/ Fiebre
Capítulo 1

Cólera

Imagen de portada
La portada del capítulo sobre el "Cólera" utiliza retratos históricos y elementos visuales que simbolizan la transmisión de la enfermedad, como el agua y la higiene. La combinación de ilustraciones de figuras políticas de la época y referencias al control del agua destaca la relación entre la enfermedad y las condiciones de vida. La paleta en blanco, negro y naranja da un contraste entre el pasado y el impacto sanitario, resaltando la historia de cómo se abordaron las epidemias.

El 21 de junio de 1829, Juan Galo de Lavalle, un general unitario y descendiente directo del conquistador de México, Hernán Cortés, llegó a Cañuelas a reunirse con, tal vez, su mayor enemigo: Juan Manuel de Rosas. Eran los tiempos de la guerra civil en Buenos Aires, cuando cualquier viento traía olor a pólvora. Seis meses antes, Lavalle había mandado a fusilar al gobernador de Buenos Aires, Manuel Dorrego, y ejercía desde ese momento la gobernación de facto, aunque su poder mermaba cada día.

El viaje hasta Cañuelas había sido largo, 35 kilómetros a caballo por la pampa húmeda, esa extensión interminable de pastos que en aquella época todavía se conocía como “el desierto”. El caballo estaba cansado; Lavalle, también. Pero cuando llegó a la Estancia La Caledonia, donde Rosas había establecido el campamento que le servía de cuartel general, Lavalle se encontró con que el jefe de los federales no estaba: Rosas había salido a hacer una recorrida, e iba a tener que esperarlo algunas horas.

Lavalle, inconsciente o temerario, se acostó a dormir una siesta en la mismísima cama de Rosas, que no estaba en la edificación principal (donde vivían los Miller, dueños de la estancia), sino en una casilla de servicio. No está claro si lo invitaron o si se tomó el atrevimiento él solo. Lo que sí se sabe es que, cuando Rosas volvió de su recorrida, encontró una escena extraña: su rival dormía plácidamente. Dormía indefenso, y él tenía un cuchillo. Dormía solo, y él tenía un ejército.

En vez de matarlo, Juan Manuel lo despertó con un mate.

Bueno, al menos a mí me gusta pensar que así fue como ocurrió. Capaz el mate fue más tarde. Pero lo cierto es que Rosas no lo mató. En lugar de eso, se reunieron y, en los días posteriores, tuvo lugar lo que luego se conoció como pacto de Cañuelas. No voy a contar la historia del pacto de Cañuelas, porque lo que yo quería contar es que el mate que tomaron esa tarde era mate de leche. Hoy en día puede resultar gracioso pensar en dos de los militares más importantes del país tomando mate de leche, pero en aquel entonces era bastante común, no sólo hacerlo con leche, sino también muy dulce.

El punto es que, según cuentan, la cocinera encargada de hacer el mate para los generales se olvidó la leche con azúcar en el fuego mucho tiempo, y la leche se quemó. De hecho, algunas versiones dicen que la razón por la que ocurrió el olvido fue, justamente, haber visto en el catre al enemigo jurado de su patrón. Pero Rosas, en lugar de hacerle tirar el resultado a la pobre cocinera, lo probó con una cucharita. Y le encantó. Esa es la leyenda de cómo nació el dulce de leche. Y, en mi humilde opinión, es un desperdicio de leyenda. Sería mejor contar que así fue como nació la costumbre de comer dulce de leche directamente del pote, con una cucharita, parado en la cocina, que es tal vez la única cosa capaz de ganarle al dulce de leche mismo.

Igual, es bastante probable que la historia no sea verdadera, porque hay una muy similar con el nacimiento de la sopa paraguaya y Carlos Antonio López, que entre 1844 y 1862 fue el presidente —de hecho, el primer presidente— de Paraguay.

Carlos comía todos los días una sopa hecha con leche, queso, huevos y harina de maíz, que se llamaba tykuetï. Todos los días, a la misma hora. Él era muy metódico y, además, era el presidente. Y medio que no podías contradecir al presidente a mediados del siglo xix, así que el tykuetï ocurría en el palacio presidencial con una constancia religiosa.

