Hablar sobre el primero de estos tres conceptos (el de módulo cerebral) me conduce inevitablemente a contar la historia de cómo descubrí este fascinante campo del conocimiento.
En 1995 se presentó ante mí, por primera vez y de forma arrebatadora, la neurociencia cognitiva. Mi abuelo Amílcar acababa de morir. Yo tenía entonces 18 años, y cuando tuve la oportunidad de ir a su casa, aquella en la que solía pasar los veranos junto a mis hermanos y primos, lo primero que hice fue ir a ver qué había en su mesita de luz. ¿Qué era lo último que mi abuelo había estado leyendo?
Encontré un libro que estaba siempre ahí, a su lado: las obras completas de Borges. Una hermosa edición en papel biblia de tapa verde que todavía conservo en mi biblioteca. Al lado, otro libro, de un autor que en ese momento yo desconocía: Timothy Ferris. El libro se llama El firmamento de la mente y, también, aún lo conservo en mi biblioteca. Dos capítulos estaban señalados por mi abuelo con esos típicos post-it amarillos pegados en su página inicial. El primero hablaba sobre las experiencias cercanas a la muerte: la famosa visión en túnel con una luz al final. Ya sea porque mi abuela Lía había muerto un año antes o como presagio y curiosidad por su futuro −quizás y, en efecto− cercano, no me sorprendió que mi abuelo estuviera interesado en el tema.
El segundo capítulo marcado fue el que me introdujo al mundo de las neurociencias cognitivas de tal forma que quedé inmediatamente atrapado. El capítulo se llama “El intérprete” y cuenta los experimentos del psicólogo estadounidense Michael Gazzaniga, uno de los fundadores de la neurociencia cognitiva, con pacientes con el cerebro dividido en dos (split brain); pacientes a quienes, por razones clínicas, se les ha cortado el cuerpo calloso: el conjunto de neuronas que comunica los dos hemisferios cerebrales.
A través de esos estudios, Ferris llegaba a la conclusión de que nuestros cerebros funcionan como una suerte de monarquía constitucional: nuestra conciencia, las explicaciones conscientes que damos de nuestras acciones y decisiones, son un intento de englobar, bajo una lógica coherente, decisiones que toman diferentes módulos cerebrales con objetivos y deseos diversos y a veces contradictorios. Es lo que hace un rey en una monarquía constitucional: intenta justificar como fruto de una política coherente e impoluta las decisiones de los diferentes organismos democráticos. Fue el propio Gazzaniga quien denominó “el intérprete” al módulo cerebral, ubicado en el hemisferio izquierdo del cerebro, que se encarga de generar esa narrativa consciente que nos creemos y comunicamos como razones de nuestras acciones. Recuerdo comentar ese capítulo con cuanta persona se me cruzaba por delante. Estaba alucinado. Las investigaciones de Gazzaniga me parecían antintuitivas, difíciles de creer. Pero las evidencias mostraban que sí, que el autoengaño es una parte constitutiva del ser humano.
Hoy pienso que el haberme encontrado con este conocimiento a través de un capítulo señalado por mi abuelo en lo que probablemente fue el último libro que leyó significó, tal vez, su último regalo hacia mí. Puede que sea sólo una ilusión. En ese caso, creo que es un autoengaño benigno con el que puedo convivir.