Damos por sentadas muchas cosas de la vida moderna, como que hay gente que no puede evitar sacarle fotos a la comida o que los grupos de WhatsApp, si bien no logran que nos juntemos, por lo menos logran que intercambiemos eficientemente fotos de gatitos, capturas de pantalla de nosabésloquemedijo y, cuando no, porno. Si paramos la pelota y miramos bien alrededor, podemos notar que vivimos en un presente que parece un futuro de ciencia ficción. Ésta es una historia de cómo es que algunas ideas descabelladas se volvieron ciencia y de cómo la ficción se volvió realidad.
Después de la Primera Guerra Mundial, con el avance de la tecnología en el uso de ondas electromagnéticas moduladas para comunicaciones (un nombre RE coqueto para la radio), hubo una explosión en la forma y velocidad con la cual la humanidad se comunicaba. Primero transmitiendo mensajes de voz y música y luego imágenes. Mensajes, dato no menor, que hoy viajan por el espacio, listos para ser vistos por una civilización extraterrestre, lo que me hace pensar que espero que, si E.T. ve algo nuestro, no sea el discurso de Hitler ni un monólogo de jurado del Bailando. En las regiones más pobladas del planeta se instalaron equipos que constantemente transmitían información mediante estas ondas, así que el siguiente paso era lograr una red global de comunicaciones inalámbricas.
Leamos despacito esto: Primer Guerra Mundial. Red Global de Comunicaciones Inalámbricas.
Digo, para esta gente ‘Franz Ferdinand’ era un tipo recién muerto, no una banda, y ya pensaban en conectar el planeta inalámbricamente. Aguante la ciencia.
El problema es que para esto quedaban otros dos problemas que esquivar. El primero: la transmisión de radio depende fuertemente de los rebotes de las ondas sobre la atmósfera. Este fenómeno se llama refracción y sucede en una capa de la atmósfera que llamada Ionósfera donde hay una gran cantidad de partículas cargadas (o iones, o sea que sería la particulacargadósfera). Las ondas de radio de cierta frecuencia excitan (rawrr) estas partículas y las hacen moverse de un lado al otro como si estuvieran bailando música electrónica; y este movimiento genera más ondas de radio que se emiten desde estas partículas excitadas. Esta capa no es lisa, tiene una forma ondulante similar a la del mar que en vez de picarse por el viento de aire, se agita con el viento solar (son las partículas y radiaciones que vienen del sol ya que es este mismo viento que genera los iones). Es por esto que la capa no es la misma de día y de noche y puede verse muy afectada por las tormentas solares. Todo en un exceso de nombres que bien podrían ser adjudicados a ataques perdidos de los Caballeros del Zodiaco.
Por esto, para poder transmitir de un punto del planeta a otro prescindiendo de los rebotes, habría que tener transmisores y receptores que se vieran directamente el uno al otro.
El segundo problema es que la Tierra no es plana, ni lisa, (ni es un disco, ni está sostenido por una tortuga cósmica cuyo sexo todavía queda por descubrir). ¿Qué hacemos, entonces? Construímos antenas bien altas. ¿Qué tan altas? Lo más altas que podamos, Pinky *relámpagos, música de suspenso*.
Para la época en la que se comenzó a plantear un esquema de comunicación para toda la Tierra (y junto con los últimos desarrollos de cohetería), el matemático, físico y CAMPEÓN de la ciencia ficción Arthur C. Clarke replanteó la idea imaginando que en vez de colocar antenas repetidoras en torres, se podría colocarlas en satélites en órbita fuera de la Tierra. Total, ¿para qué necesitamos antenas si podemos colgar cosas del cielo?
Acá hago un paréntesis ( para un experimento mental –no se preocupen, esta vez el gato zafa–. Supongamos que un hábil tirador de piedras se para en la punta de una torre en un planeta sin atmósfera (y sin médicos cuánticos u homeópatas, porque bueh, es mi planeta hipotético y lo habito como quiero) y tira una piedra hacia adelante. Ésta (la piedra, no lo que tenés que llevar si vas para allá, tenemos 13 años y vamos a un colegio técnico) va a describir una parábola hasta que caiga al piso.
Inmediatamente después de darse cuenta de que la piedra, como Jebús, describió una parábola, nuestro barrabrava tira otra piedra en la misma dirección, pero con más velocidad. Otra vez, parábola y al piso, pero esta vez más lejos. Sigue así, tirando piedras cada vez más rápido hasta que, ocasionalmente, una le pega en la nuca. Esto, lejos de ser intervención divina o karma, se produce ya que esta vez la piedra, en vez de caer al piso piso, va cayendo al piso con suficiente velocidad como para dar una vuelta completa al planeta libre de homeópatas en lo que llamamos ‘meter el cascotazo en órbita’. Si no hubiese nada para frenarla, la piedra seguiría dando vueltas al planeta. Así es que la Luna (una piedra grande) da vueltas a la Tierra sin caerse, y los planetas (otras piedras más grandes) dan vueltas al Sol. Cualquier objeto que caiga con esta catarata de glamour alrededor de otro se denomina satélite.
Como la fuerza de la gravedad disminuye con la distancia, mientras más alta es la órbita más lento es el tiempo en el que se completa. Si naciste el 29 de febrero y creías que tenías pocos cumpleaños, imagínate naciendo en Plutón que le da una vuelta al Sol cada 247 años 5 meses y 5 días nuestros.