Pero un día, según cuenta otra leyenda, la cocinera del palacio agregó sin querer demasiada harina de maíz a la mezcla. Cerca del mediodía, se encontró con dos problemas: el primero era que la mezcla era demasiado espesa para ser un tykuetï; y el segundo, que el presidente estaba por llegar. Entonces hizo lo que todas las personas en relación de dependencia hicimos alguna vez: improvisar para zafar. La cocinera siguió adelante, puso la mezcla en el horno y le quedó una especie de bizcochuelo salado. Cuando Carlos llegó, se la hizo probar, y a él le encantó. Tanto le encantó que, en un arranque de patriotismo, la llamó “sopa paraguaya”. A partir de ese entonces, quedó instalada la costumbre de la sopa paraguaya al mediodía.

Bueno, no sé si son tan parecidas las historias, pero se parecen en los detalles. Y eso nos lleva, de algún modo, al punto al que quería llegar. Y ese punto es el cólera.

El cólera es una enfermedad, y la responsable de esa enfermedad es la bacteria Vibrio cholerae, que fue descubierta por Robert Koch en 1883. Koch ya era famoso en esa época porque también había descubierto el bacilo de la tuberculosis y era el principal rival de Louis Pasteur. Esa rivalidad llegó a su fin con el batacazo del francés, cuando descubrió la vacuna de la rabia.

El síntoma principal del cólera es una deshidratación muy rápida y peligrosa. El bacilo que la causa se transmite sobre todo por el agua contaminada y se reproduce sobre todo en verano, por lo que, al disminuir las temperaturas en las zonas afectadas, suelen también bajar los casos. Por esto mismo es común observar distintos ciclos de infección a través de los años.

Se registraron seis pandemias de cólera desde la de 1817, en la India, hasta la última, que se inició en 1962. Actualmente es endémica en varias regiones del mundo y, por año, se generan entre 1,3 y 4 millones de casos de esta enfermedad, y entre 20.000 y 143.000 muertes. Sí, yo también me asombré por el rango tan amplio, pero así está en la página de la Organización Mundial de la Salud.

La tercera de esas seis pandemias pegó fuerte en Europa. Y en Londres, mató a más de 10.000 personas. Fue entonces, en 1854, cuando John Snow —no el rey en el Norte, sino el médico— identificó que los focos de la enfermedad se acumulaban en zonas donde el agua estaba contaminada con heces. Acto seguido, cartografió los pozos de agua de la ciudad y así pudo identificar el de Broad Street como principal sospechoso de generar el brote. Una vez clausurado el pozo por sugerencia de John, los casos empezaron a disminuir. Esto sentó las bases teóricas de la epidemiología. Un mérito nada menor. Hoy, justo donde estaba ese pozo, se erige el John Snow Pub, para homenajearlo como a los ingleses más les gusta: tomando cerveza. Es que Snow no hizo sólo un mapa, hizo una representación estadística sobre el mapa en lo que se considera, junto con los gráficos de Florence Nightingale (una enfermera que demostró que las medidas de higiene en un campamento de guerra podían salvar muchas vidas), las primeras visualizaciones de datos de la historia.

Pero las bacterias viajan. Viajan mucho y viajan lejos. Y durante esa misma pandemia, el cólera finalmente llegó a América. Para 1867, ya se había empezado a esparcir cómodamente en los campamentos brasileños de la guerra del Paraguay. Como en esa guerra Argentina y Brasil eran aliados, rápidamente se detectaron casos en el ejército argentino, particularmente, en el campamento de Tuyú Cué, a cargo de Lucilo del Castillo, un médico, permítanme decirlo, con un nombre precioso.

Luego, a través de los soldados que volvían del frente, el cólera llegó a Rosario, primero, y a Buenos Aires, después, donde generó un brote muy importante que mató, el 2 de enero de 1868, al vicepresidente Marcos Paz. Valga mencionar que el vicepresidente justo estaba ejerciendo la presidencia porque Bartolomé Mitre, que era el presidente electo, estaba al mando de las tropas argentinas en la guerra del Paraguay.

Pero Marcos Paz no fue la única víctima, a lo sumo fue la más prominente. La epidemia hizo estragos en Buenos Aires y empezó a llenar el cementerio de la Recoleta, una especie de adelanto de lo que pasaría apenas tres años después con la epidemia de fiebre amarilla.

De hecho, se calcula que durante el brote de cólera de 1868 murieron por esa causa no menos de 3000 porteños, según dice el libro El cólera en la República Argentina, del Dr. José Penna. Otras versiones hablan de alrededor de 2000, pero me quedo con Penna porque me gustan las tragedias (y a ustedes también, miren el libro que están leyendo) y, además, porque él fue de los primeros médicos en aceptar el postulado de Koch sobre el origen de la enfermedad, rompiendo con el paradigma que todavía predominaba en la comunidad médica y científica, que sostenía que la transmisión de las enfermedades se producía a través de miasmas, esas emanaciones fantasmagóricas de los cuerpos enfermos hacia los sanos.

