Vino para quedarse
Seguramente sepan de lo que vamos a hablar en este capítulo, o al menos hay un 75% de probabilidad de que sepan. Sí, cerca de tres cuartos de las personas que toman alcohol tuvo alguna vez resaca, ese estado de malestar general, eco de un último fondo blanco con posible apagón de tele. El nivel de alcohol en sangre trepó y trepó y, al otro día, cuando creías que la experiencia había pasado porque ya no quedaban rastros de Fernet en tus venas, de vuelta todo da vueltas.
El responsable de este no-entiendo-nada fisiológico es ese famoso líquido incoloro obtenido a partir de la fermentación del azúcar de algunas frutas, brotes de semillas o miel, aunque nuestro interés por esta bebida nos ha llevado a empujar los límites de la producción y a desarrollar otras técnicas para aumentar el contenido de alcohol, como simplemente agregarle más etanol (fortificación) o destilarlas (como en el caso del whisky).
Hace tanto tiempo que tomamos alcohol de forma tan natural que casi nos olvidamos de que es una droga. De hecho, es una de las más antiguas conocidas en Occidente. Si bien pueden haber existido muchos intentos de consumo de alcohol por parte de los humanos a lo largo de la historia (como comer frutas fermentadas, al igual que otros animales), los registros arqueológicos nos dicen que la primera vez que elaboramos bebidas alcohólicas fue hace unos diez mil años. Un poco más adelante en el tiempo tenemos los famosos banquetes griegos, en los que nunca faltaba el vino. Como en un asado de domingo, pero con bastante más cariño entre los comensales.
El vino no sólo está naturalizado en cualquier banquete y encuentro gastronómico menos pretencioso, sino que hasta obtuvo cierta fama de “saludable”. Todos recordamos la recomendación de tomar “una copa de vino al día para la salud del corazón”, que tiene la firma del Dr. René Favaloro. La vinculación del vino con la medicina no es algo reciente. Hay papiros egipcios y sumerios que tienen escrito algo así como recetas médicas para tomar vino y son los documentos más antiguos que se conocen sobre medicina. Hipócrates de Cos, griego, padre de la medicina moderna, también recomendaba el vino como un componente fundamental de la dieta saludable, pero es muy probable que haya tomado esa idea de los egipcios.
Aunque estemos familiarizados con él, no lo veamos como droga dañina y a veces hasta lo consideremos un medicamento, el alcohol genera una serie de efectos en el organismo y en la sociedad no tan simpáticos. Incluso, la mejor evidencia científica disponible nos dice que ningún consumo de alcohol es saludable y que es necesario que los profesionales de la salud dejen de apoyar esta idea errónea.
Durmiendo con el enemigo
Con la excepción de algunas regiones en las que por motivos religiosos no se consume alcohol (como en los países islámicos), en la actualidad esta bebida se ha expandido por casi todo el mundo. Sin embargo, no siempre ha sido así, ya que las concepciones sobre quién y cómo se debe consumir han sido muy diferentes a través de distintas épocas y sociedades, incluso dentro de distintos grupos de una misma sociedad, aceptando, por ejemplo, el consumo en los varones pero no en las mujeres, o en los adultos pero no en los jóvenes. Las posiciones varían desde la aceptación total del consumo y de la borrachera (como en los carnavales del norte argentino), pasando por la aceptación del consumo moderado pero no de la intoxicación, hasta la prohibición o censura moral a todo tipo de consumo. Estas posturas resultan muy relevantes desde la perspectiva psicológica y sociológica, ya que repercuten y se manifiestan en distintas esferas, no sólo la religiosa y social, sino también a nivel político y sanitario.
Argentina presenta un mix cultural muy interesante de analizar, ya que sobre las concepciones del consumo de alcohol confluyen la herencia de las tradiciones de los países mediterráneos (España e Italia, principalmente) y de las comunidades originarias, lo que da como resultado una cultura en la que el uso del alcohol es altamente aceptado e integrado en la vida cotidiana, y forma parte de la mayoría de las actividades sociales, incluso de las religiosas. Esto se visualiza en el hecho de que la mayoría de la población adulta consume alcohol regularmente, dando un promedio de unos increíbles 9 litros de alcohol al año, casi 3 litros más que el promedio mundial. Puede parecer poco, pero todo se aclara cuando entendemos que este número no representa 9 litros de cerveza, de Fernet con coca o de whisky, sino 9 litros de alcohol puro. Es decir, 180 litros de cerveza, 70 litros de vino o 21 litros de Fernet solo, sin preparar. Tranqui.
