El 16 de febrero de 2020 fui a la televisión. Me acuerdo de que salí al aire un poco enojado porque la conductora del programa, cuando me saludó, me dijo: “muy de domingo te viniste”. Yo tenía puesta mi mejor remera y pantalón. Hasta a la peluquería había ido. Y como si esto fuera poco, ese día era, justamente, un domingo.
En mi intervención hablé, sobre todo, de los casos de dengue que había en ese momento en Argentina, ya que estábamos atravesando un brote muy fuerte. También hablé del contagio sostenido de sarampión que estaba sucediendo en ese momento y que no se veía en el país desde 2000.1Argentina estaba declarada libre de circulación de este virus hasta agosto de 2019, fecha en que se empezaron a observar casos de contagio y, por ende, estuvimos en riesgo de perder dicho estado. Por suerte eso no ocurrió. Y menos mal, porque bastantes problemas tuvimos en el 2020. Mientras tanto, en una pantalla gigante detrás de mí, una placa decía “Latinoamérica a salvo. Sin casos de coronavirus en la región”. Y era cierto. Consultado por ese tema, conté que para ese entonces se habían confirmado 2200 casos en todo el mundo pero que, a nivel local y como decía la placa, la situación del coronavirus aún no nos preocupaba. Lo que no dije, porque no lo sabía, era que faltaban sólo quince días para que se detectara el primer caso en Argentina. Claro, los casos estaban contenidos en su mayoría en China y creíamos que el factor estacional nos iba a proteger, como es de esperar en un virus respiratorio cualquiera. Pero, como todos aprendimos en los meses siguientes, no estábamos frente a un virus respiratorio cualquiera.
El protagonista de esta historia hizo su primera aparición en nuestras vidas el último día de 2019, cuando China notificó a la Organización Mundial de la Salud (OMS) acerca de un grupo de casos nuevos de neumonía, de causa desconocida, en la ciudad de Wuhan. El 9 de enero del 2020, la OMS anunció que la causa ya no era desconocida: se trataba de un nuevo coronavirus. No era la primera vez que pasaba algo así. Ya habíamos visto miembros de esta familia (Coronaviridae) emerger, es decir, generar una enfermedad en humanos sin que se hubiera registrado antes su existencia.2Los casos más conocidos de virus de esa familia son dos: el virus del Síndrome Agudo Respiratorio Severo (SARS) en 2003 y el Síndrome Respiratorio de Oriente Medio (MERS, por sus siglas en inglés) en 2013.
Al día siguiente del anuncio, el 10 de enero de 2020, se publicó la secuencia del primer genoma completo del nuevo virus.
El 13 de ese mes se confirmó el primer caso fuera de China, en Tailandia. Menos de 24 horas más tarde, le mandé un mensaje a Clara Sirvén, con quien hacíamos un programa de radio, que decía: “hay un nuevo virus en China, ya tenemos columna para hoy”.
El 21 de enero se confirmó que el virus se puede transmitir de persona a persona y, dos días después, Wuhan entró en un aislamiento estricto. Para el 28, ya había casos confirmados en Europa. Una semana después, la OMS anunció que se había determinado que una persona puede ser contagiosa incluso antes de presentar síntomas.
El 3 de febrero sucedió uno de los eventos que más me llamó la atención durante la pandemia: el buque Diamond Princess entró en cuarentena en Japón. Se registraron 712 casos positivos entre los 3711 pasajeros, catorce personas murieron y el barco se convirtió en una especie de inesperado laboratorio para estudiar la dispersión del virus.3En 2016 hubo en ese mismo barco un brote de norovirus que causó síntomas gastrointestinales en 158 de los 4000 pasajeros. Todos pudieron ser atendidos a bordo y no hubo mayores problemas. El barco fue botado en 2004 y tiene 290 metros de eslora, 21 más que el Titanic.
El 11 de febrero fue un día importante: le pusimos nombre al nuevo virus, que, hasta ese momento, se llamaba nCov2019 (por “nuevo coronavirus” y el año en el que apareció). A partir de entonces, el virus pasó a llamarse SARS-CoV-2 y la enfermedad, COVID-19. Aunque, durante un tiempo, muchos lo siguieron llamando “el virus chino”, al mejor estilo estadounidense cuando le pusieron “gripe española” a la gripe española. Es cierto que, en ese caso, la gripe no era española y, en este caso, el virus sí se originó en China, pero de cualquier modo es una práctica bastante fea andar nombrando así a los patógenos.
