Hablar de uranio es hablar de 156 años de investigación, mucha gente haciendo ciencia y un elemento con capacidades destructivas inéditas en la historia de la humanidad.
Martin Klaproth empezó su carrera trabajando como ayudante de farmacéutico, fue autodidacta en química y terminó siendo el primer profesor de química de la universidad de Berlín. En 1789 descubrió un nuevo elemento al que bautizó uranio, en honor al planeta Urano, que había sido descubierto ocho años antes por William Herschel, un músico que se convirtió en un astrónomo que fabricaba sus propios telescopios. Un verdadero hombre del Renacimiento.
Usando una sal de uranio, Henri Becquerel descubrió el fenómeno que más adelante Maria Skłodowska-Curie llamaría radioactividad: la emisión espontánea de energía (y muchas veces, partículas) por parte de núcleos de átomos inestables.
Años después, Enrico Fermi se propuso irradiar con neutrones la mayor cantidad posible de elementos conocidos. Como era metódico, empezó naturalmente por los elementos más livianos de la tabla, así que le llevó un buen rato llegar hasta el uranio. Fermi y su equipo irradiaban las muestras en una sala y las llevaban a un detector que estaba en otra sala, en la otra punta de un pasillo con ‘sumo cuidado’: corriendo y sosteniendo las muestras irradiadas (Fermi se enorgullecía de ser de los más rápidos).
El comportamiento de los elementos obtenidos luego de la irradiación los llevó a sugerir que habían producido átomos más pesados que el uranio: elementos más allá de este, “transuránicos”. Sin embargo, Otto Hahn y Fritz Strassmann demostraron que lo que estaban viendo era producto del rompimiento del uranio en átomos más livianos. Lise Meitner y Otto Frisch (su sobrino) lograron explicar este fenómeno, al que llamaron “fisión”, además de establecer un precedente importante sobre la ventaja de hacer visitas familiares.
Poco después, se demostró que la fisión de uno de los isótopos del uranio (el U-235) producía más neutrones, que pueden a su vez fisionar más núcleos, abriendo la posibilidad de producir una reacción en cadena. Corría el año 1939, la segunda Guerra Mundial apenas comenzaba, junto con la carrera entre países por fabricar la primera bomba atómica. El claro ganador fue el Proyecto Manhattan, en el marco del cual Fermi y compañía construyeron el primer reactor nuclear artificial, hecho con uranio y grafito. Artificial porque sí, también hubo reactores nucleares naturales, en una época en la que la concentración de U-235 en el planeta era mayor. De hecho, el principal uso civil que se le da al uranio en la actualidad es justamente como combustible en reactores nucleares de potencia, para producir energía eléctrica.
De más está decir que fabricar reactores no fue el principal objetivo del Proyecto Manhattan. Robert Oppenheimer, junto a muchos científicos, desarrollaron las primeras bombas atómicas: The Trinity Gadget, Fat Man y Little Boy. Trinity fue la primer detonación de un arma nuclear de la historia, pero era solo ‘de prueba’. El 6 de agosto de 1945, Little Boy fue lanzada sobre Hiroshima, convirtiéndose así en el primer arma nuclear utilizada en un ataque. Tres días después, Fat Man se convertía en la segunda, cayendo sobre Nagasaki.
Pensar el uranio es, también, entender que la misma reacción en cadena que ilumina es la que arde. Hablarlo es, tal vez, una forma de abogar por la primera.