Finalmente, el brote remitió, acaso por el frío o por otros factores, y por un tiempo la cosa anduvo tranquila. Bueno, no. En realidad, hubo otra epidemia fuerte de cólera en Buenos Aires en 1886 y 1887, que llegó al norte del país, y otra que se inició en 1895, en Santa Fe. Pero después de eso, la cosa sí anduvo tranquila. Al menos hasta el 12 de octubre de 1910, día en que Roque Sáenz Peña asumió la presidencia. En ese mismo momento, llegó la noticia de que el cólera amenazaba de nuevo. Su sombra se agitaba en el Araguaya, un buque a vapor que provenía de Inglaterra y Francia y que transportaba a varios inmigrantes con destino final a Buenos Aires. Durante el cruce del Atlántico, habían muerto de cólera al menos cuatro pasajeros. Pero para ese entonces, el Dr. Penna estaba a cargo del Departamento Nacional de Higiene y tenía el poder de introducir nuevas estrategias para evitar el contagio de enfermedades, sobre todo a partir de los postulados de Koch (como les conté, él era de los pocos que los aceptaba y aplicaba en su trabajo). Rápidamente, Penna recurrió al aislamiento, desinfección y control de los enfermos, lo que fue crucial para evitar otra epidemia.

La estrategia principal se basaba en el hecho de que los individuos sanos podían transmitir la enfermedad. Penna entrenó a Salvador Mazza, un médico recién recibido, para ponerlo a cargo del laboratorio de bacteriología del Hospital de Aislamiento de la isla Martín García. En este hospital de aislamiento (o lazareto), se sometió a estudio a todos los pasajeros del Araguaya y de los barcos que provenían de zonas donde circulaba la enfermedad para determinar si eran portadores, aunque no presentasen síntomas. Bueno, a todos los pasajeros no. Solamente a los de tercera clase. Hay cosas que nunca cambian.

Mazza, luego, fue codescubridor del mal de Chagas-Mazza, que transmite la vinchuca y que actualmente es endémico en varias zonas de nuestro país. Penna, por su parte, le dio el nombre a más de un hospital en Argentina. Y la isla Martín García, bueno, sigue ahí, claro: es una isla. Actualmente se la puede visitar: para eso hay que tomar una lancha que sale desde Tigre, provincia de Buenos Aires, y son alrededor de dos horas de navegación. Viven algo más de cien personas y, a pesar de estar a más de 85 kilómetros, depende administrativamente de La Plata.

Además de contar parte de la historia de la salud pública en Argentina, la isla también fue el centro de detención de varios personajes importantes de la política, incluyendo expresidentes como Torcuato de Alvear, presidentes depuestos como Arturo Frondizi, presidentes depuestos por dictaduras como Hipólito Yrigoyen, y futuros presidentes depuestos por futuras dictaduras como Juan Domingo Perón.

Pero mucho antes de eso, en 1838, Lavalle (el del mate de leche, ¿se acuerdan? Fue hace un montón de páginas eso) organizó en Martín García un ejército de mil soldados (un número bastante difícil de chequear) al que llamó la Legión Libertadora (nombre que retomarían luego quienes hicieron el golpe de Estado a Juan Domingo Perón en 1955) y cuyo propósito era apoyar una sublevación en contra del gobernador de Buenos Aires, Juan Manuel de Rosas. A esta sublevación le fue bastante mal, y Lavalle comenzó a desplazarse hacia el norte, dando algunas batallas todavía. Pero no llegó a atravesar la frontera. El 9 de octubre de 1841, fue asesinado en Jujuy por, según cuenta una historia, una bala disparada por un federal apodado el Negro Bracho (otro gran nombre). Al parecer, la bala del Negro Bracho habría atravesado la cerradura de la puerta de su refugio, por donde Lavalle estaba espiando, para alojarse en su cabeza. Lamentablemente para los que nos gustan las buenas historias, sobre todo cuando son reales, las reconstrucciones balísticas más actuales sostienen que esta hipótesis es imposible.