Febrero nos regaló los últimos días de paz. La vida se desarrollaba de forma bastante normal en nuestro país, hasta que el 26 de ese mismo mes, el ahora SARS-CoV-2 llegó a nuestra región: se confirmó el primer caso en Brasil. De pronto, la situación ya no nos parecía tan lejana. Empezamos a preocuparnos, y con razón. Cinco días después, el 3 de marzo de 2020, nos enteramos de que el virus había atravesado la frontera: se confirmó el primer caso en Argentina.
Tan sólo una semana más tarde, el 10 de marzo, en un ensayo de un coro en Estados Unidos se observó el primer evento supercontagiador, donde 53 participantes —el 80%— se contagiaron a partir de un sólo infectado. Esto provocó que los expertos empezaran a poner el foco en una característica que, unos meses más tarde, hizo que ninguno de nosotros pudiera salir a la calle con la cara destapada: el virus podría presentar transmisión por aerosoles. El día siguiente, la OMS declaró la pandemia y esa semana, si se fijan en Google Trends, pueden observar que sucedió el mayor pico de búsquedas de la palabra coronavirus.
El 19 de marzo de 2020 a la tarde, como si hubiéramos estado en contacto con Janet Parker —la última persona muerta por viruela—, el presidente de Argentina anunció el Aislamiento Social Preventivo y Obligatorio en todo el país, que entraría en vigencia a partir de las 00:00 horas del 20 de marzo. En Argentina, en ese momento, había 128 casos confirmados. Esto recién empezaba.
A partir de ahí, se empezó a desenrollar un año completamente fuera de serie. Un año que siempre vamos a recordar como el año más imprevisible de todos. El que puso patas para arriba todas las expectativas, todas las promesas, y nos tuvo todo el tiempo con esa sensación de no saber qué va a pasar a continuación. Porque a esta altura de este libro ya podemos acordar que las consecuencias de una pandemia no se miden solamente en muertes y contagios. Hay ramificaciones que ningún método estadístico puede prever. Y esta no fue la excepción. Desde un desabastecimiento incomprensible de papel higiénico ni bien se decretó el aislamiento hasta un furor por los carpinchos en las redes sociales. Desde animales salvajes que aparecían en las ciudades vacías hasta las conferencias de prensa con filminas del presidente de la Nación. Desde una baja histórica en los niveles de polución de los centros urbanos más importantes del mundo hasta miles de personas haciendo masa madre (yo intenté, pero no tuve suerte). Desde la matanza preventiva de millones de visones en Dinamarca hasta las sesiones virtuales del Congreso de la Nación. Desde la graduación virtual con robots en lugar de alumnos en una universidad de Tokio hasta la realización de eventos deportivos a puertas cerradas. Estoy hablando incluso de recitales a puertas cerradas, como el Cosquín Rock 2020, que se hizo en el Luna Park, esta vez sin público que pudiera romper todo.
También, como ocurrió hace muchos años con la famosa Peste, la comunidad científica se tuvo que adaptar y muchos nos vimos obligados a asistir a congresos virtuales que, sorprendentemente, salieron mejor de lo esperado. Y, además, nos permitieron a muchos de nosotros acceder a eventos que, en su versión presencial, hubieran sido prohibitivos porque siempre ocurren lejos y son caros, y la porción de los subsidios de investigación que usamos para cubrir los gastos de ir a un congreso en general no alcanza.
