Un futuro vivo
Notas

25min

Un futuro vivo

¿Por qué aspirar a una civilización biosolar y cómo empezamos a construirla? ¿Podemos ser protagonistas de una Transición Material?

Disrupciones tecnológicas hubo muchas, pero sólo algunas lograron redefinir por completo  la relación entre la humanidad y sus propios límites. Las disrupciones tecnológicas son, en definitiva, el pulso histórico de nuestra especie. Y ese pulso se está acelerando en una dirección muy específica.

Parte I | Bosta en las ruedas

Necesitamos entender esto: 

Durante más de cinco mil años, el caballo fue la piedra angular de la movilidad terrestre. Sin embargo, en tan sólo una década, el automóvil lo relegó al pasado. Primero fueron los autos en las calles de las principales ciudades del mundo: el caucho y la combustión reemplazaron el olor a bosta, sonaron motores y bocinas donde antes había relinchos y golpes de cascos en la tierra. La publicidad —enalteciendo la máquina y denostando la tracción a sangre— logró que la pintura negra y metálica se volviera objeto de deseo. Más autos llevaron a cabo más viajes, más viajes plantearon la necesidad de más infraestructura. Pronto las ciudades necesitaron veredas para los peatones y semáforos para organizar el tránsito, parquímetros en lugar de bebederos. En 1910 las calles de Nueva York estaban dominadas por carruajes y establos; para 1920 el paisaje urbano había sido reconfigurado por completo. 

Con esta reconfiguración, llegaron efectos sistémicos inesperados: la disrupción del caballo por el auto no se limitó a suplantar la forma en la que nos movemos en las ciudades, sino que cambió a las ciudades en su misma esencia: sus prioridades de habitación, su administración del espacio, las cadenas de suministros, las profesiones relevantes y hasta los deseos y cultura de sus habitantes. 

Este único evento tiene muchas lecciones para enseñarnos, pero hay una que no debemos perder de vista: una disrupción tecnológica tiene el poder de cambiar el mundo, literalmente y casi de inmediato. 

Esta es la primera lección aprendida y, a la vez, sólo el comienzo de lo que necesitamos entender.

Sin retorno

La velocidad con la que adoptamos nuevas tecnologías se aceleró drásticamente a partir de la Revolución Industrial y la primera versión del capitalismo. Los hidrocarburos demoraron casi un siglo en penetrar hasta el último capilar de nuestra civilización, pero la electrificación tardó apenas unas décadas e internet lo logró en una fracción de ese tiempo. Modelos avanzados de inteligencia artificial como ChatGPT lo hicieron en cuestión de semanas.

Claro que esta aceleración no es un accidente: cada nueva tecnología se apoyó en los cimientos de sus predecesoras para crecer. Pero, a la vez, ofreció ventajas comparativas innegables. Profundas. Verdaderos cambios de paradigma. Y es que si hay una segunda lección que debamos apurar, es esta: la esencia de una disrupción es una propuesta de mundo sin retorno

La electricidad no sólo sustituyó el gas en la iluminación: hizo posible la automatización de procesos industriales y domésticos. Los dispositivos móviles no sólo facilitaron la comunicación: instauraron una conectividad permanente que reconfiguró la vida cotidiana y el mercado global. En todos los casos, se trató de la creación de un nuevo mundo, construido sobre los cimientos del anterior, pero que ya poco tenía que ver con aquel. Tras cada disrupción, los seres humanos modificaron sus sistemas productivos, sus hábitos de consumo, sus dinámicas sociales y comunicacionales, sus modos de vincularse e, incluso, su forma de comportarse en soledad. 

Si la primera lección fue que las disrupciones tienen el poder de transformar el mundo de inmediato y la segunda fue que esa transformación no tiene retorno, agreguemos una más: los resultados de ese cambio son, en última instancia, inesperados. Supimos muy rápidamente que el mundo no iba a ser el mismo después de inventado el auto, lo que nos tomó décadas entender fue distinto cómo.

La digitalización del mundo 

Del mismo modo, la última gran disrupción que vivimos —la digitalización del mundo en apenas unas décadas— nos enseñó que hay que ser cuidadosos con el optimismo, puesto que cuando un mundo muere, es muy difícil prever la forma que cobrará el que nace. 

