita. La mayoría de la población de Nueva York eran inmigrantes que habían llegado en barcos como el Titanic,5Bueno, más bien como el Carpathia. lo que implicaba que gran parte de los adultos que vivían en la ciudad no hablaban inglés. Sara Josephine supo ver entonces que los alumnos serían una pieza fundamental de la comunicación del Estado con la población general: en las escuelas, ellos aprendían, en inglés, información vital sobre cómo cuidarse de la enfermedad, y luego la transmitían a sus padres en su idioma nativo.

Además, en cuanto a mensajes oficiales, la ciudad había tenido una experiencia bastante exitosa veinte años antes, en una intensa campaña contra la tuberculosis en la que Nueva York se convirtió en la primera ciudad del mundo que prohibió escupir en el suelo. Si bien habían armado un escuadrón sanitario que arrestaba y multaba a quienes lo hicieran, vieron que informar a la sociedad sobre el peligro de esparcir la bacteria era más efectivo que las multas. Y aprendieron.

Yo tengo recuerdos de ver carteles en Buenos Aires con la inscripción “Prohibido salivar en el suelo. Normativa abril de 1902”, con lo cual Argentina también intentó frenar la tuberculosis de este modo, convirtiéndose en el primer país latinoamericano en imitar a Estados Unidos y prohibir esta práctica. Hoy en día esos carteles no los veo más. Y la gente escupe en el suelo.

Pero la comunicación sobre la pandemia durante la guerra no fue tan fácil como puede parecer por lo que dije hasta acá. Estados Unidos tardó en declarar la enfermedad y, por orden del entonces presidente, Woodrow Wilson, la prensa hegemónica debía abstenerse de dar malas noticias a fin de mantener alta la moral de la población. Eso fue un gran problema en todo el país.

En casi todo el país.

En Gunisson, un pueblito de 1300 habitantes en Virginia, la historia era otra. Los gunnisonitas (se dice así, lo verifiqué en una página web de gentilicios) descubrieron rápidamente que ellos tenían, en realidad, dos problemas: todos los pueblos cercanos mostraban una alta circulación de gripe y, además, dos ramales distintos del ferrocarril pasaban por ahí. Y Wilson había pedido que la prensa hegemónica no informara lo que pasaba por el tema de la moral y la guerra, pero en el pueblo decidieron que esa prensa no incluía a The Gunnison News-Champion, un pequeño periódico que titulaba cosas como “La gripe nos persigue”6O la mejor traducción posible de “The Flu Is After Us”. e informaba que la enfermedad circulaba por todos los pueblos cercanos. La estrategia de Gunnison, además de decir la verdad, fue declarar una “cuarentena contra todo el mundo” que incluía barricadas, retener visitantes y arrestar a quienes violaban el aislamiento. También clausuraron todos los espacios cerrados y prohibieron las reuniones en la calle por cuatro meses.

Y funcionó. Gunnison salió de la pandemia sin un solo caso de gripe.

El final del mandato presidencial de Wilson tiene un giro bastante interesante. Tuvo varios problemas cardíacos que lo dejaron imposibilitado de seguir ejerciendo la presidencia, pero no había ninguna forma legal de que dejara el mando ya que, aunque estaba incapacitado, seguía con vida. También, como si fuera poco, Woodrow se contagió de gripe. Pero lo hizo en París, seis meses antes de sufrir el accidente cerebrovascular que lo dejaría postrado. Woodrow había viajado a negociar los términos del tratado de Versalles y, al parecer, terminó cediendo gran parte de lo que había negociado con Alemania. Se cree que esto se debió un poco a que estaba exhausto, como síntoma de la gripe. Desde este punto de vista, entonces, la gripe cumplió un rol en el tratado de Versalles, en el que, aún así, Alemania quedó muy perjudicada.