En una sociedad que celebra el consumo de alcohol, el hecho de que Argentina sea el segundo país con mayor consumo de América Latina puede generar una sensación de “¡Qué capos que somos!” o “Brasil, decime qué se siente”, pero detrás de este orgullo disfrazado de picardía, hay expertos en Salud Pública que están preocupados. A nivel mundial, el alcohol es la octava causa de muerte (más de 3 millones de personas por año); y es quizá la droga que produce más muertes por sobredosis, ocupando el tercer lugar cuando hablamos de factores de riesgo para generar enfermedades y discapacidades. Pero la cuestión es aún peor, porque en algunos países de América Latina (entre los que está Argentina), el alcohol es el principal factor de riesgo para generar enfermedades. O sea, los daños producidos por el consumo excesivo de alcohol son mayores que los del tabaquismo, la obesidad, la desnutrición y el VIH/SIDA. A pesar de todo esto, la producción, distribución y venta del alcohol es legal. No sólo eso, sino que su consumo ha aumentado con el paso de los años en poblaciones que antes no consumían o consumían poca cantidad (mujeres y jóvenes), ya que la producción se ha industrializado, se han mejorado las cadenas de distribución y la industria alcoholera fomenta el consumo a través de la publicidad y mediante la presión a los gobiernos para que los precios se mantengan bajos y no haya regulaciones, o que estas sean muy laxas.
Veamos qué pasa en nuestro cuerpo
El etanol ingresa a la sangre apenas empinamos el vaso de cerveza, aunque la mayor absorción se da en el estómago y en la primera parte del intestino delgado. Por eso “pega” más cuando no comemos nada, ya que los alimentos retrasan un poco este proceso. Una vez en el torrente sanguíneo, el alcohol se distribuye por todo el cuerpo debido a su gran capacidad para difundirse por los tejidos, incluyendo el cerebro, donde interactúa con un montón de redes neuronales y ejerce los tan conocidos efectos de la borrachera. Por ejemplo, suprime la acción de la glutamina y aumenta la transmisión del GABA –un neurotransmisor que participa en los circuitos gabaérgicos, responsables de reducir la actividad de las neuronas–, dando como resultado menos excitación y más inhibición de la actividad de algunas neuronas, lo que se traduce en un flujo de información más lento a través de ellas. Es por esto que decimos que el alcohol es un depresor del sistema nervioso, a pesar de que sea un conocido animador de fiestas y haya dejado a más de uno bailando encima de la mesa. La inhibición de la acción de algunas neuronas no significa que también ocurra una inhibición social. Al contrario, disminuye la actividad en zonas encargadas de la toma de decisiones y el autocontrol, que serían responsables de frenar los comportamientos impulsivos, protagonistas de, por ejemplo, los libros sobre enfermedades de transmisión sexual. Por otro lado, el alcohol también pega en el sistema de recompensa, generando placer y reforzando la idea de que tomarlo es algo deseable para el organismo, lo que a largo plazo puede generar adicción.
Los siguientes gráficos presentan valores aproximados de concentración de alcohol en sangre en función de la cantidad de medidas de alcohol consumidas en diferentes períodos de tiempo (desde 1 hasta 5 horas).
MUY importante: estos valores son aproximados porque muchos otros factores (por ejemplo, la edad, el sexo, el peso y el estado de salud general), sumados a características personales (como historia de exposición previa al alcohol) y circunstanciales (por ejemplo, si la persona comió antes o mientras tomaba alcohol, si está tomando alguna medicación) pueden afectar el nivel de alcohol en sangre.
Los efectos sobre el cerebro no son los únicos, ya que una vez dentro de la sangre, el alcohol sufre una serie de procesos en el hígado y otras partes del cuerpo que lo transforman en sustancias más tóxicas, que se distribuyen por todo el organismo, como el acetaldehído, que es unas veinte veces más tóxico que el alcohol y un reconocido cancerígeno. Algunas de estas transformaciones consisten en generar ciertos compuestos que aportan calorías y proveen de energía al organismo, motivo por el que los niveles de azúcar en la sangre se mantienen altos hasta 36 horas después de haber consumido alcohol. A largo plazo, esto puede causar tolerancia a la glucosa y, finalmente, diabetes.