Por ejemplo, hace un par de décadas nadie habría sabido decir estas palabras: “nos prometerán el sueño de ser nuestro propio jefe, pero en cambio la vida se parecerá más a encontrar la forma de coexistir con nómades digitales que arbitran costo de vida mudándose a ciudades-commodity. Esas ciudades estarán diseñadas a medida del ajuste fino del algoritmo de AirBnB que las gentrificará, sus habitantes históricos serán expulsados y los nuevos rentistas evitarán pagar impuestos gracias al uso de sistemas criptográficos de moneda descentralizada. Mientras, estaremos tratando de evitar guerras híbridas que incluirán hackeo de infraestructura y ataques con drones maniobrados por veinteañeros alimentados a gomitas y nicotina”.  Pero si esas palabras hubieran sido dichas, probablemente no habríamos sabido escucharlas. 

Hoy es más fácil estar atento y detectar cuándo alguien intenta vendernos que todo es parte de un gran plan. Sabemos que no lo es. Es el emergente de una serie de planes más pequeños, un entramado complejo del que nadie conoce su devenir. En algún momento inventamos la forma de que una computadora hablara con otra y decidimos armar el mundo alrededor de su conversación. Esto es el resultado. Tan inesperado como innegable. Y otra prueba más —como si no tuviéramos suficientes— de que una disrupción tecnológica es la primera ficha de un dominó turbulento que desata una serie de consecuencias de segundo, tercer y cuarto orden, extremadamente difíciles de predecir con exactitud, pero muy fáciles de estimar en términos de impacto: sólo basta con dar por sentado que será alto.

El bucle infinito

Las disrupciones poseen un mecanismo subyacente que se conoce como feedback loop: un ciclo de retroalimentación positiva, acelerado, que dibuja un patrón consistente en el tiempo. Una mayor producción de autos abarata los costos y disponibiliza el producto para más personas, lo que a su vez demanda más infraestructura y estimula toda una serie de industrias a su alrededor, que dependen cada vez más de que la producción de autos siga en aumento. También puede expresarse así: que haya más autos provoca que haya más autos. 

Claro que no toda tecnología superadora es capaz de encender y acelerar ese ciclo. El fenómeno sólo se produce si bajan sus costos a medida que aumenta su escala. Entonces sería apropiado decir que no fue el auto el que disrumpió al caballo: fue el auto barato, fabricado en escala, accesible a las grandes mayorías.

Lo mismo ocurrió con los celulares. Los primeros eran caros, producidos a baja escala, accesibles solamente a pequeñas minorías, con costos enormes por minuto de uso. La verdadera disrupción de la telefonía llegó con la producción de celulares a escala: fabricación masiva, redes de telecomunicaciones más grandes, más eficientes, y un desplome en el precio de cada aparato, pero también del costo por minuto de uso. Esos factores crearon el feedback loop que aceleró el proceso de adopción del aparato, y fue tan fuerte y tan vertiginoso, que ocurrió en el lapso de una generación. Muchos todavía recordamos un mundo que funcionaba con teléfonos públicos y mapas de papel.

Pero aunque la nostalgia es una fuerza poderosa, ese mundo ya se ha ido. Imposible volver a él. Ahora, hasta en la aldea más remota alguien puede acceder a ChatGPT por SMS. Ese cambio de fase nos demuestra que la revolución digital —esa en la que aún creemos que estamos inmersos— en realidad ha concluido. Por lo tanto, la pregunta obligada es otra: ¿cuál es la disrupción del presente?

Parte II | Domesticar una estrella

Repasemos: empieza siempre con una tecnología de avanzada, incómoda, que sólo los early adopters están dispuestos a enfrentar por su precio e incomodidad. Aún así, tracciona tan fuerte que despierta el apetito del capital por reproducirse a sí mismo. Cada vez hay más demanda de esa tecnología y el capital se vuelca a la fabricación a escala. Esa escala se traduce en bajada de costos y esa bajada de costos, en un mayor acceso al producto. 

Así se llega al mainstream y a los capilares más delgados y profundos de la sociedad.  Ocurrió con los autos, ocurrió con los celulares y está ocurriendo, también, con la energía renovable.

La transición energética que atravesamos hoy en día está motorizada en su corazón por la bajada en los costos de sus tres cuerpos tecnológicos clave: los generadores eólicos, los generadores solares y las baterías. 