Para entender realmente lo que pasó con la gripe tenemos que avanzar algunos años, digamos 86. En el año 2005, a partir de los pulmones de una persona que murió en Alaska en noviembre de 1918 por la enfermedad y que permaneció congelada en permafrost,7El permafrost es el suelo permanentemente congelado que se encuentra en las zonas más frías del planeta, que, lamentablemente, cada vez son menos. De hecho, por el cambio climático, el permafrost está derritiéndose, y están quedando al descubierto un sinnúmero de animales y vegetales que estaban congelados desde hace decenas de miles de años. Esto, a su vez, es otro problema, porque son millones de toneladas de carbono que estaban a resguardo en el permafrost y ahora, al descongelarse y descomponerse, liberan más dióxido de carbono, un gas de efecto invernadero que, a su vez, acrecienta el problema del cambio climático que, a su vez, destruye el permafrost, etcétera... se pudo obtener la secuencia completa del genoma de la gripe española.8En realidad, también se usaron para este fin un grupo de muestras tratadas con formalina para evitar su descomposición, pero nadie va a discutir que el dato de Alaska es más lindo. A partir de esta secuencia y en un trabajo que trajo mucha controversia, se pudo generar artificialmente, en el laboratorio, el mismo virus exacto de esta historia. En contraste con las cepas de gripe que circulaban en el año 2005 (como sabemos, el virus de la gripe circula todos los años en todo el mundo, pero se trata de cepas diferentes), el de 1918 causó muerte en ratones y en huevos de gallinas embrionados y mostró una capacidad muy aumentada de replicación en células humanas. Dicho de otro modo, el de la pandemia de 1918 demostró ser un virus mucho más agresivo. Afortunadamente, dejó de circular a principios de los años 20. Nadie sabe bien por qué. Desapareció tal como había llegado, no sin antes causar entre 50 y 100 millones de muertes (entre el 2,5 y 5% de la población mundial de entonces), según las estimaciones más pesimistas. Y ni aún así puedo recalcar cuán violenta fue esta pandemia: una de cada tres personas en el mundo se infectó, fue la ola de muertes más grande desde la peste negra y murieron, al menos, el doble de personas (y en muchos más territorios) que en toda la Primera Guerra Mundial, la que acontecía mientras tanto, la que hacía que no se pudiera comunicar lo que pasaba. Bueno, creo que sí podía recalcar cuán violenta fue.

Pero lo más interesante acaso sea lo poco que sabíamos en el momento. Es decir, lo poco que sabíamos comparado con lo mucho que sabíamos sobre otras cosas. Por ejemplo, si bien ya había muchos avances en física —sin ir más lejos, ya estaba publicada la teoría de la relatividad—, en medicina recién estábamos empezando. Incluso Émile Roux, director del Instituto Pasteur y uno de los primeros discípulos de quien demostró la teoría microbiana, declaró en 1918 que desinfectar los ambientes era absolutamente inútil dado que, a pesar de que un teatro o un tren estuviesen desinfectados, bastaba con que una persona infectada estornudara para contagiar al resto. En parte tenía razón, aunque hoy sabemos que el virus puede soportar algunas horas en superficies y la desinfección eliminaría, por lo menos, esos focos de contagio. O si no, tomemos como ejemplo la búsqueda de la vacuna. Para ese entonces, ya existía la idea, el concepto de vacuna; ya existían experiencias exitosas de vacunas. Y, naturalmente, varios laboratorios estatales se pusieron a armar la vacuna contra la gripe. Pero lo hicieron a partir del bacilo de Pfeiffer, que se pensaba que era el que causaba la enfermedad. Como era de esperar, la vacuna no funcionó.

Sin embargo, en mi opinión, la historia que mejor ilustra el espíritu científico de la época, esa especie de mezcla entre saber un montón e ignorar cosas importantísimas, es la historia de “las chicas del radio”. En aquel entonces, estaba ocurriendo un furor por los materiales radiactivos. Poco después de que Marie Skłodowska Curie descubriese el radio, se vio que este elemento podía reducir el tamaño de tumores. Este descubrimiento dio origen a lo que se conoce como “la explosión del radio”, que básicamente fue la moda de ponerle radio hasta al agua que bebía la gente, porque le atribuían poderes curativos, casi milagrosos. Hasta el Dr. Alfred Curie, sin tener ningún parentesco con Pierre y Marie, pero capitalizando la coincidencia, desarrolló una pasta de dientes con radio y cremas faciales rejuvenecedoras. Mientras tanto, la empresa United States Radium Corporation había patentado una pintura luminosa llamada Undark, hecha a partir de pegamento, agua y polvo de radio, que se usaba para pintar los números y las agujas de los relojes militares. Eso venía muy bien para la guerra (no sé si lo mencioné, pero todavía estaba ocurriendo la guerra más sangrienta de la historia) porque las trincheras solían ser oscuras y los soldados no llegaban a ver los números en sus relojes no fluorescentes. Relojes que, además, en esa misma guerra se convirtieron por primera vez en relojes pulsera, y ya no de bolsillo, para evitar que, cuando iban a gatas por las trincheras, a los soldados se les cayeran y los aplastara el que venía atrás.