Es por eso que se relaciona el alcohol con muchas condiciones de salud. Por un lado, causa de manera directa más de treinta enfermedades, lo que significa que, de eliminarse su consumo, estas dejarían de existir: psicosis alcohólica, síndrome fetal alcohólico, pancreatitis alcohólica, por nombrar algunas. Por otro lado, el consumo de alcohol aumenta la probabilidad de desarrollar más de doscientas otras enfermedades y afecciones, entre las que se encuentran la epilepsia, la cirrosis, la pancreatitis, la hipertensión y otros trastornos cardiovasculares, varios tipos de cáncer, enfermedades infecciosas, suicidios, lesiones y muertes por violencia o choques. Como es de esperar, el riesgo de que aparezcan muchas de estas enfermedades (como el cáncer de esófago) aumenta con la cantidad de alcohol ingerido. En cambio, en casos como las lesiones por causas externas (una fractura debido a un choque de tránsito) no solamente intervendría el volumen consumido, sino además el patrón de consumo (no es lo mismo beber dos cervezas a lo largo de una tarde, que hacerlo en una hora y justo antes de conducir). A mayor ingesta, mayor riesgo de verse involucrado en un choque vial (Cherpitel y otros, 2015).
El impacto del alcohol en la Salud Pública, tanto en cantidad de enfermedades como de muertes, refleja una compleja relación entre diversas dimensiones del consumo. Las tres principales son: la cantidad de alcohol consumido, la forma en que se lo consume y su calidad. El volumen de alcohol se obtiene de las estadísticas nacionales de producción y venta de bebidas alcohólicas o de encuestas poblacionales y suele medirse en litros de alcohol consumido por persona adulta en una región durante un período determinado. Por ejemplo –como dijimos–, las encuestas en Argentina dicen que el consumo por persona para mayores de 15 años es de 9 litros anuales. La segunda dimensión es la forma en que se consume, lo que se llama “patrón de consumo”. Dos personas pueden beber la misma cantidad de alcohol total en un cierto período, pero con patrones distintos; por ejemplo, una toma un vaso de vino durante casi todas las comidas y la otra bebe casi dos litros de vino el sábado a la noche. Si bien estas personas consumen una cantidad similar a lo largo de una semana, lo hacen de modo diferente y, por lo tanto, van a tener diferentes niveles de intoxicación por ocasión (mayores en la segunda persona, claro). Finalmente, el tercer factor que se ha relacionado al daño ocasionado por el alcohol es su calidad. Sin embargo, a pesar de que una mala calidad se puede traducir en daños a nivel individual (como más resaca), no parece impactar de manera importante a nivel de la Salud Pública. Lógicamente, tanto el volumen como los patrones de consumo interactúan con otros factores que no mencionamos y son muy importantes, como el desarrollo socioeconómico de un país, las condiciones de salud de las poblaciones y su cultura. Así, por ejemplo, a un mismo nivel de consumo de alcohol en dos poblaciones, es probable que aquella que se encuentre en mayores condiciones de pobreza o que tenga un menor nivel de educación resulte en una mayor cantidad de lesiones relacionadas con el alcohol: violencia familiar o de género, choques por un conductor ebrio, etc. (Korcha y Cremonte, 2013).
También hay que aclarar que los riesgos son diferentes a nivel individual y comunitario. Muchas personas pueden consumir alcohol con una modalidad que implica un bajo riesgo para su salud, pero cuando vemos el panorama desde arriba aparecen los daños. Un ejemplo típico de esto quizá sea el “a mí no me pasó” o “a mí no me va a pasar” cuando se habla del riesgo de protagonizar un choque de tránsito después de haber bebido poco (bajo riesgo). La realidad es que no existe un nivel de consumo de alcohol que se considere “saludable” o libre de riesgos, particularmente en menores de edad, mujeres embarazadas o tratando de concebir, personas mayores de 65 años, personas que toman medicación, que tienen alguna condición de salud que pueda empeorar significativamente por el consumo de alcohol, o que planean conducir un vehículo u operar otras maquinarias.