Comprender esto nos permite hacernos una pregunta relevante: ¿quién tiene posibilidades de ganar esta carrera? Bueno, nadie corrió hacia la disrupción energética como China. China es la primera respuesta a prácticamente cada pregunta sobre el pasado y futuro de la disrupción energética. ¿Quién tiene la tasa de electrificación más acelerada? China. ¿Y la implementación más acelerada de tecnología solar? China. ¿Y viento? ¿Y baterías? ¿Y vehículos? China, China, China.

Tanta fue su capacidad de previsión, que China concentró no solamente la implementación de este nuevo cuerpo tecnológico, sino también su fabricación: hoy posee el 80% de la red de valor SVB (Solar, Viento, Baterías), y además lidera el mercado de movilidad eléctrica. China vio venir una ola y tomó la decisión de subirse. Consciente de lo que hacía, se desarrolló a lomos del feedback loop de disrupción, inversión, aceleración y escala de las energías renovables. Construyó todo un ecosistema tecnológico, industrial y humano alrededor de ese núcleo brillante acelerado, y así domesticó una estrella.

Pataletas

Volvamos un momento al ejemplo más conocido. La irrupción del auto y su escalada implicó el desarme del sistema de transporte basado en caballos. Así como hubo incentivos orientados al auto, también se desalentó el uso de caballos: los costos en los establos se dispararon, atar un caballo en la calle se volvió cada vez más difícil, conseguir un repuesto de herradura resultaba imposible. Para 1930, tener un caballo en la ciudad estaba mal visto. Naturalmente, el mercado se achicó y se especializó. Invertir en la producción de caballos de carreras podía ser todavía un negocio para algunos pocos, pero invertir en caballos a escala se transformó en una pésima idea.

Este patrón de una tecnología desplazando a otra no es la excepción, sino la regla. Le pasó al caballo por el auto, al hierro por el acero, a la iluminación a gas por la eléctrica, al carbón por el petróleo. Toda transición es una oportunidad y también una amenaza. No significa lo mismo para quienes la enfrentan que para quienes la eluden. Mientras China se posiciona como líder en la ola de las energías renovables, Estados Unidos muestra una adopción desigual entre sus estados y una falta de estrategia federal coherente —aunque cuenta con iniciativas significativas como la Ley de Reducción de la Inflación (IRA) y programas estatales de energía limpia—. Esta fragmentación, sumada a recientes retrocesos en políticas climáticas, sugiere que EE. UU. corre el riesgo de quedarse atrás en la carrera por la transición energética, incluso si no lo reconoce —o lo niega— y toma medidas cada vez más agresivas para reafirmar su posición.

Hay que entender que el futuro llegará de la misma manera que llegó siempre. No podemos cambiar el modo en el que funciona el motor de la historia, sólo podemos vislumbrar hacia dónde nos lleva. Y en este caso, la dirección es clara:  ya transicionamos nuestro núcleo tecnológico de información y luego transicionamos el energético. La próxima será la transición de la materia.

Parte III | Un futuro vivo 

Los hidrocarburos fueron y son uno de los descubrimientos y desarrollos tecnológicos más importantes de la historia de nuestra civilización. Le dieron forma a nuestras estructuras productivas, a nuestras ciudades, a nuestros flujos de capital. También nos dieron una base material espectacular —la petroquímica— que nos permitió crear materiales como el plástico (impensados hasta el momento), y abrieron posibilidades (también impensadas) como la de producir fertilizante, solventes, detergentes, medicamentos, textiles y pinturas a escala, transformando la materia gracias al uso de energía fósil.

Pero en todo ese avance anidó un huevo de serpiente, un pecado original: los hidrocarburos configuran un stock, enormes reservas de moléculas carbonadas largas escondidas en el corazón del planeta pero que, una vez liberadas a la atmósfera, se quedan ahí. Un recordatorio permanente de que no podemos hacer desaparecer la materia, sólo podemos moverla de un lado a otro. Los hidrocarburos saltaron del suelo al cielo y en el camino nos permitieron construir un mundo. Un mundo increíble, sí, pero hipotecado y a un costo altísimo. 