Un alemán (Hermann Oberth) se dio cuenta de que una órbita a 35786 km de altura daría la vuelta en 24hs, o sea a la misma velocidad que rota la Tierra (órbita geosíncrona). Un esloveno (Herman Potočnik) pensó que sería bastante fácil comunicarse con estos satélites si estuviesen a la altura del ecuador, ya que respecto de la Tierra se mantendrían en un punto fijo en el cielo. Finalmente, el pícaro de Arthur se lo comió, eh, digo, escribió un artículo en 1945 que se repartió inicialmente entre sus colegas de la ‘Asociación Interplanetaria Inglesa’ (posta que se llama así) y luego en la publicación ‘Wireless World’ quedando así plasmada la idea de satélites de comunicaciones en órbitas que hoy conocemos como ‘geoestacionarias’.
La primera realización de uno de estos satélites pudo ser completada en 1963 con el Syncom 2 (estrictamente geosíncrono y no geoestacionario1) de NASA y para la demostración se realizó una llamada telefónica entre John F. Kennedy y el primer ministro nigeriano Abubakar Tafawa Balewa. Seguro que hablaron de fútbol y chicas y de un email dudoso sobre la fortuna de un príncipe. Luego siguió con el Syncom 3 (este sí geoestacionario).
Los países que tenían capacidad fueron colocando más satélites en órbita, hasta llegar a alrededor de 400 satélites activos hoy en día. Para lograr que todos los satélites bailen en ronda a unos 10000 km/h alrededor de la Tierra sin chocarse o interferir entre ellos, la Unión internacional de Telecomunicaciones decidió dividir la órbita geoestacionaria en ‘cajitas’ de 2° o 1500 km de ancho, de manera que hay 180 posiciones alrededor de la Tierra que se van repartiendo entre los distintos países que deseen usarlos. Pero pará, ¿acabás de decir que hay 400 satélites y sólo 180 cajitas? Sí, pero cada operador puede poner varios satélites en el mismo casillero, en teoría hasta 8 y llegan a acercarse hasta unos pocos kilómetros de distancia.
Entonces, pongamos satélites en nuestros huequitos. En 1993 se asignaron las posiciones 71,8°O y 82°O a Argentina, y se ocuparon originalmente con satélites comprados administrados por empresas privadas (Nahuelsat 1A) y satélites alquilados. En 2006 se crea la empresa ARSAT, una empresa estatal, cuyo fin entre otros es proteger las posiciones orbitales y asegurar la soberanía de Argentina en comunicaciones geoestacionarias.
En este marco surgió el programa de satélites geoestacionarios ARSAT, cuyos primeros hijos fueron el ARSAT 1 y ARSAT 2 que hoy ocupan estas posiciones y prestan servicio al Estado y a privados. Lo primero que se hizo con ARSAT 1 colgadito en posición fue transferirle los servicios que usaba el Estado argentino de un satélite que se alquilaba a una empresa. Ya habían países latinoamericanos que tenían satélites geo, pero tenían porque los compraron. El nuestro lo hicimos nosotros. Algunas partes, como la electrónica de vuelo (una cajita negra con un par de fichas que debe rondar los 10 millones de dólares), fueron diseñadas, fabricadas y programadas íntegramente en Argentina. Para otras (por no dominar la tecnología o por cuestiones de tiempo) como el sistema de propulsión, necesitamos un poco de ayuda y lo compramos ‘hecho’ a otras empresas. Cuestionar si el satélite es argentino es como decir que una Ferrari no es Ferrari porque usa cubiertas Michelin, o que un iPhone no es Apple porque la pantalla la hace Samsung.
Estos satélites fueron construidos por la empresa INVAP, son operados por ARSAT y sirvieron para demostrar nuevamente que Argentina tiene la capacidad de encarar problemas tecnológicos que muy pocos países pueden, y además establecer una industria de alta complejidad que derrama trabajo, ciencia y tecnología hacia muchísimas áreas.
Este proyecto fue reforzado por la ley 27208 que establece el Plan Satelital Geoestacionario Argentino 2015-2035 que, en función del desarrollo y el aumento de las comunicaciones en Latinoamérica, plantea la construcción de más satélites geoestacionarios, algunos de los cuales incorporarán nuevas tecnologías como propulsión eléctrica. Lamentablemente en este momento, si bien se firmó el contrato con INVAP para su fabricación, el proyecto del ARSAT 3 se encuentra demorado por tiempo indefinido, junto con mis ilusiones de llamar al Presidente de Nigeria para hablar de chicas, de fútbol y de un mail re flojo de papeles que me llegó sobre la fortuna del príncipe.
Nota: En el artículo original (que se puede encontrar acá) Clarke no sólo propone el sistema de satélites geoestacionarios dando especificaciones bastante precisas en cuanto a su funcionamiento, sino también un laboratorio científico en órbita, lo que hoy es la ISS y el discute el uso de energía solar o nuclear en estas estaciones. Un genio.
1 Geosíncrono es que da una vuelta en 24hs, o sea, sincronizado con la Tierra. Geoestacionario es un caso particular, que es la órbita a la altura del ecuador. El geoestacionario esta quieto en el cielo respecto a un observador en la tierra, el geosincrono ‘sube y baja’ (norte, sur)