Si bebé, no beba
El alcohol tiene un efecto claramente teratogénico, es decir, tiene la capacidad de actuar durante la formación del feto y es capaz de producir alteraciones congénitas, tanto en la anatomía como en las funciones vitales del bebé. Consumir alcohol durante el embarazo, incluso antes de que la mujer se entere de que está embarazada, puede producir una serie de problemas que repercutirán para toda la vida de esa persona que está por venir. De hecho, el consumo de alcohol durante el embarazo es la primera causa prevenible de defectos de nacimiento, ya que se evitan totalmente si no se consume alcohol durante la gestación. Ni un poquito. No es negociable. No existe una cantidad de alcohol que sea segura.
Estudios realizados en la ciudad argentina de Santa Fe han mostrado que la mayoría de las mujeres gestantes no tienen información sobre los efectos que el consumo de alcohol durante el embarazo puede tener en el bebé, la mayoría no ha hablado sobre el tema con los profesionales que las atienden e incluso algunas creen que el alcohol tiene un efecto positivo para la lactancia (López, 2013). Más aún, un estudio en el que se entrevistó a mujeres luego de parir encontró que la gran mayoría (el 75%) consumió bebidas alcohólicas durante el embarazo y que un 15% tuvo por lo menos un episodio de borrachera durante ese período. Esta situación que –como dijimos– resulta muy alarmante desde el punto de vista de la Salud Pública, probablemente se relacione con la gran aceptación del consumo en nuestro país (y otros de la región), con el aumento del consumo entre las mujeres (que puede asociarse a esfuerzos de las empresas alcoholeras por aumentar las ventas en ese sector del mercado) y con la falta de información general sobre los efectos del alcohol en la gestación.
Una medida
Debido a la enorme diferencia en la concentración de alcohol entre las bebidas disponibles en el mercado y la necesidad de saber cuánto toma la gente, se desarrolló un método para calcular el consumo de alcohol en la población. Mediante la “Unidad de Bebida Estándar” podemos cuantificar de manera aproximada la cantidad de alcohol puro que se consume a partir de la cantidad de alcohol que tienen las bebidas que se ingieren. Cada unidad contiene aproximadamente 14 gramos de alcohol puro. Hagamos números: si la cerveza tiene una graduación de alcohol del 5%, quiere decir que si tomás un litro de cerveza, consumiste 39 gramos de alcohol puro, o sea, casi 3 unidades. Si cambiamos a una copita de vino de 150 mililitros, cuya graduación alcohólica es del 12%, entonces estaremos ingiriendo una cantidad de alcohol equivalente a 9.5 gramos, es decir, un poco menos de una unidad. Pero si se está festejando la aprobación del examen final a puro toc-toc de vodka o de cualquier otra bebida blanca, cuya graduación alcohólica es cercana al 40%, entonces cada vasito de 45 mililitros es una unidad (14 gramos de alcohol puro).
Una vez entendido esto, podemos abordar las categorías de consumo, definidas en base a varios criterios, como la cantidad, la frecuencia y las consecuencias del consumo. En cuanto a la cantidad y frecuencia tenemos la abstención (ningún consumo de alcohol durante un período determinado de tiempo), el consumo de bajo riesgo (menos de dos unidades por día en las mujeres y menos de tres en los varones) y el consumo de riesgo (cuando superamos las dos o tres unidades por día). Dentro de esta última categoría, también está el consumo excesivo episódico. La diferencia entre ambos sexos no se debe a una especie de cordialidad científica, sino a las diferencias biológicas entre el funcionamiento del organismo de ambos. A diferencia de los hombres, las mujeres tenemos una menor proporción de agua en nuestro cuerpo y, además, una menor capacidad para degradar la molécula de alcohol. De esta manera, una misma cantidad de alcohol produce una mayor concentración en sangre en las mujeres que en los varones. En cuanto a las consecuencias, si la persona continúa bebiendo a pesar de que existan una o más consecuencias negativas, hablamos de “consumo problemático”, mientras que si la cosa se pone más intensa, ya hablamos de “uso perjudicial” y “dependencia”.
¿Qué pasó anoche?