El síntoma más evidente de ese costo es el aumento de la temperatura global y sus efectos encadenados: la desestabilización de las capas de hielo, la disrupción de los ciclos de corrientes marinas, el colapso de los ecosistemas o la creciente violencia climática. Porque en el corazón de la naturaleza se encuentran exactamente los mismos feedback loops que encontramos en la actividad humana. Los núcleos de cambio acelerados que hacen que más autos generen más autos son los mismos que hacen que derretir más hielo del Ártico genere más derretimiento de hielo del Ártico. No es una coincidencia, son los mecanismos del mundo físico puestos al desnudo: si se parece a estar contemplando un agujero en el abismo de las múltiples posibilidades, es exactamente eso.

La transición material

La transición energética está siendo un enorme paso para responder la pregunta de qué civilización construimos con los recursos de esa hipoteca fósil. Con una parte de esos recursos imaginamos, desarrollamos, escalamos e implementamos molinos de viento, paneles y baterías que se parecen cada vez más a un flujo y menos a un stock. Cada vez los fabricamos con menos materiales, los reciclamos más, nos volvemos mejores en hacerlos mejor. Con toda la dificultad que supuso y supone todavía, disrumpir la parte energética de los hidrocarburos fue relativamente simple: aprendimos a mover y guardar muy bien electrones con solamente un puñado de cuerpos tecnológicos clave.

La transición material va a ser más difícil. No solamente porque necesitamos diversidad y complejidad a escala, sino porque necesitamos ajustar el diagnóstico sobre cómo nuestro actual sistema productivo genera presión sobre el sistema Tierra. 

Pensar en términos materiales incluye dos grandes cuerpos productivos: la producción de alimentos y gestión de territorio en el que hoy los hacemos crecer (AFOLU desde ahora, por Agriculture, Forestry and Other Land Use), y los materiales que usamos para construir nuestros objetos y entornos, así como la forma en la que transformamos esos materiales. Y toda esa matriz compleja que nos da fertilizante, choclo, cuero, cemento y hamburguesas está a punto de cambiar radicalmente. Ya no podemos enfrentar el costo de sostenerla. Va a cambiar porque la presión sobre los sistemas planetarios clave ha tocado un límite. Dejarla como está es elegir el colapso.

Quizá lo que falta señalar, lo que falta ver (eso que China vio en la transición energética) es que la transición material, además de necesaria, puede ser también una propuesta de mundo superadora.

La transición material que necesitamos no es una que solucione solamente las emisiones a la atmósfera, es una en la que construyamos una matriz material compatible con el equilibrio de la biosfera para todos los límites planetarios. Nuestra actual matriz material basada en la petroquímica constituye el 50% de las emisiones de CO2, pero representa una presión sobre los límites planetarios muchísimo mayor, con un enorme protagonismo de AFOLU. Esto no debe sorprendernos. Basta con dimensionar el impacto territorial de crecer comida en la forma en la que lo hacemos: extensiva, con fertilizantes basados en la petroquímica y con uso de animales. Y este no es un argumento moral, sino termodinámico: no va a funcionar en la medida en que hacer una hamburguesa requiera grandes extensiones de campo que desplazan biodiversidad, activamente fertilizadas por NPK (que depende del petróleo para sintetizarse), con uso excesivo de agua para cosechar y alimentar animales de feedlot, de los cuales usamos solamente una parte, pero que criamos completos y por años. Entonces, el problema del sistema no es que sea moralmente malo, es que es tecnológicamente obsoleto: es fundamentalmente incompatible con la biosfera por su linealidad y su dependencia de stocks, reservas limitadas. 1El mismísimo Johan Rockstrom, creador del framework de límites planetarios, recorta el cuerpo de soluciones viables a las que, además de compatibilidad biogeofísica, posean dos características indispensables: velocidad y escala.

La buena noticia es que, habiendo definido de esta manera el problema, se dibuja mucho mejor un espacio de solución: necesitamos un cuerpo de tecnologías basado en flujos (no en stocks), capaz de proveer complejidad material a escala sin exceder los límites planetarios. Que sea capaz de darnos alimento, materiales y las transformaciones de la matriz industrial necesarias para crear cosas tan distintas como los equivalentes funcionales del plástico y el cemento. Y tenemos que hacerlo para una población de 10.000 millones de personas, dentro de los próximos 20 años. 