La cuestión es que, para pintar los relojes, la Radium Corporation empleaba a alrededor de setenta mujeres. La empresa les pagaba algo así como 5 centavos por reloj, y estas mujeres pintaban alrededor de 200 relojes por día. Eso da una bonita suma de 10 dólares por día, que no era tan poca cosa en ese entonces. Hasta parecía un buen trabajo. No cuesta pensar que incluso sonreían cuando, para pintar cada uno de los 12 números de cada reloj, afinaban la punta del pincel con sus labios. Y como si chupar radio de un pincel fuera poco, la pintura era tan increíble que habitualmente las jóvenes la usaban para pintarse los dientes y las uñas.

Diez años después, las Radium Girls empezaron a morir.

En 1925 salió un artículo en The New York Times en el que se informaba de cinco muertes causadas por una nueva enfermedad, la necrosis causada por radio. Esas cinco personas muertas eran Radium Girls. Hubo un juicio enorme a la United States Radium Corporation en el que se determinó que las Radium Girls —las que siguieran vivas— recibirían un total de 10.000 dólares, más 600 dólares por año —mientras siguieran vivas—, más los gastos de hospitales. Ganaron el juicio, pero murieron poco después. La reputación del radio, a partir de ese momento, empezó a caer. Lo cual me parece absolutamente lógico.

El 17 de septiembre de 1918, el vapor francés Ligier arribó al dique 4 de Dársena Norte de Buenos Aires. El Ligier era un barco de 3531 toneladas, algo así como quince veces menos que el Titanic. (¡El Titanic! El barco con el que empezamos y del que dije que nada había para agregar a su historia. Lo tomé como un desafío personal, así que voy a intentar agregar datos pocos conocidos: en las fotos se ve que tenía cuatro chimeneas, comunes en los barcos a vapor —como el Ligier—, pero la cuarta en realidad era falsa y sólo estaba para darle un aspecto más simétrico. Goebbels, el ministro de propaganda nazi, produjo en 1943 la película Titanic, que asegura que el capitán Smith desoyó alertas que le dió un capitán alemán. El viaje inaugural no fue tan promocionado porque el Titanic tenía un gemelo que era exactamente igual en tamaño, que había sido botado unos meses antes. El Titanic fue el barco más grande del momento porque se toma como medida el tonelaje y, gracias a que le agregaron equipamiento, pesaba un poco más. Cuando el barco se hundió, murieron más de 1500 personas. Y nueve de los doce perritos.)

Perdón, decía que el Ligier había zarpado de Burdeos, Francia, y en su camino había hecho escalas en Dakar, Salvador de Bahía, Río de Janeiro, Santos y Montevideo. Llegó con 171 pasajeros. Durante la inspección sanitaria, se constató que se habían producido casos de gripe durante la travesía. Así llegó la gripe española a la Argentina y causó, según el Departamento Nacional de Higiene, alrededor de 15.000 muertes, aunque esa cifra no tiene en cuenta los territorios nacionales de Misiones, Formosa, Chaco, La Pampa, Neuquén, Río Negro, Chubut, Santa Cruz y Tierra del Fuego, que no contaban con datos epidemiológicos.

El Luna Park (no el estadio porteño, sino el parque de diversiones de Coney Island, en Nueva York) permaneció abierto durante la pandemia y yo no sé cuánta gente se habrá contagiado en ese lugar, pero estimo que no fue poca. En cambio, en Buenos Aires, se cerraron los teatros y se suspendieron espectáculos deportivos hasta principios de 1919. Incluyendo, ahora sí, al Luna Park porteño, que en ese entonces ofrecía espectáculos de acrobacia y funcionaba enfrente de donde ahora está el obelisco de Buenos Aires. Luego, cuando se construyó la avenida 9 de Julio, el Luna Park fue desalojado y derribado, y tuvo que mudarse a su emplazamiento actual, justo enfrente del dique 4, donde unos años antes había amarrado el buque Ligier.

Allí, al menos, tuvo una vida más tranquila.

Bueno, excepto por esa vez, el 20 de octubre de 1972, durante el Gran Festival de Rock, cuando el cantante de La Pesada del Rock and Roll, Billy Bond, dijo “rompan todo” y la gente fue y rompió todo. Hubo grandes disturbios y al día siguiente el periódico Así tituló “Hordas de hippies arrasaron el Luna Park”. Juan Carlos Lectoure, quien fue durante décadas el gerente general del estadio, se opuso hasta el día de su muerte a que cualquier banda de rock volviera a tocar allí.