La cuestión es que, aunque parece olvidada y frágil, la isla Martín García vio de todo durante su existencia. Es, de algún modo, como el jarrón de la casa de mis viejos (si no sabés de qué jarrón hablo, es porque no leés las notas al pie. Qué bonito, eh, con el trabajo que me tomo al escribirlas). Y la verdad que no recuerdo por qué estamos hablando de la isla Martín García, pero ya llegué hasta acá así que tiro dos datos más: por un lado, hay algo misterioso y es que todas las cruces de las tumbas de su pequeño cementerio están inclinadas hacia la derecha, y nadie nunca pudo explicar por qué. Por otro lado, dado que varios pueblos indígenas fueron llevados allí de manera forzada, algunos historiadores sostienen —en base a material de archivo de la Armada— que la isla fue usada como un verdadero campo de concentración entre 1871 y 1886.

La historia de las poblaciones originarias en Argentina es larga, triste y complicada. No voy a meterme ahí. Basta con decir que, además de todo, fueron de las poblaciones más golpeadas por la epidemia de cólera de los años 90 del siglo XX.

Lo cual me recuerda: el 14 de febrero de 1992, el vuelo 386 de Aerolíneas Argentinas, que cubría la ruta Buenos Aires-Lima-Los Ángeles, aterrizó en suelo estadounidense. Llevaba 336 pasajeros y 20 tripulantes. Al parecer, en la escala en Lima, los camarones que cargaron para la cena estaban un poquito contaminados. Pocos días después, se detectó cólera en 76 pasajeros, y uno de ellos murió. A partir de ese hecho, el gobierno argentino lanzó una campaña comunicacional en todos los medios para combatir la enfermedad. Esta campaña, que el Sistema Teleducativo Argentino se encargó de difundir, estaba dirigida a distintas clases sociales, con mensajes muy fuertes y usando, sobre todo, metáforas bélicas. Ese es el brote que muchos de nosotros recordamos. El de las gotitas de lavandina en el agua y los veranos sudorosos al lado de ollas hirviendo. En las tandas publicitarias de los dibujos animados, la tele nos enseñaba a cuidar la higiene. Muchas de las costumbres que tenemos hoy en día, como lavar la fruta antes de comerla, arraigaron en esa época y ya no las cuestionamos. Quizás, gracias a eso, no volvimos a tener epidemias de cólera tan severas.

Pero no podemos quedarnos a principios de los 90 (cosa que quisiera, porque eso significaría que tengo ocho años). Tenemos que volver a la guerra del Paraguay, 130 años antes, cuando el presidente Mitre tuvo que volver de la guerra por culpa de la epidemia. O porque no le estaba yendo muy bien al mando del ejército. De hecho, había perdido en Curupaytí, una de las batallas más importantes, tan increíblemente bocetada por Cándido López y pintada un tiempo después, cuando aprendió a hacerlo con su mano izquierda, porque, en esa misma batalla, una granada le había volado la derecha.

Como pasa con la mayoría de las guerras, los patógenos fueron fundamentales en la resolución de la guerra del Paraguay. Sobre todo, cuando el cólera llegó al ejército paraguayo. Hay quienes dicen que en el ejército paraguayo el cólera se dispersó mucho más rápido porque ellos compartían tereré, cuya agua fría no inactivaba el bacilo como sí lo hacía, al menos en parte, el agua caliente del mate que compartían los uruguayos, brasileños y argentinos. Sí, los brasileños también tomaban mate: lo llaman chimarrão y lo sirven en cuias, que son como unos mates gigantes.

A pesar de la enorme diferencia numérica y la alianza de tres países (con la ayuda de Inglaterra) contra un solo país, la guerra duró cinco años. Cuando inició, Mitre pensaba que no superaría los tres meses, pero les dije que Bartolomé no era bueno para la estrategia bélica. En Paraguay murieron prácticamente todos los hombres. Incluso, en las últimas batallas, pelearon muchas mujeres y niños con bigotes pintados. A medida que perdía territorio, el presidente Francisco Solano López y sus hombres iban fundando la capital de Paraguay de nuevo. Se retiraban y la volvían a fundar un poco más lejos, una y otra vez, hasta que llegó la última batalla de la guerra, la de Cerro Corá. En esa batalla, finalmente, Francisco Solano López murió. No se sabe si sus últimas palabras fueron “muero por mi Patria” o “muero con mi Patria”. Y puede parecer un detalle menor, una palabrita, un par de letras, digamos. Pero esas letras cambian todo el significado. Al fin y al cabo, dicen que en los detalles se esconde lo importante. Lavar la fruta antes de comerla es un detalle. Estas historias están conectadas a través de sus detalles. Francisco era conocido también por cuidar los detalles: en todas las reuniones oficiales servía sopa paraguaya, en homenaje a su padre.

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