Por otro lado, si bien ya existían mucho antes de la pandemia, los científicos también nos encontramos con un auge de los preprints. Los preprints son plataformas donde los científicos tienen la posibilidad de compartir los resultados de sus investigaciones de manera un poco más rápida y directa que con artículos finales (los famosos papers), que antes de publicarse deben pasar por un largo proceso de evaluación. Solamente hay que subir el trabajo en formato PDF y, un par de días más tarde, está disponible para todos. Claro que este sistema tiene sus ventajas y sus desventajas: por un lado, nos permitió acceder a muchísima información acerca de las investigaciones que se estaban realizando sobre el nuevo virus, muy rápida y fácilmente (y también de manera gratuita, mientras que en muchos casos, para leer un paper publicado en una revista es necesario pagar);4A menos que entres a Sci-Hub. ¡Seguí corriendo, Alexandra! pero por otro lado, trajo algunos inconvenientes porque, al ser trabajos que no pasaron por una necesaria evaluación, muchas veces los resultados pueden resultar poco confiables y hay que leerlos con una mirada muy crítica. De hecho, durante esta pandemia nos encontramos, varias veces, frente a artículos periodísticos o noticias que tomaban información publicada en preprints sin realizar aclaraciones acerca de su condición. Y esto fue un gran problema, porque —casi como cuando Frau Troffea se puso a bailar en 1518— al principio no entendíamos muy bien lo que estaba pasando. Pensamos que el virus se transmitía más que nada por aquellas microgotas que no volaban más allá de un metro y medio, por lo que la distancia social y el lavado de manos eran suficientes. Pero, poco a poco, se fueron sumando datos (como el del coro supercontagiador) que daban cuenta de que la transmisión por aerosoles era cada vez más relevante. Recién entonces, en todo el mundo se empezó a recomendar el uso de barbijo y tratar de evitar los lugares cerrados: habíamos aprendido que el virus se mantiene infectivo en el aire en gotas incluso más pequeñas y puede viajar más allá del metro y medio que pensábamos antes.
Algo similar pasó con los síntomas. Sonaba lógico pensar que un virus respiratorio (como sus primos SARS y MERS) debería causar síntomas respiratorios solamente, pero este virus tenía algunas sorpresas. La investigadora Kate Petrova, tomando como fuente de información miles de reseñas de compradores de la plataforma Amazon, demostró que antes del 2020 las reseñas de las velas aromáticas más populares tenían puntajes de entre 4 y 4,5 estrellas. Desde enero de 2020, esos valores bajaron un punto entero. Pero la investigadora fue un paso más allá y, para reforzar su análisis, se concentró en las reseñas que escribieron los usuarios. Allí encontró que frases como “no se huele nada”, “sin olor” y “sin esencia” triplicaron su frecuencia de aparición en estas reseñas entre enero y noviembre de 2020. Este es un simpático ejemplo de uno de los síntomas impensados que este virus tenía guardado como un as bajo la manga: la pérdida del olfato (anosmia). Junto con la pérdida del gusto (disgeusia), a partir de agosto, estos síntomas pasaron a ser parte de la definición de caso sospechoso en Argentina, es decir, el criterio utilizado para decidir si una persona es sospechosa de COVID-19 y, por ende, debe ser testeada.
También, con el tiempo, nos enteramos de que son comunes síntomas gastrointestinales e, incluso, es posible detectar restos del virus en aguas cloacales, lo que sirve como vigilancia epidemiológica. De hecho, yo trabajo desde abril del 2020, justamente, en la Universidad Nacional de Quilmes, haciendo vigilancia epidemiológica en aguas cloacales.5Gracias a este trabajo, Argentina figura en el mapa CovidPoops que elabora la Universidad de Merced, California, Estados Unidos, donde se muestra qué países realizan testeo de material genético de SARS-CoV-2 en aguas residuales. ¿Esta es una nota al pie para hacerme el importante por aparecer en un mapa de una universidad estadounidense? No, es una nota al pie para poder decir “CovidPoops”, que me parece un nombre muy gracioso porque tengo ocho años.
Pero, de todas las desinformaciones que vimos pasar volando, con mayores o menores consecuencias, la más famosa en estas tierras fue la de la hidroxicloroquina. Probablemente la hidroxicloroquina sea la droga que tiene la historia más jugosa (como ya vimos, desde el gin tonic hasta la homeopatía están vinculados a ella y al descubrimiento de su precursor, la quinina). Pero este año se escribió un capítulo más de esa historia. El 28 de marzo de 2020, la FDA —la autoridad regulatoria para alimentos y medicamentos de Estados Unidos— aprobó su uso de emergencia contra COVID-19 para pacientes hospitalizados. La evidencia que sustentaba esta decisión se basaba en resultados preliminares que mostraban que esta droga, en ensayos de laboratorio, podía tener efectos positivos en el tratamiento de COVID-19. Poco tiempo después de este anuncio, Estados Unidos tomó una decisión (al menos) polémica y acopió casi toda la hidroxicloroquina disponible en el mundo. Y, claro, muy rápidamente se observaron muertes por su mal uso. En la misma línea, el presidente brasileño Jair Bolsonaro, luego de contagiarse en el mes de julio, anunció que “con toda certeza la droga funciona”, porque después de la tercera toma comenzó a sentirse mejor. Los experimentos científicos no funcionan así, pero bueno. Eso no desanimó al mandatario brasileño. Y, de hecho, esa frase lejos estuvo de ser la más peligrosa que emitió.