Más allá de las categorías mencionadas, queremos enfocarnos en un tipo de consumo particularmente riesgoso y generalmente subestimado por la sociedad: el consumo excesivo episódico, conocido también como de tipo “binge” o “el finde me la re pegué”, que consiste en la ingesta de cuatro o más unidades para las mujeres y cinco o más para los varones por ocasión (más o menos un litro y medio de cerveza). Este patrón de ingesta de alcohol es particularmente riesgoso porque al beber mucho y muy rápido la concentración de alcohol en sangre puede alcanzar valores que pongan en peligro la vida. El consumo de una cantidad elevada de alcohol en un período tan corto de tiempo se asocia a la aparición de una gran variedad de consecuencias negativas, entre las que se incluyen relaciones sexuales riesgosas y no planificadas, violencia física y verbal, choques y otros problemas de tránsito, incremento de la impulsividad, e inclusive el desarrollo de dependencia al alcohol (Pilatti y otros, 2015). Estos problemas varían en su severidad desde consecuencias “menores” (dolor de cabeza, resaca, acidez), hasta consecuencias más severas o incluso mortales. En definitiva, este tipo de consumo no implica riesgos o perjuicios sólo para la persona que bebe alcohol, sino también para terceros, grupos e instituciones.
La edad del trago
Si bien el tipo de consumo “me-tomé-hasta-el-agua-del-florero” es algo que se ve usualmente a cualquier edad adulta (basta visitar una casa en Año Nuevo o la fiesta de 80 años de la abuela para verificarlo), hay un grupo de particular interés que se caracteriza por este tipo de conducta. En Argentina, desde 1999, la Secretaría de Programación para la Prevención de la Drogadicción y la Lucha contra el Narcotráfico (SEDRONAR) realiza encuestas para conocer los patrones de consumo de sustancias psicoactivas en los adolescentes. La última evaluación, realizada en 2014, indica que la mitad de los chicos de 13 y 14 años, ocho de cada diez de 15 y 16 años, y nueve de cada diez de 17 y 18 años, tomó alcohol alguna vez en la vida. O sea, casi todos. Además, el 32%, el 57% y el 67% respectivamente, consumió alcohol durante el último mes. Así, podemos dimensionar que durante la escuela secundaria aumenta de manera importante el porcentaje de adolescentes que consume alcohol.
Como dijimos, los adolescentes y jóvenes, a diferencia de los adultos, consumen alcohol con menor frecuencia, pero cuando lo hacen se lo “toman” en serio. Por ejemplo, durante una semana usual, un adulto puede tomar todos los días una copa de vino durante la cena, mientras que los adolescentes toman siete copas de vino todas juntas en la salida del sábado. En este ejemplo, al final de la semana, los adultos y adolescentes tomaron unas siete unidades de alcohol. Sin embargo, el patrón de ingesta es diferente, siendo el de los adolescentes una conducta mucho más riesgosa por encontrarse en desarrollo.
A pesar de que los problemas más frecuentes que experimentan los jóvenes no sean graves (resaca, dolor de estómago o decir y hacer cosas que después dan vergüenza), existen dos consecuencias subestimadas que algunos pueden concebir con ligereza y hasta como anécdotas graciosas. Una es tomar más de lo que se había planeado, la típica “salgo y tomo un vasito de cerveza” que se termina transformando en una vuelta a casa borracho a las 6 de la mañana; y la otra es no poder recordar parte de lo que pasó la noche anterior (–¿Hice eso? ¿Posta? –Sí, mirá Instagram) (Conde y otros, 2014; Pilatti y otros, 2015). Es más, la mitad de los estudiantes universitarios con consumo regular de alcohol experimentó problemas que implican falta de control sobre el consumo y pérdida de memoria de lo que hicieron bajo el efecto del alcohol. Y hay todavía más. En una encuesta que les hicimos a estudiantes universitarios de la ciudad de Córdoba, el 25% dijo que actuó de manera impulsiva y riesgosa (sin pensar mucho en las consecuencias de lo que se hace), no durmió ni comió de manera adecuada, se sintió mal por lo que hizo y presentó grandes lagunas en el recuerdo de gran parte de la noche anterior, ya sea parcial o total (“se me apagó la tele”). Finalmente, un porcentaje menor de los jóvenes (entre el 10 y el 24%) experimentó consecuencias que encierran una severidad mayor, indicando problemas importantes derivados del consumo de esta sustancia. Entre estas consecuencias figuran la pérdida de control sobre el consumo (tomar cuando se había planeado no hacerlo), tener relaciones sexuales sin protección, manejar un auto en estado de ebriedad y desarrollar tolerancia a los efectos agudos del alcohol (necesitar más para sentir lo mismo). Con respecto a esto último, al contrario de la creencia popular de “yo tengo aguante, puedo tomar más sin que me pegue”, el desarrollo de tolerancia es un predictor de un potencial trastorno por uso de alcohol.