Bueno, hagámoslo.

Disrumpir la vaca

La primera hamburguesa de agricultura celular fue creada por Mark Post en la Universidad de Maastricht, Países Bajos. Post tardó más de dos años en producir un medallón de carne sintética hecha de músculo y grasa —pero crecida sin vaca de por medio— que costó más de USD 300.000. La aventura fue financiada por Sergei Brin, cofundador de Google, y probada por críticos culinarios con opiniones mixtas: hubo desde quienes quienes criticaron su falta de sabor y jugosidad hasta quienes aseguraron que la experiencia era indistinguible de la de comer una hamburguesa producida por métodos usuales.

La hamburguesa de Post es como un teléfono celular de los 90: cara, incómoda, inviable. Y le ocurre lo mismo que le ocurrió a aquellos: los críticos de la época insisten en que no hay forma de que la idea escale. 

¿Qué barrera hay que romper para escalar la hamburguesa de Post? ¿Bajar su costo? ¿Mejorar su sabor? ¿Escalar la producción? Bien, todos esos procesos ya están en marcha.

El precio de la carne

En los últimos 20 años las ciencias y tecnologías de la vida sufrieron un proceso acelerado de transformación hacia la ingeniería. Entender, gestionar, crear cosas usando organismos vivos pasó de ser un proceso artesanal que tomaba años a un proceso ingenieril que toma meses, semanas, a veces días. Minutos o segundos también, gracias a representaciones digitales cada vez más precisas. Es imposible no verlo: vivimos un presente de disrupción bio, la revancha del caballo por otros medios.

En el núcleo de esa disrupción encontramos lo de siempre: un conjunto de tecnologías que mejoraron, se abarataron, maduraron y empezaron a escalar: secuenciar por primera vez un genoma humano completo tardó 13 años en llevarse a cabo. Fue tapa mundial de diarios en 2003 y costó cerca de 3000 millones de dólares. Hoy hay startups que ofrecen ese servicio por 600 dólares.

Pero no se trata solamente de leer, sino de editar. El cuerpo de tecnologías de edición genética moderno (Crispr Cas9) está cumpliendo 20 años desde su descubrimiento fundacional. En esos 20 años cambió radicalmente nuestra capacidad de cortar, copiar y pegar con precisión adentro de genomas completos, imaginar vías metabólicas, dar y quitar capacidades de células de todo tipo y origen.

También maduramos una nueva generación de infraestructura productiva bio: los fermentadores de nueva generación. Alguna vez pusimos jugo azucarado de uva y microorganismos en vasijas y esperamos que la naturaleza convirtiera el agua en vino. Hoy manipulamos células de mamífero con delicadeza y precisión, y las cultivamos en biorreactores cada vez más sofisticados para que fabriquen anticuerpos monoclonales que atacan patologías imposibles, creamos enzimas industriales a escala que permiten que procesos —antes demandantes en energía— hoy sucedan de manera eficiente, y empezamos a atravesar la barrera de costos necesaria para imaginarnos una matriz material 100% biobasada. Las herramientas de edición genética como CRISPR están en fase clínica avanzando rápidamente hacia tratamientos efectivos para enfermedades antes intratables, como la anemia falciforme.2 Tratamientos de Vertex Pharmaceuticals y CRISPR Therapeutics ya en etapa avanzada de aprobación regulatoria en Estados Unidos y Europa. La insulina que hoy usan cientos de millones de personas en todo el mundo ya es un producto biofabricado, y la industria farmacéutica toda ya lidera la adopción a escala de estas tecnologías de fabricación por métodos bio. 

A medida que se abarató el costo por kw de energía eléctrica generada por paneles fotovoltaicos y se fue convirtiendo en una opción más barata que otras, comenzamos a implementarla en todo tipo de lugares. La creación de materia por medios biológicos viene haciendo el mismo camino: primero cruzamos la barrera de competitividad en farmacéutica (porque las moléculas son súper caras y necesitamos pocas), después en cosmética y enzimas industriales (porque necesitamos más volumen de un producto menos caro), y vamos llegado a competir en materiales y comida. ¿Cuándo cruzaremos  los umbrales críticos? No está claro. Pero hacia allá vamos.