Pero, no contenta con convencer a dos presidentes casi sin fundamento, la hidroxicloroquina siguió haciendo de las suyas. En mayo, se publicó un trabajo en una de las revistas médicas más importantes del mundo en el que, según los autores, se analizaban los casos de miles de pacientes hospitalizados. Siguiendo un protocolo de rutina para este tipo de experimentos, a una parte de los pacientes se les había suministrado hidroxicloroquina (el grupo experimental) y a la otra parte de los pacientes no se les suministró (grupo control). La conclusión de este trabajo era que la droga no funcionaba como tratamiento para COVID-19 e, incluso, su uso podría ser perjudicial porque aumentaba la tasa de mortalidad de los pacientes. Al poco tiempo, el trabajo tuvo que ser retractado porque los datos que proporcionaba resultaron ser falsos. Al momento de escribir esto, en diciembre de 2020, no existen evidencias sólidas que demuestren el funcionamiento de la hidroxicloroquina como un tratamiento efectivo contra el SARS-CoV-2.
Lejos de pretender entrar en una polémica, lo que me interesa es señalar cómo en esta pandemia de 2020, igual que en el pueblito de Gunnison durante la pandemia de gripe de 1918, el aislamiento y la comunicación fueron factores fundamentales. La discusión de cómo alertar a la población para que tome cuidados y las diferencias en el impacto de la pandemia en distintos países —por ejemplo, aquellos en los que el uso de barbijo es absolutamente común tuvieron menos contagios— son aspectos que aún se están analizando.
Tal vez sea demasiado temprano para analizar qué se hizo bien o qué se hizo mal. Al escribir estas líneas, la pandemia aún no terminó. De todos modos, creo que el lavado más frecuente de manos es algo que aprendimos6Mejor dicho, que volvimos a aprender, ya que en realidad lo sabemos desde la época en que Semmelweis se dio cuenta de que no era buena idea atender parturientas después de haber manipulado cadáveres sin, por lo menos, lavarse las manos en el medio. Pobre Semmelweis, en el momento nadie le creyó y terminó en un manicomio. y que es fundamental para prevenir muchas enfermedades. De hecho, es una de las medidas que más vidas ha salvado a lo largo de la historia de la humanidad. Así como ocurrió con la epidemia de cólera en los 90, después de la cual ya nadie consumió frutas y verduras sin lavarlas primero, es esperable que a partir de la pandemia de 2020 todos nos lavemos las manos al llegar a algún lugar. Tal vez, incluso, sigamos manteniendo distancia social. Y no me quiero imaginar lo que va a ser la “nueva normalidad” en los aeropuertos. Con la peste negra y con la gripe española aprendimos que los viajes de personas suelen ser fundamentales para esparcir enfermedades, y esa es una premisa que vale tanto para hoy como para 1918 o para finales del Neolítico. Pero es cierto que en la actualidad, con alrededor de 40 millones de vuelos por año en todo el mundo, el panorama es un poco distinto. De hecho, en menos de un año desde el primer caso registrado, el 22 de diciembre de 2020 se confirmaron más de 30 casos de COVID-19 en una base chilena en la Antártida, haciendo que, a partir de ese momento, no quedara ningún continente libre de coronavirus.
Otro tema fueron las vacunas. Esta fue la primera vez en la historia de la humanidad que se intentó combatir una pandemia, en primera instancia, con vacunas. Así, a los pocos días de declarada, ya había varios laboratorios en el mundo tratando de obtener un candidato vacunal y, a menos de un año del primer caso registrado, el 5 de diciembre de 2020, en Moscú se vacunó a la primera persona contra el SARS CoV-2.