Pero las consecuencias negativas del uso de alcohol van más allá de los efectos adversos a corto plazo. Como vimos en el capítulo de Juan Carlos Godoy, “Cerebro adolescente”, el uso temprano de alcohol puede alterar funciones cerebrales u otros aspectos del desarrollo, lo cual afectará la vida académica, laboral, de pareja y tendrá un impacto general en la salud. En este sentido, varios estudios encontraron que el uso de alcohol en la adolescencia está asociado con neurodegeneración, cambios en la actividad funcional del cerebro y deterioro neurocognitivo. Se ha observado que el daño cerebral inducido por el consumo excesivo y episódico de alcohol durante la adolescencia puede ser relativamente persistente. Así, por ejemplo, los estudios que siguieron durante un tiempo largo a bebedores adolescentes encontraron un deterioro en la memoria, en la toma de decisiones racionales, en los reflejos, el aprendizaje y la atención, entre muchos otros.
Desde la cuna
Podemos ir un poco más allá y ver qué pasa en el rango etario anterior: los niños menores de 12 años. No sólo son capaces de identificar qué bebidas tienen alcohol sino que, además, muchos han experimentado de manera directa con esta sustancia. El porcentaje de menores de 12 años que toma alcohol varía bastante en función de los indicadores de consumo utilizados en las encuestas, que pueden ir desde una única experiencia de consumo hasta el uso semanal de uno o dos sorbos o de una cantidad mayor. Más allá de las diferencias, los datos indican que entre el 60 y el 80% de los niños menores de 12 años probó alcohol alguna vez en su vida. Estos resultados dejan bastante claro que es posible rastrear el inicio del consumo de alcohol en etapas anteriores a la adolescencia y, además, que un porcentaje elevado de niños tienen experiencias directas con el alcohol. La evidencia muestra que, en la mayoría de los casos, las primeras experiencias de uso de alcohol de los niños ocurren en contextos familiares, en los que los padres u otro familiar adulto son los que proveen, facilitan o autorizan el consumo. El hecho de que los padres o familiares adultos no sólo estén al tanto de este comportamiento sino que lo autoricen (aunque sea una cantidad pequeña de alcohol) le otorga cierto grado de legitimidad a la conducta de consumo, convirtiéndola de inapropiada en permitida. Efectivamente, cuando en un estudio se preguntó a los niños cuándo estaba bien que personas de su edad tomaran alcohol, la respuesta más frecuente fue que estaba todo bien en tanto los padres se encontraran presentes.
Una creencia en algunos países −donde el uso de alcohol es altamente aceptado− es que, si se introduce paulatinamente al niño al hábito de beber, se disminuye la probabilidad de consumo riesgoso en etapas posteriores. Dicho de otra manera, esta suposición postula que el uso de alcohol supervisado por los padres, donde los padres “enseñan e introducen de manera gradual” el consumo, tendría un efecto beneficioso, limitando la presencia de prácticas riesgosas de consumo en el futuro. Lamentablemente para los padres y sus “buenas intenciones”, la evidencia sugiere que esto no es así, ya que cuanto más temprano una persona empieza a consumir alcohol, mayor es la probabilidad de que presente problemas con esta sustancia, lo que puede objetivarse en el hecho de que los adolescentes que beben en sus casas, a diferencia de aquellos que no lo hacen, empiezan a tomar alcohol a edades más tempranas y consumen más.