Hace rato que la agricultura celular no es sólo promesa: en Singapur se puede comer pollo cultivado en biorreactores. Ya hay sustitutos funcionales de huevo, tanto como ingrediente del bizcochuelo de cajita como tetra packs para ponerlos directo en la sartén y revolver. En Estados Unidos, hay empresas con autorización de la FDA para comercializar carne cultivada. En el Reino Unido se vende alimento para mascotas crecido en fermentadores. Parece una señal inocente, pero es una pieza de un dominó largo y ramificado: un alimento para mascotas fermentado implica que un frigorífico no venda recortes de animales a una empresa de alimentos, lo que disminuye los ingresos del frigorífico, lo que aumenta el precio de la carne para el consumidor. Consecuencias tras consecuencias en una cadena compleja pero previsible. Y no es la única: aparecieron las primeras ofertas reales, comerciales, de proteínas de leche real sin vacas, a veces en barritas de cereal para deportistas, a veces directamente en góndola, incluso ya existe oferta del colágeno que se utiliza en cosmética, pero cultivado sin animales.
En el mundo de los biomateriales, empresas que crearon cuero a partir de micelio de hongos ya colaboran con grandes marcas como Adidas o Stella McCartney. Parece otra señal inocente, pero la fabricación de cuero de hongos barato de producir impacta sobre el campo, que ya no vende cuero de animal a una empresa de indumentaria, lo que disminuye los ingresos del campo, lo que, de nuevo, aumenta el precio de la carne para el consumidor.

La curva de costos bio tienta incluso al más capitalista, no por convicción ecológica, estética o moral, sino por conveniencia. Estos avances son parte de un presente concreto. Y un futuro superador empieza a ser imaginable —casi inevitable—, ya no por los problemas que la matriz actual genera, sino por las posibilidades que la próxima habilita. El maximalismo bio no tiene que elegir entre amor y miedo.

Los jardineros del nuevo mundo

Hablábamos de “energía post fósil” cuando no entendíamos de qué estaba hecho ese “post”. Cuando el futuro se hizo más claro, dejamos de decir  “post” y empezamos a hablar directamente de solar, eólica y baterías. El futuro material post petroquímico también empezó a ganar claridad y hoy podemos saber que esa claridad está inspirada por la naturaleza. Es viva. Es bio.

La revelación tiene la contundencia de esas cosas que siempre estuvieron ahí pero son redescubiertas en un momento de necesidad, como encontrar plata olvidada en un bolsillo del pantalón. Ya hemos construido aviones con materiales inspirados en panales de abejas y avispas, el velcro de nuestra ropa imita a la planta espinosa que conocemos como “abrojo”  y trajes de baño para nadadores profesionales se han fabricado prestándole atención a la hidrodinámica de la piel de los tiburones. También hicimos edificios que manejan el calor con la elegancia de las piñas de los pinos, trenes bala que desafían el aire como un pájaro. Es decir: desde siempre utilizamos la naturaleza como maestra, fundamento, modelo y aspiracional. La diferencia es que pasamos los primeros miles de años fermentando vino y queso, y de pronto aprendimos a fermentar y hacer crecer medicamentos, cosméticos, plástico, leche, carne. Sabemos hacer ladrillos de hongos que respiran. Bifes que requieren 90% menos de agua y energía. Hemos dado un paso más allá. 

Haciendo uso de la vasta información que reside en la biodiversidad, somos capaces de imaginar, diseñar y construir las estructuras productivas que necesitamos: naturalmente eficientes, elegantes, acopladas con el entorno. Que juegan a favor de los flujos en lugar de en contra. Y todavía podemos pedir más, porque en esa transición hacia sistemas basados en la naturaleza reside también la oportunidad de una regeneración acelerada, la que necesitamos para morigerar el impacto de la hipoteca fósil, al mismo tiempo que rápidamente creamos más mundo vivo, más estabilidad climática, más rendimiento en cultivos, más proteína de calidad disponible para más gente, nuevas terapias biobasadas que hacen posibles cosas que antes eran imposibles y que, a medida que escalen, llegarán a ser extremadamente baratas.

Y toda esa revolución material va a necesitar infraestructura de reactores, un medio de cultivo que la alimente, profesionales de las vías metabólicas que creen el bioware que habite esos reactores, diseñadoras de enzimas industriales, modelos digitales de anticuerpos monoclonales personalizados, diseñadores de paisajes agroalimentarios a escala, toda una suerte de nuevos profesionales. Los hijos de los pioneros. Los jardineros del nuevo mundo.