Es interesante porque, por un lado, tenemos en menos de un año vacunas para un virus nuevo, pero, por el otro, aún no podemos controlar una enfermedad tan antigua como la malaria. Tal vez tenga que ver el interés de la industria farmacéutica en una u otra patología. Y, por qué no, las trampas de la geopolítica.
Las vacunas que se están desarrollando al momento de escribir este epílogo cubren prácticamente todas las estrategias de vacunación conocidas previamente por la humanidad.
Las que avanzaron más rápido fueron las candidatas Sputnik V, desarrollada por el centro de investigación Gamaleya, de Rusia, y la desarrollada por los laboratorios Pfizer y BioNTech, de Estados Unidos y Alemania respectivamente.
Entre ellas son muy diferentes. La rusa (y varias otras) están compuestas de adenovirus, un tipo de virus que, si bien puede infectar, no suele causar enfermedad en humanos. Mediante ingeniería genética, se le agregó el gen de la proteína de espícula del SARS-CoV-2 (esa que le da el famoso aspecto de corona que se ve en las imágenes de microscopía electrónica). La idea es que, al entrar al cuerpo, el sistema inmunológico del vacunado reconozca que se trata de un patógeno y desarrolle una respuesta protectiva que funcione también contra el SARS-CoV-2.
La estrategia de la vacuna estadounidense-alemana (y de otras, como la de Moderna) consiste solamente en inocular un pedacito de la información genética del virus: el ARN que codifica para la espícula. La idea es que, al ingresar al organismo, ese ARN entre a una célula y, usando la maquinaria natural de esa misma célula, sintetice la proteína espícula del coronavirus. Luego, el sistema inmunológico, al reconocer a la espícula como posible patógeno, monta una respuesta protectiva contra el virus, que nuestro cuerpo mantendrá en su “memoria inmunológica”. De este modo, si el virus intenta ingresar en nuestros organismos, esa respuesta inmunológica estará lista para defendernos rápidamente.
Ambas estrategias resultaron ser mucho más eficaces de lo que todos esperábamos. De hecho, en una entrevista radial en octubre, yo dije que me conformaba con un 70% de protección y, al momento de escribir esto, los primeros estudios indican que algunas superarían el 90%. A esta altura, empieza a resultar evidente por qué escribo libros sobre cosas que ocurrieron en el pasado; predecir el futuro no estaría siendo lo mío.
Pero además pasó algo muy interesante. La vacuna desarrollada por la Universidad de Oxford es de una estrategia similar a la Sputnik, o sea, adenovirus modificados genéticamente. El punto es que ambas necesitan dos dosis para funcionar correctamente, pero sucede que estos adenovirus también pueden ser reconocidos por nuestros cuerpos como patógenos, y esto haría que el sistema inmunológico del vacunado también genere una respuesta contra la misma vacuna. Entonces, la segunda dosis podría no funcionar porque este adenovirus no podría hacer “su gracia” la segunda vez. Para resolver este problema, Sputnik usa dos adenovirus distintos, uno en cada dosis. En cambio, en la vacuna de Oxford, cada dosis está formulada con un mismo adenovirus que originalmente infecta chimpancés. El problema es que la de Oxford, en las fases de prueba, mostró una eficacia menor a la de Sputnik, probablemente por la inmunidad hacia el adenovirus. Hasta ahí todo bien. O, bueno, no tan bien para Oxford. Pero lo que pasó a continuación fue bastante extraño y espectacular: desde su cuenta oficial de Twitter, los fabricantes de Sputnik le propusieron a la cuenta de Oxford que combinasen sus vacunas. De ese modo, por ejemplo, aplicando en una primera dosis Sputnik y en una segunda, Oxford, se solucionaría el problema y la vacuna conjunta podría, muy probablemente, ser mucho más efectiva. Eso que comenzó como un chiste en redes sociales fue tomado bastante en serio y, en el momento de escribir este epílogo, se están diseñando los ensayos clínicos para esta nueva vacuna combinada. ¿Cómo se llamará? ¿Spoxford? ¿Oxsutnik? ¿Oxunik? Creo que Spoxford me gusta más.