“Bueeeeeeno, relájense, es sólo un poquito. ¡No pasa nada!”. Como se dijo en el capítulo de Ricardo Pautassi, “Bases neurofisiológicas de la adicción”, la evidencia dice que sí pasa, ya que estos niños pueden evolucionar hacia consumos problemáticos de alcohol. Algunos dirán que a sus primos, amigos o a ellos mismos les daban un traguito de alcohol en los cumpleaños o en las fiestas y ninguno de ellos tiene hoy problemas con el alcohol. Puede que Anita y Pedrito tomen alcohol desde los 6 años y no se hayan vuelto adictos de grandes, pero es importante que entendamos que estamos hablando de fenómenos probabilísticos: cuando decimos que fumar aumenta el riesgo de tener cáncer de pulmón, entendemos que, de toda la gente que fuma, muchos tendrán cáncer y otros no. Con el consumo de alcohol a edades tempranas pasa algo parecido: tomar alcohol antes de los 18 o incluso antes de los 21 años aumenta (¡y mucho!) la probabilidad de tener problemas con el alcohol. Claro que no todos tienen la misma probabilidad. El motivo por el cual una persona consume alcohol es complejo y está determinado por diversos factores. La presencia o la ausencia de estos factores significa una mayor o menor probabilidad de que ocurran conductas de uso y consumo problemático del alcohol. La personalidad, los estilos de crianza, la comunicación con los hijos y el tiempo que los padres pasan con ellos también influyen sobre el consumo de alcohol de los adolescentes. Por ejemplo, los niños y adolescentes que manifiestan una mayor cercanía emocional con sus padres y que comparten actividades con ellos tienen una menor probabilidad de consumir alcohol o de consumirlo en exceso.
Las experiencias directas de consumo son factores muy importantes en el condicionamiento de la conducta. A través de la observación, los chicos reconocen el lugar que ocupa el alcohol en las relaciones sociales y sus efectos asociados. A partir de este contacto, descubren quiénes y por qué toman alcohol, y desarrollan su propio marco de creencias sobre los efectos de su consumo. Por ejemplo, los niños de entre 10 y 12 años, comparados con los más pequeños, asocian con mayor frecuencia el consumo de alcohol con efectos positivos como sentirse “bien” o “feliz”. Estas creencias pueden ser manipuladas experimentalmente para generar cambios en el consumo de alcohol. Es importante tener esto en cuenta al momento de pensar estrategias para reducir el consumo. En los adolescentes la cosa cambia. Lo que más importa son sus pares, ya que cuanto más alcohol toman los amigos y amigas, o cuanto más alcohol se percibe que toman, mayor es la ingesta del individuo que quiere pertenecer al grupo. Esto genera un círculo vicioso entre ellos debido a que los amigos influyen y las amistades se tienden a elegir en función de ciertos atributos compartidos.
En la imagen se observa que mientras más temprano se inicia el consumo de alcohol, mayor es la probabilidad de desarrollar dependencia en los años posteriores. Basado en (DeWit y otros, 2000).
En suma, todos estos datos destacan la influencia que el consumo de los padres −y especialmente, el del grupo de amigos− tiene sobre los adolescentes. Estos resultados sugieren que, aunque el consumo de los pares parece tener mayor efecto, la influencia parental persiste durante la adolescencia. En otras palabras, la evidencia indica que, aun en la adolescencia, lo que hagan los padres con relación al consumo de alcohol, importa.
Tomar conciencia
Debería quedar claro a esta altura que disminuir el consumo de alcohol y los daños relacionados es una meta deseable. Esto representa un desafío enorme, ya que requiere del desarrollo e implementación de políticas públicas que permitan reducir el uso perjudicial del alcohol y las enfermedades asociadas mediante la modificación de diversos factores que participan en este problema. Por suerte disponemos de una hermosa herramienta llamada “ciencia”, la misma que nos permitió conocer todo lo que estamos exponiendo en este libro. Por lo tanto, las discusiones y las decisiones acerca de qué es mejor o qué medida tendrá más consecuencias positivas, no deben realizarse desde las creencias personales, el “folklore”, el arrastre histórico o las posturas morales, sino desde la evidencia científica. Tenemos bastante (suficiente) material para poder analizar qué es lo que funciona y qué es lo que no. A continuación, algunos datos:
La Ley de Tolerancia Cero, esa ley que dice que si al soplar el cosito de la alcoholemia te encuentran un mínimo rastro de haber consumido alcohol te hacen una multa más grande que la órbita de Plutón, es una medida cuestionada por muchas personas, ya que los limita a la realización de sus actividades sociales, como salir a comer a un restaurante o ir a la fiesta de cumpleaños de un amigo al otro lado de la ciudad (en el propio auto, claro). Pero lo cierto es que es efectiva para reducir lesiones y muertes por choques. Quizá muchas de las personas que beben cuando salen con el auto no sepan que los siniestros viales son la primera causa de muerte en los jóvenes de Argentina y en otros países de la región. Incluso si salís a tomar una cervecita o a comer acompañando con un vinito, el riesgo aumenta y puede llegar a multiplicarse por 10 si fueron 6 unidades (unos 2 litros de cerveza o nueve copas de vino) (Borges y otros, 2006). “Pero yo soy grande, estoy acostumbrado a tomar y manejo hace muchos años”. Si bien lo anterior es cierto, es decir, que las personas que habitualmente ingieren alcohol en mayor cantidad y frecuencia poseen un riesgo levemente menor para una determinada ocasión, están más expuestas a lo largo del tiempo (Cremonte y Cherpitel, 2014).