Cultiva, cría y cura en Latinoamérica

Así como en las transiciones digital y energética hubo quien corrió hacia ellas y quien trató de evitarlas (siempre fracasando), vivir una transición material nos ofrece la posibilidad de dar un salto. China no fue el único actor que decidió correr hacia la disrupción. Muchos países del Sur Global saltearon la etapa del oil & gas y adoptaron directamente la energía solar, y de este modo ya superan a las potencias en su infraestructura energética. No debería sorprendernos: poblaciones completas en África se saltearon el teléfono de línea para ir directo al celular y no usaron jamás tarjetas de crédito porque fueron directo a las finanzas digitales. 

Las disrupciones son una pésima noticia para los campeones y lo mejor que un retador puede oír. Más aún si el retador es un país y una región con todas las presiones correctas para disrumpirse a sí mismo. Por ejemplo, uno amenazado por la crisis climática, que necesita desarrollarse económicamente creando un cuerpo tecnoindustrial propio compatible con el futuro, y que cuenta con con un cuerpo profesional de ciencias, técnicas y tecnologías de la vida particularmente numeroso y bien cualificado, además de grandes extensiones de tierra ocupada por cultivos que pueden evolucionar en su manejo hacia sistemas regenerativos y biobasados.

Un retador que, además, ya cuenta con incubadoras, aceleradoras, fondos de inversión y, sobre todo, centenas de empresas de distintos tamaños que ya disponen de muchas de las tecnologías y productos que nombramos antes. No hace falta mirar detrás del horizonte: sobran ejemplos de startups argentinas o latinoamericanas que trabajan en biorreactores de nueva generación, en simulación computacional de procesos biológicos, en producción de medios de cultivo basados en plantas, en diseño de paisajes agroecológicos a escala, en productos financieros de carbono basados en regeneración, en bioplásticos, en biorremediación, en cuantificación de biodiversidad, en inoculantes biológicos para el agro, y así. 

Todo esto montado sobre un cimiento histórico de décadas de inversión en educación universitaria accesible a gran número de personas y un aparato de desarrollo científico tecnológico de excelencia que incluye, precisamente, a las ciencias de la vida como protagonistas, pero también un aparato agrobioindustrial que ha sido líder, por lo menos por épocas, en desarrollar y escalar esos procesos de innovación tecnocientífica. 

Somos un pueblo que siembra, crece, cultiva, cría, cura. Está en nuestra formación, nuestra infraestructura económica, institucional e industrial existente y en nuestra identidad.

Epílogo - Lo maquínico y lo vivo

Dice Alejandro Galliano en La máquina ingobernable, “La IA es Diseño Centrado en el Usuario sin cadenas, asimila y amplifica todos los rasgos de la web que la alimenta: sesgos, noticias falsas, discursos de odio y piratería”. Si esto es cierto, si el diseño centrado en el usuario representa todos esos males, cabe preguntarse: ¿cuál es la perspectiva de diseño que mejor se acomoda a la gestión de sistemas compatibles con la vida, y por lo tanto con los límites planetarios, que funcione a favor de los flujos de la biosfera? ¿Qué sucede cuando nuestra matriz productiva deja de explotar la vida y empieza a cultivarla activamente? ¿Qué pasa cuando la tecnología no sólo es compatible con la vida, sino que es vida? 

Un Diseño Centrado en la Vida trae una verdadera novedad en su dimensión ontológica. Significa un diseño que ya no tiene al humano en el centro, sino al vínculo: la relación del humano con todo lo vivo. En lo más inmediato, nos enfrentamos a que los sistemas vivos tienen una complejidad y naturaleza emergente que escapa a las lógicas mecánicas. Un engranaje es predecible dentro de sus tolerancias: lo diseñamos, encaja, gira y repite su ciclo con exactitud. Un organismo vivo, en cambio, no puede diseñarse a priori con idéntico grado de certeza. Al intentar programar sistemas vivos, corremos un experimento a cielo abierto, con resultados que pueden rebasar nuestras hipótesis iniciales. Esta complejidad emergente impone un reto: no basta con trasladar la lógica de la fabricación industrial a lo biológico. Las ingenierías biológica y ecológica –a diferencia de la mecánica tradicional– implican escenarios de incertidumbre: cualquier modificación en los sistemas vivos puede desencadenar efectos imprevisibles. Así, la manipulación y diseño de sistemas basados en la vida se asemeja a un experimento perpetuo, sin garantías de control total.