Esto implica un cambio de paradigma muy grande. El único antecedente que se me ocurre de algo similar es la historia de la poliomielitis, aquella de la rivalidad entre Salk y Sabin, que fue muy intensa pero, al final, para erradicar la enfermedad, hicieron falta ambas vacunas. Sin embargo, en el caso de la combinación Sputnik-Oxford no tendríamos dos científicos superstars compitiendo entre sí, sino que tendríamos dos instituciones de renombre actuando en conjunto, lo que le daría mucha más seguridad a la población y, además, incrementaría enormemente la capacidad de producción, que, en este momento, es un factor limitante. ¿Se concretará finalmente este acuerdo? No lo sabemos, pero espero que sí.
Muchas otras cosas pasaron en este año de la pandemia. Muchas más de las que caben en estas páginas. De hecho, durante el proceso abierto de este libro, le pedimos a la comunidad que nos contaran las anécdotas más extrañas que les hubieran ocurrido en tiempos de coronavirus. Así nos enteramos de la historia de Aixa, que estuvo encontrando zapatos abandonados —de distintos talles y modelos— en la puerta de su casa de Tandil durante toda una semana. O la historia de Valentín, un niño de cinco años con COVID-19 que en la guardia de un hospital le pidió a la madre que no le cocinara más milanesas, ya que no sentía el gusto y le daban igual todas las comidas. Mechi puso fecha de casamiento para el 20 de marzo y resultó ser el día en que empezó el Aislamiento Social Preventivo y Obligatorio en Argentina. Lo mismo le pasó a Lourdes con su fiesta de 15. A Javi le tocó transportar cargas en plena cuarentena y después de muchos y muchos kilómetros, cuando lo frenó la policía para hacerle un test olfativo, no se contuvo y le confesó al oficial que si le daba mal, se iba a poner a llorar. Por suerte le dio bien. Facundo sintió que perdía registro del paso del tiempo por estar encerrado y empezó un diario de la cuarentena, registrando con marcador, en los vidrios de las ventanas e incluso en las puertas, lo que pasaba cada día. Supongo que después de meses su casa parecía la de un detective conspiranoico de película. Ingrid tuvo que esperar muchas horas en un aeropuerto y, junto a ella, una señora que también esperaba, presa de los nervios, empezó a revolver su valija en busca de vaya uno a saber qué y a revolear bombachas para todos lados. Y todo esto sin contar al padre de Sabrina, que estuvo meses diluyendo el alcohol etílico con las proporciones equivocadas, como si fuera fernet. O a los vecinos de Agus, que inventaron una soga con un gancho para recibir el delivery de comida en plena cuarentena estricta.
Son anécdotas pequeñas, cotidianas. La clase de cosas que les ocurren a las personas comunes cuando el mundo a su alrededor se da vuelta. Pero valía la pena traerlas a este epílogo, porque las pandemias también están hechas de esto.
En un futuro no muy lejano, cuando miremos hacia atrás, habrá quienes quieran recordar la pandemia de coronavirus como lo peor que nos pudo ocurrir como humanidad, y quienes insistirán en la idea (ya mil veces refutada) de que se trató de una gripe más. Si este libro sirve para algo, que sea para entender que no es ni una cosa, ni la otra. Que, puesta en perspectiva con otras pandemias, la hemos pasado peor y mejor. Y que siempre aprendimos algo. Y que esta vez no será la excepción, aunque quizás aún no tengamos del todo claro cuál es la enseñanza.
Escribo estas últimas líneas en el filo mismo del año nuevo y no puedo dejar de pensar en un último detalle de color. En su conferencia de prensa del 19 de diciembre de 2020, la OMS, con absoluta seriedad, anunció que Santa Claus es inmune al COVID-19. Y, además, que no lo afectarían las restricciones del espacio aéreo, por lo que podría hacer sus viajes tranquilamente y llevar regalos a todos los niños del mundo. Aún así, destacaron, sigue siendo fundamental mantener la distancia, tanto con Santa como con los renos. Y, por supuesto, con el resto de las personas.
Y listo. Hasta aquí llega lo que yo tengo para contar.
Quizás un día, alguna otra persona aficionada a la historia agarre este libro y descubra que fue escrito íntegramente durante la pandemia de SARS-CoV-2. Con un poco de suerte, le será útil para reconstruir, siquiera un poco, este extraño período. Estos tiempos febriles.
Juan Manuel Carballeda
31 de diciembre de 2020