Otra medida interesante es la intervención breve que realizan los médicos en el consultorio. Tiene como objetivo identificar el consumo de riesgo y motivar a la persona para que alcance un consumo de bajo riesgo; ante menores de edad o mujeres gestantes, la abstinencia o, en casos de dependencia, la derivación a tratamiento especializado.
Pero si pensamos en políticas públicas orientadas a disminuir el consumo y el daño asociado, debemos ir un poquito más allá para que el alcohol no nos tape el bosque. Hay que abrir los ojos y entender la enorme influencia que tienen las corporaciones alcoholeras en el desarrollo de políticas públicas sobre alcohol. Tal es así que se ha señalado a la industria del alcohol como causante de las enfermedades y discapacidades producidas por los bienes que fabrican y venden (Babor, 2010). Argentina no escapa de esta situación, ya que a nivel mundial nuestro país está entre los primeros diez países productores, exportadores y consumidores de vino, lo que nos hace reflexionar sobre las políticas implementadas que tienden a fomentar esta tendencia, como el Decreto 1800/2010 que establece al vino como bebida nacional y exime de impuestos a este tipo de bebidas, junto con el permiso de realización de campañas mediáticas. Por otro lado, el consumo, producción y exportación de cerveza aumentó enormemente en el país y en la región, expansión que también fue apoyada políticamente desde organizaciones públicas.
Obviamente, las corporaciones alcoholeras buscan limpiar su imagen todo el tiempo a través de diversas estrategias, como la financiación de algunas investigaciones sobre el impacto del alcohol, especialmente en países en vías de desarrollo, donde suele haber poco dinero para la ciencia (Babor y Robaina, 2013). Puede parecer “una buena”, pero la realidad es que estas estrategias no son las más efectivas para reducir el consumo y daños asociados. Otras iniciativas igualmente poco efectivas que suelen proponer las empresas son los enfoques educacionales, programas de conductor designado o capacitación a personal de bares sobre prácticas responsables en el servicio de bebidas alcohólicas (Anderson y otros, 2009).
Las medidas que realmente funcionan suelen ser desestimadas, ya que perjudican el lucro de las empresas alcoholeras. Por ejemplo, está claramente confirmado que los consumidores responden a los cambios en el precio del alcohol. El impuesto a las bebidas es una de las maneras más costo-efectivas de reducir los daños relacionados al alcohol. Otras medidas que demostraron ser exitosas son la limitación de los puntos, días y horarios de venta y las restricciones al acceso, como elevar la edad mínima de consumo de 18 a 21 años. Finalmente, la regulación del marketing del alcohol, como disminuir la cantidad de publicidades, también demostró ser efectiva (Babor, 2010). Pero claro, todas estas medidas no son rentables: sólo se beneficia la salud de la población…
Es necesario debatir sobre el rol que debería tener la industria del alcohol en el diseño e implementación de estrategias y medidas públicas para reducir el daño correspondiente a los productos que venden, ya que podríamos suponer que, en buena medida, los roles y metas entre las empresas y la Salud Pública son diferentes, cuando no contradictorios. Como sostienen organismos independientes tales como la Organización Mundial de la Salud (OMS), el sector público debería tener la responsabilidad de formular, aplicar, vigilar y evaluar las estrategias para disminuir el consumo nocivo de alcohol (OMS, 2015). Consideramos además que, debido al rol que tiene el consumo de alcohol en la carga de morbimortalidad y al impacto social, económico, legal e institucional de sus consecuencias, las políticas públicas sobre esta sustancia deben ser una prioridad en materia de Salud Pública y estar basadas en la mejor evidencia científica disponible.
Referencias
Bibliográficas
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