Por lo tanto, el verdadero salto tecnoproductivo no será la producción en masa por métodos biológicos, sino un entendimiento del crecimiento y desarrollo productivos, ahora dirigidos, así como la posibilidad de una acelerada regeneración ambiental. 

Si la cultura es la manera en que nos domesticamos como especie, cabe preguntarse: ¿qué cultura emergerá cuando nuestra tecnología ya no se base en dominar la vida, sino en cultivarla? ¿Cómo cambiarán nuestros hábitos, economías y valores en una civilización basada en lo vivo? Una en la que no ensamblaremos estructuras, sino que las cultivaremos. Donde no extraeremos combustibles, sino que captaremos la energía que fluye desde el Sol.

En este nuevo paradigma, la tecnología no extrae, cultiva. No desgasta, acelera. No reduce, multiplica. No extrae, regenera. Y en esa lógica hay mucho más por ganar que en el agotamiento final de un sistema civilizatorio basado en stocks. El impacto de esta transición que ya está en marcha se resolverá en la tensión entre lo maquínico y lo vivo. En quién está al servicio de quién. 

Algunos temen que la revolución productiva material basada en ciencias, técnicas y tecnologías de la vida se convierta en otra forma en la que la máquina tecnocapital subsume todo lo vivo, lo datifica, commodifica, compra, vende, protege y defiende con IP. Pero la historia será dramáticamente distinta si lo maquínico es al mismo tiempo colonizado por lo vivo. En sus necesidades y ritmos, pero principalmente en qué primitivos de diseño se expresen de manera dominante. La próxima versión del capitalismo, de mínima, ya no podrá ser ajena a los ciclos naturales. 3El aceleracionismo pensado por Nick Land como creación de complejidad en analogía con los sistemas vivos es interesante, pero tiene una debilidad: lo articula emancipado de las bases materiales del mundo de una manera que, aun cuando busca tender puentes con la termodinámica, le da la espalda a sus límites.

Aún así, podemos apalancarnos en esa misma idea pero hacernos otra pregunta: ¿qué pasa cuando se entretejen la aceleración tecnocapital, productiva y de desarrollo nacional con la regeneración de la biosfera? Qué pasa si la verdadera máxima aceleración en la creación de complejidad no está en buscar la máxima aceleración instantánea, sino la máxima sostenible, un aceleracionismo regenerativo que acepta y entiende un único límite: el de los sistemas vivos. 

Hemos sentido el pulso acelerado de las disrupciones que marcan nuestra historia, y hoy percibimos la presión crítica de un sistema Tierra que nos exige un cambio fundamental. En esta encrucijada civilizatoria, las herramientas para leer, escribir y diseñar la vida, potenciadas por el avance de la inteligencia artificial, no son meros instrumentos: son la palanca con la que definimos el arco del futuro. Desde este preciso instante, ahora, se despliega un cono vasto de posibilidades, un tejido exponencial de destinos potenciales donde la eficiencia brutal que agota el planeta coexiste con la promesa de una simbiosis regenerativa; donde archipiélagos de privilegio biotecnológico podrían flotar sobre mares de abandono; y donde la autonomía distribuida lucha contra el control eco-vigilado. 

Disputar protagonismo en darle forma a este nuevo mundo no es elegir un camino predefinido, sino sembrar algunas de las condiciones iniciales de sistemas complejos cuyos efectos se multiplicarán en cascada. Cada decisión tecnológica, cada marco ético, cada política económica y productiva que adoptemos hoy —pero también las que no adoptemos o, peor, las que nos impongan intereses contrapuestos a los nuestros— será un acto fundacional con resonancia sistémica. 

La pregunta crucial, entonces, no es qué futuro vendrá, sino qué futuro elegiremos cultivar, asumiendo la responsabilidad radical de ser, quizás por primera vez, los jardineros conscientes de la próxima era planetaria.

En esta nota se anda diciendo...